Kate se quedó mirando la pantalla. Se sentía como si le hubiesen dado un puñetazo. No podía ser. De ninguna manera. Era simplemente imposible. El año 1939 quedaba décadas atrás. Ellos no estaban en los malditos años treinta.
Las manos le temblaban. Iba a teclear de nuevo para preguntar cómo un maldito pasajero desaparecido setenta años antes se paseaba alegremente por el barco cuando la pantalla parpadeó un par de veces y la columna de chat desapareció. Un mensaje surgió en medio de la pantalla.
SIGNAL LOST
Please, wait…
Eso era todo. Kate dio un palmetazo de rabia sobre la mesa.
«Ahora no, maldita sea. Ahora no».
Estuvo esperando un rato, pero fue en vano. La señal se había perdido. Levantó la cabeza buscando al técnico que tendría que estar allí para ayudar a los usuarios, pero no había ni el más mínimo rastro de él. Ni tampoco de nadie más.
Kate se recostó en la silla mientras pensaba a toda velocidad.
Lo primero que se le pasó por la cabeza fue que aquel sombrero podía haber estado a bordo del barco durante todo el tiempo. Era la explicación más lógica. Pero eso no aclaraba cómo no lo había visto nadie en medio del paseo lateral del barco durante los trabajos de restauración. Además, se conservaba en muy buen estado como para haber pasado setenta años a la intemperie.
Otra alternativa era que alguien lo hubiese dejado allí a posta para que ella lo encontrase. Pero no tenía ningún sentido. Cuando tropezó con el maldito gorro de paja, estaba enganchado en un montante, a pocos segundos de caer al océano. Nadie podía planear algo así con tanta precisión. Había estado a punto de pasar sin verlo.
La última posibilidad, por ridícula que sonase, era que de alguna manera aquel maldito sombrero y su dueño hubiesen llegado desde 1939 para tropezarse con ella en el paseo del Valkirie.
«Ockham, Kate. Ockham».
Con un estremecimiento, se dio cuenta de que la última opción era la más probable, por mucho que sonase como una auténtica locura. Una semana antes se hubiese reído de sí misma por pensar algo así. Pero, después de todo lo que había visto y oído desde que había subido al Valkirie, nada le parecía ya descartable.
Se dio cuenta de que tenía que contarle aquello a Feldman y a Cherenkov cuanto antes. Quizá tuviese algo que ver con las anomalías de la singularidad. Le hubiese gustado hablar con Carter y ver qué era lo que el norteamericano opinaba de aquel asunto, con toda su dosis de sano escepticismo científico, pero no se había cruzado con él en todo el día, desde el incidente de la mañana.
Decidida, salió del salón rumbo al puente. Mientras cruzaba la puerta, una última hipótesis se le pasó por la cabeza con tanta fuerza que se detuvo de golpe. Kate se dijo que era imposible y encerró aquella idea en un cajón oscuro y pequeño de su mente, a la vez que notaba crecer en la parte más primitiva de sí misma una sensación de terror.
«A lo mejor Schweizer y su sombrero habían estado a bordo del Valkirie. Todo el rato. Junto con el resto del pasaje. Esperando».
Meneó la cabeza, enfadada consigo misma. No creía en fantasmas. Robert se hubiese reído a carcajadas de haber podido escuchar sus pensamientos. Con toda seguridad habría sacado de aquello media docena de chistes malos con los que sonrojarla.
Pero Robert no estaba allí, y el miedo es una planta invasora muy difícil de erradicar. Cuanto más trataba de no pensar en aquella idea, más difícil le resultaba evitarlo.
Subió hasta el puente con el corazón desbocado. El capitán Harper estaba allí, vestido con su peculiar estilo de fantasía: pantalones de traje y una camisa floreada.
No le sorprendió. Alguien había comentado en la cena de la noche anterior que Harper, después de doce años obligado a ir vestido con un impecable uniforme en todos y cada uno de sus viajes de crucero, había desarrollado un odio visceral a esa prenda y que aquel viaje en el Valkirie era una liberación para él.
—Hola, señorita Kilroy —saludó, con bastante sequedad.
Tenía un vaso de agua en una mano y estaba a punto de tomarse un par de analgésicos que sostenía en la palma de la otra. Se metió las pastillas en la boca y apoyó el vaso sobre la mesa de navegación, al lado del libro de bitácora original del Valkirie, que estaba allí abierto.
—Necesito que avise al señor Feldman y al doctor Cherenkov —dijo Kate, tratando de recuperar el resuello—. Tengo que hablar con ellos. Es muy importante.
Harper se frotó las sienes, con cara de fastidio. Parecía aquejado de un intenso dolor de cabeza.
—No me gusta molestar a los pasajeros de primera clase sin necesidad —contestó, al cabo de un momento—. Confío en que sus razones sean poderosas.
Kate se le quedó mirando como si no le hubiese oído bien. ¿Pasajeros de primera clase?
—Tiene que ver con lo que sucede en el barco, así que sí, supongo que son razones poderosas —replicó, con más rudeza en la voz de la que le hubiese querido imprimir.
—En ese caso, debería hablar conmigo primero. —Harper se dejó caer en la silla de mando, estiró el brazo sobre la mesa de navegación y empezó a acariciar perezosamente el libro de bitácora—. Las normas de la compañía son muy claras al respecto. Yo soy el capitán.
Kate tuvo que hacer un esfuerzo considerable para no estrangular allí mismo a Harper. Aquello no estaba saliendo como ella había pensado.
—Se lo pido por favor, capitán —imploró remarcando de manera expresa la palabra «capitán». Odiaba el tono de su voz cuando tenía que rogar—. Es muy importante que vea al señor Feldman y a Cherenkov. Tiene relación directa con el proyecto y no con la seguridad del barco o con su tripulación, se lo prometo. No sé dónde están, y si los llama por el sistema de megafonía me ahorrará tener que recorrer todo el barco de arriba abajo.
Harper tosió mientras se sujetaba las sienes con fuerza. La jaqueca tenía que ser de tamaño olímpico. Agotado, asintió.
—De acuerdo. Hanisch, que llamen a los pasajeros Feldman y Cherenkov al puente de mando por megafonía. —Se volvió hacia Kate y le señaló la puerta—. Espere ahí, junto a la sala de radio. No está permitido que el pasaje circule por el puente cuando estamos fuera del puerto.
Kate abrió la boca para contestar, pero la cerró al instante. O Harper era un gilipollas de mucho cuidado, o estaba perdiendo la cabeza. Confiaba en que fuese lo primero, pero no ganaría nada enfrentándose a él.
Se dio la vuelta y entró en el cuarto de radio. El operador se encontraba al lado de los monitores, pero esta vez, aunque otro partido de baloncesto estaba en los últimos minutos, no prestaba atención a la pantalla. Los Knicks de Nueva York le estaban dando una paliza a un equipo de camiseta azul que Kate no supo identificar. La imagen se veía con mucha estática y de vez en cuando desaparecía durante varios segundos seguidos.
Quizá por eso el operador estaba con los cascos puestos, muy concentrado en transcribir en una libreta algo que estaba escuchando por la radio con cara de concentración. Cuando Kate entró le echó un breve vistazo y se limitó a saludarla arqueando las cejas.
Kate esperó quince interminables minutos mordiéndose las uñas. Por fin la puerta se abrió y entraron Cherenkov y Feldman prácticamente a la vez. Debían de haberse cruzado en el rellano de las águilas.
Las ojeras de Feldman habían crecido. El desgaste físico en el anciano era ya de una evidencia escandalosa. En apenas dos días parecía haber envejecido diez años. Cherenkov, por su parte, parecía enfadado.
—¡Espero que sea importante! —barbotó con su particular acento eslavo nada más entrar—. Tengo mucho trabajo que hacer, y el equipo que tengo es muy escaso. Casi no damos abasto.
—No les robaré mucho tiempo —dijo Kate, y llevándoselos a una esquina del puente, donde no pudiese oírlos nadie, comenzó a contarles la historia del sombrero de Schweizer.
Había tenido tiempo para pensar bien cómo les expondría la historia. Al final había decidido presentar los hechos de una manera fría y profesional, como si fuese un informe, sin añadir sospechas o conclusiones. Que fuesen ellos dos los que decidiesen.
Al acabar, Feldman y Cherenkov la miraban con mucha atención. Cada uno de ellos parecía atraído por la historia a causa de un motivo distinto, a juzgar por sus expresiones. El judío parecía al borde de un colapso mientras que los ojos del ruso brillaban de excitación.
—¿Dices que tienes ese sombrero, Kate? —preguntó Feldman, con la voz rota—. ¿Lo tienes de verdad?
—Está en mi camarote, encima de la cama —dijo Kate—. Podemos ir a buscarlo ahora mismo.
—Sí, por favor —apuntó el ruso—. Tengo muchas ganas de verlo con mis propios ojos. ¿Me dejará usted tomar una muestra?
—Le daré todo el maldito sombrero, profesor. —Kate rió, aliviada—. Si se lo lleva cuanto antes.
Bajaron de nuevo hacia la zona de camarotes. Al atravesar el vestíbulo, Kate oyó cómo alguien tocaba una animada marcha con los instrumentos de la banda. Le hubiese gustado ir a ver quién era, pero no tenían tiempo.
Llegaron a la puerta de su camarote y Kate abrió la cerradura. De repente, su expresión de confianza se transformó en un rictus de perplejidad.
El sombrero no estaba donde ella lo había dejado.
Había desaparecido.
—¿Y bien? —preguntó Feldman—. ¿Dónde está ese gorro de paja?
—No lo sé —tartamudeó Kate, atónita—. Yo lo dejé justo ahí…
Cherenkov bufó, exasperado.
—¿Estás segura, Kate? —preguntó Feldman—. ¿No puedes haberlo dejado en otro lugar?
—¡No tengo la menor duda!
—A lo mejor el sombrero tenía piernas —apuntó Cherenkov, visiblemente enfadado—. O vino su dueño de ciento treinta años a buscarlo echando una carrerita por el pasillo. Aunque lo más probable es que lo haya soñado, jovencita.
—¡No lo he soñado! Era real. Lo tuve en mis manos, con su cinta azul y una mancha en el borde. —Las lágrimas afloraron a sus ojos y tuvo que hacer un esfuerzo ímprobo para no echarse a llorar—. Se lo juro.
—Kate, el sombrero no está —apuntó Feldman, señalando algo que era evidente.
—Pero… —Kate sentía un nudo de angustia apretando su cuello. No sabía qué decir.
—Sé que las últimas cuarenta y ocho horas han estado repletas de emociones, Kate. —Feldman le dio un apretón afectuoso en el hombro mirándola con expresión compasiva—. Y supongo que esto es demasiado para todo el mundo. Es natural pensar que vemos cosas, o confundir los hechos. Le podría pasar a cualquiera. Nos pasa a todos.
—¡No lo he soñado! —Su voz estaba a punto de quebrarse—. ¡No lo he soñado!
—Kate, déjame darte un consejo —dijo Feldman—. Descansa. Duerme. Si no eres capaz, el doctor Scott te puede dar algo de la enfermería para ayudarte a conciliar el sueño. Mañana verás las cosas de otra forma. Esta condenada niebla habrá desaparecido y con el sol se irán todas las malas vibraciones. No te preocupes.
Kate negó con la cabeza, al borde del llanto. Estaba contando la verdad y no la creían. Cherenkov rumió algo en ruso a medida que se alejaba por el pasillo a grandes zancadas. Feldman le dedicó una última mirada a Kate y se fue detrás de él, arrastrando los pies y con la espalda encorvada.
Cuando Kate se quedó sola en su camarote, registró hasta el último rincón en busca del sombrero, poseída por unas energías que eran fruto de la rabia. Al acabar, parecía que por la habitación había pasado un grupo de rock, pero no encontró el más mínimo rastro del gorro de paja. Era como si jamás hubiese existido.
Sintiéndose muy desgraciada, se dejó caer sobre un montón de cojines apilados en el suelo y, mientras jadeaba, tratando de inspirar más aire, una lágrima solitaria rodó por su mejilla.
¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja!
Era una risa femenina, cruel y burlona. Sonó dentro de la habitación, aunque Kate estaba sola. La risa se oía desde todas partes a la vez, y rebotó en las paredes, creando ecos diabólicos, hasta que se apagó de súbito en un silencio ominoso.
Kate notó como si una mano de hielo agarrase su corazón. Se hizo un ovillo en una esquina del camarote a la vez que empezaba a gemir. Era terror en estado puro.
Porque comprendía que algo se estaba riendo de ella, disfrutando de su dolor y de su desconcierto.
Y, además, un matiz escondido en aquella risa malvada le auguraba que la diversión a su costa tan sólo acababa de comenzar.