XXV

Kate estaba en medio de un sueño especialmente tórrido cuando los golpes en la puerta la despertaron.

Desde que había muerto su marido, nunca se había acordado de él de una manera tan nítida y explícitamente sexual. En su sueño, Robert se desvestía con parsimonia, retirando una por una las prendas de su magnífico cuerpo hasta quedar completamente desnudo frente a los ojos de Kate. Estaban los dos solos en aquel camarote, y Robert la miraba con una media sonrisa juguetona que ella conocía muy bien, bailando traviesa en sus ojos. Sin decir ni una palabra, se acercaba a ella y la besaba durante un rato largo y maravilloso. Su lengua jugueteaba dentro de su boca, ejecutando una complicada danza que hacía que sus piernas temblasen. Entonces la tumbaba sobre la cama y empezaba a desvestirla. Primero le quitaba el top ajustado que llevaba puesto, dejaba sus pechos al aire y se demoraba en sus pezones con lametones largos y cadenciosos. Después, con manos expertas, y mientras su respiración se aceleraba, desabrochaba sus vaqueros y los bajaba hasta sus tobillos, dejándole puesto tan sólo un pequeño tanga que a él le encantaba. Notaba el cuerpo duro de Robert frotándose contra ella y creciendo a cada segundo a medida que deslizaba la mano sobre su vientre, cada vez más abajo, hacia el borde de la diminuta pieza de encaje.

Entonces… Entonces alguien comenzó a aporrear la maldita puerta y Kate se despertó empapada, bañada en sudor y con la respiración agitada.

Con la agilidad de un borracho se acercó trastabillando hasta la puerta mientras intentaba sujetarse el pelo en una coleta. Se había quedado dormida releyendo por enésima vez el expediente del Valkirie y trataba de empezar a escribir el artículo en su ordenador.

Aún sofocada, abrió y se encontró de frente con Senka, que se quedó con el puño en el aire, a punto de dar el siguiente golpe en la puerta.

La serbia parecía muy seria, pero al contemplar a Kate su rostro se volvió más dulce y una sonrisa traviesa bailó en su cara.

«La muy zorra se ha dado cuenta», pensó Kate al ver que Senka fruncía sus labios carnosos en un mohín sensual. El rostro colorado de Kate, su respiración agitada, la transpiración de su cuello, todas ellas eran señales inequívocas para la serbia, que se deleitó un rato contemplándola mientras se regodeaba con la escena.

—Hola, Kate —ronroneó con voz juguetona, observando el camarote vacío a espaldas de la joven—. ¿Te interrumpo en algo importante? A lo mejor puedo ayudarte si quieres…

La insinuación flotó en el aire, espesa y lúbrica, pero Kate meneó la cabeza.

—Sólo estoy medio dormida, eso es todo —contestó con voz cortante—. ¿Qué sucede?

Senka se encogió de hombros, visiblemente decepcionada.

—El señor Feldman quiere verte —dijo—. Ahora.

Aquello parecía más una orden que una invitación, así que Kate apenas tardó un minuto en calzarse los zapatos y salir al pasillo tras los pasos de Senka. Le hubiese gustado poder cambiarse la ropa interior, pero con Senka esperando de pie en la puerta quedaba fuera de toda opción.

El camarote de Feldman era una suite emplazada en la popa del barco, con unos enormes ventanales que en un día soleado ofrecían una magnífica vista del océano a los afortunados ocupantes de aquella pieza. Sin embargo, rodeados por aquella espesa niebla amarillenta, a través de las ventanas sólo se filtraba una luz débil y pegajosa que lo teñía todo de un tono enfermizo.

Feldman estaba sentado en una silla, con semblante preocupado. A su lado, de pie, estaba Moore, con la mandíbula tan tensa que parecía a punto de empezar a masticar granito. El militar tenía un aspecto avergonzado y furioso a la vez. Una mala combinación en un carácter como el suyo.

Kate observó que Feldman parecía avejentado, como si parte de sus energías hubiesen decidido abandonar aquel frágil cuerpo en busca de un nido mejor donde aposentarse. El judío levantó la mirada y por un breve instante una chispa de vitalidad animó sus ojos al ver la figura de la joven recortándose en la puerta.

—Hola, Kate. —La animó a sentarse mientras Senka cerraba la puerta. Sólo ellos cuatro estaban en aquella reunión. A cada segundo, en aquella habitación la tensión crecía como la marea. Fuese lo que fuese, tenía que ser importante.

—¿Puedo confiar en ti, Kate?

—Sabe que sí, Isaac —contestó la joven, inquieta—. Tenemos un trato.

—Lo sé, muchacha, lo sé. —Feldman meneó la cabeza—. La pregunta es si puedo añadir un secreto más a la lista de pequeños arreglos que ya tenemos entre ambos.

A Kate se le aceleró el pulso.

—Mis labios estarán sellados —dijo sin vacilar—. Pero si es algo relacionado con el Valkirie, quiero saberlo. Todo.

—Tenemos un problema grave —comenzó Feldman, sin preámbulos—. Uno de los hombres del señor Moore ha aparecido asesinado hace veinte minutos.

—¿Asesinado? —Kate no podía creerlo—. ¿Está seguro?

—Salvo que haya decidido cortarse el cuello a sí mismo hasta tropezar con la tráquea, estoy bastante seguro, Kate —replicó Feldman—. Y hace falta bastante fuerza para hacer eso. Y muchas pelotas.

—¿Cómo ha sido?

—Moore acaba de llegar y podría contarnos todos los detalles, pero creo que será mejor que vayamos a verlo con nuestros propios ojos. Estábamos esperándote —dijo Feldman, levantándose con esfuerzo de su silla.

Kate se levantó a su vez, pero de repente se detuvo.

—¿Por qué? —preguntó.

—¿Por qué, qué? —replicó Feldman, perplejo.

—¿Por qué me cuenta esto? ¿Por qué a mí?

—Por muchos motivos, Kate —contestó el judío—. Porque confiamos el uno en el otro, porque eres una mujer inteligente y sensata, y porque te di mi palabra de que te mantendría al corriente de cualquier cosa que sucediese a bordo. Pero principalmente porque en esta habitación estamos las únicas cuatro personas a bordo que conocen la existencia de Wolf und Klee y la amenaza que supone. Y vamos a necesitar de la ayuda de todos para tratar de descubrir qué diablos está pasando… y evitar que vuelva a suceder.

Salieron del camarote y caminaron a paso rápido por el laberinto interior de primera clase sin cruzarse con nadie. Kate cayó en la cuenta de que ya era la hora de comer y la mayoría de los tripulantes estarían en el salón principal dando cuenta del menú. Cuando llegaron a un tramo de escalera que descendía, dos hombres de Moore, fuertemente armados, los estaban esperando.

Sin mediar palabra, bajaron por la escalera y llegaron a otro rellano en el que varios pasillos se bifurcaban y un nuevo tramo descendía hacia las entrañas del Valkirie. Un par de pesadas hojas de acero soldadas a los mamparos impedían el acceso a la zona de segunda clase, pero Kate observó que una de las hojas estaba movida. Alguien había hecho saltar los puntos de soldadura con algo pesado y había movido la plancha de acero lo suficiente como para que una persona pudiese colarse por el hueco.

—Estamos en la zona de servicio de primera clase, que en este viaje está desocupada —explicó Moore con voz tensa mientras señalaba las hojas de acero—. La puerta del fondo del pasillo da a la cubierta de proa donde Tom…, donde la víctima estaba montando guardia. No tengo ni idea del motivo que le hizo venir hasta aquí. Quizá oyó algo o descubrió a la persona que estaba tratando de entrar aquí.

—Tenemos que bajar —dijo Senka sacando de una bandolera un par de potentes linternas—. Vayan con cuidado y fíjense en dónde pisan. Estas escaleras tienen demasiados años y muy pocos cuidados.

Atravesaron a gatas el hueco abierto en las hojas de acero. Kate observó que al mover la pieza había quedado un profundo surco en el delicado parquet barnizado; la marca recordaba a una cicatriz infectada.

Al otro lado, un tramo de escalera se hundía en la oscuridad. Desde abajo llegaba un concierto de goteras y crujidos que se repetía cada vez que el Valkirie cabalgaba sobre una ola.

—Seguramente hay fugas en el sistema hidráulico —explicó Feldman a medida que bajaba la escalera. Moore y uno de sus hombres abrían la marcha, mientras que Senka y el otro cerraban el grupo—. Por eso hay goteras.

Llegaron a un pasillo oscuro que olía a cerrado y podredumbre. La alfombra del suelo no era más que un complicado parche de trozos medio deshilachados y rotos devorados por la humedad. La pintura de las paredes se desprendía en pesados pedazos irregulares, como si una lepra especialmente virulenta hubiese atacado al barco y lo estuviese consumiendo desde dentro. En algunas partes, el parquet del suelo se había hinchado de forma grotesca por culpa del agua y había reventado creando extrañas figuras abstractas. Las luces de las linternas serpenteaban por las paredes cuando los hombres de seguridad, visiblemente nerviosos, buscaban alguna amenaza en la oscuridad que se abría a los lados. Hasta a Moore se le veía incómodo allí abajo.

—Por aquí —dijo, señalando hacia su derecha—. No está muy lejos.

Caminaron un rato por aquel pasillo derruido, intentando no tropezar con los restos podridos de madera de algunas puertas que, vencidas por su propio peso, se habían derrumbado y ahora eran un montón de maderos mohosos que dejaban a la vista el interior de camarotes totalmente vacíos.

Finalmente, la luz parpadeante de una barra luminosa brilló al fondo, revelando la sombra amorfa de un cuerpo tendido en el suelo. Un reloj de pared, detenido desde hacía décadas y a punto de desmoronarse, presidía la escena como un testigo mudo. Al acercarse, Kate se estremeció al comprobar que, debajo del cuerpo, había en el suelo una enorme mancha color oscuro y oxidado. La sangre de Tom McNamara.

Kate se inclinó sobre el cuerpo, tratando de controlar las arcadas. Era una suerte que no hubiese comido nada.

El rostro de Tom estaba retorcido en un rictus extraño, en una mezcla de sorpresa y terror sin límites. Su garganta estaba rajada de lado a lado, como una sonrisa siniestra y sin dientes. En aquel lugar sombrío, bajo las luces de las linternas, resultaba aterrador.

—Lo mataron aquí —dijo Moore, como si no fuese más que evidente—. Alguien se le acercó por detrás y le abrió la garganta de lado a lado. Tuvo que ser alguien conocido; de lo contrario no hubiera pillado a Tom con la guardia baja. No era un tipo brillante, pero sabía hacer bien su trabajo.

—¿Dónde está su fusil? —preguntó Senka—. No lo veo por ninguna parte.

Las linternas barrieron el suelo, pero el AK-74 había desaparecido.

—Lo que nos faltaba —resopló Feldman—. Ahora quienquiera que haya hecho esto tiene una arma. Cada vez mejor.

—Espere un momento —dijo Kate—. Hay unas gotas de sangre en esa dirección.

Apuntó hacia el suelo, donde se veía una gota redonda y grande como una moneda de cinco céntimos. Y un poco más allá había otra, en el borde de las sombras.

—Tiene la cara cubierta de sangre —dijo Senka, con voz entrecortada—. Es como si hubiese sangrado por la nariz o la boca.

Comenzaron a seguir el rastro de gotas de sangre, adentrándose cada vez más profundamente en el interior del barco. Kate notaba una sensación esponjosa en su cabeza, como si tuviese una resaca monumental. Le dolían las sienes y parpadeaba sin cesar. Comprobó que no era la única. Moore se frotaba los ojos y sus hombres se tambaleaban como si llevasen una carga de cien kilos a las espaldas.

Algo arrancó un destello de los haces de las linternas. Al acercarse vieron el cañón oscuro del AK-74 abandonado sobre el suelo del pasillo como si fuese un resto más del barco. El rastro de sangre terminaba allí, frente a un camarote tan vacío y desolado como los demás.

—Sea lo que fuese que pasó, sucedió aquí —dijo Kate con voz pastosa.

El resto guardó silencio. Todos parecían sumergidos en sus propios pensamientos. El único que no parecía afectado era Feldman, que contemplaba el fusil en el suelo con ojos pensativos y una expresión indescifrable en el rostro.

—Nadie debe saber esto —dijo al fin—. Recoged el cadáver, metedlo en una bolsa y guardadlo en una de las cámaras frigoríficas. Moore, encárguese de todo.

El jefe de seguridad permaneció inmóvil, con la cabeza inclinada y la mirada perdida en el interior del camarote. Parecía estar a un millón de kilómetros de allí.

—¡Moore! —Feldman elevó la voz—. ¿Me ha oído?

Moore giró la cabeza muy despacio, como si tuviese que hacer rodar una docena de pequeños engranajes oxidados. Su mirada era más oscura que de costumbre, y de su nariz empezaba a brotar una gota de sangre.

—No me parece una buena idea, señor —dijo, finalmente, en un perfecto alemán, ante el espanto de los presentes—. Creo que lo más prudente sería avisar de esto a Berlín cuanto antes.