XXIV

A Tom McNamara se le acumulaban los problemas. Para empezar, la noche anterior había perdido más de cien libras jugando al póquer con los chicos en el camarote. Después, para compensar, había bebido de más y se había quedado dormido. Por eso, aquella mañana, se había levantado tarde, se había perdido dos veces por los pasillos de aquel condenado barco y había llegado al cambio de guardia pasada la hora, con la lengua fuera y los correajes del fusil a medio apretar. Y, para terminar de complicar las cosas, el propio Moore estaba allí, esperando con los ojos chispeantes.

Tom era un veterano de Afganistán, como la mayoría de los hombres reclutados por Moore un par de años antes. La paga era mucho mejor, desde luego. Además, no se corría el riesgo de reventar de un bombazo en el arcén de una carretera polvorienta, cerca de un pueblo repleto de fanáticos barbudos llenos de odio. Trabajar para Feldman era una bicoca. Si no le tocabas los huevos a Moore, por supuesto. Y quedarse dormido era una de las múltiples formas de hacerlo.

Por eso Tom acabó esa mañana montando guardia en la cubierta de proa, envuelto en aquella mierda de niebla espesa como un puré y calado hasta los huesos por la humedad, mientras los demás paseaban tranquilamente por el interior del Valkirie, calentitos y a cubierto.

Tom echó mano a su bolsillo y sacó un arrugado paquete de Marlboro. Se encendió un cigarrillo, pero, a las tres caladas, millones de diminutas gotas de agua microscópicas habían empapado el tabaco hasta apagarlo. Furioso, lo arrojó por la borda con una maldición. En ese instante vio con el rabillo del ojo que algo se movía.

Se volvió, más intrigado que alarmado. Una mujer joven, de unos treinta años, con una falda negra por debajo de las rodillas y una blusa roja de mangas cortas, caminaba por la cubierta en dirección al interior del barco. Su cabello estaba peinado con un elaborado estilo que a Tom le recordó inmediatamente a las actrices de las películas en blanco y negro que su madre veía cuando él era pequeño. La mujer se cogía los brazos con las manos, como si tuviese frío y tratase de combatirlo estrechándose a sí misma. Caminaba rápido, con aire ausente, como sumida en sus pensamientos, y sus tacones altos repiqueteaban sobre la madera de teca de la cubierta con un cloc-cloc rítmico.

—¡Eh! —gritó Tom—. ¡Oiga!

La mujer se detuvo y miró en su dirección. El soldado pudo ver que tenía los ojos llorosos y muy rojos, como si estuvieran inyectados en sangre. Se le había corrido el rímel y tenía unos chorretones grumosos en las mejillas. Ella le observó, como si se preguntase quién demonios era. Su expresión estaba vacía, tan vacía como una tumba. Entonces, como si tuviese que hacer un esfuerzo enorme para recordar cómo se hacía, la mujer curvó sus labios emborronados hacia arriba, en un remedo trágico de una sonrisa forzada.

El efecto era terrorífico. Con el rostro chorreando maquillaje y aquella sonrisa amorfa y borrosa recordaba a un payaso diabólico. Tom sintió cómo sus testículos se transformaban en dos diminutas bolas de carne que pugnaban por trepar hasta su garganta.

Entonces, la mujer inclinó la cabeza, como si hubiese oído algo fuera del alcance del soldado. A Tom se le vino a la cabeza la imagen del perro que tenía su vecino cuando era pequeño, al que los niños del barrio volvían loco con un silbato de ultrasonidos. Sin dudarlo, la mujer giró la cabeza de nuevo hacia la superestructura del barco, como si hubiese perdido todo el interés por él, y comenzó a caminar.

—¡Eh! —repitió—. ¡Eh! ¡Alto ahí! ¡Alto o disparo, joder!

La mujer le ignoró y comenzó a desdibujarse entre la niebla. Sin pensarlo, Tom echó a correr detrás de ella al tiempo que destrababa el seguro de su AK-74. La mujer caminaba muy rápido hacia una portilla de la proa y tenía una ventaja de unos veinte metros con respecto a Tom. El hombre echó la mano de manera instintiva hacia su hombro, donde tendría que haber estado su walkie-talkie, para pedir refuerzos.

Sus dedos tantearon en el aire. Sólo entonces recordó que aquella mañana, con las prisas, había olvidado el transmisor en su taquilla, donde estaría cogiendo polvo al lado de sus camisetas sucias mientras él lo necesitaba urgentemente allí.

—¡Alarma! —gritó, con la esperanza de que alguien le oyese—. ¡Aquí, en la proa!

La niebla ahogó sus gritos. Era como berrear debajo del agua. El sonido se amortiguaba y acababa apagándose a los pocos metros, como detenido en una ciénaga invisible. Tom maldijo por lo bajo. Estaba solo en aquello, y era culpa suya.

Si no hubiese estado tan cansado y resacoso, se habría acordado de que llevaba un silbato en un bolsillo de los pantalones. Si no hubiese bebido tanto el día anterior, su mente estaría más despejada y se habría dado cuenta de que le hubiese bastado con disparar al aire un par de veces para congregar allí de inmediato a media docena de sus compañeros. Si hubiese sido inteligente, no habría corrido hacia la puerta oscura que la mujer había abierto y no la habría cruzado sin pensarlo.

Pero Tom no era muy listo.

La portilla daba a un pasillo del área de servicio de primera clase. Aquéllos eran los corredores que usaba el personal de a bordo en los años treinta para atender a los pasajeros de primera clase sin tener que cruzarse con ellos y recordarles su existencia. Por un lado, Tom vio una escalera que llevaba hasta la parte superior. Dudó un instante sobre qué camino seguir y de refilón vio cómo la mujer doblaba un recodo del pasillo y seguía su camino.

Echó a correr detrás de ella. Estaban en una parte del barco que ya habían restaurado pero que no se usaba. En aquel viaje no había suficientes tripulantes a bordo para ocupar aquel sector. Pasó a toda velocidad por delante de camarotes vacíos, una pequeña sala de estar y unas duchas. En el aire flotaba un olor metálico y pesado, como el de un motor recalentado.

Al doblar la esquina se detuvo. En medio de un rellano arrancaba una escalera que descendía hacia el sector de segunda clase. Allí tendrían que estar un par de hojas de acero soldadas cerrando el paso. Él mismo había estado en aquel lugar el día anterior, colocando unos adhesivos rojos como el lacre para cerciorarse de que nadie rompía aquel precinto.

Pero las hojas no estaban, no había ni el menor rastro de ellas. Ni una sola marca de soldadura en las paredes, ni un solo rayazo en el suelo. Nada.

Era como si nunca hubiesen estado allí.

Tom tragó saliva y, por primera vez, vaciló. Aquello resultaba inquietante incluso para un hombre de poca imaginación como él. Entonces recordó la bronca que le había echado Moore esa misma mañana y se imaginó las posibles consecuencias que podría sufrir si un elemento extraño se infiltraba en las entrañas del buque en su turno de vigilancia y delante de sus mismas narices.

Se estremeció al pensarlo. Por otra parte, aquello incluso podría ser una prueba dispuesta por el propio Moore para comprobar que estaba alerta. Una especie de trampa. Aquel cabrón era capaz de cosas más raras.

Reconfortado por estos pensamientos, comenzó a bajar la escalera hacia el sector de segunda clase. Cada escalón que pisaba gemía bajo sus botas con un crujido poco halagüeño, pero Tom no era consciente de eso. Como tampoco era consciente de que el olor metálico era mucho más intenso y que las paredes parecían palpitar con un ritmo monótono a medida que avanzaba.

Notaba la mente embotada y no era capaz de pensar con claridad. Se sentía como si alguien estuviese tratando de meter un montón de imágenes a presión dentro de su cabeza.

«Esto no es una buena idea. Nein».

Se detuvo, confuso. Acababa de pensar en… ¿alemán? Él no hablaba una sola palabra del idioma de los kraut. ¿Qué puñetas estaba pasando allí?

Mareado, se apoyó en un mamparo. Las vibraciones le subían en oleadas a través de las manos y de los brazos hasta la cabeza, donde retumbaban con furia homicida. Una gota de un líquido oscuro cayó en su antebrazo. Se llevó la mano a la cara y descubrió que estaba chorreando sangre por la nariz, como si alguien hubiese abierto un maldito grifo dentro de su cabeza.

Tom.

La voz femenina era suave y sensual. El soldado giró su cabeza como atrapado en una película que girase muy despacio. La mujer de la cubierta estaba en la puerta de un camarote, brillantemente iluminado y en perfecto estado, y le hacía señas tentadoras.

Ven, Tom. Ven conmigo. Vamos a pasar un buen rato.

Casi catatónico, dio un paso hacia delante. Una parte de su cerebro gritaba asustada pidiéndole que saliese de allí. Era vagamente consciente de que aquel pasillo estaba en perfecto estado, a diferencia del resto del sector de segunda clase que había atravesado. ¿Alguien lo había restaurado y él no lo sabía?

Vamos, Tom. Aquí abajo estamos solos.

La mujer volvió a insinuarse y trató de interpretar una vez más la parodia de sonrisa que formaban sus labios. A aquella distancia era aún más aterradora.

Por fin, el miedo se impuso. Tom hizo un esfuerzo hercúleo para dar un paso atrás y sacudió la cabeza, negando. Sin darse cuenta dejó caer el fusil al suelo, donde rebotó con un sonido sordo.

«No. Nein. Nein».

Se dio la vuelta y comenzó a caminar por el pasillo hacia la escalera, cada vez más rápido. Los latidos de las paredes aumentaron de ritmo y entonces Tom supo que había algo detrás de él. Algo oscuro, malvado y hambriento que le estaba mirando con deseo.

—¡Noooooo! —gritó con una mezcla de desesperación y furia mientras echaba a correr.

Las puertas pasaban velozmente a su lado a medida que pisaba la gruesa alfombra. La oscuridad le perseguía, acercándose cada vez más. Por un momento Tom pudo percibir un aliento húmedo y frío rozándole el cogote. El mero contacto bastó para que todos los pelos de su cuerpo se pusieran de punta al instante.

Entonces, algo sucedió. Aquello aún estaba detrás de él, pero Tom sentía que le ganaba distancia, metro a metro, como si hubiese decidido detenerse por algún motivo. La esperanza renació en su pecho, tímida. Iba a conseguirlo. Iba a salir de allí.

Al doblar la esquina tropezó de bruces con alguien. Ambos cayeron al suelo en una maraña de brazos y piernas, y rodaron un metro por el pasillo antes de detenerse al pie de un reloj de bronce bruñido, que marcaba la hora lentamente.

Tom soltó un grito de espanto mientras braceaba, histérico, tratando de cubrir su cuerpo. Miró a la persona con la que había tropezado y soltó un suspiro de alivio desde lo más profundo del corazón.

—¡Es usted! ¡Gracias a Dios! —dijo con voz estrangulada por la emoción—. ¡No se imagina lo que me alegra ver una cara conocida!

La otra persona le ayudó a levantarse, al tiempo que le escrutaba con la mirada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—¿No lo ha visto? —Tom meneó la cabeza, presa de la excitación—. El pasillo temblaba y esa… cosa que me seguía, y el ruido… ¡Tiene que haberlo visto, joder!

—Yo no he visto ni oído nada. Sólo he oído unos gritos y he tropezado contigo al doblar esta esquina.

—Pues le juro que… —comenzó Tom, y se interrumpió de golpe, frunciendo el ceño—. ¡Un momento! ¿Qué hace usted en este sector? Nadie puede bajar aquí. El señor Feldman lo prohibió de forma expresa.

La otra persona se encogió de hombros y le dedicó una sonrisa que podía significar cualquier cosa.

Tom estaba harto de todo aquello. Necesitaba salir de allí cuanto antes.

—Tenemos que irnos. Tengo que informar de lo ocurrido —dijo, levantándose trabajosamente y comenzaba a caminar, dándole la espalda a su interlocutor.

Fue por eso por lo que Tom no pudo ver cómo aquella persona sacaba de su bolsillo un pequeño y afilado bisturí.

Y cuando le pasó la hoja por el cuello y seccionó la carótida de Tom McNamara, lo último que a éste le pasó por la cabeza fue el profundo terror que le daba morir en aquel pasillo estrecho a manos de otro ser humano.

Allí abajo. Con aquella cosa oscura suelta.

Esperándole.