Valkirie
Segundo día de travesía
Cuando Kate se despertó a la mañana siguiente fue consciente de dos cosas, ambas bastante inusuales. La primera era el silencio absoluto que reinaba en torno al Valkirie. Tan sólo se oía el rumor del agua al pasar rozando el casco, pero nada más. Ni viento en las jarcias de proa, ni chillidos de animales marinos, ni rumor de olas. Nada. Sólo silencio.
Lo segundo que descubrió fue que la temperatura parecía haber bajado al menos diez grados. La noche anterior había estado tomando café con Feldman en una de las terrazas vestida con un sencillo vestido de seda de cuello barco que dejaba los brazos al aire. No había tenido calor, pero tampoco frío. Sin embargo, aquella mañana, mientras recorría el paseo de estribor hacia el salón comedor de primera clase, iba casi tiritando dentro de un jersey de lana.
La niebla envolvía todo el barco como el sudario de un muerto. La visibilidad era de apenas diez metros a ambos lados y al frente. Mientras caminaba por el paseo, Kate veía surgir las tumbonas vacías de entre la bruma, como sombras oscuras que poco a poco iban tomando forma.
A la mitad del recorrido divisó a un hombre vestido con un traje de cuadros que estaba apoyado en una tumbona, fumando un cigarrillo y con un libro entre las manos. Antes de que se pudiese acercar lo suficiente como para descubrir quién era, el hombre se levantó, arrojó el cigarrillo por la borda, se colocó bien su sombrero de paja y, dándole la espalda, echó a caminar hacia la proa.
«¿Sombrero? ¿Quién coño se pone un sombrero de paja en medio de un banco de niebla?». La pregunta relampagueó en su mente con fuerza. Apuró el paso hacia aquel hombre, pero cuando llegó a la tumbona, no había nadie allí.
Entonces vio una figura que se movía en su dirección. Su corazón se aceleró por unos instantes hasta que adivinó la familiar silueta de Carter corriendo hacia ella.
—Buenos días, Kate —dijo al llegar a su altura. El físico iba vestido con un chándal y sudaba como si hubiese corrido un maratón—. Buenos días, o algo así. Con esta condenada niebla no se puede adivinar ni la hora.
—Parece muy espesa —contestó Kate. «Y hay quien a pesar de ello usa gorros de paja», añadió mentalmente, pero no dijo nada.
—Tenemos a nuestros tres meteorólogos como locos —le contó Carter, secándose el sudor de la frente con una manga—. No hacen más que corretear desde la estación meteorológica de proa al radar del puente. Están tan revolucionados que seguro que el capitán Harper debe de estar pensando seriamente en arrojarlos por la borda. Al parecer, esta niebla tiene algo que la hace sumamente interesante.
—El capitán opina lo mismo, pero Feldman no —replicó Kate, con aire pensativo—. Por cierto, ¿quién era el hombre con el que se ha cruzado? El del traje de cuadros.
Carter la miró de hito en hito, como si no la hubiese oído bien.
—Yo no me he cruzado con nadie, Kate —dijo, muy serio.
—No puede ser, iba hacia ti hace apenas un minuto… —La voz de Kate se fue apagando, preñada de dudas.
—Llevo veinte minutos haciendo jogging por esta cubierta y eres la primera persona que me he cruzado —contestó Carter—. Supongo que no hace un día demasiado bueno para pasear. Casi todo el mundo está dentro del barco. ¿Cómo era ese hombre trajeado?
—No lo sé —contestó Kate, azorada—. No lo pude ver bien. A lo mejor sólo me lo imaginé.
—Puede ser —replicó Carter, dubitativo. Kate, mortificada, comprobó que el físico la miraba con ese aire de «tú-no-estás-bien-de-la-cabeza» que se reserva para las personas que oyen voces y se creen emisarios de los extraterrestres. O que ven cosas que no existen.
—Voy a desayunar algo —dijo la periodista, tratando de cambiar de tema—. ¿Me acompañas?
—No puedo —contestó Carter—. Tengo que ducharme y reunirme con Cherenkov dentro de quince minutos. Estoy deseando ver los cálculos de su singularidad. Ayer parecían prometedores.
—De acuerdo —dijo Kate—. Nos veremos luego.
—¡Y si encuentras a tu hombre del traje de cuadros, no te olvides de contármelo! —se despidió Carter con una carcajada mientras se alejaba corriendo por la cubierta.
Kate se quedó a solas en medio del paseo, agradecida de que la niebla cubriese el rubor de su cara.
«Has quedado como una completa idiota, Kate. Enhorabuena».
Enfurecida consigo misma, siguió andando hacia el comedor. Y entonces lo vio.
Estuvo a punto de pasarlo por alto por culpa de la niebla. Estaba encajado entre el montante de un bote salvavidas y la barandilla, y parecía que alguien lo había dejado allí para que no lo arrastrase el viento.
Era un sombrero de paja de ala ancha, con una cinta azul que rodeaba la copa.
Kate se quedó petrificada. Miró cautelosamente hacia ambos lados, buscando a alguien que le pudiese estar gastando una broma. Por un momento pensó en Carter. El norteamericano era el tipo de persona dotada de un humor ácido e irreverente que no dudaba en reírse de sí mismo y de los demás, pero no parecía alguien dado a las bromas pesadas.
Dubitativa, se inclinó y cogió el gorro. Estaba sorprendentemente frío, como si llevase expuesto a la niebla y al rocío toda la noche. Lo sostuvo entre sus manos, asegurándose de que era real y no fruto de su imaginación. Al girarlo, vio que en su interior tenía una etiqueta bordada con un nombre: Schweizer.
«Schweizer», se repitió varias veces.
No le sonaba de nada. Aunque por otra parte no se sabía los nombres de todos los científicos que iban a bordo, por no hablar de los miembros de la tripulación. En total habría unas setenta personas a bordo y ella apenas conocía a una docena. Podía ser de cualquiera de ellos.
Con el sombrero en las manos entró en el comedor y se sirvió el desayuno del bufet. Tan sólo había una docena de personas sentadas en las mesas en aquel momento, casi todos miembros de la tripulación, excepto un par de científicos. No había rastro de Feldman, ni de Moore o de la serbia. Y nadie iba vestido con un traje de cuadros, por supuesto.
Kate tuvo la tentación de preguntar en voz alta si alguien conocía a Schweizer, pero se contuvo. Con Carter ya había hecho bastante el ridículo. Tendría que averiguar quién era el dueño del gorro de otra manera.
Se acabó el desayuno a toda prisa y se dirigió hacia el salón Gneisenau. Habían apartado los sofás y las alfombras de una parte de la sala y alguien había puesto una mesa larga cubierta de terminales de ordenador con sillas enfrente. Parecía uno de esos ciberlocutorios que abundaban en los noventa.
Sólo dos puestos estaban ocupados, uno por una mujer de mediana edad y el otro por uno de los químicos que habían intentado galantear con ella el día anterior. Ambos estaban absortos ante unas pantallas llenas de números y textos, y tomaban notas de manera febril en sus libretas. Ni siquiera levantaron la cabeza cuando Kate se sentó ante una de las sillas libres y se conectó con Usher Manor.
La pantalla parpadeó durante unos instantes, al tiempo que una serie de números correteaban por la parte inferior mientras el terminal enlazaba con el satélite. Tres minutos más tarde, seguía igual.
Kate, confundida, pensó por un instante que había hecho algo mal. Pero entonces la pantalla se llenó con la imagen de Anne Medine en Usher Manor. La joven, de aspecto tímido, parecía algo agotada.
—Buenos días —dijo—. Parece que tenemos algunos problemas de comunicación desde hace unas horas. Lamento la tardanza. ¿Qué necesita, señorita Kilroy?
Kate parpadeó, sorprendida por que aquella chica supiese su nombre, pero supuso que Feldman le habría facilitado un dossier completo de cada uno de los participantes en aquel viaje. No era de extrañar.
—Buenos días, Anne —dijo, poniéndose mejor el micrófono y los auriculares—. Necesito que me hagas un favor. ¿Podrías indicarme quién es el señor o la señora Schweizer? Tengo que hablar con él o ella de… una cosa. No sé si forma parte del equipo científico, del de seguridad o de la tripulación.
Anne parpadeó un par de veces. Una interferencia hizo que la imagen se distorsionase durante un par de segundos. Cuando volvió la señal, Anne tenía en la mano una lista con los nombres de los tripulantes.
—¿Schweizer, ha dicho? —preguntó—. ¿Podría deletreármelo, por favor?
Ardiendo de impaciencia, Kate deletreó el apellido. La comunicación falló una vez más y durante un instante la pantalla se quedó en negro a la vez que por los auriculares se oía una especie de golpeteo sordo, como un martillo repicando contra un yunque envuelto en trapos.
—… no consta. —La imagen de Anne Medine y el sonido volvieron justo en aquel momento—. Lo siento mucho, señorita Kilroy. No hay nadie en el barco que se apellide así.
—¿Está segura?
—Totalmente. Nadie implicado en el proyecto tiene ese apellido. Lo siento.
Kate le dio las gracias y cortó la comunicación, abatida. Mientras salía del salón con el gorro en las manos se fijó en un detalle. La cinta del sombrero tenía una pequeña mancha de color herrumbroso en una esquina. Era como una huella dactilar borrosa, como si alguien con los dedos empapados en algo hubiese sujetado el sombrero de forma apresurada antes de ponérselo por última vez.
Kate no estaba segura, pero apostaría algo a que aquella mancha era de sangre.
Y juraría que un minuto antes no estaba allí.