Durante un instante tan sólo se oyó el sonido del viento corriendo por el paseo lateral del Valkirie, así como el ruido del mar y el zumbido sordo de las luces. Kate observaba a Feldman, estupefacta.
—No puede estar hablando en serio —dijo finalmente la reportera—. Los viajes en el tiempo no son posibles. Usted mismo lo dijo.
—Sé lo que dije —replicó Feldman—. Y lo mantengo. He discutido esto muchas veces con Cherenkov, y lo sigo haciendo a diario. Ambos pensamos que el enfoque de Tarasov es una auténtica estupidez. No se puede viajar en el tiempo de la misma manera que no se puede caer hacia arriba. Las leyes de la física son inexorables.
—¿Entonces? —preguntó Kate.
—La cuestión no es lo que nosotros creamos, sino lo que crean ellos. —Feldman meneó la cabeza, parecía exhausto—. Y, mientras esos lunáticos de Wolf und Klee estén convencidos de que el Valkirie es el pasaporte para obtener una jodida entrevista con su querido Führer, tendremos un problema serio.
—Lo del Mauna Loa fue una bomba —musitó Kate.
Feldman asintió y señaló hacia el interior del salón, a sus espaldas.
—Si le contamos a toda esta gente que tenemos a una banda de lunáticos pisando nuestros talones, ¿qué crees que ocurrirá, Kate?
—Sería el caos —dijo—. El final de este viaje. Todos exigirían volver de inmediato.
—Eso es —asintió Feldman—. Por eso quiero pedirte que no les cuentes nada. Si los de Wolf und Klee han logrado infiltrar a alguien a bordo, Moore se hará cargo de él. Mientras tanto, el tiempo juega a nuestro favor.
Kate dudó un momento y al final asintió.
—De acuerdo, Feldman —dijo—. Pero a cambio quiero que me lo cuente todo. No más secretos. ¿De acuerdo?
—Isaac —dijo Feldman con una sonrisa.
—¿Cómo? —preguntó Kate, perpleja.
—Isaac. Llámame Isaac. Todo el mundo me llama señor Feldman, y es agotador. Y sí, de acuerdo, no más secretos. Tienes mi palabra, Kate.
Ella asintió, satisfecha y le tendió la mano a Feldman, que se la estrechó. La del anciano estaba terriblemente fría. Kate tuvo la horrorosa sensación de estar tocando a alguien que caminaba bajo la sombra de la muerte inminente. Se estremeció y trató de alejar aquel pensamiento de su cabeza.
—Lo de mi intento de atropello —dijo—. Lo de Duff Carroll…
—Sí —afirmó Isaac Feldman—. Lo de aquel pobre anciano del Pass of Ballaster también fue obra suya. Lo que no alcanzo a entender es por qué se llevaron su cabeza y su corazón. Eso me tiene totalmente perplejo.
Kate se estremeció al recordarlo. Las paredes llenas de sangre, el olor a carne quemada… Le dio la sensación de que aquello le había pasado a otra persona hacía un millón de años.
—No parece muy científico ni racional, desde luego.
—No tratamos con gente racional, Kate. Tratamos con fanáticos. Y harán lo que sea necesario para apoderarse de este barco… o impedir que nosotros lleguemos primero.
Ambos se quedaron en silencio durante un rato. Entonces Moore apareció sigilosamente, salido de la nada, y se acercó hasta ellos. Se inclinó hacia Feldman y le susurró algo al oído.
Kate los observaba, intranquila. Ahora la presencia de Moore y de todos sus hombres a bordo del Valkirie no le parecía tan mala idea. Recordó las cajas con armas que había visto subir a bordo. Posiblemente Feldman tuviera razón, a pesar de todo.
—Kate. —Feldman se había vuelto hacia ella. Su piel parecía haber adquirido un tono ceniciento—. Deberíamos subir al puente de inmediato. Puede que tengamos un problema.
El puente del Valkirie era una obra de arte de la ingeniería naval. Sus diseñadores habían pensado en dotar al capitán y a la tripulación del puente de la mayor visibilidad posible para la época, y todo el frontal estaba compuesto por un amplio ventanal que daba sobre la proa del barco.
Cuando Kate entró en el puente con Feldman y Moore, descubrió que durante la restauración habían dejado aquella parte del barco idéntica a como era en los años treinta, con la excepción de la parte del fondo, que estaba atestada de maquinaria moderna de navegación.
Junto a aquella pared se alineaban una pantalla de radar conectada a un plotter de navegación, dos ordenadores de asistencia, un moderno sónar y media docena más de aparatos que no pudo reconocer. Toda aquella tecnología del siglo XXI ofrecía un extraño contrapunto con el resto del puente de mando, pero hizo que se sintiese un poco más segura.
Al pasar al lado de la sala de radio, asomó la cabeza y vio al operador de comunicaciones, sentado de forma relajada en su silla, delante de una moderna consola plagada de monitores. En varios de ellos se veían distintas imágenes del interior del Valkirie a través de un sistema de videovigilancia. En otros se monitorizaban todos los canales de radio y telecomunicaciones que llegaban a través del satélite. Por último, en uno de los monitores, un partido de la NBA entraba en su último cuarto, y el operador parecía más interesado en aquello que en cualquier otra cosa.
Kate sonrió. Por lo menos había una parte del Valkirie que seguía pareciendo estar en el presente. Pero la sonrisa se borró de su cara cuando miró por los ventanales del puente.
Un gigantesco banco de niebla que se perdía en el horizonte estaba situado frente a la proa del transatlántico, a apenas un par de millas náuticas. Era un banco largo, alto, muy espeso, de color sucio y amarillento. Los contornos de las olas se desdibujaban al llegar a su linde, como un dibujo que llega al borde del papel y se acaba de manera abrupta. Kate había vivido en Londres el tiempo suficiente como para entender algo de bancos de niebla, pero jamás había visto uno que tuviese la consistencia espesa y pegajosa que presentaba éste. De vez en cuando, un remolino sacudía su superficie de forma perezosa, como si un enorme animal prehistórico se removiese entre la bruma. Algunos jirones de niebla se adelantaban a ras de agua, como dedos largos y avariciosos.
Kate se estremeció al verlo. Nunca le había gustado la niebla, y aquélla mucho menos. Tenía un aspecto distinto. Un aspecto ominoso y desagradable. O a lo mejor estaba demasiado sugestionada por todo lo que le había sucedido aquel día y tan sólo era un condenado banco de niebla común y corriente.
Miró al capitán. Era un hombre alto, de expresión bondadosa y pelo blanco, con una cuidada perilla recortada alrededor de la boca. De unos cincuenta años, vestía de manera informal, con un pantalón de chándal y una sudadera. Daba la sensación de que lo acababan de sacar con urgencia de la cama y se había puesto lo primero que había encontrado. Alrededor de sus ojos oscuros Kate observó que se formaban arrugas de preocupación. Aquello no podía ser bueno.
—Señor Feldman —dijo, volviéndose hacia el judío y tendiéndole la mano.
Feldman se la estrechó y dejó un espacio para que el capitán viese a Kate.
—Éste es el capitán Steven Harper, Kate —dijo, mientras le presentaba el marino a la joven—. Más de treinta años en el mar, los últimos doce dirigiendo cruceros.
Harper hizo una leve inclinación, pero se le notaba tenso. No parecía tener tiempo para convenciones sociales.
—¿Qué pasa? —preguntó Feldman, tan seco como de costumbre.
—Ese banco de niebla —contestó Harper tendiéndole los binoculares—. Apareció frente a nosotros hace dieciséis minutos, salido de sabe Dios dónde. Estamos en rumbo y no creo que tardemos más de un cuarto de hora en meternos de lleno en él.
—Parece un banco de niebla normal y corriente —murmuró Feldman.
Kate, que empezaba a conocerlo, pudo notar un leve temblor en su voz. Algo sutil, casi imperceptible, pero que estaba allí.
—La predicción meteorológica no decía nada de bancos de niebla —replicó el capitán Harper, con voz apagada—. De hecho, estamos en medio de un centro de altas presiones y en pleno mes de agosto, con temperaturas superiores a veinte grados a esta hora de la noche. No son las condiciones apropiadas para un banco, y menos para uno de ese tamaño.
—A veces, las predicciones se equivocan —gruñó Feldman, como un perro malhumorado, mientras miraba con aire desdeñoso el banco de niebla—. Sólo es un poco de bruma…
—Las predicciones se pueden equivocar —replicó Harper—, pero la tecnología no suele fallar en estos casos. Mire esto.
Se volvió hacia la pared donde estaban todos los modernos instrumentos de navegación y tecleó unos comandos en una consola. Al cabo de unos segundos apareció en una pantalla una imagen por satélite de un trozo de mar. Había un punto parpadeante en medio de la pantalla.
—Eso es el Valkirie. ¿Ve lo que le quiero decir?
—Yo no veo nada —murmuró Feldman.
—Ése es el problema —contestó Harper—. Ni el satélite ni el radar detectan ese banco de niebla ni lo que pueda haber dentro. Es como si no existiese.
Se hicieron unos segundos de silencio interminables, dolorosos y tensos.
—Eso es imposible —dijo finalmente Feldman, señalando por la ventana—. Está ahí mismo.
El capitán Harper abrió la boca como si fuese a decir «ya lo veo, idiota», pero la cerró y apretó los labios. Aunque se supone que un capitán es el único amo de un barco después de Dios, en el Valkirie Feldman ocupaba una posición intermedia entre ambos, y no era conveniente cabrearle.
—El banco se extiende en ambas direcciones hasta el límite del horizonte —repuso—. Y no tendremos luz solar hasta dentro de seis horas. La única manera de esquivarlo es desviándonos de nuestro rumbo.
—Seguiremos el rumbo establecido, capitán. —Feldman señaló la mesa de navegación y Kate se fijó por primera vez en que sobre ella había un libro de aspecto amarillento y antiguo. El diario de navegación original del Valkirie. El diario que acababa de manera abrupta tan sólo cuatro días después.
—Con todos mis respetos, señor Feldman —replicó Harper—, no podemos comprometer la seguridad del navío y de todos sus pasajeros. Si tan sólo nos dejamos caer un cuarto hacia babor…
—¡No vamos a desviar nuestro rumbo ni un condenado metro! —rugió Feldman—. ¡Seguiremos la ruta que aparece en ese libro! ¡Y si no está de acuerdo, dígamelo ahora y buscaré a alguien que le sustituya de inmediato! ¿He hablado con claridad, Harper?
La tensión en el puente se podía cortar con un cuchillo. Todos los ojos, incluidos los del timonel, estaban pendientes de Feldman y del capitán.
—Totalmente, señor Feldman —contestó Harper, envarado, tras unos segundos de insoportable silencio—. A sus órdenes. Pero delego toda la responsabilidad de lo que pueda suceder en su persona. Todos ustedes son testigos.
Feldman hizo un gesto vago de asentimiento, que tanto podía significar «de acuerdo» como «me importa una mierda».
—Sigamos adelante, entonces —murmuró el anciano.
—Avante dos tercios, rumbo sin cambios —ordenó con voz tensa el capitán Harper al timonel.
—Avante dos tercios, rumbo sin cambios —repitió mecánicamente el timonel.
Como un enorme animal marino que escupía humo, el Valkirie se acercó hasta el borde del banco de niebla. Lentamente, se introdujo entre la bruma. Durante una fracción de segundo, si alguien hubiese prestado atención, habría podido oír un gorgoteo acuoso, como un suspiro apagado debajo del agua.
Y después ya no hubo nada más.
Sólo silencio.