Hubo un momento de silencio absoluto en la sala y, a continuación, una explosión de gritos y voces. Todo el mundo trataba de hablar a la vez, o de hacer algún tipo de pregunta. Aquellos científicos, habitualmente tranquilos, se comportaban como si alguien hubiese metido un nido de hormigas carnívoras dentro de su ropa interior.
Feldman levantó las manos, tratando de aplacar aquel alboroto. Poco a poco todo el mundo volvió a sentarse, pero el ambiente en la sala había cambiado por completo. Había una corriente de excitación larvada que vibraba como electricidad estática. Todos estaban deseando decir algo, y hasta el escéptico Carter parecía emocionado. Todos ellos veían implicaciones científicas en aquel proyecto que a la periodista se le escapaban. Sin embargo, sí que pudo advertir algo: creían en aquello, pensaban que lo que había contado Cherenkov podía ser real.
—Sólo tenemos cuatro días hasta llegar al punto de la singularidad, y no tenemos ni idea de lo que puede suceder cuando nos encontremos allí. Durante ese tiempo todos ustedes podrán trabajar sobre los documentos que tenemos.
Senka comenzó a caminar entre ellos, dejando un grueso dossier de tapas rojas delante de cada uno de los presentes. Advirtió que no le ofrecían ninguno a ella. Sospechaba que Feldman había decidido que ella tenía poco que aportar a la investigación científica.
—Las pruebas apuntan a que en cada incidente hay anomalías climatológicas, electromagnéticas y de otros tipos —apuntó Feldman—. Cada uno de ustedes trabajará en el campo que tenga asignado, coordinados por el profesor Cherenkov. En el ámbito científico rendirán cuentas ante él. En el aspecto organizativo, la señorita Simovic les facilitará el material que necesiten para sus pruebas. Y finalmente, todos responderán ante mí.
—Tenían que habernos contado esto antes. —Paxton se sacudía, febril—. En mi laboratorio tengo bibliografía y documentación que puede tener que…
—No se preocupen por eso —replicó Feldman—. Está todo previsto.
Feldman se volvió hacia Senka, que activó el extraño ordenador que a Kate le había llamado la atención desde el principio. Era una caja plateada rectangular, del tamaño del maletín de un ejecutivo, y tenía conectados un teclado y un monitor.
—Ese ordenador tiene conexión directa con Sonora, el centro de datos instalado en Usher Manor. Hay veinte personas trabajando allí, las veinticuatro horas del día, reuniendo toda la información que puedan necesitar. Cada uno de ustedes tendrá acceso a un terminal durante el tiempo que necesiten en el salón Gneisenau, donde nos hemos reunido esta mañana. Senka, por favor…
Senka apretó una serie de teclas y la pantalla se iluminó con una serie de números. Al poco, la pantalla cambió y apareció la imagen de una chica joven y guapa, de unos veintitantos años, con una melena castaña sobre los hombros y ojos oscuros de expresión inteligente. Se encontraba en un despacho atestado de ordenadores y pantallas. Tras ella se veía a gente trajinando de aquí para allá cargada de papeles, libros y cajas.
—Buenas noches, Anne —dijo Feldman—. Les presento a Anne Medine, la coordinadora del Departamento de Documentación en Usher Manor. Cualquier documento que necesiten, pídanselo a ella. Cualquier prueba que quieran realizar y que no puedan hacer a bordo del barco, ella se encargará de llevarla a cabo en mi mansión. Anne y su equipo serán nuestros ojos y oídos en tierra.
—Buenas noches a todos —contestó Anne. Su voz sonaba nítida y sin cortes, pese a encontrarse a cientos de kilómetros de allí. Parecía algo azorada al estar ante tanta gente, incluso en la distancia. Era evidente que no estaba acostumbrada a hablar en público.
Anne Medine comenzó a explicar los procedimientos para solicitar pruebas y documentación, que enviarían a través de la red de satélite propia de la que disponían. Kate casi se atraganta al oír lo de «red de satélite propia». Aunque eso explicaba el bosque de antenas que sembraban los jardines de Usher Manor, también suponía una inversión económica prohibitiva. Kate sospechaba que Feldman estaba llevando sus finanzas al límite con aquel proyecto. Quizá hasta el extremo de empezar a atraer las miradas de Hacienda sobre sus cuentas.
Feldman en aquel momento se levantaba discretamente de la mesa. El anciano parecía algo cansado después de la presentación, pero Kate no pensaba dejarle marchar. Mientras veía cómo se alejaba, apoyado en Senka, se fijó en que el judío parecía terriblemente agotado. Un par de profundas ojeras marcaban sus ojos de halcón, que parecían un poco más apagados que de costumbre. A Kate se le pasó por la cabeza que a Feldman el viaje en el Valkirie le estaba pasando una factura algo más elevada que al resto.
No podía permitir que se fuese sin que antes respondiese a sus preguntas. Se levantó de la mesa y salió detrás de ellos justo cuando abandonaban el salón de baile por una puerta que daba al paseo exterior del barco.
—¡Feldman! —gritó. Se había levantado un fuerte viento y una capa de nubes había cubierto el cielo. No se veía ninguna estrella y la humedad marina la hizo tiritar de inmediato dentro de su traje, demasiado veraniego para estar en medio del océano.
El anciano se dio la vuelta y la observó con expresión cansada. Algo titilaba en su mirada. ¿Remordimientos, quizá? Senka dio un paso para ponerse entre los dos, pero Feldman la apartó a un lado.
—Kate Kilroy —dijo su nombre lentamente, como si lo paladeara—. La mujer que sabe hacer las preguntas correctas. Supongo que hay algo que quiere averiguar.
—Sólo la verdad, Feldman —contestó Kate—. Dígame qué pasó en el barco auxiliar. Y en la casa de Duff. Sé que no fue un accidente.
Feldman se apoyó con un suspiro en la barandilla y le hizo un gesto para que se acercara. Senka los miró, dubitativa, pero el anciano le indicó con una señal que los dejara solos. De mala gana, la serbia se alejó, no sin antes lanzar una profunda mirada cargada de interrogantes a la pareja que se quedaba mirando el Atlántico.
Kate se sentó en una silla de mimbre y esperó a que Feldman hiciese lo mismo. El judío sacó una cajetilla de tabaco y le ofreció un cigarrillo a Kate, que lo rechazó. Feldman se encogió de hombros y luchó contra el viento para encender el suyo. Cuando finalmente lo consiguió, dio un par de caladas y expulsó el humo, mientras parecía ordenar sus ideas.
—Yo no soy el único que ha estado buscando el Valkirie —comenzó a hablar—. No lo descubrí hasta hace unos años, cuando localicé el almacén de la Royal Navy donde estaban la mayoría de los muebles de este barco. Cuando pujé por ellos descubrí que había una sociedad que ofrecía una enorme cantidad de dinero por el lote completo. Al principio pensé que serían unos anticuarios, o algo por el estilo, pero cuando la puja alcanzó una cifra que estaba muy por encima del precio de mercado, me di cuenta de que buscaban algo más. Posiblemente lo mismo que yo.
Dio una larga calada y miró hacia el negro océano.
—La empresa era una sociedad cuya sede estaba situada en las Islas Caimán. Hice que la investigasen, y el rastro nos llevó hasta tres o cuatro empresas más, todas radicadas en paraísos fiscales. Quienquiera que fuese, tenía mucho dinero y estaba empeñado en que no se descubriese su verdadera identidad.
—Pero usted lo consiguió —adivinó Kate.
Feldman asintió.
—No fue fácil. Requirió un esfuerzo considerable y mucho dinero, pero dio sus frutos. Descubrí que al final del hilo estaba una sociedad suiza con un nombre en alemán: Wolf und Klee. ¿Le suena de algo?
Kate hizo memoria. Había oído ese nombre antes. De repente recordó la conversación que había mantenido con el capitán Collins en el depósito naval. Le había contado que un grupo alemán llamado Wolf und Klee había pujado por hacerse con el Valkirie y que Feldman sólo había conseguido doblegarlos tras ofrecer una cantidad de dinero estratosférica.
—Recuerdo haber oído ese nombre en Liverpool —contestó—. Eran sus rivales para hacerse con el Valkirie. ¿Quiénes son?
—Wolf und Klee. —Feldman pronunció las palabras muy despacio, casi deletreando cada letra—. El Lobo y el Trébol. No tenía ni la menor idea de quiénes eran cuando lo oí por primera vez. Mi gente se pasó varios meses rastreando su pista. ¿Sabe usted lo que era el Werwolf?
—No tengo ni idea —contestó Kate, confundida ante el brusco cambio de tema.
—En 1944, cuando ya era evidente que Alemania iba a perder la guerra y que los aliados invadirían todo el Reich, a Hans Prützmann, un Obergruppenführer de las SS, le encargaron la tarea de organizar un grupo clandestino que operase de incógnito detrás de las líneas aliadas. Su misión era llevar a cabo sabotajes, asesinatos selectivos y acciones encubiertas. Se le asignaron casi cinco mil hombres para tal fin. Unos cuantos eran curtidos veteranos de las SS, aunque la mayoría eran críos de las Juventudes Hitlerianas incapaces de levantar un fusil.
—¿Qué tiene esto que ver con…? —comenzó a preguntar Kate, pero Feldman la interrumpió levantando una mano.
—Werwolf fue un fracaso casi desde el principio. Estaban desorganizados, casi no tenían medios materiales y Alemania estaba, sencillamente, demasiado agotada por la guerra como para sostener un movimiento clandestino. Consiguieron asesinar a unos cuantos oficiales aliados y volar un par de puentes, pero nada más. —Feldman se arrebujó en su chaqueta, como si tuviese demasiado frío—. Casi todos acabaron detenidos o abandonaron discretamente la organización, sobre todo los más jóvenes, cuando la guerra acabó. La paz es mucho más atractiva que la posibilidad de una muerte oscura y sin gloria en un callejón lleno de escombros.
Senka asomó en ese momento por la puerta; traía un par de cafés bien cargados y muy calientes. Ambos los cogieron con un suspiro de satisfacción. Feldman esperó a que la serbia se alejase para continuar con su historia.
—Una parte de Werwolf jamás se desbandó —dijo, después de dar un ruidoso sorbo a su taza de café—. El núcleo más duro, los más fanáticos, se negó a renunciar. Pero no eran estúpidos. Si lo hubiesen sido no habrían sobrevivido a la carnicería final. Se daban cuenta de que el mundo había cambiado y de que la acción guerrillera ya no tenía sentido. Así que decidieron cambiar de táctica. Ya no se trataba de la supervivencia del Tercer Reich, que estaba acabado, sino de salvar todo lo que pudiesen para que en el futuro sirviera de germen para un Cuarto Reich. Decidieron convertirse en los guardianes de las esencias nazis.
—Y así Werwolf se transformó en Wolf und Klee —adivinó Kate.
Feldman asintió, con un gesto de reconocimiento.
—El lobo y el trébol —susurró—. El símbolo familiar de Prützmann transformado en el emblema de una nueva organización. Con el paso de los años se fueron colocando en puestos clave de la Administración alemana. El proceso de desnazificación de Alemania fue muy superficial, y muchos cargos medios continuaron con sus vidas. En aquel momento, la amenaza soviética era algo mucho más urgente.
—Pero ¿qué significaba mantener las esencias? ¿Y qué tiene que ver el Valkirie con todo esto? —Kate le interrumpió de nuevo.
Feldman la miró y le hizo un gesto para que tuviese paciencia.
—A lo largo de los años, Wolf und Klee se fue haciendo enormemente rica y poderosa. Rica, poderosa… y secreta. Disponían de fondos ocultos dejados por el régimen nazi y, además, habían alcanzado puestos importantes dentro de la sociedad alemana. Con aquel dinero pronto comenzaron a financiar a los movimientos neonazis de media Europa. Pero la mayor parte la dedicaron a reunir reliquias.
—¿Reliquias?
—Símbolos. Los nazis fueron los primeros en apreciar el valor que la simbología puede tener para las masas. Sabían que tarde o temprano en Europa se daría una situación económica y social parecida a la que generó el ascenso del nazismo. Y querían estar preparados. Tener los símbolos que aglutinasen a los descontentos. Que ayudasen al nuevo ascenso de las ideas nacionalsocialistas.
A Kate se le secó la boca. Aquello era lo último que esperaba oír.
—A lo largo de los años, mediante la compra, el robo, el asesinato y la extorsión, fueron juntando un auténtico museo de los horrores. Tienen las cenizas de Himmler y Goebbels, el cráneo de Hitler, y Dios sabe qué más, en alguna bóveda acorazada en Suiza.
—Eso es horrible… y asqueroso —musitó Kate, disgustada.
—En cierta medida, no dejaban de ser una pandilla de ancianos lunáticos coleccionando antigüedades. Algo relativamente inofensivo. —Feldman soltó una carcajada amarga—. Incluso me aproveché de ellos y les vendí un supuesto diario de Hitler a través de un marchante holandés que no sabía nada de todo el enredo. No era verdadero, por supuesto, pero se trataba de una falsificación extraordinaria, quizá la mejor que se haya hecho nunca. Me pagaron una enorme fortuna, y usé parte de ella para comprar el Valkirie. Además, sabía que iban detrás de este barco y esperaba dejarlos sin fondos para la puja si les ofrecía un señuelo.
—No picaron —apuntó Kate.
—Lo hicieron, pero no abandonaron la idea de hacerse con el Valkirie —contestó Feldman, repentinamente serio—. Al principio pensaba que el hecho de que un judío fuese el dueño del último barco nazi sobre la faz de la Tierra era algo que no podían soportar. Pero había algo más. No entendí el motivo hasta que descubrimos que Mijail Tarasov, un antiguo miembro del equipo de investigación de Cherenkov, estaba trabajando para ellos.
Kate soltó una exclamación de sorpresa. Dio un trago a su café pensando en las implicaciones de aquel hecho.
—Eso significa que tienen acceso a los mismos datos que nosotros acerca de las singularidades y de las anomalías, pero con un enfoque distinto —siguió Feldman, quien se inclinó hacia delante visiblemente alterado—. Y por ello están dispuestos a matar a cualquiera o a hacer lo que sea necesario. Apostarán todo a esta carta sin dudarlo.
Un escalofrío de terror trepó por la espalda de Kate. Temía lo que podía oír.
—La gente de Wolf und Klee y Tarasov piensan que en los puntos donde se encuentran las singularidades se producen distorsiones espacio-temporales. Es una locura difícil de explicar, pero…
—Pero… —repitió Kate, escuchando su propia voz estrangulada.
—Pero creen que si este barco está en el lugar correcto a la hora exacta, podrán aparecer en el mismo sitio…, pero en 1939.
—¿Para qué?
—Si vuelven al pasado podrán evitar que Hitler cometa los errores que lo llevaron a la derrota. Stalingrado, Normandía…, jamás habrán ocurrido. —Había auténtica angustia en la voz de Feldman—. ¿No lo entiendes, Kate? Alemania ganará la guerra, el pueblo judío será totalmente exterminado y cambiarán el curso de la historia. Para siempre.