XIX

El registro del barco llevó más tiempo del que Kate había supuesto. A la hora de comer, la señora Miller, con su moño apretado y su nariz ganchuda, pasó por la habitación acompañada de un camarero para servirle la comida. Kate intentó conversar un rato con la mujer, pero ésta sólo le dedicó una cálida sonrisa y la promesa de que «aquel pequeño lío» acabaría muy pronto. Kate no creyó ni media palabra. Sobre todo porque el camarero que empujaba el carrito con bandejas de plata llevaba una pistola en una funda situada bajo la chaquetilla blanca del uniforme y estaba tenso como un muelle.

Aún se sentía nerviosa y desorientada por lo que había pasado unas horas antes. Había revisado todo el camarote de arriba abajo (incluso después de que lo hubieron hecho Senka y el hombre de Moore) y no había sido capaz de encontrar nada que pudiese explicar lo que había visto.

Lo que había pasado.

Kate estaba segura. El bote de sales, sus huellas mojadas sobre la alfombra…, aquello había sido real. No lo había soñado. De lo que ya no estaba tan segura era de qué partes eran reales y cuáles no. No lo entendía ni ella misma.

Se había hecho de noche. A través de las portillas del camarote sólo podía distinguir el oleaje blanco alrededor del Valkirie en el radio de luz que proyectaba el propio barco, y más allá tan sólo había negrura.

Alguien llamó a su puerta. Un camarero uniformado le esperaba allí para entregarle un sobre. Kate observó que no era la única puerta que se había abierto en el pasillo y que de las otras asomaban las cabezas de los demás pasajeros, algunos adormilados, otros con cara de aburrimiento o de cansancio. Todos tenían en la mano el sobre que el camarero, diligentemente, iba repartiendo.

Kate abrió el suyo. Era una invitación formal para la cena de esa noche. La tarjeta incluía en una esquina el símbolo de la KDF, pero sin la cruz gamada, y un precioso grabado del Valkirie. En medio, redactado en un pulcro alemán, estaba el menú. Mientras Kate lo leía se dijo a sí misma que, con toda seguridad, era el mismo menú que se sirvió en la primera noche del viaje inaugural. Feldman era muy cuidadoso con esos detalles.

Miró de nuevo al resto de los pasajeros, que aún estaban en el pasillo. Se preguntó de inmediato si alguno de ellos también había vivido una… experiencia similar a la suya. Y, en caso de que fuera así, si alguien iba a decir algo. Paseó su mirada de rostro en rostro. La mayoría parecían aliviados por el fin del encierro y unos cuantos aún tenían un aire medio adormilado. No daba la sensación de que ninguno de ellos hubiese pasado por algo inusual durante las últimas horas.

Hablaría con Carter. El locuaz físico le contaría algo, sin duda.

Miró su reloj y soltó una maldición. La cena estaba prevista para media hora más tarde. Tenía que darse prisa. Volvió a su camarote y se arregló con cuidado, pero sin excesos. No se maquilló demasiado, pero se peinó de manera atractiva. No quería parecer muy dejada, pero tampoco dar la sensación de que se arreglaba como para ir a un cóctel. Lo cierto era que no tenía ni la menor idea de en qué consistía el plan de aquella noche. Mientras se recogía la cabellera pelirroja pensó con cierto humor negro en las galas de sociedad que solía cubrir hasta apenas unos meses antes. Qué diferentes eran a todo aquello.

Al cabo de diez minutos caminaba animadamente por el pasillo en compañía de un par de químicos de mediana edad que parecían muy contentos de poder escoltar a una chica joven y guapa, y que se peleaban entre ellos por ser ingeniosos. Con cierto remordimiento, Kate se dio cuenta de que aquellos hombres probablemente no veían demasiadas piernas de mujer a diario, y por una vez decidió jugar la carta de la feminidad. Al fin y al cabo, lo último que deseaba era estar sola.

Dieron un par de vueltas por el barco antes de ir hasta el salón comedor. Cada nueva sala les arrancaba una exclamación de asombro. El lujo y el buen gusto se daban la mano en el Valkirie. Sus diseñadores originales habían concebido el barco, o al menos la zona de primera clase, como una gran mansión neoclásica en la que sus pasajeros podrían ir caminando y cruzándose unos con otros en un ambiente refinado. La zona de juegos, con sus ruletas y sus mesas de cartas, las salas de fumadores, la biblioteca llena de libros… Era increíble. Kate se detuvo a curiosear en los anaqueles de la biblioteca y descubrió que habían sustituido los libros originales por novelas y biografías recientes. Había toneladas de bestsellers y una sección de revistas y periódicos de aquel mismo día.

No le sorprendió encontrarse con un par de ejemplares del London New Herald entre un montón de periódicos en media docena de lenguas. Sin embargo, por mucho que buscó no encontró ni un solo ejemplar del Mein Kampf, ni ninguno de los libros que originalmente debían de haber ocupado aquellos anaqueles. El afán de Feldman por el rigor histórico no llegaba hasta aquel extremo.

Finalmente bajaron hasta el comedor cruzando el gran hall con la escalera de mármol y las gigantescas águilas. Para Kate aquello era emocionante. Sabía que estaba entrando en la misma sala donde muchas décadas atrás Duff y sus compañeros se habían adentrado, a oscuras, para encontrarse un inmenso vacío y a un bebé en medio de la pista de baile.

Eran los últimos en llegar. El resto de los convidados estaban reunidos en torno a una mesa de cóctel situada al fondo de la sala, cerca del escenario de la orquesta, tomando unas bebidas. En la otra esquina, Kate vio una mesa dispuesta para veintipico comensales; la vajilla resplandecía debajo de las lámparas. Un delicioso aroma a pescado asado llegaba desde alguna parte y el estómago de la joven lanzó un débil rugido. Estaba hambrienta.

Feldman la saludó con amabilidad, pero estaba muy enfrascado en una profunda discusión con Cherenkov. El ruso gesticulaba y al hablar lanzaba de vez en cuando pequeños proyectiles de saliva que impactaban en la solapa de Feldman. El judío no era consciente de aquello, o bien hacía como que no lo veía, porque su expresión era de absoluta concentración.

—¡Kate! —oyó que alguien la llamaba. Al volverse vio que Carter le hacía señas desde el corrillo en el que estaba. La periodista conocía a una de las personas que estaba con él. Era Paxton, el geólogo del bigote avasallador. Se excusó con sus dos acompañantes y se dirigió hacia ellos.

—Permítame decirle que es usted la dama más bella que hay a bordo —dijo Paxton, inclinándose levemente ante ella.

A Kate le encantó el estilo deliberadamente anticuado de aquel hombre. Sonrió y señaló a Senka, que en una esquina permanecía de pie, solitaria, paseando sus ojos glaucos sobre el grupo, como un halcón vigilando un gallinero.

—Creo que ella es mucho más guapa que yo —apuntó—. Podría ser modelo.

—Senka Simovic. —Paxton meneó la cabeza, apesadumbrado—. También es preciosa, sin duda, pero creo que con ella no tengo nada que hacer. No compartimos el mismo juego, por desgracia.

—¿A qué se refiere? —preguntó Kate, extrañada.

—Creo que el señor Paxton quiere decir que Senka es lesbiana, Kate —apuntó Carter, riendo—. Pensaba que ya te habías dado cuenta.

—¡Oh! —murmuró Kate, enrojeciendo. A veces carecía de las dotes sociales que evitaban momentos embarazosos como aquél—. Bueno, en todo caso es usted muy amable, Paxton.

—Sólo dice la verdad, de cualquier modo —añadió Carter, disfrutando como nadie del momento de turbación de Kate.

—¿Qué tal han pasado la tarde? —preguntó Kate, tratando de llevar la conversación a un terreno más cómodo para ella—. ¿Han notado algo extraño mientras estaban en sus camarotes?

Carter y Paxton se miraron entre ellos y se encogieron de hombros.

—No —respondieron casi al unísono.

—La verdad es que yo he estado durmiendo casi todo el rato —musitó Paxton.

—Y yo he estado con mi portátil, enfrascado en el proyecto de termodinámica de un alumno que tengo que corregir. —De repente frunció el ceño—. No recuerdo bien si he acabado de revisarlo o no. Supongo que me dormí también. Un camarote sin radio ni televisión puede llegar a ser un sitio muy poco estimulante.

Kate estuvo a punto de contarles su experiencia, pero en ese momento los avisaron de que la cena ya estaba servida.

«Maldita sea, Kate. Espabila. Tienes que contarle a alguien todo lo que estás viendo o te volverás loca. A lo mejor ya estás loca».

Se sentaron sin ningún orden establecido, y más bien por afinidades. Kate iba a tomar asiento cerca de Carter y Paxton cuando Feldman le indicó con un gesto que se pusiese a su izquierda. La periodista dedicó una mirada divertida a sus acompañantes, que parecían muy decepcionados, y se sentó al lado del magnate.

—¿Qué le parece el Valkirie, Kate? —preguntó Feldman cuando tomaba asiento.

—He tenido poco tiempo para verlo —replicó Kate, mordaz—, pero debo reconocer que es un barco espectacular. No hay nada igual en el mundo.

—Ah, de eso estoy seguro —resopló Feldman, satisfecho, mientras le daba un sorbo a su copa de vino.

—Aún me debe usted una explicación, Feldman. Lo de las bombas. Lo de Duff. Usted sabe quién está detrás de todo esto.

Feldman asintió, pensativo.

—Es cierto, Kate —dijo, al tiempo que atacaba con fervor el plato de atún con guarnición—. Y se lo voy a contar a todos, ya que merecen saberlo. Pero será al acabar la cena.

Resignada, Kate agarró los cubiertos y empezó a cenar. Descubrió que estaba famélica. Divertida, comprobó que casi una tercera parte de los comensales, incluido Carter, eran vegetarianos y habían pedido menús propios.

Mientras cenaban, la conversación en torno a la mesa era ligera y amena, pero con ese punto superficial y nervioso que tienen las charlas de ascensor. Todo el mundo estaba expectante, deseando que acabase aquel interludio para poder volver a la reunión abortada del mediodía. Deseando descubrir las respuestas que inevitablemente iban a llegar.

Cuando Feldman propuso ir a tomar el café al salón de baile, todos asintieron, aliviados. Se levantaron casi en tropel, dejando los postres a medio terminar, para ir cuanto antes a la sala.

Al llegar allí, Kate comprobó que Feldman se lo había tomado muy en serio. Además de una mesa rodeada de sillas cómodas para todo el mundo, habían colocado un atril al lado de una pantalla. Había un proyector encendido sobre la mesa y un artilugio que a Kate le recordó el cruce entre un teléfono vía satélite y un ordenador.

Tomaron asiento y esperaron. Feldman subió al atril y comenzó a hablar, con voz profunda y una media sonrisa. Su lenguaje corporal transmitía confianza por los cuatro costados.

—Buenas noches. No contaba con tener que reunirles a todos tan tarde, pero, teniendo en cuenta lo sucedido hoy, espero que lo sepan comprender.

Un murmullo de asentimiento. «El magnetismo animal de Feldman otra vez en acción», pensó Kate, intrigada.

—En primer lugar, una breve explicación sobre lo que ha pasado esta mañana: todo ha sido un desafortunado accidente. Tras enviar a un equipo técnico, nos confirman desde Hamburgo que la explosión en la sala de máquinas del Mauna Loa ha sido accidental. Una válvula de presión en mal estado reventó y generó un cortocircuito que acabó en incendio. El motor de ese barco tenía más de treinta años y parece que, cuando lo construyeron, el control de calidad de materiales no fue el más indicado. Fatiga de acero asociada a corrosión, me dicen. —Revisó unos papeles que tenía delante y levantó de nuevo la cabeza—. Es un problema típico en muchos antiguos buques soviéticos…

Kate le escuchaba, alucinada. No podía creerse lo que estaba oyendo. Feldman estaba mintiendo de forma descarada. Ella había visto el fogonazo de la explosión y, aunque no era una experta en el tema, estaba segura de que aquello no había sido una válvula de vapor que había reventado. Miró discretamente a su alrededor y vio que la mayoría de los científicos respiraban aliviados al saber que no había un loco terrorista detrás de su pellejo. Sólo Carter mantenía una expresión pensativa, tan incrédulo con esa historia como ella.

—… Y, evidentemente, el registro del Valkirie ha servido para confirmar que no corremos ningún peligro a bordo del barco —terminaba Feldman en aquel momento, levantando una ola de aplausos entre los asistentes.

Cherenkov se puso de pie, obsequioso.

—Creo que hablo en nombre de todos cuando le agradezco los esfuerzos para velar por nuestra seguridad —dijo con su marcado acento ruso—. Así podremos empezar a trabajar cuanto antes en nuestro proyecto.

—Sin duda, profesor —contestó Feldman—. No perdamos más tiempo. Luces, por favor.

Las luces de la sala se atenuaron. El proyector se encendió y una imagen en blanco y negro del Valkirie apareció sobre la pantalla. A Kate se le erizaron los pelos de los brazos. Respuestas. Por fin.

Y entonces Feldman comenzó a hablar.