Kate llegó a su camarote con muchas más preguntas en la cabeza que respuestas. Mientras se descalzaba y se soltaba el pelo trataba de poner en orden todos los datos que tenía. El Valkirie, su equipo científico, la amenaza de alguien desconocido que intentaba acabar con todas las personas implicadas.
La voz que había oído en el pasillo.
El recuerdo afloró en su mente como una hiedra venenosa, pero lo apartó con rapidez. Eso no había ocurrido. La tensión, la sugestión de estar en un barco con fama de casa encantada, los nervios. Había mil factores posibles para explicarlo. Ockham.
Se sentó en el borde de la cama. Estuvo diez minutos inmóvil, con la mirada perdida en un punto infinito, a medida que su mente vagaba por todas las experiencias del día.
Decidió darse un baño. Eso la relajaría. Se acercó hasta la enorme bañera cubierta de mosaicos y abrió los grifos de bronce. Al cabo de unos segundos, el vapor inundó todo el baño, dándole el aspecto decadente de una terma antigua.
Se metió en el agua caliente y soltó un suspiro. El vaho dibujaba extrañas formas en el aire. Kate cerró los ojos, relajada. Notaba cómo las pequeñas teselas de cerámica se clavaban en sus nalgas, sin llegar a resultar incómodas. A su derecha había un bote de sales de baño. Cogió un puñado y lo vació en el agua; todo se impregnó de inmediato con una fragancia deliciosa. Cerró los ojos y se dejó acunar por el ambiente que había creado. Suspiró, satisfecha.
Fue algo casi imperceptible. Estuvo a punto de pasarlo por alto. Llevaba unos minutos en duermevela cuando su olfato percibió que debajo de la fragancia de las sales de baño se colaba otra esencia, más sutil, metálica y aceitosa a la vez.
Blum.
Un golpe sonó en su camarote. Kate se incorporó en la bañera, con todos sus sentidos alerta. La puerta que separaba el baño del camarote estaba entreabierta, tal y como la había dejado al pasar. El vapor se escapaba por el quicio, trazando eses perezosas en el aire. Alguien se movió al otro lado de la puerta, arrastrando algo pesado. Después se oyó un sonido sordo, como si ahuecasen la almohada más grande del mundo. Y una respiración pesada y extraña. Era como un estertor. Una inspiración, jadeo, jadeo, ruido ronco y vuelta a empezar. Le puso los pelos de punta.
Kate, sentada en la bañera y desnuda, podía oír los latidos de su corazón desbocado bombeando adrenalina. Había alguien en su camarote.
«O algo, Kate. O algo».
Se volvió buscando algún objeto que le pudiese servir como arma. Sujetó el pesado bote de sales de baño por el borde y salió de la bañera procurando no hacer ruido. Al levantarse, una cascada de agua chapoteó delatándola. El ruido al otro lado de la puerta cesó. Kate maldijo en silencio. Sin molestarse en envolver su cuerpo desnudo, se acercó hasta la puerta. Toda su piel vibraba como si estuviese recibiendo descargas eléctricas.
Abrió la puerta de golpe, agitando el bote de cerámica sobre su cabeza.
No había nadie. Pero aun así sintió como una bola de hielo se formaba en su estómago.
La habitación era un caos absoluto. Habían movido su maleta desde encima del sofá a un lado del escritorio. Además, la cama estaba deshecha, como si alguien muy furioso hubiese arrancado las sábanas de su sitio y después hubiese decidido apuñalar el colchón con un cuchillo y vaciar todo su relleno de manera alocada. La funda de la almohada estaba a sus pies. Kate la cogió y descubrió con horror que estaba mojada con algún líquido de olor intenso. Había una mancha de algo oscuro y terroso en el respaldo del sofá, que también estaba destripado.
Kate se sintió de pronto muy indefensa, allí desnuda. Sin volverse, retrocedió paso a paso hasta el baño mientras su corazón pugnaba por salir a través de su boca. Una vez dentro del baño, cerró los grifos con una mano al tiempo que con la otra agarraba una de las toallas y se la envolvía alrededor del cuerpo.
«Tranquila, Kate. Sal al pasillo. Llama a seguridad. Sé rápida».
Abrió la puerta de nuevo y se lanzó al interior del camarote, dispuesta a cruzarlo a toda velocidad, pero se detuvo, boquiabierta. Sus rodillas temblaron, sintiendo cómo la sangre huía de su cara.
—No es posible. No puede ser posible —gimió.
El camarote volvía a estar impecable. La cama estaba hecha de nuevo, sin una sola arruga. La tapicería del sofá lucía inmaculada y su maleta volvía a estar justo en el sitio donde ella la había dejado unas horas antes. Con la sensación de estar atrapada en una pesadilla, se acercó a la cama y sacó las almohadas.
Todas estaban secas. Total y absolutamente secas.
Se mareó. Aquello no tenía ningún sentido.
«Sé lo que he visto. No estoy loca».
Caminó por el camarote, embotada y con la sensación de tener un kilo de algodón dentro de la cabeza. Su mirada saltaba, errática, de un lugar a otro. De repente se dio cuenta de que aún sostenía en la mano el bote de las sales de baño. Con un escalofrío se dio cuenta de que no lo había soñado.
Había pasado de verdad.
Empezó a jadear, incapaz de controlar el ritmo de su respiración. Había algo con ella en el camarote. Giró sobre sí misma, cada vez más aterrorizada.
Sonaron dos golpes fuertes. Kate, asustada, soltó el bote de sales, que rodó sobre la alfombra, y dio un grito. Los golpes sonaron de nuevo, urgentes.
Sólo entonces se dio cuenta de que estaban llamando a la puerta. Se oían voces al otro lado.
Con las rodillas como gelatina, y tratando de controlar la respiración, se apretó la toalla de forma apresurada alrededor del cuerpo y abrió. Se encontró a Senka y a uno de los soldados de Moore esperando al otro lado.
—Hola, Kate. —Senka sacudió su larga cabellera rubia y sonrió con picardía al advertir que Kate estaba desnuda—. Espero no interrumpir. También tenemos que registrar los camarotes del pasaje. Será sólo un minuto.
Entraron sin pedir permiso. Mientras el hombre de Moore registraba metódicamente el baño y el camarote, Kate se sentó en el sofá con las piernas cruzadas, sujetando la toalla alrededor de su cuerpo y tratando de controlar los temblores que la sacudían.
—¿Te encuentras bien, Kate? —dijo Senka—. Estás muy pálida.
Kate sacudió la cabeza, y murmuró un «sí» apagado. No quería que la tomasen por loca. En aquel instante, ni siquiera ella estaba segura de si estaba bien de la cabeza.
—Ése es tu equipaje, supongo. —Senka señaló la maleta de Kate, aún sin deshacer, apoyada sobre el sofá—. Tengo que revisarlo. ¿Te importa?
Kate asintió. Lo único que deseaba era que se fuesen de allí cuanto antes.
La serbia abrió la maleta (la misma maleta que se había movido sola un momento antes, o que alguien había movido) y fue apartando el equipaje a un lado. Cuando llegó a la ropa interior de Kate se demoró, juguetona, mientras una sonrisa asomaba por la comisura de sus labios.
—Esto es realmente seductor —dijo, sujetando entre sus manos un diminuto tanga negro con un bordado rojo en la parte superior—. ¿Toda tu ropa interior es así?
Kate sacudió la cabeza, nerviosa, pero no respondió. No iba a entrar en el juego.
De pronto, la serbia se envaró y levantó la cabeza con una expresión desconfiada.
—¿Qué es esto? —preguntó, mostrándole la urna fúnebre con las cenizas de Robert.
—Es mi marido —contestó Kate. Su voz se había transformado en un témpano de hielo—. O lo que queda de él, mejor dicho.
—¿Viajas siempre con las cenizas de tu marido? —Senka la miró, incrédula, mientras desenroscaba la tapa y echaba un vistazo al interior. Una diminuta cantidad de ceniza se escurrió por el borde y cayó sobre la alfombra, dejando un surco gris en el dibujo.
—Deja la urna. Ahora. —La voz de Kate era glacial, pero la furia acumulada por debajo era tan intensa que la expresión jocosa de la cara de Senka se descompuso en un rictus incómodo.
Kate la observaba con fuego en los ojos. Las sienes le latían. Todo el pánico que había sentido apenas unos minutos antes se estaba transformando en ira y en ganas de arrancarle la cabeza a alguien. Sin pensarlo se levantó, se acercó a la serbia y le arrebató la urna de las manos. Al hacerlo casi se le cae la toalla, pero era tal su rabia que ni se dio cuenta.
—No bromees con esto —le susurró al oído—. O te arrepentirás de haberme conocido. Es el último aviso.
Senka dio un paso atrás, con un brillo extraño en los ojos. Era miedo, respeto… y excitación.
—La gata saca las uñas —musitó—. Habrá que tenerlo en cuenta.
El guardia que venía con Senka asomó la cabeza por la puerta del baño en ese momento e hizo un gesto negativo. Había acabado el registro.
—Ha sido un placer, como siempre —se despidió Senka enarcando una ceja—. Hasta pronto.
En cuanto se fueron, Kate cerró la puerta; todavía temblaba de furia. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos, pero estaba decidida a no llorar. Apoyó con manos temblorosas la urna con los restos de Robert en la mesa y se puso de rodillas en la alfombra, intentando recoger la diminuta cantidad de cenizas que se había derramado.
Era tan poca que apenas pudo mancharse los dedos con ella. Al pasar la mano por segunda vez, la mayor parte se diluyó entre las hebras de la alfombra, dejando una estela sucia en el tejido.
Plop, plop. Las dos primeras lágrimas cayeron como gotas de lluvia, sin que se hubiese dado cuenta de que había empezado a llorar. Al poco, la lluvia se convirtió en diluvio y Kate dejó escapar todo el dolor y el miedo que llevaba dentro, sintiéndose una vez más terriblemente sola.