Cuando se pronunció la palabra «bomba», Moore, el jefe de seguridad, empezó a dar gritos a diestro y siniestro. Antes de que se diesen cuenta, los viajeros estaban rodeados por media docena de guardias armados, salidos de alguna parte, que los conducían de nuevo hacia el interior del Valkirie. Algunos pasajeros protestaron, con la irritación del peatón al que no le dejan contemplar un accidente de tráfico sangriento y le invitan a continuar andando, pero en general todos obedecieron a la primera. Kate sacó unas cuantas fotos apresuradas con su Canon antes de que la obligasen a volver al interior.
Moore estaba al borde de un ataque de furia. Sus pupilas habían empequeñecido hasta parecer dos pequeñas canicas de brillo negro, y no dejaba de enviar órdenes de manera constante a través de la radio. Se acercó a Feldman y le dijo algo, ante lo que el anciano judío asintió gravemente.
—Atención. —Moore levantó la voz—. Ésta es una situación de emergencia. Vuelvan a sus camarotes mientras hacemos una comprobación de seguridad a bordo del barco. Permanecerán allí hasta que les avisemos de nuevo. Queda estrictamente prohibido salir hasta nueva orden. El que desobedezca será desembarcado de inmediato, pero antes tendrá unas palabras conmigo… a solas.
—Oiga, amigo. —Era Carter, el norteamericano de la camisa floreada, que con su indolente acento del sur le observaba con descaro—. No hace falta que use esos modales. No nos hemos alistado en el ejército, que yo sepa.
Moore lo fulminó con la mirada. Carter, impasible, se limpió las gafas con el borde de la camisa, con parsimonia. Frotó a conciencia, las miró al trasluz con un gesto contrariado y las frotó de nuevo. Satisfecho con el resultado, se las puso.
—Desde que he subido a este barco me he pasado más tiempo encerrado en mi camarote que fuera de él, y la última vez que miré mi pasaporte todavía era un ciudadano libre. Creo que nos merecemos una explicación, al menos.
Moore se acercó a Carter hasta que las puntas de sus narices casi se tocaron. El británico era una montaña de músculos y le sacaba una cabeza al norteamericano, pero éste le observaba, impasible, como si aquello no fuera con él.
—Escúcheme. —La voz de Moore sonaba rasposa y preñada de amenazas—. No es una invitación, ni un consejo. Es una orden. El que no lo haga voluntariamente lo hará acompañado por dos de mis hombres. Tienen diez minutos. Así que usted escoge.
Sin mirar atrás, se volvió hacia Senka y salió del salón Gneisenau acompañado de tres de sus hombres, en medio de un concierto de crujidos de botas y chasquidos de fusiles.
Los quince pasajeros se miraron entre sí, perplejos y desorientados. Apenas hacía cinco horas que habían salido de Hamburgo y aquello se parecía cada vez menos a un crucero de postal, pese a la lujosa decoración. Feldman se acercó hasta ellos en silencio.
Por primera vez, Kate observó un rastro de preocupación en el rostro del judío. Era un atisbo leve, casi una sombra, pero era la primera grieta en la fachada de granito que aquel hombre usaba para mantener ocultos sus sentimientos. Aquello fue lo que asustó a Kate de verdad. Si Feldman estaba preocupado, la situación tenía que ser grave.
—Les ruego que hagan caso al señor Moore —dijo, conciliador—. En ocasiones puede resultar algo brusco, como ahora, pero es muy eficiente en su trabajo.
—¿Qué ha pasado, Feldman? —preguntó Kate. De alguna manera, se había convertido de manera tácita en la portavoz de todo el grupo. «Que hable la periodista», parecía ser el pensamiento común.
—Un artefacto ha explotado en la sala de motores del Mauna Loa y hay al menos dos muertos y un herido grave entre la tripulación. Además, el barco ha sufrido muchos daños y ahora mismo está a la deriva —explicó Feldman—. No puede seguir con nosotros. Sospechamos que alguien, durante el estibado de la carga en el puerto o durante los preparativos de partida, pudo haberla colocado y dejarla programada para que explotase en alta mar. Y lo que es peor: pese a todas las medidas de seguridad, cabe la posibilidad de que haya alguna bomba aquí, a bordo del Valkirie…
La frase provocó un murmullo de estupefacción entre el grupo y, de manera instintiva, se pegaron un poco más entre ellos.
Kate observó fijamente a Feldman y éste le sostuvo la mirada. El intento de atropello, la muerte de Duff Carroll y ahora la explosión… Definitivamente, alguien no quería que el proyecto del Valkirie siguiese adelante.
—Tenemos que hablar —dijo Kate, en voz baja, pero lo bastante fuerte para que Feldman la oyese.
—Lo haremos —asintió Feldman—. Y ahora, por favor…
Kate se volvió y caminó hacia la puerta. Al pasar le hizo un gesto a Carter. El norteamericano, que parecía un tipo rebelde, siguió de mala gana a la periodista. El resto del grupo, como ovejas desorientadas, siguió sus pasos, apiñados y murmurando entre ellos.
—¿Por qué le ha obedecido? —murmuró el físico mientras caminaba por el pasillo al lado de Kate—. Si hay una bomba, puede estar en cualquier parte.
Kate no respondió y siguió caminando. Finalmente se volvió hacia Carter y le sonrió.
—Fuiste muy valiente con Moore. Casi osado —le tuteó.
Carter se encogió de hombros, algo sonrojado.
—No soporto a los abusones.
Kate sonrió al recordar la escena. Moore podía haberle sacudido como a un perro mojado, pero Carter no se había asustado. O, al menos, no lo había exteriorizado.
—Feldman tiene razón. Y Moore también, en cierto modo —dijo por fin Kate—. Si alguien ha puesto una bomba, sólo puede haberlo hecho en la parte restaurada. El resto del barco está sellado desde antes de la partida y sólo el equipo de confianza de Feldman había subido a bordo. Y si nosotros no andamos estorbando como patos borrachos, Moore y sus chicos acabarán el registro antes.
Carter masculló algo mientras pensaba en las palabras de Kate. Finalmente asintió.
—¿Qué se trae entre manos Feldman? —preguntó el físico—. ¿Sabes algo que no nos haya contado a los demás?
—No —contestó Kate, pensando en Duff Carroll. Se preguntó si debía contárselo a Carter, pero lo descartó por el momento.
—De acuerdo —contestó Carter, con una sonrisa despreocupada—. Me caes bien, Kate Kilroy. Supongo que es porque eres la única que no mira a Feldman como si fuese Zeus… ¿O debería decir Yahvé? —dijo, y lanzó una carcajada.
—Es un poco mesiánico, en eso estoy de acuerdo —contestó Kate, sonriendo a su vez—. ¿Qué me puedes contar de ti y de toda esta gente, Carter?
—No sé muy bien qué es lo que está pasando aquí. Hace dos semanas estaba en mi cátedra de Física en Atlanta cuando sonó el teléfono. Alguien me propuso participar en una expedición de carácter científico. Acepté, por supuesto. Me pagan una pequeña fortuna por este viaje de quince días, pero apenas me han contado nada más. Y, como a mí, a todos éstos —señaló con su pulgar a los demás—. Hay astrofísicos, matemáticos, un geólogo, dos meteorólogos y hasta un tipo que creo que he visto alguna vez por la tele, pero no recuerdo dónde. Todos estamos a ciegas. Ninguno sabe gran cosa, excepto Cherenkov. Él es el jefe.
—¿Cherenkov? —Kate se giró sorprendida hacia el ruso, que hablaba con otro científico, gesticulando mucho con los brazos—. ¿Por qué él?
—Es el único que está al corriente del plan maestro de Feldman. Fue quien propuso los nombres de todos y cada uno de nosotros. Él reclutó este equipo tan extraño. Y te puedo garantizar que no es un equipo fácil de reunir. Conozco de oídas a unas cuantas de estas personas y su reputación. Me apuesto algo a que no han salido de sus laboratorios si no es a cambio de mucho, mucho dinero.
—¿Y en qué consiste el proyecto? —preguntó Kate con rapidez. Habían llegado a los pasillos donde se repartían sus camarotes, y los guardias de seguridad, muy nerviosos, los urgían a que entrasen en ellos lo antes posible.
—No lo sé —contestó Carter, justo antes de desaparecer dentro de su camarote—. Pero me apostaría lo que fuese a que tiene algo que ver con la Singularidad de Cherenkov.
—¿La Singularidad de qué? —preguntó Kate, pero Carter ya había cerrado su puerta. Tendría que preguntárselo más tarde.