XVI

Un infierno de voces se desató alrededor de la mesa. De repente todo el mundo parecía querer hablar a la vez. Los únicos que se mantenían en silencio eran Feldman, Moore y Senka, que observaba con mirada glacial el gallinero en el que se había transformado aquella reunión.

—Eso es una gilipollez —mascullaba un hombre joven, de unos treinta años, sentado enfrente de Kate. Llevaba el pelo largo y usaba unas gafas de pasta que le daban un aire despistado. A Kate le llamó la atención que en su camisa floreada llevaba prendido un pin con forma de mapache de dibujos animados. Sonreía como si todo aquello fuese una discusión de psiquiátrico.

—¡Es imposible! —gritaba una mujer entrada en años y con aspecto severo.

—¡Deberíamos hacerlo al menos con un barco de prueba sin tripulación! —vociferaba otro hombre, situado cerca de ella, con pinta de haberse comido toda la despensa de un restaurante.

—¡Corremos un riesgo enorme, Feldman! —tronó el hombre de barba rala al que habían llamado Cherenkov, imponiéndose sobre los demás con un enorme vozarrón—. Las posibilidades de reproducir el fenómeno sin un equipo de apoyo…

—Contaremos con un equipo de apoyo, profesor Cherenkov, no se preocupe. —Feldman levantó las manos, conciliador, y Kate observó fascinada cómo una vez más el anciano judío utilizaba su magnetismo perturbador. Lentamente, todas las voces se fueron acallando—. Y ahora déjenme continuar, por favor.

Todos se sentaron de nuevo, intrigados.

—He invertido más de la mitad de mi vida en encontrar las piezas que componían mi pasado. No sé quién soy, ni de dónde vengo. Mi historia comienza en la pista de baile situada dos plantas más abajo, hace setenta y cuatro años. Un niño judío abandonado en medio de un barco vacío. Este barco.

Se levantó de la silla y apoyó las manos sobre la mesa. A Kate le recordó a un Mesías enfebrecido dirigiéndose a su rebaño.

—Durante muchos años dejé esas preocupaciones aparcadas en el fondo de mi mente. Conocen mi reputación. Me dediqué con ahínco a labrar mi fortuna y a pelear con otros tiburones como yo. Hay quien dice que soy un mafioso. —Rió con ganas—. Eso es una patraña. Me he hecho rico gracias a los casinos de juego que tengo en Europa, Asia y Estados Unidos, es cierto. Pero no soy ningún mafioso, aunque no me importa mantener esa reputación… —Suspiró y se puso repentinamente serio—. En cierta medida, debería ser un hombre feliz. Pero siempre me faltaba una pieza: saber quién demonios soy y cómo he llegado aquí.

—Eso está muy bien, señor Feldman. —El hombre de la camisa floreada y del pin con el mapache habló con voz suave y acento norteamericano—. Pero quizá habría sido mejor para usted contratar a unos cuantos detectives privados que rastreasen su historia en vez de gastar una fortuna en recrear el maldito escenario del crimen, si me permite la expresión.

Unas cuantas risas suaves se oyeron alrededor de la mesa, pero se apagaron como una hoguera bajo un aguacero cuando Feldman volvió a hablar.

—Lo hice, doctor Carter, lo hice. Pero la generación de sus abuelos y sus condenados B-17 se encargaron a conciencia de no dejar piedra sobre piedra en Hamburgo. Todos los archivos de la KDF sobre el Valkirie quedaron convertidos en cenizas junto con media ciudad en 1943. Fue imposible encontrar nada —afirmó—. Así que sólo quedaba el Valkirie. Y no es una recreación del escenario del crimen. Es el escenario original, hasta la última esquina. Fuera lo que fuese lo que sucedió, tuvo lugar aquí, entre estos mamparos. Y vamos a averiguarlo.

—Señor Feldman, yo soy físico —contestó Carter, como si hablase con alguien que no entiende bien un idioma—. Un científico, como creo que son casi todos los que están en esta mesa. No creo en la magia, ni en nada que no pueda ser medido o explicado con las reglas de la ciencia. Y los viajes en el tiempo son imposibles, por lo menos hoy en día, así que si pretende que consigamos que este viejo barco nos lleve de vuelta a 1939…

—No soy estúpido, doctor Carter. —De nuevo, el latigazo venenoso de Feldman. Hasta el irreverente doctor Carter se acobardó un poco al oír aquella voz—. No pretendo que viajemos en el tiempo. Eso es imposible.

—Entonces, ¿qué es lo que quiere? ¿Qué hacemos aquí?

—Un experimento científico. Repetir paso por paso el viaje. Ver qué pudo pasar. Medir y, a ser posible, entender. Y obtener alguna pista.

—¿Y si no lo conseguimos? —intervino Kate, de pronto—. ¿Y si simplemente llegamos al punto exacto y el viaje continúa sin incidentes?

Feldman se encogió de hombros.

—Lo volveré a intentar las veces que haga falta —dijo—. Y, mientras tanto, usted tendrá una maravillosa historia que contar en su periódico y yo seré el dueño de un barco de lujo de los años treinta con una historia misteriosa en torno a él.

Kate en seguida entendió a qué se refería. En una época en la que todos los cruceros eran clónicos, como gigantescas montañas blancas que cruzaban el mar, atiborrados de turistas siempre absorbidos por los teatros, los casinos y los restaurantes de a bordo, el Valkirie destacaba como una amapola en un campo de rastrojos. Era delicado, elegante y evocaba una época de lujo y glamour. Y, además, la sombra de su extraña maldición lo acompañaba y redoblaba su atractivo.

Kate silbó por lo bajo. Habría bofetadas por subirse en aquel barco. La gente estaría dispuesta a pagar auténticas fortunas por poder hacer un viaje al estilo de los años treinta en un barco original de la época. Y su reportaje en el London New Herald sería una campaña promocional sencillamente perfecta. Feldman, el gran manipulador. Seguramente, lo tenía previsto desde el principio…

El joven Carter, el físico, no se dio por vencido tan fácilmente.

—No pasará nada —insistió—. Aunque repitamos el viaje en las mismas condiciones, puede haber un millón de variables que cambien. No sabemos cuál fue el motivo que provocó que toda la gente que estaba a bordo del Valkirie desapareciese, ni cuáles eran las pautas temporales. Todo esto es inútil, señor Feldman, en serio.

—Tenemos controlada la principal variable, señor Carter —replicó Feldman, muy seguro de sí mismo—. Y creemos que esa variable es la que lo causó todo.

—El Valkirie —murmuró Carter, pensativo.

—No exactamente —replicó Feldman—. Lo cierto es que…

En ese momento sonó el walkie-talkie que Senka Simovic llevaba prendido en la cintura. La serbia se apartó para escuchar durante un segundo, y después se volvió hacia Feldman y le susurró algo al oído.

—Parece que nuestro equipo de apoyo por fin ha llegado —anunció con voz animada—. ¿Les apetece salir un momento para verlo? Así aprovecharemos para tomarnos un pequeño descanso.

Salieron en tropel hacia una de las terrazas exteriores, en la que había unas jardineras con plantas y unas cómodas tumbonas. Kate observó que estaban en la parte superior del barco. No debían de estar muy lejos del puente de mando.

Habían dejado la costa atrás y ya sólo se veía océano a su alrededor. No muy lejos del Valkirie se fijó en que se acercaba un pequeño barco de un vivo color rojo y dos franjas blancas que recorrían su costado. Al asomar a cubierta lanzó dos potentes bocinazos a los que el Valkirie respondió de inmediato, lo que casi los deja sordos.

—¡El Mauna Loa! ¡Nuestro barco de apoyo! —gritó Feldman por encima de los bocinazos.

—Su diseño me suena mucho —dijo Cherenkov con una media sonrisa.

—¡Y tanto que le suena! —replicó Senka, uniéndose a la conversación—. Es uno de los antiguos pesqueros espía que la Unión Soviética usaba en los años setenta. Parece un inofensivo arrastrero por fuera, pero es un barco lleno de radares y aparatos electrónicos por dentro. Lo compramos a finales de los noventa, a precio de chatarra.

—Yo formé parte del equipo de desarrollo de algunos de los aparatos de interferencias electromagnéticas que ese pequeño lleva dentro —añadió Cherenkov, con cierta nostalgia.

Kate no sacaba el ojo de encima al pequeño barco. Parecía poca cosa comparada con el Valkirie. Como apoyo, le resultaba poco inspirador.

De repente, un fogonazo cegador apareció en la popa del Mauna Loa. El ruido de la explosión llegó a sus oídos apenas un segundo después, junto con la onda expansiva. La columna de humo coincidió con los gritos de asombro de todos los presentes.

El Mauna Loa se sacudió como un conejo arrastrado por un perro, y dio una guiñada de noventa grados. Un montón de marineros corrían por la cubierta hacia la popa, por donde empezaban a aparecer las primeras llamas.

—¿Qué diablos está pasando, Moore? —preguntó Feldman, lívido—. Quiero saber qué está sucediendo. ¡Ahora!

—En seguida, señor Feldman. —Moore sacó su propio walkie-talkie y se puso a ladrar órdenes a toda velocidad. Tres minutos más tarde, una lancha neumática se descolgaba por un costado del Valkirie; a bordo de ella iban dos hombres armados. En cuanto tocaron el agua salieron como una exhalación hacia el pequeño pesquero, que estaba casi detenido en el agua y con una leve escora a estribor. El fuego parecía casi extinguido, pero debía de haber alguna vía de agua. Varios hombres trabajaban a destajo para evitar que las llamas se extendiesen por la popa lanzando chorros de agua que inundaban la cubierta del pequeño barco.

—¿Se va a hundir? —preguntó Kate, preocupada.

Habían sacado a un hombre malherido por la escotilla, casi sin ropa y sangrando en abundancia, que ni siquiera se movía. Kate se preguntó si estaría muerto.

—No lo creo —respondió Senka, con tono sombrío—. Si se fuese a hundir ya lo habría hecho. Pero no creo que pueda seguir navegando con nosotros.

En ese instante vieron cómo sacaban por la escotilla a un hombre con quemaduras. Incluso a aquella distancia era evidente que estaba muy malherido.

—La maldición del Valkirie —susurró un hombre al lado de Kate. Cuando advirtió que la periodista le había oído, le tendió la mano. Era bajo, fornido, de unos cuarenta años, y sobre su labio superior lucía un mostacho de proporciones homéricas. Tenía un acento que Kate no era capaz de ubicar—. Soy Will Paxton. Geólogo, especialista en formaciones submarinas. Aunque no creo que eso pueda ayudar a la pobre gente del Mauna Loa.

—No hay ninguna maldición —gruñó Senka, señalando su walkie-talkie, por el que había estado hablando con alguien—. Ha sido un sabotaje. Alguien ha puesto una bomba en el Mauna Loa.

Todos se miraron, estupefactos. Y Kate se dio cuenta de que aquel viaje se estaba transformando en algo mucho más peligroso y complejo de lo que se había imaginado al principio. Mucho más.