Eran las doce en punto cuando Kate entró en el salón Gneisenau acompañada de Senka. Una vez más, se quedó maravillada. Aquella sala parecía una recreación de un palazzo italiano del Renacimiento. Altas columnas forradas de mármol travertino se elevaban hasta el techo, a unos cinco metros de altura, donde un enorme fresco representaba una antigua batalla teutónica. Un par de gigantescas valkirias sostenían a un guerrero moribundo mientras dos caballeros se acuchillaban con saña a apenas unos metros, en otro fresco.
Entre los ventanales que daban al exterior, que simulaban ventanas venecianas, se erguían esculturas clásicas sobre peanas muy elaboradas. El suelo era de madera y piedra, y apenas se veía, tapado por unas cuantas alfombras gigantescas y gruesas hasta el exceso. Al pisarlas, Kate pensó que podría dejar caer una moneda en ellas y ser incapaz de encontrarla después.
El mobiliario estaba compuesto por multitud de sofás de aspecto lujoso y unos cuantos sillones repartidos aquí y allá, como al descuido. Una gran mesa de madera con unas patas enormes ocupaba el centro de la sala. En la pared del fondo, un enorme reloj marcaba las horas, impasible, sobre un piano negro de cola.
En medio de la sala, sentados alrededor de la mesa, estaban los demás pasajeros. Kate se sorprendió al ver los pocos que eran. Allí tan sólo había unas quince o veinte personas, casi todos ellos hombres. Unos cuantos se pusieron de pie cuando las vieron llegar. Los otros ni se fijaron, demasiado abstraídos en una conversación que parecía apasionada.
Kate miró alrededor. Se fijó en que Feldman estaba en la cabecera de la mesa; Moore se encontraba a su izquierda y quedaba un hueco libre a su lado derecho. Senka le ayudó a sentarse en su sitio y, al hacerlo, dejó las manos sobre los hombros de Kate un segundo más de lo políticamente correcto. Después, caminó contoneándose hasta el asiento libre que había al lado de Feldman y se sentó en él, atrayendo las miradas de la mayoría de los hombres.
Ya estaban todos. Feldman carraspeó y se hizo el silencio en la sala. Kate se puso alerta y conectó discretamente su grabadora.
—Señoras, señores —comenzó Feldman, educadamente, pero con la voz vibrante de emoción—, permítanme que les dé la bienvenida al Valkirie. Antes de hacer las presentaciones y entrar en materia, quiero agradecerles de corazón que hayan aceptado participar en este viaje.
Varias cabezas asintieron alrededor de la mesa en señal de reconocimiento.
—Hablemos primero de nuestro barco. El Valkirie fue construido en los astilleros Blohm und Voss de Hamburgo, en 1938. Como supondrán, quedan pocos barcos de ese período flotando por el mundo. De hecho, éste es el último superviviente de la época dorada de los transatlánticos de los años treinta. Todos sus rivales de aquellos tiempos se hundieron, acabaron desguazados o los destruyeron durante la guerra. Sólo el Valkirie ha llegado hasta aquí, por los motivos que todos ustedes ya saben. —Inclinó la cabeza hacia un hombre sentado en uno de los lados de la mesa—. Señor Corbett…
El aludido carraspeó y se incorporó un poco.
—Mi nombre es William Corbett. Soy el ingeniero jefe y…, ejem…, el encargado de la puesta a punto del Valkirie así como, en general, de la revisión del barco. —Revolvió nervioso unos papeles—. Lo cierto es que no ha sido un trabajo demasiado difícil. Esperábamos que estuviese en un estado mucho peor, pero el tiempo transcurrido en el dique seco parece haber preservado el barco extraordinariamente bien. El casco no presenta problemas de degradación en ningún punto. No hemos localizado fisuras, ni grietas que tuviesen que ser reparadas.
—Es increíble —murmuró un hombre de aspecto asiático que estaba al final de la mesa.
—Tan sólo ha sido necesario darle una nueva capa de pintura. —Corbett se subió las gafas, que se le habían escurrido por la nariz. A Kate le recordaba a un mecánico explicándole al dueño de un coche por qué su factura es tan abultada, pese a no haber hecho prácticamente nada—. Por lo demás, tras sesenta años cubierto por lonas y fuera del agua, el barco estaba en un estado inmejorable. Da la sensación de que jamás ha estado en el mar hasta ahora.
—¿Les resultó muy difícil reparar el motor? —preguntó Kate.
Todas las cabezas se giraron de golpe hacia ella. La joven sintió cómo la sangre se arremolinaba en su rostro.
—Hola…, esto…, soy Kate Kilroy —tartamudeó—. Estoy documentando todo el viaje y…, bueno…
Vio que Feldman le sonreía y se tranquilizó un poco. «Haz tu maldito trabajo, Kate», se dijo.
—Los informes de 1939 explicaban que fue imposible hacer funcionar los motores del barco. —Sacó de su carpeta morada una copia del informe del depósito militar y leyó—: «Ambos motores presentan algún tipo de mal funcionamiento que ha sido imposible identificar, tanto en el sistema de arranque como en el de combustión. Son absolutamente inoperables y este departamento técnico desconoce si existe algún tipo de solución o de posible reparación. Recomendamos su desguace inmediato». —Levantó la vista y miró directamente al ingeniero—. ¿Le resultó muy complicado reparar los motores?
Corbett miró hacia los lados, algo desconcertado, y finalmente respondió:
—No fue necesario reparar los motores, señorita Kilroy —dijo, visiblemente perplejo—. Ambos encendieron a la primera en cuanto cargamos todo el combustible. No estaban averiados. De hecho, estaban en perfecto estado.
Un murmullo apresurado recorrió toda la mesa. Un par de personas asintieron vigorosamente mientras otros meneaban la cabeza, negando.
—El estado general del barco es muy bueno, teniendo en cuenta sus años —continuó Corbett—. Los accesos se sellaron después de la guerra y prácticamente no ha entrado nadie dentro del buque durante los últimos sesenta años. Apenas ha habido filtraciones o humedades de importancia, sobre todo en primera clase, y la temperatura interior parece haberse mantenido constante, más o menos a unos diecisiete grados. Es como una enorme cápsula del tiempo. Tan sólo las zonas inferiores parecen un poco más maltrechas.
—Eso es estupendo —aplaudió Feldman—. ¿Cómo va la restauración?
—Todo el sector de primera clase, la zona de máquinas, el puente y los servicios esenciales, como cocina, lavandería y enfermería están acabados. Sin embargo, aún queda por restaurar toda la zona de segunda y tercera, y bastantes de los salones. —Sacudió la cabeza—. En general, creo que hemos puesto a punto una tercera parte del Valkirie, más o menos. Cuando lleguemos a Nueva York podremos acabar el resto.
Un nuevo runrún de voces sacudió la mesa.
—¡Nadie había hablado de ir a Nueva York, Feldman! —vociferó un hombre grueso de barba rala y acento del Este que estaba dos sillas a la derecha de Kate—. ¡Ni siquiera tengo los visados en regla!
—No se preocupe, Cherenkov —replicó Feldman, con un tono duro que silenció a toda la mesa. Su voz había sonado como un latigazo venenoso—. De eso ya me encargo yo.
Feldman se puso en pie. Todos los reunidos le observaron, expectantes.
—Hoy es 23 de agosto —comenzó Feldman—. El 23 de agosto de 1939, hace casi ochenta años, este barco, el Valkirie, emprendió su viaje inaugural, con una tripulación de ciento cincuenta marineros y personal de a bordo y un pasaje de doscientas diecisiete personas. Partió de Hamburgo, exactamente del mismo muelle del que hemos partido hace unas horas, a la misma hora a la que lo hemos hecho nosotros. Desembocó en el mar del Norte a la misma hora a la que lo estamos haciendo nosotros, en este mismo momento y en el mismo punto.
Sacó de una cartera un viejo libro de navegación y lo mostró con respeto al resto de la mesa.
—Conocemos todos esos datos porque tenemos el libro de bitácora, que fue recuperado por la tripulación del Pass of Ballaster, el barco que encontró el Valkirie a la deriva. —Abrió el libro por una página que tenía marcada y se lo mostró a los presentes. El folio estaba en blanco—. El 28 de agosto, cinco días después de su partida, el Pass of Ballaster halló el barco. A bordo, no había ningún tripulante ni tampoco ningún pasajero. Excepto uno que no aparecía en el listado: yo mismo.
Kate experimentó una oleada de excitación ante lo que iba a venir. Lo adivinaba.
—Estamos repitiendo, casi ochenta años después, y paso a paso, el mismo viaje que hizo el Valkirie —clamó Feldman, muy serio. Y elevó la voz—: ¡Y dentro de cinco malditos días, siguiendo el camino marcado en este libro, sabremos de una vez qué fue lo que pasó en aquella noche de 1939!