La paciencia de Kate duró veinte minutos. Después de pasearse un rato dentro del camarote como una leona enjaulada, decidió salir a dar una vuelta. Aquello suponía desobedecer una orden expresa de Feldman, pero pensó que el riesgo merecía la pena. Si se encontraba a alguien, le diría que necesitaba hacer fotos de la partida del Valkirie para el reportaje, lo que no dejaba de ser verdad. Pero, además, quería vagabundear un rato a solas por el barco para poder hacerse una idea de dónde diablos estaba.
Abrió la puerta con mucho cuidado y se asomó al pasillo. No había nadie a la vista. Por un momento había temido que Feldman hubiese colocado a un guardia allí «por seguridad», pero sin duda todo el mundo estaba muy ocupado con la partida del transatlántico. Cerró la puerta tratando de no hacer demasiado ruido y caminó por el pasillo en la dirección que ella pensaba que estaba la proa.
La mayor parte de los corredores estaban desiertos, aunque al doblar una esquina casi se dio de bruces con un par de los guardias de seguridad de Moore. Por un momento se sintió presa del pánico, sobre todo tras recordar la última vez que aquellos tipos la habían pillado merodeando, pero pasaron a su lado charlando entre ellos y sólo le echaron un breve vistazo. Uno incluso hizo un leve saludo con la cabeza, como si fuesen viejos amigos.
En cuanto se fueron, Kate se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Entonces vio de dónde venían aquellos dos hombres.
Había una amplia embocadura que daba a una escalera que se hundía en las entrañas del Valkirie. La escalera parecía vieja y gastada en comparación con el resto del barco. El barniz había desaparecido por completo y algunos escalones estaban mellados en los bordes. Los restauradores aún no se habían detenido allí.
Cuatro o cinco escalones más abajo alguien había soldado unas pesadas hojas de acero en forma de puerta que cerraban por completo el paso. Los feos costurones negros de las soldaduras sobresalían de la pared como un tumor grumoso, contrastando con la calidez del pasillo forrado en madera. Los guardias habían colocado una pegatina roja con grandes letras negras.
PELIGRO
ZONA EN RESTAURACIÓN
NO PASAR. RIESGO DE CAÍDA MORTAL
Kate supuso que aquella escalera debía de conducir a la sección sin restaurar de segunda y tercera clase. Dubitativa, bajó el trecho de escalones hasta la puerta. Los peldaños crujieron ligeramente al apoyarse en ellos. La joven fue consciente de que aquella escalera de madera tenía más de medio siglo a sus espaldas… y que en todos aquellos años nadie se había ocupado de su mantenimiento. Se acercó a las hojas de acero y apoyó la mano sobre una de ellas.
Una ráfaga de aire frío se coló por una junta mal sellada y Kate se estremeció. Aquella corriente provenía de alguna parte, allí abajo, y olía mal. Era un olor extraño, una mezcla a polvo, agua estancada y algo pudriéndose. Además, por debajo de aquel hedor había un matiz metálico y pesado que Kate no pudo identificar. Empujó suavemente las hojas y notó que cedían un poco. El soldador había hecho un trabajo bastante apresurado y sólo estaban sujetas por cuatro puntos. Volvió a empujar la puerta, fascinada, tratando de averiguar qué había al otro lado del hueco que se abrió al combarse la hoja.
Kate…
Una voz de mujer sonó a su espalda, sobresaltándola. Como una niña pillada cometiendo una travesura, pegó un respingo y se dio la vuelta, balbuceando una excusa atropellada.
No había nadie.
Se asomó al pasillo. Estaba desierto en una y otra dirección. Corrió hasta la esquina que habían doblado los guardias de seguridad, pero tampoco había nadie. Confundida, volvió sobre sus pasos hasta la escalera. Examinó el techo, por si había algún sistema de vigilancia que tuviese altavoces o algo similar, pero lo único que colgaba del cielo raso eran las lámparas en apliques de bronce con el nombre Valkirie grabado en su base.
Escuchó de nuevo con atención. Sólo se oía su respiración agitada, el suave zumbido que hacían las bombillas del pasillo y, de fondo, el rumor sordo y lejano de los motores.
Pero estaba segura de que alguien había pronunciado su nombre. Y no le había gustado el tono.
Había sonado violento. Sucio.
Decidió que necesitaba aire fresco cuanto antes. Con una última mirada a su alrededor, se alejó del hueco de la escalera, aterida.
Después de cuatro minutos dando vueltas por los pasillos, Kate desembocó en una portilla que daba acceso a la zona de paseo de proa. Olía a mar, a humo y a algas. La ráfaga de viento fresco que le golpeó en la cara cuando salió al exterior le pareció la más maravillosa que había sentido nunca.
A lo lejos, a unos cincuenta metros, podía ver la silueta de un remolcador que arrastraba lentamente al Valkirie en dirección al mar abierto. Desde allí podía leer el nombre del lanchón, Vintumperio, e incluso distinguir las figuras de los marineros vestidos con un uniforme rojo que haraganeaban por la cubierta. El capitán, un tipo corpulento y con perilla, tomaba el café en la toldilla del remolcador junto a un policía portuario alto y de pelo gris. Ambos miraban hacia el Valkirie y comentaban algo entre ellos. De repente, Kate tuvo la urgente necesidad de estar allí, entre aquellos hombres confiados, y no a bordo del Valkirie, con sus voces extrañas y su historia misteriosa.
Pero ya era demasiado tarde. El mar del Norte ya estaba a la vista, en la lejanía, y el remolcador se despidió del Valkirie con un par de poderosas pitadas. Luego se fue alejando y, finalmente, se quedaron solos.
Kate se acodó en la barandilla y respiró hondo. La mañana era luminosa y allí fuera no parecía que nada malo pudiese ocurrir.
«Qué diablos —pensó—. Estás en un maldito crucero de lujo de los años treinta, Kate. Vas a escribir un reportaje cojonudo y, mientras tanto, podrías intentar beber todo el champán que puedas y tomar el sol. Incluso podrías intentar dejar de pensar en Robert a todas horas y retomar tu vida de una vez…».
—Kate. —Una voz de mujer sonó a su espalda y la joven sintió cómo palidecía. Se giró como un rayo, convencida de que de nuevo no habría nadie, pero en esta ocasión era Senka, que la miraba con una expresión sorprendida en la cara.
—No quería asustarla —dijo.
—No es eso. Es que… —Enrojeció y calló. No quería parecer una trastornada nada más salir del puerto.
—No es conveniente desobedecer una orden directa del señor Feldman. —Senka la miraba muy fijamente, con un brillo inquietante en el fondo de sus ojos—. Le pidió que no saliera de su camarote.
—No me pareció una orden —replicó Kate, levantando su cámara—. Más bien me pareció una sugerencia. Y tenía que hacer fotos para el reportaje.
—Tómese al pie de la letra todas las sugerencias del señor Feldman —repuso Senka, muy seria—. Este barco puede engañar. Es tramposo.
—¿A qué se refiere? —A Kate se le erizó el vello de la nuca.
—¡Oh, a nada en especial! —Senka se encogió de hombros—. A todo. Durante las semanas que hemos pasado restaurando el Valkirie, yo he estado a bordo y han pasado cosas. Cosas difíciles de explicar. Y ha habido accidentes. ¿Cree en los fantasmas, Kate?
A la periodista no se le pasó por alto el cambio de tono en la voz de la mujer, pero no se inmutó.
—No. La verdad es que no —contestó con el corazón sangrando de dolor, con Robert una vez más en la mente—. Sé que, cuando alguien se muere, se va para siempre.
—Bien —replicó Senka, con su extraña sonrisa—. Aquello en lo que no crees no puede hacerte daño, ¿verdad? —Miró hacia el horizonte y respiró hondo, como si estuviera ordenando sus ideas—. En fin, debería volver a su camarote. Le acompañaré. Y esta vez procure no salir hasta la hora programada.
—Espero que merezca la pena —contestó Kate, con acritud.
—Oh, por supuesto que merecerá la pena. —Senka entrecerró los ojos—. Lo que va a oír en esa reunión le va a parecer increíble.