XIII

Si el exterior del barco había sorprendido a Kate, el interior la dejó literalmente sin palabras. Parecía el decorado de una película, sólo que era real.

No era la primera vez que se subía a un transatlántico. En su viaje de novios, Robert y ella habían hecho un crucero por el Mediterráneo, desde Venecia hasta Estambul. A él le había gustado tanto que se había convertido en un enamorado de los cruceros, con ese contagioso entusiasmo casi infantil que pueden desplegar los norteamericanos cuando algo los fascina. De hecho, Kate se preguntó si su interés por la historia del Valkirie no habría empezado ahí.

Su barco en aquel viaje había sido un gemelo del malogrado Costa Concordia, uno de esos enormes transatlánticos modernos que parecen un cruce entre un hotel, un parque acuático y un casino de Las Vegas. Kate había disfrutado del viaje y de todas las lujosas comodidades que estaban a disposición del pasaje. Robert había tirado la casa por la ventana y había reservado una de las suites del crucero, y en la memoria de Kate el recuerdo de aquellos días era mágico y dorado, aunque debía reconocer que todo el esplendor de los cruceros modernos tenía un punto artificial e irreal. Como el atrezo de una obra teatral. Cartón piedra y oropeles falsos cruzando las olas.

Sin embargo, el interior del Valkirie no se parecía en nada a ningún crucero que Kate hubiese visto. Todo, absolutamente todo, era una recreación idéntica al interior del barco cuando fue botado en los años treinta. El estilo art déco impregnaba hasta la última esquina y los muebles parecían copias fidedignas de los de la época. Eso pensaba Kate hasta que, al pasar al lado de una mesa de terraza situada en el paseo lateral del barco, comprobó con sorpresa que no eran reproducciones.

Feldman vio lo que miraba y adivinó sus pensamientos.

—El ochenta por ciento de los muebles y la decoración que hay a bordo está compuesta de piezas originales —dijo—. Muchas de ellas provienen del propio Valkirie. Cuando internaron el barco para transformarlo en un transporte de guerra, vaciaron todos los muebles y los trasladaron a un almacén en Escocia. Los localicé y los compré casi todos hace más de veinte años. Mis expertos están colocándolo todo en su sitio, siguiendo las pocas fotos originales que sobrevivieron a la guerra.

Kate asintió, impresionada. El proyecto del Valkirie le debía de haber costado a Feldman una enorme fortuna, contando la cantidad de gente implicada en él y todas las ramificaciones que tenía. Se fijó en una lámpara atornillada sobre una de las mesas de la terraza. No era una experta en antigüedades, pero estaba segura de que sólo aquella pequeña pieza tenía que valer varios miles de euros. Y había cientos de cosas como aquélla repartidas por todo el Valkirie. Era para impresionarse.

—En cuanto se instale en su camarote, y sea la hora acordada me gustaría que viniese al salón principal para conocer al resto del equipo —dijo Feldman—. En este viaje la tripulación es bastante reducida, dado que casi no hay pasaje. De hecho, descubrirá que tendremos muy pocos compañeros de viaje…, pero muy interesantes —remató con una media sonrisa.

En aquel momento, Kate observó que Moore, el jefe de seguridad de Feldman, embarcaba en el Valkirie junto con una docena de sus hombres. Transportaban unas pesadas cajas de madera, e incluso a aquella distancia Kate pudo adivinar que se trataba de munición y de rifles de asalto. Se detuvo y señaló hacia los hombres.

—¿Eso es necesario? —preguntó.

—La seguridad nunca está de más, Kate —replicó Feldman, mientras la animaba a continuar andando—. No espero problemas, pero sería de necios no estar preparados.

«¿Problemas? ¿Preparados para… qué?». Las preguntas se amontonaban en la cabeza de Kate, pero de momento prefirió ser prudente.

Llegaron a una de las portillas y entraron por un pasillo ancho y suavemente iluminado. El suelo estaba cubierto por una alfombra de color sangre, y sonaba música de fondo. Tuvieron que apartarse un par de veces para dejar pasar al personal de Feldman, que estaba acabando de estibar el equipaje y le daba los últimos toques al crucero antes de su partida. En algunos lugares aún olía a pintura fresca y serrín. El suelo vibró un poco. En algún lugar, en las entrañas del Valkirie, los enormes motores diésel habían cobrado vida. El barco se desperezaba, listo para partir.

—Éste es el acceso a la sección de primera clase —explicó Feldman echándose a un lado para dejar pasar a dos marineros cargados con cajas de vino—. De momento, las secciones de segunda y tercera clase aún están sin restaurar, así que hay que embarcar la mercancía por aquí, en vez de por las portillas de carga originales, que aún están selladas. Es una molestia que en 1939 no tuvieron que padecer, pero sólo durará un rato.

—Pensaba que había restaurado todo el barco —dijo Kate, tratando de sacar unas fotos de la sala de fumadores, junto a la que acababan de pasar.

—Y lo haré —contestó Feldman, tajante—. Pero no ha habido tiempo material para tenerlo todo listo antes de la salida. No si queríamos ajustarnos a las fechas previstas.

Kate asintió, aunque no entendía de qué le hablaba Feldman. Suponía que en la reunión que había convocado se lo explicarían todo con detalle. Mientras tanto, siguió sacando fotos.

Desembocaron en una amplia sala ovalada que le hizo contener el aliento. Sobre su cabeza pendía una gigantesca araña de cristal que lanzaba un millón de destellos cegadores. Una escalera de madera y mármol que Kate reconoció por el relato que había hecho Duff Carroll se abría ante ellos. Los escalones llevaban grabadas las siglas KDF y el nombre del barco. Las águilas que remataban los pasamanos con las alas extendidas sujetaban una corona de laurel con las garras, pero el hueco interior estaba vacío, sin cruces gamadas. Tampoco estaban las banderas nazis que un día habían ocupado el rellano principal de la escalera. En su lugar, alguien había puesto un macetero enorme con unas palmeras que ofrecían un extraño contrapunto.

—Destruyeron la escalera cuando internaron el barco. El mármol y la madera eran de muy buena calidad, pero era una escalera demasiado nacionalsocialista. —Feldman rió con ganas—. Hicimos una reconstrucción perfecta gracias a las fotos que sobrevivieron en el archivo del astillero, pero eliminamos las cruces gamadas. No hay una sola en todo el barco.

—Pensaba que era una reconstrucción fidedigna.

—Y lo es —contestó Feldman, muy seguro de sí mismo—. Casi todo el barco está igual que cuando lo encontraron en alta mar, hace setenta años. De hecho, prácticamente todo lo que hay en él es original. Sólo hemos tenido que reconstruir las partes que el tiempo había dañado más, como la escalera. Y al hacerlo hemos suprimido las esvásticas.

—Lo entiendo —musitó Kate.

—No lo hemos hecho sólo porque toda la imaginería nazi esté prohibida en Alemania hoy en día y estamos en Hamburgo —contestó Feldman, muy serio—. Soy judío y en mi barco no habrá ni una sola esvástica, por más que… —Y se interrumpió de golpe, como si estuviese hablando de más.

Kate iba a preguntarle a qué se refería cuando una mujer madura, de unos cincuenta años, con un uniforme de gobernanta de corte clásico, los abordó. Llevaba el pelo recogido en un moño y miraba al grupo desde unos ojos montados sobre una nariz aguileña.

—Pensaba que no iban a llegar nunca —rezongó—. Todos esos científicos no han hecho más que quejarse desde que han llegado a bordo. Que si su camarote es muy oscuro, que si tiene demasiada luz, que si es muy caliente, que si es muy frío… ¡Parecen haber nacido para quejarse, Isaac!

¿Isaac? Una sonrisa afloró a los labios de Kate. Aquella mujer era la primera persona que no parecía temer en absoluto al todopoderoso Isaac Feldman. De hecho, el magnate parecía incluso algo cohibido en su presencia.

—La señora Miller ha sido el ama de llaves del señor Feldman desde hace treinta años —le susurró Senka desde detrás. Su boca estaba muy pegada al oído de Kate. Notó su aliento cálido deslizándose por su cuello, muy cerca de su piel, y se sintió de pronto un poco violenta—. Es la única persona que se atreve a llamarle por su nombre. Alguna vez incluso han discutido a gritos.

—¿Son amantes? —preguntó, llevada por la curiosidad.

—Se rumorea que lo fueron, hace años —contestó Senka, con un ronroneo—. Pero no creo que ahora lo sean. Sin embargo, él la respeta.

—Kate. —Feldman se giró hacia ellas, con la expresión de un hombre que huye de una manada de leones y de repente ve un árbol donde subirse—. La señora Miller le llevará a su camarote. Senka le irá a buscar para acompañarla hasta el salón Gneisenau a las doce en punto. La reunión de presentación será allí. Y, por favor, le pido encarecidamente que mientras tanto no salga de su camarote. Hay partes del barco que están sin restaurar y son peligrosas. Es por su seguridad.

—¿Debería pedirle a Moore que me dejase uno de sus rifles? —preguntó Kate, mientras un ramalazo de mal humor relampagueaba en su mirada—. Por mi seguridad, ya sabe.

—No se enfade, Kate. En cuanto estemos en alta mar, podrá usted vagabundear libremente por el Valkirie si lo desea. Pero todavía están sellando las partes peligrosas y no me gustaría que sufriese un accidente antes de partir.

Kate volvió a tener la extraña sensación de que Feldman le estaba mintiendo, pero no dijo nada. No era el momento de buscar una confrontación con él, en medio del vestíbulo, con aquella ama de llaves y la extraña Senka mirándolos fijamente.

—De acuerdo, Feldman. Hasta las doce, pues.

Siguió a la señora Miller por otro pasillo hasta un ascensor que parecía sacado de un museo. Había que abrir con la mano una reja exterior para poder entrar en la cabina. El interior estaba forrado de terciopelo y tenía un banco corrido junto a la pared del fondo, donde un pasajero muy cansado podía apoyar el trasero durante el trayecto en el elevador.

—Es una preciosidad —dijo la señora Miller con aire amistoso—, pero es más lento que un caracol. Dentro de este ascensor te da tiempo a hacerte viejo, y eso que sólo recorre las tres plantas de primera.

—¿En segunda y tercera también hay ascensores? —preguntó Kate.

—No estoy segura. —La señora Miller se encogió de hombros—. Yo no he estado allí abajo. Sólo unos pocos han ido, y los operarios están sellando los accesos hasta que esté en condiciones. Pero, por lo que he oído, en el sollado de tercera no había ascensores. Y creo que el de las plantas de segunda clase no funciona. Hace más de setenta años que nadie lo usa.

Finalmente, el ascensor se detuvo con una sacudida y abrieron la puerta. Un pasillo parecido al de arriba, pero con la moqueta de color azul y las siglas KDF estampadas, se abría ante sus ojos. Había un total de veinte puertas a lo largo de las paredes.

—La primera clase era muy pequeña en este barco —le explicó la gobernanta mientras caminaban—. Tres plantas con cuarenta y cinco camarotes y ocho suites en total. A cambio, son bastante espaciosas. —Se detuvo delante de una puerta; el número 23 brillaba en una placa de cobre dorado—. Su habitación es ésta.

Abrió la puerta. Kate contuvo una exclamación de asombro. La habitación parecía sacada de una película en blanco y negro. Tenía una amplia cama de matrimonio cubierta con una colcha de diseño antiguo, y las paredes estaban forradas en madera de teca taraceada. Unas lámparas de estilo art déco adornaban las mesillas. El suelo estaba cubierto por una alfombra persa de buena calidad y dos ojos de buey permitían la entrada de mucha luz desde el exterior. El mobiliario lo completaban un sofá de brazos voluminosos, una mesa auxiliar con papel y material de escritura, y un armario de madera de caoba que debía de valer una fortuna.

—Es muy bonita —dijo Kate, observando que no había televisor ni teléfonos. Nada que recordase al siglo XXI. Y tan sólo había un enchufe de aspecto antediluviano. Se preguntó si el voltaje sería el correcto para conectar su portátil sin que se achicharrase.

—Aún no ha visto lo mejor —dijo la señora Miller con una sonrisa.

Abrió una puerta corredera lateral y el baño quedó a la vista. Kate se tapó la boca con la mano, incrédula. En la pared más cercana había una enorme pileta de lavabo con unos grifos de latón recargados situada justo bajo un espejo. Al fondo, se abría una especie de hornacina donde se incrustaba una gigantesca bañera cuadrada forrada de mosaicos hechos a base de miles de pequeñas teselas de colores, como el resto de las paredes. El conjunto recordaba a unas termas romanas.

—Disfrute de su estancia, señorita Kilroy. —La señora Miller se despidió con una sonrisa y salió del camarote.

Kate se quedó a solas y se dejó caer sobre la cama. Mientras se quitaba los zapatos de una patada, miró a su alrededor. El Valkirie era precioso. Un trozo de historia flotando sobre el mar. Allí, bajo la luz del sol y mientras oía las voces de los operarios en el muelle, todas las historias terroríficas acerca de desapariciones misteriosas le parecieron algo totalmente estúpido. La navaja de Ockham, se repitió. Un rayo de luz se filtraba por uno de los ojos de buey y en él unas motas de polvo trazaban extrañas figuras danzarinas. Agotada, cerró los ojos y al cabo de un instante se quedó adormecida.

Una ligera vibración la hizo incorporarse. Su cámara de fotos, apoyada en la mesilla, tintineaba contra la superficie de mármol. Intrigada, se levantó. Todo el suelo del camarote temblaba. Por un instante experimentó algo parecido al pánico, pero entonces recordó que estaba a bordo de un barco. Se acercó hasta el ojo de buey y vio cómo el muelle se iba alejando lentamente a la vez que un par de operarios recogían las gruesas estachas que habían mantenido sujeto el Valkirie al amarradero.

El barco estaba zarpando. La pasarela se levantó y en cuestión de un segundo no quedó absolutamente nada que mantuviese unido al crucero con tierra.

El Valkirie volvía a navegar una vez más.