Hamburgo, Alemania
Muelle 74b, zona de carga
El agua del río Elba tenía un color gris oscuro aquella mañana y parecía ocultar una infinidad de secretos mientras chapoteaba débilmente contra los pilotes del muelle 74b. En el aire frío de la madrugada, un par de gaviotas lanzaban chillidos de furia peleándose por un resto de basura que la corriente arrastraba mansamente río abajo, hacia la desembocadura en el mar del Norte, a más de cien kilómetros.
Kate, situada en el borde del muelle, se subió un poco más la cremallera de la chaqueta mientras estiraba el cuello para tratar de conseguir que el débil sol de aquella hora le calentase las mejillas. A su alrededor, poco a poco, todo el puerto de Hamburgo se desperezaba, listo para iniciar un nuevo día.
El muelle 74b estaba situado en el corazón del puerto, cerca de la ciudad. Formaba parte de la zona más antigua de todo el complejo portuario, en las proximidades de una fila de almacenes bajos de aspecto desangelado. Ninguno de ellos tenía más de cincuenta años, ya que los bombardeos aliados habían arrasado todo el puerto durante la segunda guerra mundial. Aun así daba la sensación de que estaban allí incluso antes de que el río empezase a fluir por su cauce. Desde sus ventanas oscuras parecían mirar con una mezcla de amenaza y aburrimiento a Kate y a las dos docenas de personas que correteaban por el muelle.
En los amarres cercanos, a unos cientos de metros, estaban situados varios enormes buques portacontenedores de aspecto anodino llegados de los rincones más insospechados del mundo. Grúas de carga subían y bajaban las enormes cajas metálicas de colores, como si fuesen niños jugando al mecano más caro y aparatoso del mundo. El ruido de motores y golpes metálicos era ensordecedor, incluso a esa distancia, aunque los únicos ocupantes del muelle 74b eran ellos. En medio de la creciente actividad del puerto eran como un charco de oscuridad que desentonaba.
A lo lejos, a más de un kilómetro, entre la bruma de la mañana, se podía distinguir la parte superior del Oasis of the Seas, un enorme transatlántico con capacidad para más de seis mil pasajeros. Su silueta blanca se confundía con la de otros tres o cuatro cruceros casi igual de grandes que estaban amarrados en la moderna y elegante terminal de pasajeros del puerto de Hamburgo.
«Y nosotros no estamos en esa terminal —se dijo a sí misma Kate mientras se soplaba en los dedos para tratar de calentarlos—. Estamos en este maldito muelle perdido, esperando a que llegue Feldman».
Pese a ser agosto, en aquel lugar hacía mucho frío. En la distancia adivinó las cafeterías y los restaurantes situados en la terminal de pasajeros. Seguramente en aquel momento estarían sirviendo los primeros desayunos de la mañana. Su estómago gruñó en señal de protesta.
Lo ignoró por completo. El buque que estaba amarrado justo a su derecha acaparaba toda su atención. Flotando, silencioso, como si acabase de salir de un sueño. O de una pesadilla.
El Valkirie.
Kate había llegado a Hamburgo apenas veinticuatro horas antes, en el avión privado de Feldman, completamente sola. La despedida del anciano judío había sido de lo más rocambolesca. En vez de volver a Usher Manor, Feldman había insistido en llevarla directamente a su hotel en Liverpool. Una vez allí, esperaron pacientemente a que Kate subiese a su habitación, se duchase y se cambiase de ropa para dejarla después en la estación de tren. La joven casi se muere de vergüenza cuando la caravana de vehículos aparcó justo en la puerta entre un espectáculo de chirridos de frenos y hombres trajeados que rodearon el perímetro.
—Mañana irá a buscarla una persona de mi confianza a su apartamento —dijo Feldman, desde la ventanilla del Audi—. Esa persona la llevará hasta Hamburgo. El Valkirie y el resto del equipo están allí.
—¿Hamburgo? ¿En Alemania?
Feldman afirmó.
—¿Y usted? ¿Estará allí?
Feldman sonrió con expresión astuta. Kate recordó que Feldman estaba siendo investigado por Hacienda y que un juez le había retirado el pasaporte. Se suponía que no podía salir del país. Sin embargo, aquello no parecía preocuparle.
—Allí estaré, señorita Kilroy, pero tendré que ir por mi cuenta. No se preocupe. Nos veremos en Hamburgo. —Y, tras hacer un gesto con la mano, la caravana de vehículos arrancó de nuevo y Kate se quedó sola en medio de la acera, perpleja y algo asustada.
Y eso había sido todo. En el mundo de Feldman las cosas se hacían así.
Unas horas más tarde, Kate estaba en su casa. Con una mano sostenía el teléfono mientras hablaba con la directora de su periódico, y con la otra preparaba una maleta a toda velocidad. Por primera vez en semanas no se sentía atrapada en una tumba en medio de aquellas cuatro paredes. Kate era consciente, a un nivel muy profundo, de que la historia del Valkirie la tenía enfebrecida porque le permitía escapar del agujero negro en el que ella misma se había metido. Pero había algo más. Había algún elemento perturbador en todo aquel asunto que la atraía de una manera inexplicable. Y estaba decidida a averiguar de qué se trataba.
Cuando decidía qué ropa meter en la maleta, su mirada se detuvo en la repisa de la chimenea. Allí estaba la urna de cerámica negra con las cenizas de Robert. Durante muchos días había evitado pasar por delante de aquella chimenea para no tener que tropezarse con la dolorosa evidencia de su vacío. Siguiendo un impulso, Kate levantó la urna.
Era la primera vez en mucho tiempo que podía mirarla sin romper a llorar, pero aun así el latigazo desgarrador de su corazón fue inevitable. Cerró los ojos. Se imaginó el aroma tibio de su carne, el tacto de su espalda y la fuerza vibrante de su cuerpo cuando la abrazaba. Sacudió la cabeza, ahuyentando los recuerdos. Robert se había ido para siempre. Embestido por un conductor borracho que se dio a la fuga. Caminando por la orilla oscura de la laguna Estigia para siempre.
Llevada por un impulso, metió la urna con las cenizas dentro de su maleta. No sabía muy bien por qué, pero de golpe se le había hecho insoportable la idea de separarse de ellas. Si Kate subía al Valkirie, aquella condenada urna viajaría con ella.
Aquella noche soñó con Robert. Su marido estaba en un barco vacío y llevaba un fardo en brazos, un fardo que gemía y del que asomaban dos bracitos rechonchos. Ella los perseguía gritando su nombre, pero Robert la ignoraba. Corría por los pasillos, como apremiado por una urgencia infinita. Cuando por fin llegaban a la pista de baile depositaba al bebé con un cuidado extremo en medio de la sala. Y entonces, al volverse hacia Kate, ella se daba cuenta de que aquél no era Robert, sino algo que se le parecía mucho. Algo malvado, oscuro y hambriento que le había tendido una trampa. Entonces se despertó, empapada en sudor y gritando.
A la mañana siguiente, aún un poco pálida, estaba vestida y sentada en el borde de la cama cuando vinieron a buscarla. Un vehículo negro con los cristales tintados aparcó en la puerta de su casa y la llevó directamente al aeropuerto de Heathrow; y, desde allí, el avión privado de Feldman se dirigió a Hamburgo, donde aterrizaron justo cuando salía el sol.
Otro vehículo negro similar (Kate se preguntó si Feldman tenía una maldita flota de docenas de vehículos idénticos a su disposición repartidos por el mundo o si se trataba de una casualidad) la llevó hasta el puerto de Hamburgo. La sorpresa de Kate cuando pasaron de largo frente a la terminal de cruceros se transformó en inquietud cuando se adentraron entre una jungla de grúas, camiones de arrastre y enormes naves en la parte más industrial del puerto. Finalmente, llegaron a una zona apartada con guardias de seguridad en el acceso. Era el muelle 74b.
Los guardias de la puerta no dejaron pasar al vehículo ni a su conductor. A partir de aquel punto, las medidas de seguridad eran incluso más férreas que en la residencia de Feldman. Sólo la dejaron pasar a ella, y después de comprobar exhaustivamente su identidad. Tuvo que hacer el último tramo andando, arrastrando su maleta sobre los adoquines del muelle. Kate maldecía por lo bajo la paranoia de Feldman y su desmedido afán por el secretismo y la seguridad. Sin querer, su tobillo golpeó el borde de un noray de hierro fundido y Kate soltó una palabrota muy poco apropiada para una chica como ella. Se inclinó con fastidio para frotarse la zona golpeada y, cuando levantó la cabeza, lo vio por primera vez.
Se le escapó una exclamación de asombro. Sus ojos se abrieron, incrédulos, ante el espectáculo que se desplegaba ante ella.
El Valkirie volvía a ser un barco impresionante. El equipo de soldadores, chapistas, mecánicos, ebanistas y pintores que habían estado trabajando en el buque durante las últimas semanas habían hecho un trabajo soberbio. Daba la sensación de que lo hubieran acabado de construir tan sólo unos días antes, pese a tener más de setenta años.
Era una nave hermosa y longilínea. Kate calculó que tendría más de ciento cincuenta metros de longitud. La mitad inferior del casco estaba pintada de negro, al estilo de los años treinta, y sólo la superestructura era completamente blanca. Las dos altas chimeneas estaban pintadas de rojo y tenían un círculo blanco en el centro. A Kate le llamó la atención aquella extraña combinación hasta que se dio cuenta de que, en su decoración original, dentro de los círculos blancos deberían haber campeado dos enormes esvásticas, que ahora ya no estaban.
Los botes colgados de los laterales eran de un modelo que Kate sólo había visto en fotografías y películas antiguas. De madera, con un par de bancos corridos y una lona impermeable que cubría su parte superior. Desde el muelle no podía distinguir lo que había en el paseo lateral, pero se apostaría algo a que el suelo era de madera y las hamacas de mimbre. El barco parecía sacado de una máquina del tiempo, excepto por la ausencia de las esvásticas en la chimenea.
Una pasarela subía por un lateral hasta el Valkirie. Dos hombres armados hacían guardia junto a su parte inferior, mientras un grupo de empleados de Feldman subían cajas de madera, bidones y un montón de impedimenta al barco. De las chimeneas había empezado a surgir una columna de vapor, que se mezclaba con el smog del aire. El Valkirie parecía estar en tensión, a punto para romper las amarras y lanzarse a mar abierto.
«Parece que está viva», se dijo Kate. De inmediato se preguntó por qué había pensado eso.
Y por qué se había referido al barco como ella.
Sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura y se preguntó si no sería mejor dejarlo correr. Volver a casa, seguir con las crónicas de sociedad del London New Herald y olvidar todo aquello. Salir de noche, emborracharse y conocer a gente. Ligarse a un tipo, o a muchos. Vivir.
Pero el Valkirie la llamaba. Kate ardía en deseos de subirse de una vez a aquel barco y de empezar a desenredar la maraña de misterio que lo envolvía. De acabar con la historia que Robert había empezado. Y al hacerlo, esperaba encontrar de una vez la paz que le faltaba en su vida y poder seguir adelante.
—Es impresionante, ¿verdad? —La voz sonó a su espalda y la sobresaltó.
Kate se dio la vuelta. Una mujer joven, de poco más de treinta años, la observaba con atención. Era alta y esbelta, tirando a atlética, y tenía un innegable aire eslavo. Llevaba el pelo, rubio, recogido en una coleta y vestía unos pantalones llenos de bolsillos que se le ajustaban en las caderas. A su lado tenía un petate de marinero apoyado en el suelo.
—Senka Simovic. —Extendió su mano hacia Kate, sin sonreír, y la observó atentamente con sus intensos ojos verdes. Tenía un acento cantarín difícil de identificar. De alguno de los países que habían surgido del caos yugoslavo, sin duda.
—Soy Kate Kilroy —replicó, tendiendo a la vez su mano. Le sorprendió la fuerza con la que la mujer se la estrechó.
—Usted debe de ser la periodista —murmuró Senka, sin añadir nada más. Kate esperó a ver si la eslava se animaba a decir algo más, pero al ver que se quedaba callada, también guardó silencio.
Una furgoneta de reparto de una carnicería entró en ese momento en el muelle. Traqueteó sobre los adoquines y se detuvo a pocos metros de donde estaban las dos mujeres. Kate no tuvo tiempo de preguntarse cómo se las había arreglado aquel repartidor para cruzar el férreo control de seguridad del muelle, porque en seguida se abrió la puerta lateral del departamento de carga e Isaac Feldman se bajó de un salto.
—Buenos días, señoritas —saludó con cordialidad, como si bajarse de la parte trasera de una furgoneta de reparto fuese la manera más normal de viajar—. Veo que ya se han conocido. Hola, Senka. Es un placer verte por aquí.
La mujer rubia esbozó una sonrisa. Parecía que el mero gesto de curvar los labios hacia arriba le costaba un enorme esfuerzo, pero su actitud con Feldman era claramente amistosa.
—Está todo listo, señor Feldman —dijo—. El equipo científico ya está embarcado, y la tripulación también. Sólo faltamos nosotros y los miembros del grupo de seguridad.
—Perfecto —contestó Feldman, satisfecho. Al ver la expresión confundida de Kate, la cogió por el brazo con amabilidad y comenzó a caminar hacia la pasarela—. Como puede comprobar, he tenido que tomar un camino algo indirecto para llegar hasta aquí. No se preocupe, Kate. En cuanto esté instalada a bordo le prometo que le explicaré con detalle lo del equipo científico…, y el resto.
Mientras caminaban, Kate pudo notar la mirada de Senka clavada en su espalda. Y no le gustó la sensación que le producía.
Llegaron al pie de la escalerilla. Feldman se detuvo y se volvió hacia Kate, con una mirada seria en su rostro.
—Bien, ésta es la última oportunidad —dijo. La emoción hacía temblar la voz del magnate. El efecto era tan sorprendente que Kate parpadeó. El viejo Feldman estaba emocionado. Y nervioso—. Si sube esa escalera, no hay marcha atrás. Y si tengo razón, cubrirá la noticia más asombrosa de la historia. Pero no le puedo ofrecer garantías, ni siquiera sobre su propia seguridad. No sé si es un trato justo, pero es todo lo que le puedo ofrecer. Así que… ¿qué me dice?
Por toda respuesta, Kate sonrió y sujetó con fuerza su maleta. Sin mirar atrás ni una sola vez, dio un paso y se subió a la pasarela.
Hacia el Valkirie.