Moore los sacó de allí prácticamente a empujones antes de que llegase la policía. Kate intentó protestar, pero una mirada de Feldman hizo que se callara de inmediato.
—Hay un cadáver despedazado sobre la mesa del salón, faltan partes del cuerpo y han registrado toda la casa a conciencia —enumeró Feldman mientras entraban en el Audi—. No quiero pasarme toda una tarde en una comisaría dando explicaciones sobre qué hacemos aquí.
Kate abrió la boca para contestar y entonces se dio cuenta de que ella había estado el día anterior en esa casa y de que probablemente sus huellas dactilares estarían esparcidas por todas partes. De repente comprendió que se había metido en un lío muy gordo.
—Yo estuve ayer aquí. —Meneó la cabeza al tiempo que llevaba la mano hacia la manilla del coche—. La policía querrá hablar conmigo. Deberíamos quedarnos.
—No creo que sea una buena idea —murmuró Feldman, socarrón, mientras el Audi arrancaba—. Las cosas se van a poner muy calientes por aquí dentro de un momento.
Kate le miró sin comprender, hasta que se fijó en el ligero movimiento de cabeza del anciano. Giró el cuello y miró por la luna trasera del coche. Un grito de espanto involuntario salió de su garganta. A través de las ventanas y de la puerta de la casa salían lenguas de fuego y un espeso humo comenzaba a cubrir aquel tramo de la calle.
—¡Le han prendido fuego a la casa! —gritó incrédula.
Feldman asintió en silencio a medida que el convoy de vehículos rodaba a toda velocidad hacia la autopista. A lo lejos se oía el aullido lejano de una sirena, pero no se dirigía hacia el incendio. Denborough no era un barrio prioritario. Cuando los servicios de urgencias llegasen allí, seguramente el fuego ya habría consumido la casa hasta los cimientos.
—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó Kate, que aún no entendía muy bien lo que había pasado.
—Para evitarnos posibles problemas —contestó Isaac Feldman—. Al entrar ahí hemos dejado huellas, pelos y sólo Dios sabe qué más. Media docena de yonquis nos han visto entrar y, aunque su palabra no vale una mierda, podrían llevar a la policía hacia nosotros en caso de que encontrasen alguna prueba física. Las placas de matrícula de los coches son duplicadas, así que eso no será un problema, pero no quiero que nada nos relacione con una investigación criminal. No ahora, que estamos tan cerca…
El magnate se interrumpió, como si hubiese hablado de más.
—¿Tan cerca de qué? —preguntó Kate, con un nudo en el estómago. De pronto, toda la fama siniestra de Feldman adquirió una nueva intensidad, y Kate advirtió el peligro que corría.
—De nada que le importe, señorita Kilroy —gruñó Feldman, repentinamente hosco—. De nada que le importe.
—O sea, que esa casa y ese cuerpo eran un cabo suelto que había que arreglar.
Feldman afirmó con la cabeza, circunspecto.
Entre los dos se hizo un largo silencio mientras la caravana se incorporaba de nuevo a la autopista. Cuando Kate volvió a abrir la boca, supo que Feldman ya había adivinado lo que iba a decir. Una bola de hielo se le formó en el estómago.
—Yo soy otro cabo suelto —musitó.
Estaba aterrorizada, pero procuró que no se notase y miró directamente los gélidos ojos de halcón del judío.
Feldman la observó, primero con expresión impenetrable y poco a poco con una mueca de respeto en su rostro. Finalmente dijo que sí.
—Es cierto —se limitó a decir—. Eres un cabo suelto, Kate.
Kate. No señorita Kilroy, sino Kate. Percibió cómo un latigazo de hielo le congelaba el rostro.
—¿Y eso dónde nos deja?
—En una situación complicada para los dos —murmuró Feldman—. Eres un elemento extraño en mi ecuación, Kate. No sé qué hacer contigo.
Kate se encogió en el asiento. Miró por la ventanilla y desechó de inmediato la posibilidad de arrojarse del coche en marcha. Circulaban a una velocidad excesiva, por encima del límite, zigzagueando entre el tráfico pesado propio de aquella hora. A un hombre como Feldman no le atemorizaban las multas por exceso de velocidad.
Feldman la miró y un ramalazo de comprensión cruzó su rostro. Entonces soltó una estruendosa carcajada.
—¿Piensas que te voy a matar o algo por el estilo? —rió—. Pero ¿por quién me tomas?
—Eres Isaac Feldman —contestó Kate, con voz estrangulada, notando cómo el hielo de su estómago se derretía un poco, lo justo para dejarle respirar—. Un mafioso del juego. Dicen que disfrutas viendo cómo descuartizan a tus enemigos. Un tipo con un ejército privado a su disposición. Un hombre que acaba de incendiar el escenario de un crimen sin pestañear.
Feldman rió con más ganas todavía.
—Algunas de esas cosas son ciertas, y otras no tanto. —Sonrió, sin aclarar a cuáles se refería—. Pero ten por seguro que no te voy a hacer daño.
Kate pensó que, cuando Feldman se permitía sonreír, su rostro era armonioso y tranquilizador. El hielo de su estómago se derritió un poco más; estaba un poco más tranquila.
—Entonces…
—Entonces estamos en una situación compleja. Sabes demasiadas cosas sobre el Valkirie, lo cual no es demasiado bueno en estos momentos. —Señaló con un gesto vago la ventanilla, refiriéndose a la casa de Duff Carroll—. Y sabes demasiadas cosas sobre mí. Y, además, eres cómplice de la destrucción del escenario de un crimen.
Kate abrió la boca para protestar ante la insinuación del magnate de que podía implicarla en un delito, pero Feldman levantó una mano para hacerla guardar silencio antes de continuar.
—Por otro lado, eres una mujer inteligente, que sabe hacer las preguntas adecuadas y que parece despierta. Quieres escribir una historia sobre el misterioso barco fantasma que vuelve a la vida después de setenta años. —Cuando dijo las palabras «barco fantasma», Feldman intentó pronunciarlas con un aire desenfadado, pero sus ojos reflejaban otra cosa. Kate lo advirtió, intrigada, pero no le interrumpió—. Y no podemos olvidarnos de que eres la última persona que pudo hablar con el único superviviente del Pass of Ballaster. Todo eso te hace muy valiosa.
—Y yo quiero subirme a su barco, señor Feldman. Quiero contar esa historia.
—No podrá hacerlo hasta que el viaje haya concluido. Y me permitirá revisar el texto antes de publicarlo.
Kate se dejaría matar antes de permitir que Feldman censurase su reportaje, pero asintió. Ya se las arreglaría cuando llegase el momento.
—Y bien, señor Feldman —Kate estiró su mano y por primera vez en aquel día horrible empezó a sentir que las cosas salían bien—, ¿tenemos un trato?
Feldman la miró y extendió también la mano.
—Tenemos un trato —dijo—. Bienvenida a la tripulación del Valkirie.