El interior de Usher Manor ofrecía un contraste tan brutal con la imagen de campamento del exterior que Kate parpadeó un par de veces, sorprendida. Gruesas alfombras persas cubrían el suelo y de las paredes pendían retratos y paisajes al óleo de indudable valor. Kate casi podría jurar que el cuadro que colgaba sobre la chimenea era un Constable auténtico. Desde la pared situada enfrente, la cabeza de un elefante disecado observaba con ojos enfurecidos cómo Feldman y Kate se sentaban.
—Esta casa perteneció a la misma familia durante cuatrocientos años —dijo Feldman, que había advertido la sorpresa de Kate—. Tras la segunda guerra mundial se arruinaron y estuvo a punto de que la demolieran. Yo la compré hace quince años, con todo lo que tiene dentro. Es preciosa, ¿verdad?
Kate se dio cuenta de que Feldman hablaba con el orgullo de un propietario satisfecho. Observó al anciano con detenimiento. Tenía la piel sorprendentemente tersa para un hombre que debía de rondar los setenta años largos. Sus ojos, de un azul intenso, observaban casi sin parpadear a Kate, con la mirada magnética que le había hecho famoso en el mundo del juego. Si los rumores eran ciertos, en una ocasión había visto cómo despedazaban a un rival delante de él sin haber pestañeado ni una vez. Era alto, con una nariz aquilina y un porte seguro. En su cabeza, todavía había una densa mata de pelo gris que le caía con suavidad sobre las orejas. Todo en él transmitía autoridad. Era un hombre que se había construido a sí mismo y había salido del arroyo a base de esfuerzo y constancia. Y algún que otro cadáver en las cunetas, se obligó a recordar Kate. Isaac Feldman era un hombre peligroso.
El magnate daba vueltas al carnet de prensa de Kate entre sus dedos largos, acabados en unas uñas que tenían una forma redondeada y extraña. Finalmente se lo tendió sin dejar de mirarla y se recostó en la silla.
—¿Cómo sabe lo del niño? —Su tono se volvió duro de golpe.
Ése era Feldman. Directo, seco y cortante.
—¿Dónde está el Valkirie? —replicó Kate, sin amilanarse—. ¿Qué quiere hacer con él?
—El Valkirie es ahora mío —contestó Feldman con rotundidad—. He tardado muchos años en localizarlo. Algún estúpido del Ministerio de Defensa lo inscribió en los registros con un nombre en clave y me he pasado décadas dando palos de ciego mientras trataba de encontrarlo. Durante un tiempo incluso temí que lo hubiesen desguazado. Pero ahora ya lo tengo.
Feldman pronunció la última frase con una intensidad tan sorprendente que Kate se sobresaltó.
—¿Por qué es tan importante ese viejo barco para usted, señor Feldman? —preguntó Kate, con suavidad. Se sentía como si estuviese pinchando con un palo a un león dormido.
—No recuerdo nada del orfanato —contestó Feldman—. Estuve allí apenas durante tres meses. Aún no había empezado el Blitz sobre Inglaterra y la guerra en Europa no era más que un eco lejano, así que el número de huérfanos era el normal en tiempos de paz. —Una sonrisa amarga asomó a su rostro—. Nada que ver con lo que sucedería apenas un par de años después.
—Usted era el niño que encontraron en la pista de baile del Valkirie —musitó Kate, confirmando sus sospechas.
—Mis padres, los Feldman, eran buena gente. Él bebía demasiado, pero trabajaba como un cabrón en la peletería, y ella no podía tener hijos, lo que casi la destruyó por completo. Cuando me entregaron en adopción fue una bendición para ellos. No eran los primeros en la lista, pero eran los únicos que habían puesto «judía» en la casilla de la solicitud de adopción en la que se preguntaba por la religión. Así que acabé en su casa. Y allí crecí y me transformé en lo que soy.
—¿Cómo supo de dónde venía?
—Cuando mis padres se hicieron cargo de mí, les dieron todos mis objetos personales. —Feldman introdujo la mano en el cuello de su camisa y sacó una pequeña estrella de David de oro—. Este colgante, un talit de buena calidad y una manta en la que alguien misericordioso me había envuelto para que mi pequeño culo no acabase congelado sobre aquella pista de baile. La manta tenía el logotipo de la KDF y llevaba bordado el nombre del Valkirie. A partir de ese punto, comencé a tirar del hilo, pero todo fue estéril.
—¿KDF? —le interrumpió Kate—. ¿Qué es eso?
—Son las iniciales de la Kraft Durch Freude. ¿Sabe qué significa?
Kate, que hablaba un alemán bastante bueno, asintió.
—Fuerza a través de la Alegría. Lo que no sé es a qué se refiere.
—Era la organización nazi encargada de organizar las vacaciones y el tiempo libre de los trabajadores leales al Reich. Lo crea o no, en los años treinta llegó a ser la agencia de viajes más grande e importante del mundo. —Feldman abrió un cajón, sacó un libro antiguo y lo puso sobre la mesa abierto por una página en la que se veía una bandera con una esvástica rodeada por una rueda dentada y unos rayos solares—. Éste era su símbolo. Organizaban viajes, fiestas privadas y…
—Cruceros —acabó la frase Kate—. Como el Valkirie.
—El Valkirie era uno de los primeros barcos que pertenecían directamente a la organización. Lo construyeron en Hamburgo, pero casi todos los papeles relacionados con el barco o la KDF se perdieron durante los bombardeos aliados sobre Alemania en la segunda guerra mundial. Apenas se sabe nada sobre este transatlántico, excepto que lo encontraron flotando en el océano, sin rastro de la tripulación ni del pasaje. Es un misterio.
—Un barco vacío. Luego, es cierto —musitó Kate.
—Vacío no —le corrigió Feldman, inclinándose hacia delante, con un destello feroz en sus ojos—. Un barco nazi, con un niño judío como único superviviente. Y ese niño era yo. ¿Entiende ahora por qué ese barco es tan importante para mí?
Kate asintió mientras miraba con otros ojos a Feldman. El anciano parecía poseído por una especie de fiebre. Entonces fue consciente de que aquel hombre llevaba toda su vida consumido por la duda y el terror sobre la auténtica naturaleza de su origen. Por si aquella aterradora mezcla entre judaísmo y una organización nazi no fuese suficiente, estaba el hecho de que era el único superviviente del mayor barco fantasma de la historia…, un barco fantasma cuya historia apenas conocían una docena de personas en el mundo.
—Bien, y ahora que ya le he contado mi historia, señorita Kilroy, ha llegado el momento de que me cuente usted la suya. —El magnate la miró con crudeza—. ¿Quién es usted y qué es lo que sabe?
Kate inspiró y se preguntó a toda velocidad si debía confiar en aquel hombre. Se dio cuenta de que no tenía otra alternativa. Abrió el bolso, sacó la carpeta morada con el expediente del Valkirie y se lo tendió a Feldman. Mientras el anciano lo revisaba, Kate le fue desgranando la entrevista que había mantenido con los militares del depósito naval. En el momento que empezó a contarle su conversación con Duff Carroll, Feldman levantó la mirada, con una expresión de sorpresa en el rostro.
—¿Un marinero del Pass of Ballaster vivo? —El tono de voz delató su ansiedad. Se puso de pie como impulsado por un resorte y todos los documentos del expediente, que estaba apoyado sobre sus rodillas, se desparramaron por el suelo en una tormenta de papeles—. ¿Dónde? ¿Cuándo?
—¿No lo sabía usted?
Entonces fue Kate quien se sintió extrañada. De golpe recordó el comentario de los militares sobre la prepotencia y los malos modos de los empleados de Feldman cuando retiraron el Valkirie del depósito. Posiblemente no les hubiesen dicho nada del viejo Carroll y su obsesión con el barco.
Comenzó a relatarle su conversación con Duff Carroll. A medida que hablaba, el nerviosismo de Feldman iba en aumento. Paseaba a grandes zancadas por el salón, entre las cabezas de animales disecados, con una mueca de tensión en el rostro.
—¡Necesito hablar con ese hombre! —exclamó—. ¿Dónde vive?
—Se lo diré si me deja acompañarle —replicó Kate, aprovechando la oportunidad—. Y tomar nota de todo para mi reportaje.
Feldman la observó durante unos segundos, inescrutable. Después asintió de manera apenas perceptible.
—De acuerdo, señorita Kilroy… Kate. Está usted dentro. —Comenzó a caminar hacia la puerta—. Vamos a ver a ese hombre.
Diez minutos más tarde, una caravana de cinco vehículos abandonaba Usher Manor. Kate y Feldman iban sentados en el asiento trasero de un Audi todoterreno con los cristales tintados, y delante y detrás de ellos iban dos vehículos, todos ellos ocupados por guardaespaldas muy parecidos a los que habían detenido a Kate. Moore, el jefe de seguridad de Feldman, iba en el asiento delantero y hablaba por teléfono con los otros vehículos a medida que recorrían la autopista a toda velocidad.
En el asiento trasero, Kate y Feldman guardaban silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. Kate se preguntaba qué estaría pasando por la cabeza del hombre que estaba sentado a su lado. Concentrado, Feldman sujetaba el colgante de oro con sus manos en un gesto automático, mientras sus ojos parecían perdidos en un recuerdo muy profundo.
Kate trató de imaginarse qué hubiera hecho Robert en esa situación. Seguro que habría estado hablando con Feldman, relajado y tranquilo, evaporando de manera mágica aquella atmósfera de tensión. Robert, y la habilidad innata que tenía para que todo el mundo a su alrededor se encontrase cómodo y relajado. Kate se maldijo por no tener aquel don. Lo único que podía hacer era mirar por la ventanilla mientras los kilómetros pasaban a toda velocidad.
Cuando llegaron al barrio de Denborough, Kate sintió cómo la tensión dentro del vehículo se elevaba todavía más. Docenas de prostitutas y toxicómanos vagabundeaban entre casas en ruinas y pilas de basura. Todos miraban con expresión vacía el convoy de vehículos al pasar y después se volvían a hundir en su vida gris. El barrio, con la luz del día, parecía aún más sucio y degradado que de noche. Kate no pudo evitar un escalofrío al pensar en la noche anterior, en la que alguien había estado a punto de matarla.
Miró de nuevo a Feldman. La expresión de sorpresa en su rostro cuando le había hablado de Carroll era sincera, de eso estaba segura. Feldman jamás había oído hablar del marinero ni de su casita en aquel suburbio.
Entonces…, si no había sido él quien había mandado a aquel conductor para que intentase atropellarla, ¿quién lo había hecho? La cabeza le zumbaba mientras se devanaba los sesos.
La caravana se detuvo frente a la casita de Carroll. En la fachada aún se podía ver el feo rasponazo que había dejado el retrovisor del todoterreno la noche anterior. Kate y Feldman se bajaron del Audi y subieron los dos escalones que daban acceso a la casita cuando el jefe de seguridad de Feldman se interpuso entre ellos con una expresión tensa en el rostro.
—Un momento —dijo con voz queda—. Algo no está bien.
Kate no entendía qué pasaba hasta que se fijó en que la puerta de la casa de Carroll estaba entreabierta. El borde de madera de la puerta estaba astillado y el marco parecía reventado en una esquina.
En un solo segundo, media docena de hombres del equipo de seguridad rodearon por completo a Feldman y a Kate. Iban armados y apuntaban con sus pistolas en todas direcciones. Un par de yonquis y unas putas de una esquina cercana sintieron de repente la necesidad de estar en cualquier lugar menos allí. En un instante, toda la calle se había vaciado como por arte de magia.
—Esperen aquí un momento —ordenó Moore, muy serio.
Tres de los hombres de Feldman entraron en la casa cautelosamente, con las armas preparadas, mientras ellos esperaban fuera, consumidos por la impaciencia. Al cabo de dos minutos, uno de ellos volvió a asomar por la puerta con una expresión extraña en el rostro y algo pálido. Se apoyó contra una pared y vomitó un chorro de bilis.
—Despejado —musitó secándose la boca con el dorso de la mano—. No hay nadie dentro. Pero les aviso de que es una carnicería.
Kate sintió cómo le temblaban las piernas. Feldman, frío e implacable, hizo honor a su fama y ni siquiera pestañeó.
—No es necesario que entre si no quiere —le dijo a Kate sujetándole el brazo con sorprendente delicadeza.
Kate negó con la cabeza y respiró hondo.
—Voy a entrar —dijo, deseando que su voz hubiese sonado algo más firme.
El zaguán estaba tal y como ella lo recordaba de la noche anterior, pero a partir de ese punto parecía que un tornado había cruzado el pasillo.
Lo primero que le golpeó antes de entrar en la salita fue el olor. Era algo dulzón y pegajoso, con unos toques ocres de fondo. Y también olía a pelo quemado. Kate se estremeció.
Cuando entró en el salón se agarró del brazo de Feldman para no caerse. Parecía que un carnicero psicópata había decidido decorar aquellas paredes con restos humanos. Sobre la mesa yacía el cadáver del señor Carroll, o al menos lo que un día había sido el señor Carroll. Sus manos estaban atadas con alambre a las patas, y todos y cada uno de sus dedos parecían estar o rotos o amputados y esparcidos por el suelo. Con horror, Kate se dio cuenta de que en casi todos ellos faltaban las uñas. El cuerpo estaba abierto en canal y alguien había sacado las vísceras y las había colocado cuidadosamente a un lado, en ordenados montoncitos, como si fuese un aplicado forense haciendo su trabajo. En las paredes, la sangre que había salido de las arterias de Carroll dibujaba extraños arabescos rojizos. Pero lo más impactante de todo era que la cabeza de Carroll no parecía estar por ninguna parte.
—Pero ¿quién…, cómo? —balbuceó Kate.
—¿Quién puede haber hecho esto? —contestó Feldman, sombrío—. Alguien decidido a todo por obtener una respuesta.
Uno de los hombres de Feldman sacó de debajo de la mesa un bisturí y un soplete. Era un soplete barato, de los que se pueden comprar en cualquier Leroy Merlin. Por el aspecto que tenía, seguramente pertenecía al propio señor Carroll. Y, por el olor que flotaba en el aire, era evidente que le habían dado un uso muy distinto al que su dueño había previsto.
Kate desvió la mirada hacia la pared, asqueada. De repente, se fijó en que algo no cuadraba. Las fotos de toda una vida en el mar seguían allí colgadas, algunas de ellas salpicadas de sangre, pero había un hueco.
Allí donde debería estar la foto del Pass of Ballaster sólo se veía un trozo de papel pintado amarillento. Alguien se la había llevado. Probablemente la misma persona que se había llevado la cabeza de Duff Carroll.
—Esto es monstruoso —murmuró Kate—. Era un hombre encantador, e inofensivo.
—Escogió un mal barrio para vivir —replicó Moore, que era el único, junto con Feldman, al que toda aquella carnicería no parecía haberle afectado.
—Esto no es obra de un yonqui pasado de crack —contestó Kate, sin dudarlo.
Señaló hacia una esquina donde la tele todavía seguía encendida. En vez de una presentadora tetuda, en aquel momento había una película. Junto a la tele aún estaba la cartera del señor Carroll, abierta, y de su borde asomaban un par de billetes de diez libras.
—Estoy de acuerdo con la señorita Kilroy —musitó Feldman, con una mirada glacial. Estaba pensando algo, eso era evidente, pero era imposible saber qué—. Esto es obra de un profesional. Y con el suficiente valor como para cercenar una cabeza.
—También falta una foto —apuntó Kate procurando no pisar un charco de sangre que había en el suelo. Tenía ganas de vomitar, pero no les daría el gusto a Feldman y a sus hombres de verla derrumbarse—. La foto en la que el señor Carroll aparecía en el Pass of Ballaster, el barco que encontró el Valkirie.
—No es lo único que falta —murmuró Moore, con un timbre extraño en su voz.
Todos giraron la cabeza, intrigados, mirando hacia el jefe de seguridad, que en aquel momento estaba al lado del cadáver.
—No está el corazón —dijo, señalando hacia la pila de vísceras—. Alguien se lo ha llevado.