VIII

Media hora más tarde, un taxi dejaba a Kate delante de una calle de casas bajas en un barrio obrero de Denborough. Ya era noche cerrada y llovía a cántaros. Por enésima vez se preguntó si aquello era buena idea. Estaba cansada, deseaba irse a su hotel de una vez y sin embargo allí estaba, delante de la casa de un viejo que probablemente estaba como una cabra.

Se estremeció con una ráfaga de viento especialmente fría. Su tren de vuelta salía muy temprano y, si no aprovechaba la ocasión, quizá no pudiese hablar nunca con aquel anciano. Seguramente tan sólo se trataba de un anciano senil que confundía el Valkirie con algún mercante oscuro en el que hizo de grumete cincuenta años antes, pero tenía que intentarlo. Algo en su estómago (el aleteo de los murciélagos, lo llamaba Robert) le decía que aquélla podía ser una buena pista.

—Espéreme aquí, por favor —le dijo al taxista, un árabe de piel cetrina y barba poblada que miraba con nerviosismo la calle.

—Éste es barrio muy malo, señora. ¡Muy malo! —contestó el hombre, con apremio—. ¡Drogas, putas, mala gente! Usted no debería estar aquí. ¡Y yo tampoco!

—Serán tan sólo diez minutos. Puede que menos —dijo Kate, tratando de aparentar seguridad, a la vez que deslizaba dos billetes de cincuenta libras por la ventanilla del conductor.

El taxista los cogió gruñendo, pero se relajó un poco. Kate no pudo dejar de observar que el hombre tenía una porra al alcance de la mano, debajo del salpicadero. Parecía realmente nervioso por estar allí parado.

Se acercó a la puerta de la casa donde le habían dicho que residía el señor Carroll. Se notaba que aquel lugar había vivido mejores tiempos. La pintura de la fachada estaba descascarillada y parte del alero del tejado había desaparecido. Todo un lateral de la casa estaba cubierto por grafitis, y una de las ventanas de la planta baja había sido sustituida por una plancha de contrachapado de madera. Los escalones de acceso estaban cubiertos de colillas y de latas de cerveza vacías.

Vacilando, apretó el timbre. No sucedió nada. Al cabo de un rato, lo intentó de nuevo. Finalmente, con gesto tímido, golpeó la puerta un par de veces, sin muchas esperanzas. Defraudada, se dio la vuelta hacia el taxi. En ese momento oyó que a sus espaldas se descorrían un par de cerrojos. La puerta se abrió un poco y asomó la cara desconfiada de un hombre arrugado y encorvado que le examinaba con ojos miopes.

—¡No puedes trabajar aquí! —refunfuñó el anciano—. ¡Búscate otra esquina donde enseñar las tetas, pero no lo hagas en mi puerta! ¡Vete o aviso a la policía!

Kate se quedó atónita durante un segundo, hasta que comprendió que el hombre la estaba tomando por una de las prostitutas callejeras del barrio.

—No es lo que usted piensa —dijo mientras rebuscaba en el bolso y sacaba su carnet de prensa. Al levantar la vista comprobó que el anciano estaba cerrando la puerta, atemorizado.

—¡Una pistola! —aullaba—. ¡Tiene una pistola!

—¡Es sólo un carnet! —replicó Kate apresuradamente al tiempo que trataba de enseñárselo por la ranura de la puerta, cada vez más pequeña—. ¡Soy periodista! ¡Tan sólo quiero hablar con usted!

—¿Periodista? —refunfuñó el anciano, airado—. ¡No quiero hablar con ustedes! Llevo denunciando a esos drogatas de la calle Compton desde hace años y he llamado docenas de veces a los periódicos, ¿y para qué? Nunca me hacen caso. ¡Nunca!

—No vengo a hablar de la calle Compton. —Kate casi susurró esas palabras. Se daba cuenta de que el anciano rumiaba su rencor como un maníaco—. Quería hablar con usted del Valkirie.

El cambio que sufrió el anciano fue tan sorprendente que Kate contuvo la respiración. El hombre perdió la mirada confusa de su rostro e incluso se irguió un par de centímetros. Por un instante, Kate pudo ver al marinero que había sido años atrás.

—Espere un momento. —El hombre cerró la puerta y Kate oyó cómo se descorrían las cadenas, hasta que la abrió de nuevo—. Pase, por favor. Esta calle no es un lugar recomendable a estas horas.

Kate cruzó el umbral y se encontró en el recibidor de una casa modesta pero extremadamente limpia. El suelo de madera estaba muy gastado y el papel de las paredes parecía desvaído, pero todo tenía un orden escrupuloso y el lugar desprendía un olor agradable. El contraste con el exterior de la casa era tan evidente que Kate no pudo reprimir un gesto de asombro.

—Hace años, este barrio era un buen lugar para vivir —musitó el anciano, que había observado su expresión—. Pero hace un par de décadas, con la reconversión de Thatcher, la zona empezó a ser lo que es hoy. Sin embargo, es mi hogar, y con noventa y tres años ya no tengo edad para empezar de nuevo en otra parte. ¿Puedo invitarla a algo?

Kate negó con la cabeza, educadamente, pero el anciano la ignoró y se fue a la cocina, donde le oyó poner una tetera en el fuego. Mientras esperaba, paseó la mirada por las paredes del saloncito. En la esquina, desde un pequeño televisor con el volumen al mínimo, una exuberante presentadora con un vestido demasiado ajustado saludaba a los miembros del público y los invitaba a hacer alguna tontería. Sobre la mesa, un periódico descansaba doblado por la página del crucigrama, aún a medio hacer, junto a un lápiz cuidadosamente afilado.

Sus ojos saltaron a las paredes. Estaban literalmente cubiertas de fotos, casi todas en blanco y negro. En unas cuantas aparecía una versión más joven del señor Carroll con una mujer y con dos niños pequeños, pero la mayoría de las fotos eran de Carroll en distintos barcos. Kate se fue desplazando lentamente por la sala mientras contemplaba las imágenes. Estaban colgadas en orden cronológico y era como hacer un fascinante viaje hacia atrás en el tiempo. Las primeras fotos eran de un Carroll maduro, vestido con uniforme de capitán, y a medida que iba avanzando, una versión cada vez más joven del marino miraba a Kate con expresión seria o desafiante desde las imágenes sepias.

Finalmente, Kate se detuvo en la última foto. Era tan antigua que la imagen había adquirido tonos amarillentos y el borde de la cartulina estaba sobado y roto, como si antes de haber estado colgada en aquel marco la hubiesen guardado en muchos sitios.

Era una foto de un grupo de marineros sobre la cubierta de un barco destartalado. En el centro, un capitán de aspecto imponente y barba blanca miraba con severidad al fotógrafo. Un grupo de oficiales le rodeaba, de forma que la marinería se repartía a los lados. Kate tardó un rato en reconocer al señor Carroll entre los marineros. En aquella foto era un joven de apenas veinte años, con cara de granujilla y que en vez de mirar al fotógrafo parecía estar más pendiente de dos gaviotas posadas en la borda que habían quedado congeladas allí para toda la eternidad, junto con aquel grupo de hombres. Al pie de la foto, alguien había escrito «Pass of Ballaster, 1938» con caligrafía temblorosa.

—Ése fue mi primer barco. —La voz del señor Carroll sonó detrás de Kate, sobresaltándola. El anciano había vuelto de la cocina con su taza de té, silencioso como un zorro—. El Pass of Ballaster. En aquellos tiempos, yo era un grumete de segunda y todo el mundo me llamaba Duff. Era un mote estúpido, pero entonces yo era un crío bastante estúpido, así que supongo que era lo correcto.

—Este hombre parece sacado de un manual sobre cómo debe ser un capitán —dijo Kate señalando al hombre de uniforme del centro de la foto.

El anciano asintió.

—El capitán McBride era un buen hombre y aprendí mucho de él. Murió en el 41, o quizá en el 42, cuando los alemanes torpedearon su barco en Terranova. Lo cierto es que casi todos los de esa foto murieron durante la guerra. —Dio un sorbo a su taza de té; le temblaban las manos—. El Valkirie no quería supervivientes y se ha ido encargando de todos, estoy seguro. Sólo quedo yo.

—Hoy he estado en la base naval y me han dicho que usted y el Valkirie tienen una historia…

—Ya lo creo —le interrumpió Carroll con amargura—. Yo encontré esa maldita cosa en alta mar. Ojalá no lo hubiese hecho nunca.

—¿Por qué dice eso?

—Porque ese barco está maldito —contestó Carroll con frialdad, mirándola a los ojos—. Devora el alma de la gente y después la escupe, convertida en algo oscuro. Y eso lo hace cada vez más fuerte.

Se hizo un silencio incómodo en la habitación. Sólo se oía el gorgoteo del agua de lluvia bajando por los canalones.

Carroll le indicó a Kate con un gesto que se sentase y ella, casi hipnotizada, lo hizo. Todo lo que el viejo decía era una completa locura, pero su voz sonaba firme y segura. Kate sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. El anciano estaba convencido de que decía la verdad.

—Lo que le voy a contar sucedió a finales de agosto de 1939, poco antes del estallido de la guerra… —comenzó a recitar con voz monocorde. Sonaba desde muy lejos, como si de alguna manera hubiese vuelto a aquel día.

Kate tomaba notas frenéticamente (se maldecía a sí misma por no haber sido previsora y no haber llevado una grabadora) mientras el señor Carroll (que en aquella historia todavía era el grumete Duff) narraba el encuentro y el abordaje del Valkirie.

—… Entonces, el oficial O’Leary casi tropezó conmigo en la puerta cuando salía del interior a toda velocidad. Llevaba al pobre Stepanek colgado del hombro, como quien lleva un saco de patatas. Stepanek parecía haber envejecido mil años, y estaba como ido. Y O’Leary llevaba en los brazos a aquel niño…

—¿Un niño? —La cabeza de Kate se irguió de golpe y dejó de tomar notas—. ¿Qué niño?

—El niño que encontramos en la pista de baile, por supuesto. —Duff (el señor Carroll, se corrigió mentalmente Kate) la miraba fijamente. De repente, su tono de voz cambió dos tonos, a algo más grave—. ¿No sabía nada del niño?

Kate negó con la cabeza. Había revisado el expediente que dejó Robert y no había absolutamente nada que hiciese referencia a un niño. Todos los documentos hablaban de un barco abandonado, pero nada más. Aquello era nuevo.

—¿Está seguro? —preguntó con cautela—. ¿No se estará confundiendo?

—Señorita… —Carroll levantó una mano y comenzó a enumerar—: Me han torpedeado dos veces, he chocado contra un arrecife, he cruzado varios tifones e incluso en un par de ocasiones piratas malayos asaltaron mi barco… Pero le garantizo que tan sólo una vez en mi vida he encontrado un transatlántico a la deriva con un bebé a bordo. Sí, creo que estoy seguro.

—¿Y qué pasó con ese niño? —preguntó Kate.

—No tengo ni idea. —Carroll se encogió de hombros—. Supongo que lo entregarían a un orfanato, o a alguna institución. El día que llegamos había estallado la guerra, y al cabo de pocas semanas Europa se llenó de millares de niños huérfanos. Era un niño abandonado en un barco alemán, así que imagínese el papelón…

—Ya me hago cargo —murmuró Kate—. ¿Y los otros dos hombres que subieron con usted al Valkirie, O’Leary y Stepanek? ¿Qué pasó con ellos?

—O’Leary era un buen hombre, demasiado bueno. —La voz del anciano sonaba débil. Llevaba demasiado rato hablando y se le empezaba a ver fatigado—. Lo movilizaron y se embarcó en la Royal Navy, pero el maldito Valkirie le había dejado muy tocado. Decía que oía cosas, y que veía… —El anciano no acabó la frase y se estremeció—. No sé qué pasaba en su cabeza, pero algo de él se quedó en el barco y algo del Valkirie se fue con él. Se pegó un tiro en Gibraltar seis semanas después de que tocásemos puerto con el crucero a remolque. Dicen que dejó su camarote lleno de cosas escritas.

—Dios mío —susurró Kate—. Eso es terrible.

—Stepanek se pasó los siguientes siete años en el hospital mental de Croydon, transformado en un trozo de carne sin voluntad. —Carroll continuaba lanzado, con la voz cada vez más débil. Su respiración sonaba más entrecortada que al empezar. Con un escalofrío, Kate se dio cuenta de que el anciano estaba temblando, al borde de un colapso.

—Si quiere lo dejamos —dijo solícita sujetando la taza de té de Carroll, que estaba a punto de derramársele—. Podemos seguir otro día.

Carroll negó con la cabeza. En su mirada brillaba una determinación feroz.

—Alguien tiene que saber todo esto —jadeó—. Escúcheme, aún hay más. En el sanatorio mental estaba el cuerpo de Stepanek, pero su mente no. Comía, bebía y dormía, pero no hacía nada más, aparte de babear y mirar hacia la nada. Yo fui a verle un par de veces y ni siquiera me reconoció. Un día me llamaron y me dijeron que había saltado por una ventana.

—¿Que saltó? Pero ¿no decía que estaba como un vegetal? ¿Cómo es posible? —Kate sintió un escalofrío, anticipando la respuesta.

—Fue un 15 de mayo, el mismo día que movieron el Valkirie del puerto de Liverpool al dique seco donde ha estado los últimos sesenta y ocho años. —La mirada de Carroll era casi desesperada. Sus nudillos estaban blancos mientras se aferraba con fuerza al borde de la mesa—. ¿Es que no lo entiende?

—¿Entender qué? —contestó Kate, con un hilo de voz.

—El traslado despistó a esa cosa. Stepanek aprovechó que el Valkirie no estaba prestando atención y se escapó. De alguna manera pudo dejar el barco el tiempo suficiente para conseguir que su cuerpo saltase por la maldita ventana del psiquiátrico.

Carroll puso una de sus huesudas manos sobre el brazo de Kate. El calor que irradiaba aquel hombre no era normal. Estaba ardiendo.

—Eso es una locura, señor Carroll —replicó Kate, pero notaba la sombra de la duda en la voz—. Nadie estaba atrapado en el Valkirie.

—¡Oh, se equivoca, señorita Kilroy, se equivoca! —Carroll sufrió un espasmo de tos y se dobló sobre sí mismo. Espantada, Kate vio cómo asomaba un poco de sangre por la comisura de los labios del anciano. Se limpió la boca con el dorso de la mano y continuó, aunque sus pulmones sonaban como el fuelle de una forja.

—Acérquese… —pidió, y Kate, como hipnotizada, se inclinó hacia delante. El aliento de Carroll era caliente y seco cuando se le acercó al oído.

—Siguen atrapados allí dentro. Docenas de personas —susurró—. Yo me libré porque no estuve el suficiente tiempo para que me cogiese, pero algo me hizo ese maldito barco, porque puedo verlas.

Kate gimió y trató de liberarse de la mano de Carroll. Aquel viejo estaba total y absolutamente trastornado.

—Oh, sí, puedo verlas y hablar con ellas. —Sus ojos ardían con la fiebre y apretó con más fuerza el brazo de Kate—. Están allí dentro. Son docenas. Y es un lugar peor que el infierno. ¡No se acerque a ese barco!

Kate se separó con un gesto brusco y el anciano le soltó el brazo. Entonces se derrumbó hacia atrás en su sillón jadeando sin parar, casi al borde del colapso. La joven aprovechó para ponerse de pie y dar dos pasos hacia la puerta.

Notaba las piernas temblorosas mientras recogía sus notas y murmuraba a toda prisa una despedida atropellada. Quería salir de allí cuanto antes. Justo cuando iba a sujetar el pomo de la puerta oyó a su espalda la voz débil del anciano.

—El niño —jadeó—. El niño era importante… El niño judío era importante.

Kate se quedó paralizada y por un instante pensó que no había oído bien. Se dio la vuelta y caminó de nuevo hasta el salón.

—¿El niño era judío?… ¿Judío? ¿Por qué dice eso?

—El niño… Estaba circun… circuncidado, y… —la respiración del anciano sonaba como un silbido lleno de trozos de piel muerta— tenía una estrella… de David… colgada del cuello. Y estaba envuelto en un chisme judío de esos… con los que… se tapan…

—Un talit —murmuró Kate. Un niño judío a bordo de un barco nazi. Aquello no tenía ningún sentido. Salvo que fuese un polizón, por supuesto.

El anciano hizo un gesto débil con la mano. Ya había dicho todo lo que tenía que decir y había cerrado los ojos, agotado. Kate se acercó y colocó un cojín debajo de la cabeza del hombre para que pudiera respirar mejor. El anciano levantó la cabeza, agradecido, y le apretó la mano.

—Tenga cuidado —dijo con voz casi inaudible—. Hay algo en ese barco… Una… algo… Tenga cuidado. ¡Por favor!

Kate asintió para apaciguar al anciano y salió con cuidado del salón. Empezó a atar cabos. Si el niño era judío, el dato le daba un nuevo sentido a la intervención de Isaac Feldman en todo aquello. Feldman era judío, incluso tenía la nacionalidad israelí. ¿Y si Isaac Feldman estaba de alguna manera relacionado con aquel niño? ¡Incluso podría ser el niño! ¿Por qué no? Por edad podía coincidir. Pero entonces…

Sumida en sus pensamientos, Kate bajó los escalones sin percibir que los faros del coche que venían de su derecha crecían en intensidad por momentos, mientras se acercaba con el motor rugiendo a toda velocidad.

—¡Cuidado! —El grito del conductor de su taxi la sacó de su ensoñación justo un segundo antes de que fuese demasiado tarde.

Kate levantó la cabeza y vio el morro del coche, un todoterreno con los cristales tintados, lanzándose como una exhalación contra la puerta de la casita del señor Carroll. Casi sin saber lo que hacía, la reportera dio un brinco hacia su derecha, sobre una pila de cartones que algún vagabundo había dejado allí para pasar la noche.

El retrovisor del coche le golpeó el brazo izquierdo antes de impactar contra la fachada de la casa y desintegrarse en una lluvia de aluminio y cristales rotos. El todoterreno golpeó con su lateral contra la puerta, arrancó de cuajo el buzón y se llevó por delante las latas y los cubos apilados contra la fachada. El sonido del metal rozando contra el cemento le puso los pelos de punta, mientras gateaba enloquecida por el suelo para evitar ser aplastada por las ruedas traseras del vehículo.

El conductor del todoterreno frenó un instante, como si dudase si volver sobre sus pasos. Las luces rojas de freno alumbraron la cara de Kate, que con el pelo revuelto y las rodillas raspadas jadeaba en el suelo, atrapada entre el coche y la pared. Si metía la marcha atrás, la aplastaría como a una uva. En aquel momento, el taxista apareció con la porra en una mano gritando y corriendo hacia ellos. En la otra llevaba un teléfono.

Aquello bastó para hacer que el conductor misterioso se decidiera, y con un acelerón arrancó de nuevo el pesado vehículo y huyó a toda velocidad. Antes de que el taxista hubiese llegado junto a Kate, el todoterreno ya había doblado una esquina y había desaparecido a toda velocidad.

—¿Está usted bien? —gritó el taxista, hecho un manojo de nervios—. ¡Ya le dije que era un mal barrio! ¡Mal barrio!

Kate se levantó, temblando, mientras su cabeza daba vueltas a toda velocidad.

Alguien había intentado matarla. Y no sabía por qué.