—La gente no desaparece así como así —murmuró Kate—. Supongo que más tarde los encontraron, ¿no?
—Lo cierto es que no, o al menos no consta en este informe —contestó Collins.
—¿Insinúa que el barco se los tragó, como al pasaje? —La voz de Kate estaba teñida de escepticismo.
—Nada de eso —dijo Collins—. ¿Conoce usted el principio de la Navaja de Ockham?
—Lo conozco —asintió Kate—. Creo recordar que dice que cuando para un mismo hecho hay dos teorías posibles…
—La teoría más simple tiene más probabilidades de ser la correcta. —Collins acabó la frase.
—Y entonces, ¿su teoría cuál es? —preguntó Kate.
—Primero, los artilleros de esas piezas pertenecían al Home Guard, es decir, ni siquiera eran militares profesionales de verdad. —Collins apoyó la carpeta sobre la mesa y enumeró con los dedos—: Tenderos, abogados y lecheros vestidos de uniforme al lado de unos cañoncitos y debajo de la Luftwaffe. Póngase en su lugar. De noche, se ven a bordo de un barco a oscuras, con fama de gafe, en medio de un bombardeo feroz y fondeados al lado de millones de galones de combustible inflamable. Mi teoría es que, simplemente, se cagaron en los pantalones y salieron por piernas de allí ante el riesgo de morir abrasados.
—¿Cree que desertaron?
—Es muy probable. —Collins se encogió de hombros—. En aquellos días, todo era un caos y apenas había control, sobre todo con la gente del Home Guard. Seguramente volvieron a sus casas y al día siguiente se reincorporaron, o acabaron alistados en el ejército más adelante. Es imposible saberlo. En todo caso, estará de acuerdo conmigo en que eso tiene más sentido que pensar que un barco se los tragó.
Kate asintió, meditabunda. La historia tenía su lógica.
—Y, después de eso, ¿qué pasó?
—Poca cosa. —Collins revolvió los papeles, como si buscase algún orden en aquel dossier—. Al acabar la guerra, la armadora del Pass of Ballaster ya no existía, y el gobierno nacionalsocialista alemán, que era el propietario original del Valkirie, tampoco. Nadie reclamaba aquel barco. En tanto las cosas se resolvían, decidieron remolcarlo temporalmente al depósito naval de Denborough y dejarlo en dique seco mientras decidían qué hacer con él. Pero dada su naturaleza y origen decidieron no hacer pública su ubicación o existencia, por si la Alemania comunista lo reclamaba. Era la guerra fría, entiéndalo. Y aquí se pasó los siguientes sesenta y ocho años.
—¿Nadie supo del Valkirie en casi setenta años? —Kate irguió la cabeza de su bloc de notas, incrédula—. ¿Cómo es eso posible?
—Era un barco civil dentro de una base militar, en mitad de un país que acababa de salir de una guerra. Además, en los años cincuenta empezaron los vuelos comerciales entre América y Europa, y los transatlánticos como el Valkirie dejaron de ser rentables. Tantos años a la intemperie habían dejado su exterior bastante deteriorado y repararlo era demasiado caro. Se pensó en usarlo como blanco flotante en los sesenta, pero finalmente descartaron esa idea por algún motivo que ignoro. Era más sencillo dejarlo donde estaba y ocuparse de otras cosas.
—¿Y nadie subió a bordo en sesenta años? ¿Cómo es eso?
—Sellaron todas las portillas menos un par de ellas, para evitar que los ladrones se colasen a bordo y robasen el cableado y otros materiales valiosos. Además, ello evitaba que la humedad se filtrase en el interior y estropease el mobiliario que quedaba. Al principio se hacía una ronda periódica por el interior una vez al mes, pero dejaron de realizarla al poco tiempo.
—¿Y eso? —preguntó Kate—. ¿Más desapariciones?
—No, nada tan fantasmagórico. —Collins rió con fuerza—. Lo que sucedía era que los guardias sufrían mareos y vómitos nada más entrar en el barco. Algunos incluso enfermaron. Un comité técnico dictaminó que seguramente era por condensación de gases tóxicos que emanaban de las sentinas y decidieron clausurar el buque por completo.
En aquel momento, la puerta se abrió y entró un hombre grueso con un chubasquero militar. Rezongando, se sacudió el agua que resbalaba por el impermeable y se lo sacó por encima de la cabeza.
—¡Condenado tiempo! Mierda de clima, puñetera lluvia —barbotaba desde debajo de un espeso bigote cano, sin reparar en la presencia de Kate—. Faltan dos años para mi retiro y al día siguiente me voy a cualquier sitio donde no se vea una puta nube en semanas, te lo juro. Estoy hasta los… ¡Oh, vaya!
—Señorita Kilroy, le presento al sargento mayor Lambert. —Collins se levantó mientras el barrigudo sargento se sonrojaba hasta la raíz de sus escasos cabellos—. Normalmente suele ser más educado delante de una señora, pero parece que hoy tiene un mal día.
—Usted perdone, no sabía que teníamos visita —murmuró, avergonzado—. Aquí en La Chatarr…, en el depósito no tenemos muchas visitas, al menos hasta hace poco.
—No se preocupe por mí. —Kate le sonrió, deslumbrante, y el sargento se relajó un tanto—. Supongo que es normal si pasa tanto tiempo en este sitio. ¿Son muchos en la base?
—Los cinco guardias del perímetro, los dos ayudantes del sargento Lambert y nosotros dos —contestó Collins—. Más que suficiente para gestionar este lugar dejado de la mano de Dios.
—La señorita Kilroy es periodista, de Londres —explicó Collins mientras el sargento se servía una taza de café—. Le estaba explicando la historia de la Gran V justo ahora mismo.
—La Vieja Cabrona —afirmó el sargento Lambert—. Me alegré cuando hace seis meses sacaron esa cosa del dique seco y se la llevaron. Llevaba quince años deseando perderla de vista.
—¿Quién se la llevó? —preguntó Kate, sintiendo que se acercaba a uno de los meollos del asunto—. ¿Por qué? ¿Cómo?
—Se la llevaron sus nuevos dueños. Verá, el año que viene la Royal Navy va a dar de baja a la mitad de la flota de submarinos de la clase Trafalgar —contestó el comandante Collins—. Son unas bestias construidas en los ochenta, llenas de asbestos y de tantos materiales contaminantes que desguazarlos va a ser una auténtica pesadilla. Alguien en el Almirantazgo se dio cuenta de que necesitarían un lugar tranquilo y apartado para hacer el trabajo sucio y pensaron en nuestra base.
—Entonces, por primera vez en sesenta años, nos ordenaron hacer sitio —apostilló el sargento Lambert—. Alguien en Londres decidió que el dique seco que ocupaba el Valkirie junto con otros tres viejos barcos más tenía que estar disponible, así que decidieron sacar a subasta como chatarra los buques que los ocupaban.
—O sea, que después de sesenta años desaparecido para todo el mundo, el Valkirie reapareció de nuevo de la nada. —Kate empezó a entender el motivo por el que Robert había pensado que allí detrás se escondía una gran historia.
—Efectivamente. —Collins sacó el papel más reciente de todo el expediente y se lo pasó a Kate. Su color blanco brillante contrastaba con el tono amarillento del resto de las hojas. Era evidente que no llevaba en aquella carpeta demasiado tiempo—. Se hizo un anuncio público de subasta hace seis meses, a través de la web del ministerio, de la prensa escrita y de los canales acostumbrados. Creo que incluso apareció anunciado en su periódico.
—Veo que hubo tres pujadores. —La mirada de Kate se detuvo en el primero de los nombres—. Garrison & Sons…
—Es una empresa de desguace que lleva trabajando más de treinta años —aclaró Collins—. Normalmente son los únicos que pujan cuando sacamos a subasta uno de estos viejos barcos, porque están cerca de aquí y les sale barato el transporte, aunque en esta ocasión no ganaron la subasta. Los otros dos pujadores ofrecieron unas cantidades disparatadas por hacerse con el Valkirie.
—Ya veo. —Kate leyó los otros dos nombres—. Feldman Inc. es la empresa de Feldman, desde luego, pero ¿quién es este otro? —Señaló el nombre del tercer pujador—. ¿Quién es Wolf und Klee?
—Creo que es una compañía alemana o algo así, y por lo visto venían decididos a hacerse con el Valkirie a cualquier precio. Antes de la subasta enviaron a un grupo de técnicos a inspeccionar el barco y le sacaron un montón de fotos. Eran todos alemanes, y parecían muy entusiasmados.
—Es cierto —añadió el sargento—. Corrían como pollos sin cabeza alrededor de la Vieja Cabrona, como si fuese algo maravilloso en vez de un montón de chatarra gafe de los años treinta.
—Pero al final se la quedó Feldman —apuntilló Kate—. ¿Cómo lo consiguió?
—Simplemente puso más dinero en la subasta. —Los ojos de Collins chispearon, traviesos—. Debía de desear ese viejo barco a toda costa, porque pagó un precio disparatado. Sólo consiguió doblegar a los alemanes cuando ofreció ciento cincuenta millones de libras por el Valkirie.
—¿Ciento cincuenta millones? —Kate abrió mucho los ojos—. ¡Eso es una cantidad enorme de dinero por un barco en mal estado!
—Es una cantidad enorme incluso para un barco nuevo —dijo Collins—. Y, sin embargo, el amigo Feldman los pagó sin rechistar. Debe de tener una hucha muy grande.
—Ya lo creo —murmuró Kate. «No me extraña que Feldman esté arruinado, si gasta su dinero de esa manera», pensó.
—Vinieron a buscar el barco hace unos cinco meses. —Collins cerró el expediente y apartó su taza de café, ya vacía—. Feldman en persona y un grupo de unos cincuenta empleados con unas carísimas grúas flotantes holandesas. Me jugaría el pescuezo a que todos eran ex militares o especialistas en asuntos navales. Parecían tipos duros y eficientes.
—Consiguieron sacar el Valkirie del dique en tan sólo treinta y seis horas —añadió el sargento—. Y, si tenemos en cuenta que no se había movido de esas gradas en setenta años, es toda una proeza.
—¿Y saben adónde se lo llevaron? —preguntó Kate, esperanzada.
—No tengo ni la más remota idea —contestó Collins—. Desde que salió de este muelle dejó de ser mi problema. Y se lo juro: no deseo volver a ver ese barco en mi vida.
—Y yo tampoco —remachó el sargento Lambert—. Aunque, por otra parte, la gente de Feldman fue bastante brusca. Tenían tanta prisa por sacar el barco del dique que prácticamente nos echaron a mis chicos y a mí de allí. ¡En nuestra propia base!
—Y esas prisas, ¿a qué obedecían?
—Parecían nerviosos, como si temiesen que alguien se lo fuese a quitar de las manos en cualquier momento, lo cual es muy extraño. —Lambert apartó con la mano una mota imaginaria de la solapa de su uniforme—. ¿Quién estaría dispuesto a pelearse por un viejo barco con mala fama?
—¿Quizá los otros postores? —preguntó Kate—. ¿La gente de Wolf und Klee?
—Puede ser. —El comandante Collins se encogió de hombros—. Pero eso ya no importa. Nadie aquí va a echar de menos al Valkirie.
—Excepto el viejo Carroll —comentó Lambert, pensativo.
—¿Quién es ese Carroll?
—Es un viejo lunático que se colaba en la base a menudo —contestó Collins mientras echaba una mirada teñida de cierto reproche al sargento—. Ha sido la mayor amenaza para la seguridad durante los últimos veinte años, lo que no dice demasiado de nuestro sistema de vigilancia, por otra parte.
—¡Es un anciano chiflado! —protestó el sargento Lambert, alzando los brazos—. ¡Se escabulle como un ratón dentro del recinto y siempre va…, iba, mejor dicho, hasta el Valkirie. Se pasaba horas subido en el puente, dando vueltas, murmurando cosas raras.
—¿Saben dónde puedo encontrar a ese hombre? —preguntó Kate, llevada por un repentino instinto.
—Vive cerca de aquí, a diez minutos —contestó Collins, con un brillo de interés repentino en sus ojos—. ¿Cómo sabía que le iba a recomendar que hablase con él?
—No lo sabía. —Kate se encogió de hombros mientras se levantaba—. Me parece que puede ser un buen testimonio para el artículo que estoy escribiendo, eso es todo.
Los dos hombres se miraron durante un segundo, en silencio.
—Está bien —dijo Kate sonriendo—. ¿Por qué me iba a recomendar que hablase con él?
—Porque el viejo Carroll le interesa para su historia —replicó Collins, enigmático—. Dice que fue el hombre que encontró el Valkirie en el Atlántico.