VI

Una hora más tarde, Kate estaba subida en un taxi camino de la estación de tren de Victoria, con la carpeta morada apretada entre las manos. Al principio le había sorprendido lo poco que abultaba la documentación que había en ella, pero la falta de material suponía un reto para su mente voraz.

Había aceptado sin tener que planteárselo demasiado. Aquello la tendría lo bastante ocupada para no pensar en otra cosa durante al menos un par de semanas, y ese tiempo le vendría bien para decidir qué hacer con los restos rotos de su vida. Mientras tanto, tenía que construir la noticia prácticamente desde la nada, y sólo tenía un extremo del ovillo para desenredar lo que intuía que era una historia apasionante.

Sacó la foto de Isaac Feldman y la examinó por tercera vez desde que había salido. Las facciones duras, el gesto de determinación en el rostro. Había algo magnético en aquel hombre, pero no podía descifrar exactamente el acertijo que ocultaba. Revisó las notas que acompañaban a la foto.

«Isaac Feldman, hijo de Abraham y Lisa Feldman, nacido y criado en el barrio de Merseyside, cerca de Liverpool. Su padre era un peletero judío originario de Cracovia y su madre una ama de casa». El joven Feldman creció en un barrio conflictivo, y antes de cumplir los dieciséis años ya lo habían detenido dos veces. Al salir de una breve condena de dos semanas comenzó con un socio un pequeño negocio de reciclaje de baterías y dos años más tarde abrió una casa de apuestas, que con el tiempo se convirtió en un entramado de casas de apuestas on-line y de casinos que se extendió por medio mundo. Antes de cumplir los cincuenta años ya era millonario. Había conseguido la doble nacionalidad con Israel de un modo muy oscuro. Además, se sospechaba que trasladaba dinero de países del Este hacia paraísos fiscales en el Caribe. Y ésa era toda la información disponible.

¿Qué interés podría tener un mafioso del juego, con su imperio económico en el punto de mira de la ley, para dedicar casi todas sus energías en poner a flote en tiempo récord un barco de más de setenta años? No tenía ningún sentido. Por más vueltas que le daba, Kate no lograba encontrar la relación. Simplemente, las piezas no encajaban.

La joven suspiró, desalentada. No era demasiado para empezar. Conseguir una entrevista con Feldman quedaba totalmente descartado. Al parecer, odiaba todo lo que se pareciese a un periodista. Lo único que tenía para empezar era la foto de aquel barco.

Antes de morir, Robert había rastreado la ubicación del Valkirie hasta el puerto militar de Denborough, cerca de Liverpool. Kate tuvo que contener las lágrimas mientras repasaba la apretada caligrafía de patas de araña de su marido. Sus notas, siempre tomadas de manera apresurada, y que por sistema incluían un pequeño asterisco en la esquina inferior izquierda («Mi estrella de la suerte», decía siempre Robert), jalonaban todo el dossier. Kate casi podía imaginarse su puño resbalando por aquella hoja al tiempo que escuchaba de fondo a algún grupo de jazz de nombre oscuro. Robert, siempre Robert.

Kate se dirigía a Denborough. Desde la redacción del periódico había pactado una entrevista con el comandante encargado de las relaciones públicas de la base militar adonde había ido a parar el Valkirie. Necesitaba información sobre ese barco. Kate miró su reloj. Si todo iba bien, podría estar en Liverpool al cabo de unas horas.

Aprovechó el viaje en el tren para dormir un poco. De hecho, cayó presa de un sueño tan profundo que no se despertó hasta el instante en que el convoy llegaba a su destino. Al salir, descubrió que el cielo estaba pintado de color gris oscuro y que diluviaba sin cesar. Las cortinas de agua caían en ráfagas impulsadas por el viento.

Otro taxi la llevó hasta la puerta de la base. Mientras esperaba a que el guardia de la puerta confirmase su identidad, Kate echó un vistazo por la ventanilla. Sobre ella, alumbrado por dos focos de magnesio que lo teñían todo con una luz amarillenta, colgaba un enorme cartel que anunciaba que aquél era el depósito militar número 19 de la Royal Navy.

Kate se sorprendió al comprobar que aquel lugar parecía ser más bien un almacén que una base militar en activo. El guardia de la puerta tenía un aire aburrido, y la cerca que rodeaba el recinto no parecía capaz de detener a alguien auténticamente determinado a entrar. Cuando finalmente el taxi rodó dentro de la base, la joven comprendió por qué apenas no había seguridad.

Aquel lugar era como un enorme cementerio de material al aire libre.

Aparcados puerta con puerta, filas enormes de camiones de los años sesenta se pudrían lentamente bajo la lluvia, apoyados en sus llantas deshinchadas. Contenedores cuadrados como los de los buques de transporte se apilaban en pirámides irregulares, como si fuesen un juego de mecano que un niño gigante hubiese decidido dejar esparcido por el interior de la base. Sólo Dios sabía qué podría haber en su interior. Por todas partes se veían cajas, vehículos que hacía años que no se utilizaban y enormes bobinas de cable devoradas lentamente por hiedras que trepaban por sus costados. El ambiente de abandono era total.

Mientras el taxi rodaba lentamente por la pista de macadán hacia los edificios de la base situados en el arranque de la dársena, Kate adivinó la silueta de más de una docena de buques militares en la penumbra, amarrados al muelle. Al pasar cerca de uno de ellos observó los regueros de óxido que se desprendían de los ojos de buey. No daba la sensación de que ninguna de aquellas naves fuese a zarpar en un futuro cercano.

El taxi se detuvo frente a la puerta del edificio principal. En la escalera, un hombre de uniforme con un amplio paraguas la estaba esperando.

—¡Bienvenida al depósito naval de Denborough! —La voz del hombre sonó con fuerza suficiente como para que se pudiera oír por encima de un huracán—. Soy el comandante Collins. Creo que hablé con usted por teléfono esta mañana.

—Soy Kate Kilroy. —Kate le tendió la mano al oficial, que la atrapó con sorprendente delicadeza para un hombre de su tamaño.

—No tiene usted acento irlandés… —comentó el comandante observándola con ojos atentos.

—Kilroy es…, era el apellido de mi marido. Mi apellido de soltera es Soto. Soy española, de Barcelona.

—Ah —musitó Collins, como si aquélla fuese toda la explicación que necesitaba por el momento—. Por favor, pasemos adentro. Hace una noche espantosa.

El interior de la oficina ofrecía un asombroso contraste con el caos del exterior. Todo estaba ordenado y limpio como si la mismísima reina fuese a pasar revista de un momento a otro. Una cafetera eléctrica borboteaba en una esquina, desprendiendo un delicioso aroma sobre la estancia, donde había cuatro mesas y unos archivadores. Las pantallas de los ordenadores brillaban con un suave reflejo azulado que se confundía con la luz blanca de las lámparas del techo. Era, en definitiva, un lugar muy acogedor.

—Por favor, siéntese aquí. —Collins apartó con gentileza una silla para que Kate tomase asiento—. No recibimos muchas visitas en la Chatarrería, así que debe disculpar la falta de comodidades.

—¿La Chatarrería? —Kate enarcó una ceja.

—Así es como llamamos coloquialmente a la base —replicó Collins—. Supongo que ya habrá adivinado el porqué.

—Lo cierto es que es un lugar muy… pintoresco. —Kate eligió cuidadosamente las palabras mientras se quitaba el abrigo.

—Es un lugar asqueroso —confesó Collins con una sonrisa chispeante—. El sumidero de la Royal Navy, el sitio adonde van a parar todos los trastos que nadie quiere, y eso me incluye a mí. Yo siempre la comparo con ese cajón donde guardamos esas cosas que ya no usamos… pero que no nos atrevemos a tirar, por si nos vuelven a hacer falta.

Kate sonrió, arrastrada por la sinceridad y la alegría desbordante de aquel marino.

—Ya me hago una idea. Yo también tengo un cajón así en mi casa.

—¡Oh, pero éste es el cajón más grande de toda Inglaterra! —Señaló con su brazo hacia la ventana—. Ahora mismo tengo amarrados en ese muelle ocho destructores de la época de la guerra de las Malvinas, casi una docena de patrulleras de los años setenta, tres dragaminas y, si no me equivoco, debe de haber como veinte buques de otro tipo esparcidos por aquí y allá. Y todo eso sin contar con las toneladas de equipo obsoleto repartidas por todas partes.

—Es usted dueño de un pequeño ejército, comandante —dijo Kate riendo.

—Tengo material suficiente como para declarar una guerra a un país pequeño. —Collins se encogió de hombros, con gesto cómico—. Siempre y cuando consiguiese que algo funcionase, por supuesto. ¿Le apetece un café?

Kate se dio cuenta de que no había comido nada desde el mediodía y de que estaba hambrienta. Junto a la cafetera había una caja llena de donuts, y las tripas le rugieron. Azorada, notó cómo la sangre se le agolpaba en las mejillas.

—¡Me gusta la gente que es tan clara! —bufó Collins, con una carcajada, acercando la caja de donuts y la cafetera—. Pero, bueno, dejémonos de tonterías. Ha venido a que le cuente cosas de la Vieja Cabrona. ¿Verdad?

—¿La Vieja Cabrona? —repuso Kate, con medio donut metido en la boca.

—La Gran V, la Vieja Cabrona, la Trituradora, la Zorra de Hitler… Ha tenido muchos nombres a lo largo de los años.

Sacó un expediente amarillento del cajón de su mesa y lo abrió por la primera página. Había una antigua foto en blanco y negro del Valkirie. En primer plano, dos hombres de uniforme posaban para el fotógrafo con distinta expresión. El más mayor de ambos, que llevaba galones de capitán, parecía satisfecho, mientras que el más joven, situado a su lado, tenía una expresión agotada y preocupada.

—El nombre oficial del barco es Valkirie. Fue construido en 1938 en los astilleros Blohm und Voss de Hamburgo, para una organización llamada KDF. —Levantó la cabeza y miró a Kate—. ¿Tiene usted idea de qué puede ser eso?

Kate negó con la cabeza al tiempo que daba un sorbo a su taza de café.

—Según consta en el informe, hizo su viaje inaugural el 23 de agosto de 1939, con una tripulación de ciento cincuenta marineros y personal de a bordo y un pasaje de doscientas diecisiete personas. Cinco días más tarde, un buque carbonero, el Pass of Ballaster, se lo encontró a la deriva, sin energía eléctrica y con los motores apagados a ochocientas millas de Terranova.

—¿A la deriva? —preguntó Kate—. ¿Un accidente?

—Eso es lo más curioso —contestó Collins—. No lo sabemos. Al parecer no encontraron a nadie a bordo.

—¿A nadie? —Kate se sorprendió—. Eso es imposible. Entre la tripulación y el pasaje debían de ser casi cuatrocientas personas. ¡Toda esa gente no se desvanece sin dejar rastro!

—Estoy de acuerdo —Collins frunció el ceño—, pero lo cierto es que, antes de remolcarlo hasta Bristol, el Pass of Ballaster buscó durante doce horas en los alrededores del punto donde encontraron al Valkirie y no hallaron nada en el mar. Y del barco no faltaba ni un solo salvavidas. Es un misterio.

—Entonces, a ver si lo he entendido bien… —Kate apoyó la taza de café sobre la mesa y juntó las yemas de los dedos—. Un buque de transporte se encuentra un transatlántico vacío y a la deriva en alta mar, sin rastro de tripulación ni supervivientes, lo remolca hasta el puerto, ¿y nadie emprende una investigación? ¿Cómo es que no ocupó todas las portadas de la prensa? ¡Es una historia que debería ser conocidísima!

—Lo cierto es que unos días más tarde Alemania invadió Polonia y estalló la segunda guerra mundial —contestó el coronel, reclinándose en su silla—. Inglaterra y Francia le declararon la guerra a Alemania y de golpe los periódicos tenían cosas mucho más interesantes que contar en las portadas. A la gente le interesaba saber si sus hijos iban a ir a morir en los campos de batalla de Flandes. Una historia extraña sobre un barco a la deriva no tenía cabida. Un barco alemán, por otra parte.

—Ya veo. —Kate tomaba notas mientras el coronel hablaba—. Así que supongo que no hubo ningún tipo de rastreo ni de investigación…

—¿Está de broma? —Collins sonrió con tristeza—. Durante los siguientes doce meses, los submarinos de Hitler casi acaban con Inglaterra. En el plazo de quince semanas se hundieron cientos de barcos de transporte que suministraban materias primas a las islas. Miles de marineros aliados desaparecieron en el mar. Nadie se planteó ni tan siquiera organizar una investigación sobre una historia que, de repente, ya no era importante desde antes de nacer.

—¿Y qué pasó con el barco mientras tanto? —preguntó Kate.

—Al Valkirie lo «internaron», que es el término militar que se les aplica a las naves civiles de un país enemigo a las que se captura. —Collins pasaba rápidamente las hojas del informe—. Sin embargo, había un problema legal, y era que había sido encontrado cuatro días antes de la declaración de guerra, por lo que técnicamente no se podía considerar un buque internado, pero tampoco podía ser legalmente un buque rescatado, porque era una nave que estaba bajo pabellón enemigo. Un lío burocrático, vaya.

—Supongo que eso no le haría ninguna gracia al armador del buque que lo trajo a puerto, el… —Kate consultó sus notas— Pass of Ballaster. Se quedaría sin el importe del rescate.

—Uf, ya lo creo. —Collins levantó un legajo que suponía casi la mitad del expediente del Valkirie y se lo mostró a Kate—. Se pasó casi cuatro años pleiteando con la Royal Navy para reclamar la recompensa, pero fue en balde. Mientras la guerra estaba en marcha había otras prioridades. Ante la escasez de barcos, el Almirantazgo decidió usar el Valkirie como transporte de tropas y… aquí empieza lo extraño.

Kate se inclinó hacia delante. Estaba fascinada con la extraña historia que le contaba el coronel. Fuera, los relámpagos iluminaban de vez en cuando la habitación, como fogonazos gigantes.

—¿Qué pasó?

—Para empezar, que nadie consiguió encender los motores del barco. Vinieron técnicos desde Londres, desmontaron pieza a pieza las máquinas y las volvieron a montar, y aun así no lograron nada. Los motores, simplemente, no se encendían. Trataron de sustituirlos por motores ingleses, pero la disposición de las levas que les habían puesto los alemanes en Hamburgo era tan distinta de las inglesas que fue imposible. Así que, finalmente, el barco no se movió del puerto de Liverpool y lo transformaron en una batería antiaérea flotante.

—¿Una batería flotante?

—Sí, para defender el puerto de los bombardeos de la Luftwaffe alemana. Colocaron ocho cañones antiaéreos en las cubiertas, con sus dotaciones, y fondearon al Valkirie cerca de la refinería del puerto. Así estaba lo más cerca posible de los depósitos que tenía que proteger, pero en caso de que la aviación alemana los alcanzase y volasen por los aires, el barco podía cortar amarras y alejarse con la marea.

—¿Y qué pasó?

—Pues que la leyenda negra del Valkirie comenzó a gestarse. —Collins sostenía un viejo informe redactado en un papel tan frágil que parecía a punto de deshacerse en sus manos—. En agosto de 1940, una bomba alemana cayó sobre una de las baterías y mató a todos sus servidores en el acto. Sin embargo, por increíble que parezca, el barco apenas sufrió daños. Al mes siguiente, explotó por accidente el polvorín de la batería número cuatro y mató a dieciséis soldados que estibaban proyectiles. Una vez más, al Valkirie sólo se le reventaron un par de mamparos. Las causas de la explosión nunca se descubrieron.

—Parece un barco gafe —comentó Kate, que no dejaba de escribir—. Supongo que nadie querría estar destinado en él.

—Aún no ha oído la mejor parte. —Collins la miró, repentinamente serio—. El 21 de noviembre de 1940 fue la peor noche del Blitz alemán sobre Liverpool. Murieron cientos de personas sólo en aquel bombardeo. Pues bien, según consta en los informes, a las dos y cuarenta y cuatro de la mañana, en lo peor del bombardeo, las baterías instaladas en el Valkirie dejaron de hacer fuego. Al principio pensaron que el barco había recibido un impacto directo y se había ido al fondo, pero desde la refinería confirmaron que seguía allí, flotando a oscuras, y que simplemente habían dejado de disparar. Adivine…

Kate sintió la boca repentinamente seca. Aquello era demasiado retorcido para ser verdad.

—No querrá decir que… —No continuó la frase.

—Eso quiero decir. Cuando subieron a bordo del Valkirie, las dotaciones de los ocho cañones habían desaparecido por completo. Como si nunca hubiesen existido.