Londres, hoy
06.30 a.m.
El zumbido penetrante del despertador atravesó los tímpanos de Catalina Soto. La joven se sacudió en la cama, tratando de liberarse de los últimos zarcillos de sueño que la mantenían atada, y apagó el despertador con un golpe seco. Se volvió de nuevo, todavía sin abrir los ojos, y su brazo izquierdo se deslizó por el otro lado de la cama. Un lado vacío y frío desde hacía semanas.
Catalina tuvo que hacer un esfuerzo heroico para no darse de nuevo la vuelta y seguir durmiendo. Dormir le permitía estar lejos, le permitía no pensar. No acordarse de él. Durmiendo no dolía tanto.
Se había pasado la primera semana en un estado de duermevela permanente, conscientemente atontada, primero por el shock y más tarde con la ayuda de un puñado de pastillas de colores que alguien había puesto en su mano, quizá temiendo que, si no lo hacía, el derrumbe podría ser inminente. Había pensado que el paso del tiempo lo haría más soportable, pero la segunda y la tercera semana no fueron mucho más agradables.
Robert ya no estaba. Tenía que admitirlo de una vez. Se le hacía muy complicado aceptarlo. Desde que había salido de casa de sus padres, diez años atrás, cerrando de un portazo todo su pasado, la figura de Robert siempre había estado a su lado. En ocasiones cerca, a veces más lejos, pero nunca demasiado. Robert había sido primero un ligue de verano, más tarde el hombre del que se había enamorado y después, simplemente, el centro de su vida, el eje en torno al que giraba todo: el sol, la luna, los planetas y ella misma. Y un día, de repente, ya no estaba. Había desaparecido. Puf. Adiós, Kate.
Recordaba perfectamente el día en que había dejado de ser Catalina Soto para convertirse en Catalina Kilroy. Kate Kilroy. Robert nunca entendía por qué se reía como una chiquilla cada vez que veía sus iniciales. Se habían casado nada más salir de Barcelona, como si temiesen que, de no hacerlo, se pudiese romper el encantamiento. Quizá fue buena idea, porque la magia había durado cinco largos años. Hasta el último día.
Kate —ya nadie la llamaba Catalina, excepto su madre— se levantó entumecida y encendió la cafetera, tropezando con las sillas de la cocina. Mientras el café se hacía con un borboteo se dio una larga ducha de agua fría que le sacó los últimos restos de sueño de la cabeza. Veinte minutos más tarde, cuando salía de su apartamento en la calle Cheyne Walk, en pleno corazón de Chelsea, nadie podría haber creído que la impecable mujer vestida de ejecutiva que se subía a un taxi era la misma joven desgreñada y con los ojos hinchados de un rato antes.
Las oficinas del London New Herald estaban a tan sólo quince minutos de su casa si el tráfico era ligero. Cuando llegó, pasó su tarjeta por el torno electrónico de la entrada y se montó en el ascensor para dirigirse a la planta veinticinco del edificio. Mientras subían podía notar cómo algunos de los hombres que iban con ella en el ascensor la miraban de reojo. Era normal. Con apenas veintisiete años, alta, esbelta y con una espesa cabellera pelirroja que le caía en bucles por la espalda, Kate era de esa clase de mujeres que podían provocar un atasco de tráfico si se lo proponían. Sólo la expresión de sus ojos grisáceos, terriblemente cansada y vacía, delataba su tristeza.
Cuando llegó a su planta, el ruido de la redacción del periódico la envolvió con un arrullo suave y acogedor. El repiqueteo de los teclados, el sonido de los teléfonos, el murmullo de las conversaciones, todo era dolorosamente familiar y distinto a la vez. Kate se preguntó por enésima vez en lo que iba de mañana si había sido buena idea ir a trabajar.
Se detuvo, nerviosa, al lado de la mesa del vestíbulo. Una de las secretarias levantó la cabeza y al verla abrió mucho los ojos. Cuando Kate la miró desvió la vista, pero se inclinó hacia su compañera y le dijo algo al oído. Otra mirada furtiva, más cuchicheos.
Algunas personas habían dejado de trabajar y estaban mirándola en aquel momento. Por los gestos y los movimientos de hombros, Kate se dio cuenta de que muchas de ellas estaban hablando entre sí. Hablando de ella, y de Robert, por supuesto.
No podía soportarlo más. Pensaba que iba a ser fuerte, pero no era así. Había sido un error ir a trabajar. Se dio la vuelta para salir y entonces tropezó con una mujer negra de unos cincuenta años vestida con un elegante traje de chaqueta color nácar y que llevaba un maletín en la mano.
—¡Kate! Pero ¿qué haces aquí? —le preguntó Rhonda Grimes, la directora del London New Herald. Su voz, legendaria por haber hecho temblar a cientos de redactores y becarios a lo largo de los años, estaba teñida en aquel momento de un tono preocupado—. ¿Sucede algo, cariño?
—Hola, Rhonda —contestó Kate, tratando de controlar el temblor de su voz—. No pasa nada. Es sólo que… Pensaba que iba a poder, pero… —Notó que las lágrimas se le agolpaban en los ojos.
—Oh, cielo. —Rhonda apoyó la mano en el brazo de Kate inclinándose hacia ella para hablarle en un susurro—: No dejes que te vean llorar. Vamos a mi despacho. Estaremos mejor allí.
Kate asintió mientras se restañaba discretamente una lágrima furtiva que amenazaba con escaparse. Una secretaria y un par de ayudantes apurados convergían sobre Rhonda en aquel momento, cada uno de ellos convencido de que los recados y las llamadas que tenían anotados en sus agendas eran de una urgencia capital. Rhonda Grimes, que no había llegado a directora del periódico por casualidad ni por falta de carácter, los despachó con un gesto rápido, y los ayudantes se desperdigaron como palomas asustadas.
Cruzaron la redacción hasta llegar al despacho de Rhonda y ésta cerró la puerta detrás de ella. Entonces se volvió hacia Kate, que se había dejado caer en un sofá, con la cabeza vuelta hacia la ventana, y miraba con aire perdido la fantástica vista que se abría ante ella desde la altura. Medio Londres yacía a sus pies, vibrante y vivo.
«Qué joven es —pensó Rhonda—, y qué trágica es su vida con tan pocos años. No se lo merece».
—Pensaba que te ibas a tomar un par de semanas más antes de volver —dijo a la vez que le acercaba una caja de pañuelos a Kate. Ésta los rehusó con un gesto. Si había tenido un momento de debilidad, ya había pasado. Volvía a ofrecer la imagen de ejecutiva implacable con la que había salido de su casa.
—No aguanto más en casa, Rhonda.
—Te entiendo —replicó—. Mucho tiempo libre para pensar.
—Demasiado —repuso Kate—. No soporto estar sin hacer nada. Hace que me sienta inútil. Y cada vez que giro la cabeza veo algo que me recuerda a él. Es demasiado, incluso para mí.
—¿Has pensado en buscar ayuda? —apuntó Rhonda con cautela.
—No es ayuda lo que necesito, sino tiempo para ordenar de nuevo mi mundo —contestó Kate, masticando dolorosamente sus palabras—. Y no quiero tener que estar tomando Valiums y cosas por el estilo como quien come palomitas. Sabes lo que le pasa a la gente que abusa de esas mierdas. Acabas como un zombi, inflada como un odre y sin ganas de hacer nada. Ésa no soy yo, Rhonda.
—Lo sé, querida.
Ambas se quedaron en silencio por un momento.
—Todos lamentamos mucho lo que le pasó a Robert, Kate —musitó Rhonda—. Todos lo echamos de menos.
Kate tragó saliva y no contestó nada. Cualquier cosa que dijese en aquel momento sonaría vacía.
—¿Ya sabes qué vas a hacer?
—Tengo que ir a Estados Unidos. Sus padres querrán tener sus cenizas.
Cuando pronunció la palabra «cenizas», el rostro de Kate se ensombreció aún más.
—¿Por qué? —preguntó Rhonda.
—Porque es lo correcto. Porque es lo que él querría. Y porque no sé qué otra cosa puedo hacer. —De repente, un brillo travieso, fugaz como un chispazo, atravesó los ojos de Kate—. Además, no creo que estar en un bote sobre la chimenea del salón, sentado entre sus dos Pulitzer, como un jodido gato de la suerte meneando el brazo, formase parte de la idea de Robert acerca de cómo pasar la eternidad. Ya sabes lo presumido que era.
Ambas mujeres rieron quedamente, liberadas por un instante.
«Volvió la vieja Kate, irreverente y alegre, pero ha sido sólo un momento. Tranquilo, mundo. Sigo igual de jodida». El pensamiento restalló con tanta fuerza en la cabeza de Kate que casi pega un respingo.
Rhonda la miró con aire pensativo, como si hubiese tenido una idea.
—Kate, puede que tenga algo que te interese. Algo que te tenga ocupada y que te permita salir adelante. Y, además, me harías un gran favor.
La directora del diario comenzó a revolver entre las carpetas de su mesa, apartando montañas de papeles pendientes de revisar.
—Rhonda, gracias, pero no estoy de humor para cubrir una pasarela de moda, y si tengo que entrevistar a alguna celebrity estúpida y pagada de sí misma puede que la acabe asesinando.
—No es nada de eso —murmuró Rhonda, empujando un enorme dossier a un lado—. ¿Dónde diablos lo he puesto? Juraría que tenía una copia por… ¡Ah, aquí estás!
Los collares de coral de Rhonda cascabelearon cuando levantó con gesto triunfal una carpeta de color morado. La mirada de Kate se encendió levemente con una chispa de interés. El morado era el color que se utilizaba en la redacción del London New Herald para los denominados «reportajes de fondo», aquellos que habían hecho famoso al periódico y que la dirección encargaba a sus periodistas más reputados. En aquellos pasillos había luchas feroces entre los nombres más reconocidos por llevar alguno de aquellos temas a su mesa. Y Rhonda Grimes sostenía uno delante de ella, con una sonrisa intrigante, como un traficante ofreciendo droga en la puerta de un colegio.
—¿Me lo dices en serio? —preguntó Kate, sin apartar la vista de la carpeta, como hipnotizada. Por primera vez en semanas, Robert no ocupaba toda su cabeza—. Hasta ahora sólo he cubierto artículos de sociedad y cultura…
—«Hasta ahora» es la expresión correcta, querida —replicó Rhonda mientras abría la carpeta. Desde donde estaba, Kate sólo pudo ver una foto de algo que parecía un enorme andamio—. Creo que estás preparada para algo de este estilo. Y no soy la única. Robert cree…, creía que podías hacer algo más que entrevistar a Justin Bieber o a Madonna. De hecho, este reportaje tendría que haber sido para él, pero planeaba prepararlo contigo.
Los ojos de Kate se nublaron. Robert había sostenido aquella misma carpeta, había pasado las hojas que contenía. Quizá las últimas horas de su vida las había consumido pensando en cómo abordar aquella historia que ella aún no conocía. De golpe, leer su contenido le parecía más importante que cualquier otra cosa que pudiese hacer.
—¿De qué se trata?
—¿Te suena de algo Isaac Feldman?
—No lo sé. Creo que no. —De repente, la periodista que vivía en su interior se sintió mortificada por no saber nada de aquel nombre—. ¿Debería?
—A no ser que te dediques a apostar en casinos on-line, no deberías —respondió la directora.
Rhonda sacó una foto de la carpeta y se la pasó a Kate. En la imagen se veía a un anciano de unos setenta años, de abundante pelo blanco, sorprendentemente fornido para un hombre de su edad, con una barba de dos días y una expresión sorprendida en el rostro. No parecía muy contento de que le estuviesen sacando una foto.
—¿Quieres que investigue casinos on-line? —Kate se sintió de pronto desmoralizada.
—Nada de eso, querida. Llegarías tarde. Feldman es israelí con pasaporte británico, o inglés con pasaporte judío, según a quién le preguntes, y dueño de al menos cinco de las mayores casas de apuestas on-line que existen en el mundo. Y ha ganado muchísimo dinero con eso, por supuesto. Pero al parecer se ha olvidado de pagar los impuestos correspondientes a los tres últimos años y está bajo investigación de Hacienda. —Rhonda sonrió—. Como ves, no es una investigación a la que te puedas sumar.
—Entonces, ¿qué quieres que haga?
—Verás, Feldman está vaciando sus cuentas en el Reino Unido, o al menos eso se cree. Pero ha invertido cantidades ingentes de dinero durante los últimos cinco meses en un proyecto muy extraño, que está a punto de salir a la luz. Dicen que está obsesionado con él y que no le importa perderlo todo con tal de que salga adelante.
—¿Y qué es? ¿Fundar una Iglesia? ¿Montar una copia de Las Vegas en Dover? ¿Cazar ovnis?
—Es mucho más enigmático que todo eso. Robert creía que era la historia del año. Míralo tú misma.
Rhonda giró la carpeta y se la pasó a Kate, abierta por una página. En ella había una foto en color de un barco en muy mal estado, envuelto en andamios y colocado en las gradas de un astillero. Docenas de trabajadores pululaban como hormigas sobre el casco, arrancando capas de óxido y sustituyendo paneles agujereados por otros nuevos. Un trozo de la proa estaba al aire y, forzando la vista, se podía adivinar el nombre del buque en las letras desvaídas y tapadas por años de mugre.
El barco se llamaba Valkirie.