IV

El oficial se guardó sus pensamientos para sí mismo, pues justo en ese instante se toparon con una puerta abierta de par en par.

—¿Crees que esto fue lo que hizo el ruido de antes? —preguntó Duff, nervioso.

—Puede ser —replicó Stepanek mientras hacía oscilar la puerta un poco y arrancaba un chirrido de los goznes—. El viento puede haberla movido.

—Evidentemente, ha sido eso —dijo O’Leary, poco convencido.

Los tres hombres cruzaron el umbral de la puerta y se adentraron en el interior del Valkirie, no sin antes lanzar una última mirada dubitativa hacia la bruma que ocultaba el horizonte.

El interior estaba totalmente a oscuras, pero aparte de eso no se apreciaba nada fuera de lo común. Estaban en un corredor largo, con las paredes recubiertas de madera veteada, y el suelo estaba tapizado con una gruesa alfombra roja que amortiguaba el sonido de sus pisadas. Los tres caminaban muy pegados iluminados por sus linternas que arrancaban brillos de los remates de cobre de las puertas y de las lámparas empotradas en el techo.

El pasillo desembocaba en un corredor aún más largo con puertas a los lados. Cada pocos metros se detenían y voceaban un potente «¡Hola!», pero no parecía haber ni la más mínima actividad en el interior de aquel buque.

De repente se dieron de bruces con una gran puerta doble de madera de roble que cerraba el final del pasillo. Tras vacilar un instante, O’Leary apoyó la mano en el pomo de la puerta. Estaba convencido de que iba a sentir algo. Pero tan sólo era un pomo común y corriente, frío y sin nada especial.

Tiró de las dos puertas y durante un breve momento se quedaron sin respiración. Estaban en una gran sala ovalada, decorada con mucho más lujo que los pasillos por los que habían llegado hasta allí. Era grande, muy grande, mucho más que cualquier compartimento del Pass of Ballaster.

En medio de la sala arrancaba una enorme escalera de madera y mármol que se bifurcaba en dos brazos y que daba acceso a una amplia sala en la planta superior que no podían ver desde allí. Las balaustradas de la escalera estaban compuestas de gruesas piezas de roble taraceado que formaban volutas hasta fundirse en el pasamanos, de una veta de madera más oscura. Los escalones, de mármol blanco, brillaban bajo la luz de las linternas; estaban grabados alternativamente con las palabras «Valkirie» y unas siglas —KDF— que el oficial no conocía.

O’Leary reparó en que en el remate de ambos pasamanos había dos águilas con las alas extendidas que sujetaban una corona de laurel con sus garras, en medio de las cuales campeaba una cruz gamada que tocaba el suelo del vestíbulo.

El motivo se repetía de manera casi obsesiva por varios puntos del hall, incluida una cenefa que bordeaba todo el techo, compuesta de águilas puestas de perfil cada una de las cuales sujetaba su pequeño emblema del Reich. Para completar la escena, en el rellano central de la escalera, donde en cualquier transatlántico inglés o norteamericano tendría que haber estado el reloj o una estatua clásica rodeada de querubines rechonchos, colgaban dos banderas. Una era la bandera roja con la cruz gamada del Reich. La otra era muy parecida, sólo que era azul, y los brazos de la esvástica parecían estar formados por haces de rayos de sol circulares, colocados alrededor de una rueda dentada, con las siglas KDF debajo de ellas.

—¿Dónde estamos, señor?

—Creo que es el hall principal del barco. —Apuntó su linterna hacia arriba, arrancando un millón de reflejos de una lámpara de cristal de araña situada sobre sus cabezas—. Si no me equivoco, por ahí se debe de ir al salón principal. Y por ahí —giró la linterna mientras hablaba— deberíamos poder subir hacia el puente.

—¿Y esas banderas? —preguntó Duff, inocente.

—Es un barco alemán, capullo. —Stepanek le dio un empujón—. ¿Es que no lees la prensa? Ésa es la bandera de los boches. Llevan agitándola sin cesar desde hace unos años. A veces da la sensación de que es lo único que hacen —añadió enfurruñado—. Desfilar y agitar esa maldita bandera.

—No perdamos el tiempo —suspiró O’Leary—. Tenemos mucho que hacer.

Subieron la escalera a paso rápido, sin detenerse a contemplar los cuadros colgados de las paredes. Al llegar al rellano superior se volvieron hacia las puertas de cristal que daban paso al comedor principal. Nada más entrar los asaltó el olor.

—¡La madre que me…! —se le escapó a O’Leary—. Eso que huelo es… ¿cordero?

—Creo que sí —gruñó Stepanek—. Y salchichas también, si no me equivoco.

—Mire esto, señor. —La voz de Duff era un hilo casi inaudible.

La linterna del marinero se paseaba sobre una de las mesas circulares situadas más cerca de la puerta.

La mesa estaba servida para doce comensales, con todo lujo de detalles. Los vasos, de cristal tallado, llevaban grabada el águila por un lado y las siglas KDF por el otro, igual que los platos. Las servilletas, rojas y azules, estaban dobladas con primor, y el centro de mesa era un enorme frutero cubierto de manzanas y naranjas dispuesto de forma artística. La luz de las linternas arrancaba destellos plateados de los cubiertos, que esperaban al lado de cada plato a unos comensales que no estaban allí.

Junto a los vasos había un pequeño platillo de cerámica sobre el que estaba depositado un bollo de pan. O’Leary se acercó a la mesa y cogió uno de aquellos panes. Lo apretó y el bollo soltó un suave crujido al mismo tiempo que un delicioso aroma a pan recién horneado impregnaba el aire.

—Aún está fresco —murmuró, atónito—. No debe de llevar hecho ni una hora.

Su mirada no se podía apartar de la mesa. Los platos estaban impolutos y en el centro había una enorme fuente de carne, como si estuviese esperando a que alguien se animase a servirla. Una de las copas estaba medio llena de vino tinto. Y O’Leary se habría jugado sus galones a que en el borde del cristal estaban dibujados los labios de una mujer.

Caminó por el resto de la sala, sin ser consciente de que aún llevaba el bollo de pan sujeto en la mano. Había al menos otras veinte o treinta mesas en aquel enorme comedor, y todas estaban dispuestas de la misma manera. La mayoría estaban preparadas para que un pasaje inexistente se sentase en ellas. Incluso en una de ellas había platos con restos de comida y las sillas apartadas a toda prisa, como si unos comensales madrugadores hubiesen llegado un poco antes que el resto al comedor y de repente hubiesen tenido que salir a toda prisa.

—Deberíamos haber traído una arma —masculló Duff.

—Cállate la boca —replicó Stepanek, de muy mal humor.

El ambiente era silencioso y fantasmagórico. Unos cochinillos asados colocados en unas bandejas sonreían sardónicos, como si supiesen un secreto que sólo entre ellos podían compartir. Un bloque de hielo se derretía lentamente en una champanera, donde tres botellas de vino de Riesling nadaban libres y todavía frías.

O’Leary metió la mano en el recipiente y sacó una de las botellas.

—No debe de hacer ni dos horas desde que metieron esta botella aquí —dijo mirando lo que quedaba de hielo. Apoyó la botella de nuevo y se frotó los ojos, cansado—. No entiendo nada.

—¿Dónde está todo el mundo, oficial? —Duff hizo en voz alta la pregunta que los tres se llevaban formulando desde el primer momento.

—No tengo ni idea —murmuró O’Leary—. Aquí, desde luego, no están.

—El barco es muy grande. Quizá estén todos en sus camarotes —apuntó Duff.

—O refugiados en la bodega —añadió Stepanek, mientras deslizaba la mano sobre un bollo de pan aún caliente con una expresión indescifrable en el rostro.

—¿Por qué diablos querrían refugiarse en la bodega? —O’Leary alumbró el escenario. Los instrumentos de la banda estaban perfectamente colocados, esperando que alguien atacase un ragtime en cualquier momento—. No tiene ningún sentido.

El oficial pensaba a toda velocidad. Ya habían pasado más de veinte minutos desde que habían salido del Pass of Ballaster, y cayó en la cuenta de que nadie a bordo del carbonero sabía dónde estaban ellos tres en aquel momento. El capitán se había equivocado al mandarlos hasta allí. El Valkirie era demasiado grande para que lo revisaran tan sólo tres personas, y el tiempo se les agotaba.

Miró a sus dos hombres. Parecían estar a un solo grito de cagarse en los pantalones, pero era lo que había.

—Tenemos que dividirnos. Sé que no os apetece, y que parece una mala idea, pero es lo único que podemos hacer. —Se volvió hacia el marinero más joven y trató de poner su voz más persuasiva—. Duff, vuelve por el pasillo y dirígete a la proa del Valkirie. Haz señales a nuestro barco y que te lancen un cabo guía para poder remolcar el crucero. Mueve el culo. ¡Vamos!

El joven salió corriendo con una expresión de evidente alivio dibujada en el rostro. Cualquier cosa era mejor que estar metido allí dentro y, además, en la proa estaría a la vista del Pass of Ballaster, incluso aunque fuese rompiéndose los brazos tirando del pesado cabo de remolque.

—Stepanek, tú localiza la sala de máquinas. Cuando el barco esté asegurado vamos a necesitar potencia y electricidad.

—Es cierto —gruñó el croata—. Sin motor, será como remolcar un condenado iceberg.

—Busca cómo llegar a la sala de máquinas y memoriza el camino. No quiero que nuestro maquinista esté más tiempo del necesario a bordo de este barco. Y te prometo que cuando lleguemos a puerto te pagaré la pinta de cerveza más deliciosa que hayas tomado en tu vida.

Stepanek pestañeó un par de veces y exhaló aire. El veterano marinero encajó en su cabeza la idea de internarse en las tripas oscuras de un barco abandonado con la fría resignación acumulada después de muchos años en el mar.

—¿Y usted adónde va, señor?

—Yo subiré al puente. Hay que comprobar que el timón no esté trabado o todo lo que hagamos será inútil. Venga, el tiempo apremia.

O’Leary se despidió del marinero con una palmada en la espalda. Llevado por un repentino impulso se volvió hacia Stepanek, que se encaminaba al hueco negro de la escalera.

—Ten cuidado —murmuró, sin saber muy bien por qué.

Nunca supo si el marinero llegó a oír sus palabras.

Tomando aire, dio la vuelta y se encaminó hacia el hall decorado con águilas. En 1925, antes de convertirse en el primer oficial del Pass of Ballaster, O’Leary había servido como suboficial en muchos barcos, incluida una estancia de un año en el Highland Chieftain, un transatlántico de la Nelson Line que hacía la ruta con Sudamérica. Si el Valkirie tenía la misma distribución que el resto de los cruceros de lujo, entonces en alguna parte de aquel piso tenía que haber una escalera que conectase directamente con el puente.

Al cabo de cinco largos minutos de búsqueda dio con ella. Era una puerta de metal disimulada en una lámina de madera de roble que recubría la pared del fondo de la pista de baile. Habría pasado por delante sin darse cuenta si no hubiese sido porque el roce de la puerta sobre la alfombra había dejado una marca visible en el tejido.

La puerta daba a una escalera de servicio sin ninguno de los adornos que decoraban el espacio abierto a los pasajeros. Era una vía rápida para comunicar el puente del barco con el salón de baile y el comedor. Cuando el capitán del Valkirie se aburría de dar coba a damas sudorosas sentadas a su mesa en las cenas de gala, podía escaparse por allí con la excusa de que le reclamaban en el puente. Y si había una urgencia de verdad, era la manera más rápida de llegar.

Los pasos de O’Leary arrancaban sonidos metálicos de los escalones a medida que iba subiendo tramo tras tramo de escalera. Finalmente llegó a un rellano en el que se abrían un par de puertas. En una de ellas había un cartel en el que ponía Funkraum. El alemán rudimentario de O’Leary le permitió adivinar que aquélla era la sala de radio.

Algún oficial gracioso había pegado en la puerta una hoja de papel con un dibujo a lápiz. En el dibujo se veía a un técnico reparando una radio. Su mano estaba metida dentro del aparato y todos sus pelos estaban erizados, como si estuviese recibiendo una descarga eléctrica.

Sin dudar, asió el pomo de la otra puerta y se encontró en el puente de mando. A diferencia de la escalera, el puente estaba tenuemente iluminado. Por un segundo, O’Leary pensó que Stepanek había conseguido de algún modo recuperar el fluido eléctrico. Tan sólo tardó un momento en comprobar que la luz provenía de los dos reflectores montados sobre el puente del Pass of Ballaster.

Se acercó hasta el ventanal situado al lado del timón y miró hacia la proa. Desde allí, empequeñecido por la distancia, podía ver a Duff. El marinero, colocado junto a la boca del ancla, sudaba la gota gorda mientras halaba un cabo de esparto que, a su vez, estaba atado a un cabo de remolque mucho más grueso. Habitualmente, aquel trabajo se hacía entre tres o cuatro hombres, y el pobre diablo se lo estaba comiendo él solo, pero no parecía muy descontento. Desde el Pass of Ballaster, que se había arrumbado a apenas medio cable de distancia, el capitán McBride no paraba de darle indicaciones.

De repente, O’Leary se sintió muy solo allí arriba, en el puente del Valkirie, donde nadie le podía ver. Un miedo irracional a que su barco se alejase y lo dejase abandonado en medio del océano, en aquella especie de casa encantada flotante, se le agarró al corazón.

El oficial cerró los ojos y trató de tranquilizarse. Se estaba dejando llevar por el pánico. Miró a su alrededor y comprobó que el puente estaba impecable, pero no había ni rastro de presencia humana. Se acercó a la mesa de derrota y echó un vistazo. La carta náutica indicaba el curso del barco. Al parecer, el Valkirie había salido del puerto de Hamburgo tan sólo cinco días antes. Apoyado sobre el mapa estaba el lápiz de grasa que se utilizaba para marcar el curso del buque. O’Leary lo sujetó entre sus dedos y lo observó, pensativo. Estaba recién afilado. Alguien lo había afilado después de haber hecho la última anotación, que parecía ser de…

El grito resonó con tanta fuerza que el oficial sintió por un momento cómo la sangre dejaba de circularle por las venas para refugiarse en sus tobillos. Era un alarido extraño, ululante, que subía y bajaba de intensidad, como emitido por un animal al que estuviesen torturando. El grito paró durante un segundo y por un instante O’Leary se preguntó si no se lo habría imaginado, pero entonces volvió a oírlo con toda claridad. Era un aullido inhumano, en el que resonaban con absoluta exquisitez un millón de dolores distintos, como cristales clavándose en la palma de una mano. Y era una voz conocida.

«Stepanek».

O’Leary salió corriendo del puente mientras el foco de su linterna despertaba sombras de forma alocada en los rincones. Justo antes de atravesar la puerta, vio apoyado el cuaderno de bitácora al lado del puesto de mando. Lo cogió al vuelo y, mientras un rincón de su cabeza le susurraba que aquel libro no debería estar allí, sino en el camarote del capitán, comenzó a bajar los escalones metálicos de dos en dos, arrancando ecos en el hueco de la escalera.

El grito de Stepanek subía y bajaba como si fuese la señal de una radio mal sintonizada y a punto de perder la recepción. Cada vez que O’Leary se detenía para recuperar la respiración aguzaba el oído, tratando de localizar de dónde provenía el aullido. Cruzó a oscuras el salón de banquetes, gritando el nombre del marinero, pero éste no respondía. Seguía gimiendo, incansable, como si no pudiese oírle… o no fuese capaz de responderle.

O’Leary llegó al hueco de la escalera que bajaba hacia la sala de máquinas y dudó. La oscuridad que impregnaba aquella parte parecía tener consistencia y densidad propias, como si fuese una especie de gel espeso que se enroscaba en el aire. Por un momento se le pasó por la cabeza retroceder, volver a bordo del Pass of Ballaster y pedir ayuda. Un aumento de dos octavas en el gemido de Stepanek, le puso de nuevo en marcha. Sujetando el cuaderno de bitácora con una mano a modo de improvisado escudo y con la linterna en la otra, bajó tramo tras tramo, tragando saliva al llegar a cada rellano.

Cuando ya había perdido la cuenta de los escalones que había bajado, llegó a una planta que se dividía en tres ramales. Al fondo de uno de ellos se adivinaba, tembloroso, el rayo de luz amarilla de una linterna. O’Leary caminó hacia allí, con paso firme, mientras sentía cómo el aire que le rodeaba era cada vez más espeso y caliente. Aquel lugar estaba cargado de electricidad estática. Derrumbado en el suelo, hecho un ovillo, estaba Stepanek, de espaldas. Al llegar a su lado pudo distinguir el inconfundible aroma acético de la orina picándole en la nariz.

O’Leary apoyó su mano en el hombro del marinero para girarlo hacia la luz de su linterna y soltó una exclamación de puro terror. Stepanek temblaba de forma incontrolable. Sus ojos giraban enloquecidos en las órbitas y manaba sangre de la boca y de las fosas nasales. Horrorizado, O’Leary se dio cuenta de que el marinero posiblemente se había mordido la lengua.

—¡Stepanek! ¡Stepanek, despierta!

Sacudió por las solapas al croata, pero la mente de aquel hombre parecía encontrarse a un millón de kilómetros de allí, en un lugar especialmente horrible y tenebroso. De golpe, O’Leary decidió que ya era suficiente. No estaría ni un minuto más en aquel condenado barco.

Se metió el libro de bitácora dentro de los pantalones y se echó al hombro al marinero, como quien carga un saco. Sujetó la linterna con la mano que le quedaba libre y volvió sobre sus pasos, hacia la escalera. Mientras caminaba, tuvo la sensación inconfundible de que había alguien (o algo) detrás de él, pero no se atrevió a volverse para ver qué era.

«No mires. Camina. Sal de aquí».

«No mires».

El ambiente estaba tan cargado de estática que los pelos de los brazos se le erizaron cuando subía los escalones; el corazón galopaba dentro de su boca. Un zumbido monocorde parecía haber inundado todo el barco, como un diapasón moribundo vibrando. La ondulación le subía por las plantas de los pies y le retumbaba en la cabeza. Se secó el sudor de la frente.

Estaba de nuevo en el salón de banquetes. La puerta del fondo conducía a la pista del salón de baile y a la escalera con las banderas. Ya casi estaba fuera.

Entonces lo oyó. Al principio, entre los gemidos de Stepanek y su respiración agitada casi no lo pudo distinguir. Era como un gañido suave, que venía de su derecha. Movió la linterna hacia aquel punto, temiendo lo que pudiese descubrir.

No había nada, excepto un bulto de ropa apoyado de cualquier manera en el centro de la pista. O’Leary tragó saliva y notó cómo un pequeño chorrito de líquido mojaba su ropa interior. El montón de tela no estaba allí cuando habían pasado por aquel punto, diez minutos antes. Estaba seguro.

El gañido se repitió y O’Leary comprobó con espanto que el bulto de tela se movía. En un estado casi hipnótico, se fue acercando mientras los ruidos se multiplicaban a su alrededor. Una silla cayó al suelo, como sacudida por una vibración. En una mesa del fondo, unos platos se estrellaron contra el suelo. El zumbido era cada vez más alto.

Llegó al lado del bulto y enfocó la linterna.

Era un niño. Un bebé de pocos meses, que se removía inquieto y que de vez en cuando soltaba un gemido ahogado, como si estuviese demasiado débil o demasiado agotado como para llorar con más fuerza.

O’Leary no lo pensó dos veces. Aunque la vocecita de su cabeza chillaba aterrada, insistiendo en que dejase a aquel bebé en el suelo y saliese de allí, el oficial se agachó y sujetó al niño bajo el brazo izquierdo, como si fuese un paquete. Tambaleándose por el peso de Stepanek y del crío, cruzó el salón lo más rápido que pudo hasta llegar a la escalera de las banderas. Sin mirar hacia ningún lado, concentrado únicamente en dar el siguiente paso, caminó hacia la puerta notando cómo los bordes puntiagudos del libro que llevaba metido en la cinturilla del pantalón se le clavaban en las ingles.

Ya estaba en el último pasillo. Ya quedaba poco. De súbito, una forma opaca se materializó delante de sus ojos. O’Leary sintió cómo un gemido ahogado le subía por la garganta. Faltaba tan poco… La figura levantó la linterna hasta su cara. Era Duff.

—¡Señor! ¿Qué está pasando? ¡Todo el maldito barco vibra! ¡Eh! ¿Qué le ha pasado a Stepanek?

O’Leary experimentó tal alivio que por un momento pensó que iba a desmayarse.

—Ayúdame con esto. —Le pasó el cuerpo inerte de Stepanek a Duff—. ¡Tenemos que salir de aquí YA!

—No me lo diga dos veces, señor —contestó Duff con cara de pánico sujetando a su compañero.

O’Leary sacó el libro de sus calzoncillos con evidente alivio, se lo puso bajo el brazo y cogió al niño de una forma más ortodoxa. Siguiendo la luz de Duff salieron al exterior y por tercera vez aquella noche tuvo que contener un grito de asombro.

La niebla que había estado envolviendo el Valkirie hasta ese momento parecía estar en la boca de una enorme aspiradora. Los jirones de vapor se retorcían y giraban alrededor del barco, como si un tornado los estuviera arrastrando. El Pass of Ballaster había rolado hasta su costado, arrastrando el cabo de remolque que había colocado Duff, y desde la borda O’Leary podía distinguir la figura preocupada del capitán, que le hacía señas.

Sin dudarlo ni un minuto saltaron a su bote y comenzaron a remar hacia el carbonero como si pretendiesen batir un récord de velocidad. El agua despedida por los remos les salpicaba los ojos, pero no apartaron ni por un momento las miradas del buque transatlántico, que parecía palpitar a pocos metros de ellos.

Mientras se amarraban al Pass of Ballaster y subían a bordo, O’Leary no podía dejar de preguntarse quién era el niño que se removía abrigado contra su pecho.

Y, sobre todo, qué diablos acababa de pasar en aquel barco.