Durante los siguientes diez minutos se desató la locura a bordo del carbonero. Los hombres correteaban de un lado a otro del barco mientras el capitán McBride y el primer oficial aullaban órdenes en tres idiomas distintos. Tardaron casi veinte minutos en detener por completo la marcha del buque, y mientras tanto, para no alejarse demasiado del Valkirie, el timonel se las veía y se las deseaba para zigzaguear sin acercarse demasiado a aquella sombra que sólo podía intuir en medio de la bruma. Al final tuvo que ser el propio McBride el que se pusiese a los mandos del Pass of Ballaster, hasta conseguir acercar el buque a la enorme y silenciosa mole flotante.
—Señor O’Leary —dijo McBride, dirigiéndose a su segundo oficial—. ¿Ha conseguido contactar con el barco por radio?
—No, capitán —replicó O’Leary, azorado—. La radio continúa muerta. Bernie…, quiero decir, el señor Cornwell dice que puede que se haya fundido una lámpara de vacío. Sigue trabajando en ello.
McBride asintió, sin apartar la vista de la bruma. Habían desmontado la radio y la habían vuelto a montar por completo tres veces en las últimas doce horas, y ninguna maldita lámpara fallaba. Sabía que aquél no era el problema, pero tenía que intentarlo de todas maneras.
La situación era desconcertante. Aquel buque estaba detenido por completo, con todas sus luces apagadas y sin que nadie a bordo diera señales de vida. No tenía sentido. McBride meditó durante unos segundos.
—Señor O’Leary —dijo—. Utilicen la lámpara de señales y comuníquense con el Valkirie. Identifíquenos y pregúntenle si tiene algún tipo de problema o si necesitan ayuda.
O’Leary accedió y salió a cubierta con un marinero que haría de señalero. Ambos se colocaron detrás del foco, pero la luz no se encendió. Desde donde estaba situado, el capitán pudo oír unos susurros apresurados.
—¿Qué sucede, señor O’Leary? ¿Está esperando una invitación formal para conectar el maldito foco? —McBride notó que su voz estaba algo más tensa de lo habitual. Incluso a él aquella situación le estaba poniendo nervioso.
—No, capitán —replicó el oficial, visiblemente apurado—. Es una conexión eléctrica que falla. Deberían haberla arreglado en el puerto, pero los electricistas dijeron que necesitarían un alternador que…
De repente, O’Leary se dio cuenta de que estaba farfullando y enmudeció. McBride le miró con expresión severa y se limitó a hacer una pregunta.
—¿Puede arreglarlo antes de que la deriva nos estampe contra ese barco?
—Por supuesto, señor. Serán sólo tres minutos.
—Pues hágalo de una vez, diantres —rezongó el capitán mientras sacaba un pañuelo y se secaba unas gotas de sudor.
Si no hubiese estado tan preocupado por la distancia entre los dos buques, que cada vez era menor, se habría dado cuenta de que hasta apenas cinco minutos antes estaban temblando de frío. Ahora, algunos marineros se habían sacado sus chaquetones de tormenta y estaban en mangas de camisa. La escarcha de los ojos de buey se derretía a toda velocidad, formando pequeños regueros de agua que chorreaban sobre la cubierta.
Pero nadie se había fijado en eso. Todas las miradas estaban concentradas en el enorme casco del Valkirie, que iba creciendo por momentos, ocupando cada vez más espacio sobre el horizonte y poniendo en evidencia lo diminuto que, en comparación, era el Pass of Ballaster.
«Es grande. Muy grande. Veinte mil toneladas, como mínimo. Pero no entiendo qué hace aquí, y por qué no responde nadie», pensó el capitán.
Su mirada se dirigió hacia el mástil de popa para ver si ondeaba alguna bandera. Si descubría la enseña amarilla que significaba «cuarentena a bordo», haría que el Pass of Ballaster se alejase de allí a toda la velocidad que pudiesen dar sus máquinas. Pero no había ninguna bandera.
El Valkirie flotaba perezosamente, como una ballena dormida, a medida que la distancia entre los dos barcos se reducía. Justo entonces el potente foco de señales se encendió con un destello y lo apuntaron hacia el casco del crucero.
—Por fin —masculló el capitán, irritado.
Los fogonazos de luz blanca reverberaban en medio de la niebla, creando una atmósfera irreal. Cada vez que se encendía el proyector, millones de gotitas bailaban en el haz de luz, girando de manera alocada, como si no supiesen en qué dirección ir. Mientras tanto, el Valkirie brillaba a poca distancia, húmedo y oscuro como la piel de un monstruo marino que los estuviese esperando.
Chac-chac, chac-chac, chac-chac. La lámpara de señales parpadeaba sin cesar. Con cada fogonazo, a tan poca distancia, daba la sensación de que los relámpagos de una tormenta invisible alumbraban el casco del Valkirie.
Al cabo de cinco largos minutos, McBride meneó la cabeza.
—Déjelo, señor O’Leary. No nos van a responder.
—¿Probamos con el megáfono? —preguntó el primer oficial, sin apartar los ojos del transatlántico—. Estamos lo bastante cerca.
—Que no se diga que no lo hemos intentado —gruñó el capitán mientras se secaba el sudor.
Un trozo de escarcha se desprendió del borde de un ojo de buey y se estrelló en el suelo con un sonido acuoso. El agua goteaba por todas partes a medida que el hielo acumulado en la estructura se derretía.
El primer oficial cogió el megáfono de latón. Intentó tragar saliva, pero tenía la garganta seca. Carraspeó y se lo llevó a los labios.
Primero lo intentó en inglés. Nadie respondió. Miró al capitán, nervioso, pero éste no hizo ningún gesto. Estaba contemplando el Valkirie, pensativo. Al cabo de un par de minutos probó de nuevo, esta vez en un lamentable alemán. Tampoco pasó nada.
«Es como hablar con una tumba», pensó McBride con un escalofrío. Porque aquello era lo que parecía el transatlántico: una enorme, silenciosa y húmeda tumba.
—Enviaremos un bote —decidió con un suspiro al mismo tiempo que se incorporaba—. Usted y dos hombres. Creo que en la bodega número tres tenemos un cabo largo, y en alguna parte del sollado de las anclas tiene que haber un garfio ligero. Suba a ese barco y descubra qué demonios está pasando.
—Sí, señor.
O’Leary se volvió y justo en ese instante su mirada se posó en Duff y en Stepanek, que acababan de bajar del nido de vigía; llevaban los chaquetones de mal tiempo abiertos de par en par. Ambos sudaban como si hubiesen terminado de correr un maratón.
—Señor, el calor que hace allí arriba es infernal —protestó Stepanek—. Ni siquiera en pleno mes de agosto…
—Ya lo sé, Stepanek —le interrumpió el primer oficial—. Nada es normal esta noche. Venid conmigo. Vamos a hacer un poco de turismo.
Duff estuvo a punto de abrir la boca, pero un pisotón discreto del croata le hizo mantener el silencio.
Aun así, mientras caminaban cargados con un enorme rollo de cabo a paso rápido tras el primer oficial, Duff fulminó con los ojos a Stepanek. En ellos podía leerse una pregunta: «¿Por qué nosotros otra vez?».
Stepanek se encogió de hombros. A veces las cosas sucedían, y punto. Como aquello.