I

Espuma, noche y niebla. Una humedad que se filtra dentro de los huesos con la fuerza de una mala hierba enraizando. Agua turbia, oscura. Miles de metros de abismo debajo del barco, y en alguna parte, allá abajo, monstruos.

I. FRESKOR

Buque Pass of Ballaster

En algún lugar del Atlántico Norte

28 de agosto de 1939

04.57 a.m.

A seiscientas millas de la costa de Irlanda, la noche era negra como el fondo de una mina y se confundía con el mar calmo y opaco propio de aquella época. Entonces, la niebla llegó de golpe, y todo empezó a suceder.

Tom McBride sintió cómo se le formaba un nudo en la garganta mientras trataba de perforar la bruma con la mirada. Escupió por encima de la borda arrebujándose un poco más en su chaquetón con insignias de capitán. Hacía casi veinticuatro horas que estaban metidos en aquella masa esponjosa y la humedad se colaba hasta en el último rincón del Pass of Ballaster.

—No lo entiendo —murmuró en voz baja—. Niebla en pleno mes de agosto y en esta condenada latitud…

Refunfuñando, estiró su mano hacia la izquierda, sin apartar la mirada del horizonte, que en aquel instante estaba a tan sólo tres o cuatro metros de distancia. Cogió la taza de café que estaba apoyada sobre la astillada mesa de navegación y le dio un trago. Casi al instante se arrepintió de haberlo hecho.

Estaba frío, como todo a bordo. Nada duraba caliente más de diez o quince minutos desde que se habían visto envueltos en aquella espesa bruma amarillenta.

«Por lo menos no hay demasiado oleaje —pensó al tiempo que, con un gesto de asco, escupía el café de vuelta a la taza—. Una tormenta es lo último que necesitamos».

McBride sabía de qué hablaba. El Pass of Ballaster ya había pasado sus mejores años. Botado a principios del siglo XX, el buque carbonero, de algo más de cinco mil toneladas, estaba cubierto por una gruesa capa de herrumbre en toda la superestructura. Aunque eso tampoco importaba demasiado, ya que el óxido estaba casi oculto por el polvillo negruzco y pegajoso de la carga de carbón que siempre se apilaba en las bodegas.

También lucía una enorme cicatriz en un costado, un recuerdo de un práctico inexperto a los mandos de un remolcador que había calculado mal las distancias en el puerto de Halifax. El Pass of Ballaster era un barco condenado al desguace que seguía navegando por pura suerte.

«Sí —pensó McBride desabrochándose el botón superior de la chaqueta—, no creo que hagamos muchos más viajes a bordo de ti, vieja amiga. Quizá uno o dos más. Quién sabe…».

McBride siempre pensaba en su barco como una vieja dama que, despojada de su belleza y de sus oropeles, trataba de mantener hasta el final una mustia dignidad. En aquel momento consumía sus últimos años como transporte carbonero entre Boston y Bristol.

Todos a bordo eran conscientes de que le quedaban pocos viajes. El Pass of Ballaster ya era demasiado viejo, las reparaciones eran cada vez más costosas, y, sobre todo, el mercado del carbón estaba prácticamente acabado. Tan sólo era cuestión de tiempo que los propietarios del buque se decidiesen a retirarlo de la circulación.

El trayecto de ida, en lastre, había sido perfecto, con un tiempo veraniego que había invitado a los marineros a pasearse con el torso desnudo sobre la cubierta. El embarque en Boston había tenido lugar sin problemas, dejando aparte los rumores sobre una inminente guerra. Y, finalmente, cuatro días antes habían emprendido el camino de vuelta. Aquél tenía que haber sido un viaje como cualquier otro.

Hasta que tropezaron con aquel condenado banco de niebla.

En primer lugar, la radio se había quedado muda. Pese a que el oficial de comunicaciones la había revisado de arriba abajo y juraba que todo estaba en orden, simplemente había dejado de funcionar. Tan sólo rechinaba la estática, con un latido sordo de fondo, un tac-tac-tac seco que se repetía de manera aleatoria, a veces cada pocos minutos.

En otras ocasiones, la radio se quedaba en silencio durante horas, hasta que de golpe, como si recordase que el Pass of Ballaster todavía estaba allí, lanzaba de nuevo una serie de chasquidos sordos y regulares, como un carnicero maníaco dando machetazos sobre el tajo. Y, luego, silencio otra vez.

Además, estaba el frío. Era normal que hiciese algo de fresco dentro de un banco de niebla, por supuesto, pero aquello era distinto. Era un frío intenso que formaba nubes de vaho helado cada vez que alguien respiraba en el exterior y que a cada jadeo parecía querer arrancarte un pedazo de pulmón.

Y, por si fuera poco, desde hacía seis horas tenían un problema con la brújula.

Este caso no había sido como el de la radio, abrupto, sino que se había ido produciendo de forma gradual, pausada. Al principio fue un leve temblor de la aguja, tan sutil que todos pensaron que se debía a las vibraciones que transmitían hasta el puente los dos motores de pistón del buque, tan viejos y cascados como el resto de la embarcación. Pero con el paso de las horas el movimiento de la aguja se había vuelto cada vez más errático y arbitrario.

McBride volvió a inclinarse sobre el compás, aunque era consciente de que lo había hecho hacía apenas diez minutos. La aguja oscilaba violentamente de este a oeste, incapaz de mantenerse quieta más de un segundo.

El capitán tragó saliva. Navegar sin brújula y sin visibilidad en medio de un banco de niebla era una invitación al desastre. Podrían estar dando vueltas en círculos durante horas o, peor aún, perder el rumbo por completo. Y eso era algo que con los motores asmáticos del Pass of Ballaster suponía una apuesta demasiado arriesgada.

Como si le hubiese leído el pensamiento, el timonel, un muchacho que no tenía más de veinte años, se volvió al oír el crujido de la silla de mando.

—Capitán. —La voz del muchacho temblaba, mientras la brújula que estaba situada a su derecha bailaba al mismo ritmo descompuesto que el compás que McBride tenía a su lado—. ¿Qué se supone que debo hacer, señor?

—Mantener el rumbo sin desviarse —ordenó McBride. «Y mantener la tranquilidad, de paso», añadió para sus adentros—. Si no nos hemos desviado de la última estimación, estamos en la ruta correcta. En cuanto salgamos de este banco de niebla, todo irá mejor, hijo.

—Sí, señor —contestó el timonel.

«Nunca demuestres a la tripulación que estás nervioso». McBride casi podía oír en su cabeza la máxima que todos los capitanes de la flota mercante se aprendían de carrerilla en la academia. Qué fácil parecía en tierra, bajo la radiante luz del sol. Allí, en medio de la situación más extraña de toda su carrera, pensaba que no podía haber nada más complicado aquella noche.

Una corriente de aire frío, impregnada de humedad, hizo aletear los bordes de la carta de navegación. El capitán McBride levantó los ojos en el momento en el que Tom O’Leary, el contramaestre del Pass of Ballaster, entraba de espaldas y, peleando con su abrigo, cerraba tras de sí la puerta del puente de mando.

O’Leary, un irlandés cuarentón, rubicundo y delgado, se sacudió la humedad acumulada en la chaqueta mientras rezongaba por lo bajo. McBride lo saludó con un gesto cansado. Su primer oficial era eficiente, pese a ser también una persona nerviosa e irritable.

—¿Se ha llevado a cabo el cambio de guardia?

—Por supuesto, señor —contestó el contramaestre al tiempo que se acercaba hasta la mesa de derrota—. Pero esta maldita niebla me crispa los nervios.

—Sólo es niebla —dijo lacónicamente el capitán, mientras se pasaba la lengua por los labios.

—Ya. Por supuesto —replicó O’Leary, cruzando con el capitán McBride una mirada nerviosa que fue mucho más elocuente que cualquier otra cosa que se pudieran decir—. Tan sólo es niebla, señor.

Ambos mentían. Y ambos lo sabían. Pero de ahí a reconocerlo iba un paso enorme.

Entre los dos sumaban más de cuarenta años de navegación por aquellas aguas, y se habían adentrado en bancos de niebla en infinidad de ocasiones. Muchos habían sido incluso más densos y peligrosos que aquél. Además, era agosto, y la posibilidad de cruzarse con algún iceberg era remota, por no decir imposible. Y ya se habían alejado lo suficiente del banco de Terranova, de modo que no corrían el peligro de chocar contra un pesquero portugués despistado. En teoría, tan sólo era un simple banco de niebla.

Pero ése era, de alguna forma, distinto.

—Esto está cada vez peor —dijo el capitán McBride.

Fantaseó durante unos instantes con la idea de irse a la cama y dejar que el contramaestre se hiciera cargo de la guardia de la noche. Irse a dormir y confiar en que por la mañana se viese de nuevo el sol, la radio funcionase, la brújula no se comportase como si hubiera enloquecido y todo estuviese en orden. Entonces se fijó en la esquina de la ventana de estribor.

«Que me maten si lo que se está formando en esa ventana no es hielo», pensó.

Hielo en agosto. Un cosquilleo extraño le recorrió la columna.

—Señor O’Leary, haga sonar la sirena del barco cada tres minutos en vez de cada cinco. Y mande a otro par de hombres con prismáticos al puesto de vigía, en proa. No quiero chocar con ningún maldito mercante turco de tripulación dormida, o con algún trozo de hielo a la deriva —carraspeó mientras se levantaba—. Alguna corriente del polo debe de haber bajado a esta latitud, y puede que haya arrastrado alguna sorpresa consigo.

—No se preocupe, capitán —contestó O’Leary, mirando a su vez la escarcha del cristal con expresión indescifrable.

El contramaestre saludó y, sin mediar otra palabra, salió del puente y caminó hacia la escalera que llevaba a los camarotes de la tripulación.

El Pass of Ballaster era un barco pequeño que no necesitaba de demasiada dotación para ser guiado. En aquel viaje, la tripulación la componían únicamente el capitán, el propio O’Leary y siete marineros de distintos países.

Cuando el contramaestre abrió la puerta de la sala común, una bofetada de luz le golpeó en la cara. Dentro de las entrañas del barco debían de estar a un par de grados más que en el puente, pero aun así hacía demasiado frío. Aunque la calefacción del barco estaba funcionando a toda máquina, ni siquiera los radiadores, que estaban al rojo vivo, podían atemperar aquella gélida sensación.

O’Leary entró en el comedor, donde los dos marineros que estaban en ese turno de guardia se habían refugiado para tratar de entrar en calor. Ambos estaban sentados en una mesa, jugando una partida de cribbage que parecía no tener un ganador claro.

—Muchachos, el viejo quiere a dos de vosotros en el puesto de vigía de proa —masculló mientras les daba una palmada amistosa en la espalda a los marineros—. ¿Hay algún voluntario?

—¡Oh, vamos, señor O’Leary! —protestó uno de ellos. Era un muchacho pecoso y desgarbado de unos dieciocho años, con más acné que barba en la cara—. ¡Hace una noche de perros! ¡Y no se ve nada ahí fuera!

—Precisamente por eso, Duff, precisamente por eso —replicó con paciencia el contramaestre mientras se servía un vaso de brandy y se volvía hacia el otro marinero, un hombre de mediana edad, bajo y corpulento como un forzudo de circo, con el rostro coronado por unas espesas cejas negras que parecían tener vida propia—. Stepanek, tú y el muchacho os vais al nido de proa con un par de prismáticos y mantenéis los ojos abiertos. Si hay algún problema, avisáis al puente.

—Entendido, jefe —contestó Stepanek mientras recogía resignadamente la baraja y la guardaba en una caja de cartón.

Era un marinero veterano con un marcado acento eslavo. Ya había pasado por muchos buques y sabía que en ocasiones, por muy desagradable que fuese la orden, no quedaba más remedio que obedecer sin rechistar. Y, ciertamente, tener que subir al nido de vigía en medio de aquella niebla húmeda y pegajosa era un destino muy poco agradable.

—Mandaré que os releven dentro de tres horas, pero mientras tanto quiero que estéis despiertos. Si os dormís y chocamos con algo, juro por Dios que os estrangularé con mis propias manos antes de que el barco se vaya a pique y nos ahoguemos todos. ¿Está claro?

—Clarísimo, señor —replicó Stepanek al tiempo que se abrochaba la pesada parka de mal tiempo y se colgaba los binoculares del cuello. Se volvió hacia el marinero más joven y le revolvió el pelo—. Venga, chico. Tenemos que ir a contar gaviotas.

—¿Gaviotas? ¿Qué gaviotas, Step?

—A veces me pregunto cómo diablos conseguiste llegar a bordo tú solo, chico —resopló Stepanek mientras meneaba la cabeza y arrastraba tras de sí al joven marinero hacia el exterior.

En cuanto salieron a cubierta, los dos hombres comenzaron a tiritar. La niebla se extendía en zarcillos húmedos y viscosos en todas direcciones, y hacía que las luces brillasen con un tono apagado y mortecino.

—No se ve nada —rezongó Duff—. Y en el nido no va a ser distinto.

—Me alegra tener su opinión, excelencia —replicó Stepanek, sarcástico—. Y ahora, si has acabado de quejarte, tenemos que subir a ese mástil antes de que el jefe salga de nuevo. Como choquemos contra algo nos arrancarán la piel a tiras. ¡Mueve el culo! ¡Vamos!

El puesto de vigía de proa era una especie de cubilete colgado en lo alto de un largo mástil de veinte metros de altura. Además de sostener el nido, la única otra función del mástil era servir de base para la antena de la radio. Casi nunca había que subir hasta allí arriba, de forma que el único acceso era una escala adosada al poste de acero. Aquella escala estaba formada por un montón de pequeños zunchos de hierro adosados al palo, y en aquel momento todos y cada uno de ellos brillaban de manera homicida, recubiertos por una discreta capa de hielo.

—Vigila dónde pones los pies —gruñó Stepanek—. Si te caes desde arriba, tus sesos llegarán a Bristol antes que el resto del barco.

A su manera, disfrutaba chinchando al novato. Por toda respuesta, Duff emitió un gemido ahogado.

Durante un largo minuto subieron por la escala, gruñendo y pateando cada uno de los zunchos antes de apoyar el pie en ellos. Finalmente, llegaron al nido y se apretujaron en el pequeño espacio disponible. En una esquina, adosado al mástil, había un aparatoso teléfono negro conectado a otro igual en el puente de mando.

—¿Ves? Lo que te dije —gruñó Duff—. No se ve nada desde aquí arriba.

—¿Y qué pretendías? ¿Que hiciese sol? ¡Coge estos prismáticos y cubre tu lado, zoquete! —replicó Stepanek mientras le lanzaba los binoculares.

Stepanek reconoció para sus adentros que el novato tenía parte de razón. Aun a veinte metros de altura, la visibilidad no había mejorado ni un ápice. Lo cierto era que la niebla se estaba volviendo cada vez más espesa.

Desde el nido no se distinguía ni la proa del barco ni la cubierta, y a duras penas se adivinaban las luces amortiguadas del puente de mando. Por un instante, tuvo la sensación de que ambos estaban solos en el universo, suspendidos en medio de una masa esponjosa y húmeda del color del hueso de un muerto.

Stepanek sacudió la cabeza, incómodo. Había algo que no acababa de encajar en todo aquello.

Se volvió hacia Duff para cerciorarse de que el novato estaba sujeto con un cabo a la barandilla del nido. Entonces levantó el teléfono y comprobó la línea.

Funcionaba. El pitido era débil, pero constante.

Con la mano que le quedaba libre sacudió la base de la antena, para estar seguro de que estaba bien anclada. Todo estaba en orden.

Pero algo estaba mal. Tardó un rato en darse cuenta.

El silencio.

Todos los sonidos habían desaparecido por completo. No se oía el rugido de los motores, ni siquiera el golpeteo de las olas contra el casco del Pass of Ballaster.

Era como estar metido en un ataúd.

—Tengo frío —dijo Duff en voz baja, tiritando. Al cabo de un segundo añadió, como avergonzado—: Y miedo.

—Cállate —replicó Stepanek. Una sensación de urgencia reptaba lentamente por su interior. Sentía cómo la piel se le erizaba, y no era sólo de frío. Allí fuera había algo. Podía notarlo.

—El purgatorio debe de ser un sitio parecido a esto —musitó Duff, removiéndose inquieto. Tenía los prismáticos colgados de las manos, y no miraba a ninguna parte en particular. Pese al frío que decía sentir, estaba sudando.

Stepanek lo miró de nuevo y pensó en decirle alguna cosa, pero justo en ese instante le pareció atisbar algo por el rabillo del ojo. Giró la cabeza a su derecha, y después a la izquierda. Allí…

—¿Tú has visto algo? —le preguntó a Duff.

—¿El qué? —repuso—. Ya te digo que…

Entonces lo vieron. O, más bien, lo adivinaron. Surgió de golpe, frente a la proa del Pass of Ballaster, como si hubiese estado esperando allí a que el carbonero pasase a su lado. Era una sombra negra, enorme, alargada, y se precipitaba al encuentro del buque a toda velocidad.

—¡Joder! —gritó Stepanek.

El marinero se arrojó sobre el teléfono y apartó de un golpe a Duff, que se había quedado embobado mirando la enorme sombra.

—¡Colisión, colisión, colisión! —aulló por el micrófono—. ¡Iceberg a proa, justo frente a nosotros! ¡Virad rápido! ¡Virad rápido, joder!

Durante unos segundos interminables, nada pareció cambiar. El Pass of Ballaster continuó su rumbo, aparentemente inmutable, corriendo al encuentro de aquella sombra que se cruzaba en su camino. Luego, muy lentamente, comenzaron a pasar cosas. Los dos marineros notaron cómo el poste comenzaba a temblar, sacudido por las vibraciones de los motores del barco al cambiar de régimen. Llegó hasta ellos el débil sonido de los motores rugiendo a toda potencia, mientras la proa del barco se empezaba a desviar despacio, grado a grado, de la mancha oscura que cada vez se hacía más grande frente a sus ojos.

«Demasiado despacio —se dijo Stepanek—. Nos vamos a estrellar».

—¡Virad más! —gritó por el teléfono. Su voz se había transformado en un graznido estrangulado—. ¡Virad toda, por Dios, o nos matamos!

Si el Pass of Ballaster hubiese sido un poco más grande o hubiese ido un poco más rápido, una virada a tan poca distancia habría sido imposible. Sin embargo, el pequeño buque comenzó a responder y, metro a metro, palmo a palmo, se fue desviando del obstáculo, que ya estaba mucho más cerca.

«Lo vamos a lograr. Puede que lo logremos». Stepanek pensaba a toda velocidad mientras el objeto crecía lentamente. Era el iceberg más grande que jamás hubiese visto, al menos el doble de alto que el punto más elevado del buque carbonero, y muchísimo más largo. La niebla lo envolvía, apretada como un sudario, pero sus dimensiones podían adivinarse bajo el reflejo de los faroles de proa del Pass of Ballaster.

Finalmente, con la lentitud de un gato al desperezarse, la proa del buque apuntó hacia la negrura profunda de la noche y evitó el desastre por menos de diez metros de distancia.

—¡Ha faltado poco! —gritó palmeando la espalda de Duff—. ¡Casi nos comemos ese maldito iceberg! ¡Esta vez ha pasado muy cerca, por la sangre de…!

—Di que paren las máquinas —contestó Duff, con la mirada vidriosa. Su voz era extrañamente queda. No miraba hacia Stepanek, sino hacia su espalda.

—¿Qué? ¿De qué puñetas hablas? —replicó el marinero.

—Di que paren las máquinas —repitió Duff, con voz pastosa. Parecía que se hubiese comido un kilo de algodón.

—¿Por qué quieres que paremos las máquinas? —preguntó Stepanek mientras todo su entusiasmo se desplomaba y se transformaba en algo parecido al pánico. Sabía que debía darse la vuelta. Mirar hacia donde miraba Duff. Pero no quería hacerlo. Temía la respuesta.

—No es un iceberg —fue la respuesta de Duff, que no apartaba la mirada del horizonte.

Sintiendo que todo iba a cámara lenta, Stepanek se volvió sin soltar el teléfono de su mano agarrotada. Entonces abrió mucho los ojos y comenzó a rezar quedamente en croata, algo que no hacía desde que era un niño.

Flotando, silenciosa y oscura, a menos de veinte metros de la borda del Pass of Ballaster, se levantaba la proa de un enorme buque varias veces más grande, detenido en medio del mar, totalmente inmóvil y con todas las luces apagadas.

Sobre el escobén del ancla, a varios metros de altura por encima de ellos, se podía leer su nombre.

Valkirie.