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Y EL LORO…

¿Y el loro? Bien, tardé casi dos años en resolver el Caso del loro disecado. Las cartas que escribí al regresar de mi primera visita a Rouen no produjeron ningún resultado útil; ni siquiera obtuve respuesta para algunas de ellas. Cualquiera hubiese dicho que yo no era más que un chiflado, un senil estudioso aficionado empeñado en investigar trivialidades y que hacía patéticos esfuerzos por conquistar la fama. En realidad, los jóvenes están mucho más chiflados que los viejos; y son mucho más egoístas, suicidas e incluso más condenadamente raros. Lo que pasa es que la prensa les trata con más indulgencia. Cuando alguna persona de ochenta, o sesenta, o cincuenta y cuatro años se suicida, la gente suele decir que se le ha ablandado el seso, que tiene la clásica depresión post-menopáusica, o que se ha dejado arrastrar por un último arrebato de mezquina vanidad que sólo pretende conseguir que los demás se sientan culpables. Cuando el que se suicida es una persona de veinte años, la gente suele decir que se trata de un noble acto de rechazo de la miserable vida que le ofrece la sociedad, un acto no solamente de valentía sino también de rebeldía moral y social. ¿Vivir? Que vivan los viejos. Todo esto no es más que pura y simple chifladura, naturalmente. Y hablo en mi calidad de médico.

Y ahora que estábamos tratando de esta cuestión, debería añadir que la suposición de que Flaubert pudiera haberse suicidado también es pura chifladura. La chifladura de una sola persona: un vecino de Rouen que se llamaba Edmond Ledoux. Este fantaseador emerge dos veces en la biografía de Flaubert; en cada ocasión, se limita a difundir chismorreos. Su primera intervención le sirve para afirmar que Flaubert llegó a ser prometido de Juliet Herbert. Ledoux pretendió haber visto un ejemplar de La Tentation de saint Antoine dedicado por Gustave a Juliet, con las palabras «A ma fiancée». Es extraño que lo viera en Rouen, y no en Londres, que es donde Juliet vivía. Es extraño que nadie más viera nunca este ejemplar. Es extraño que este ejemplar haya desaparecido. Es extraño que Flaubert no mencionara nunca este compromiso. Es extraño que hiciera una cosa tan diamétricamente opuesta a sus ideas.

También es extraño que la otra afirmación calumniosa de Ledoux —el supuesto suicidio— fuese igualmente en contra de las más profundas creencias del escritor. Escuchémosle. «Tengamos la modestia de los animales heridos, que se retiran a un rincón y permanecen en silencio. El mundo está lleno de gente que protesta en contra de la Providencia. Aunque sólo sea por conservar los buenos modales, hay que evitar el comportarse como esos.» Y de nuevo esa cita que dormita en mi cabeza: «Los que son como nosotros necesitan tener la religión de la desesperanza. A fuerza de repetirse “¡Es así! ¡Es así!”, y de contemplar el agujero negro, al final logramos la calma.»

Estas no son palabras de un suicida. Son palabras de un hombre cuyo estoicismo es tan profundo como su pesimismo. Los animales heridos no se suicidan. Y la persona capaz de comprender que contemplar el agujero negro fomenta la calma no es de las que se arrojan a él. Quizá fuera éste el pie del que Ellen cojeaba: era incapaz de bajar la vista y mirar fijamente el agujero negro. Lo único que podía hacer era mirarlo por el rabillo del ojo, una y otra vez. Si le echaba una sola ojeada se desesperaba, y la desesperación la impulsaba a buscar alguna cosa con la que distraerse. Hay quienes procuran no ver el agujero negro; otros lo ignoran. Los que lo miran una y otra vez acaban sintiéndose obsesionados por él. Ella eligió la dosificación exacta: fue en la única ocasión en que pareció servirle de algo el haber estado casada con un médico.

El relato que Ledoux hace del suicidio dice así: Flaubert se ahorcó en el baño. Supongo que es más plausible que si hubiera dicho que se electrocutó con somníferos; pero, la verdad… Lo que ocurrió en realidad fue lo siguiente. Flaubert se levantó de la cama, se bañó con agua caliente, tuvo un ataque de apoplejía, y llegó dando traspiés hasta el sofá de su estudio; allí le encontró expirando el médico que posteriormente firmó el certificado de defunción. Eso fue lo que pasó. Fin. El primero de los biógrafos de Flaubert habló con ese médico, y punto. La versión de Ledoux exige que se produjera la siguiente serie de acontecimientos: Flaubert se metió en la bañera llena de agua caliente, se ahorcó de un modo que todavía nadie ha sabido explicar, y después logró salir de la bañera, esconder la cuerda, llegar hasta su estudio, desplomarse en el sofá y, cuando llegó el médico, consiguió morirse no sin antes haber fingido los síntomas de alguien que ha sufrido una apoplejía. La verdad, es ridículo.

Dicen que no hay humo sin fuego. Pues lamento decir que sí puede haberlo. Edmond Ledoux es un magnífico ejemplo de humo espontáneo. ¿Y quién era, además, este tal Ledoux? Parece que no hay nadie que lo sepa. No era ninguna autoridad en nada. Es un absoluto don nadie. Sólo existe como la persona que dijo dos mentiras. Es posible que algún miembro de la familia Flaubert le hiciera algún daño (¿quizá Achille no logró curarle un juanete?) y se vengó de esta forma. Porque sus afirmaciones suponen que ningún libro sobre Flaubert puede terminar sin analizar la hipótesis del suicidio, aunque siempre para concluir diciendo que esa afirmación es insostenible. Ya lo ve, aquí ha pasado lo mismo. Otra larga digresión cuyo tono de indignación moral será con toda probabilidad contraproducente. Y lo que yo pretendía era escribir sobre loros. Ledoux no tenía, al menos, ninguna teoría acerca de ellos.

Pero yo sí la tengo. Y no es solamente una teoría. Tal como iba diciendo, me costó casi dos años. No, eso sería jactancia: lo que quería decir en realidad es que pasaron dos años entre el momento en que se planteó la pregunta y el momento en que quedó resuelta. Uno de los académicos más esnobs a los que escribí llegó incluso a insinuar que este asunto carecía por completo de interés. Bueno, supongo que tiene que proteger su territorio. Sin embargo, hubo alguien que me dio el nombre de M. Lucien Andrieu.

Decidí no escribirle; al fin y al cabo, hasta ese momento mis cartas no habían obtenido resultados. En lugar de eso preferí viajar en verano a Rouen, el mes de agosto de 1982. Me alojé en el Grand Hôtel du Nord, contiguo al Gros Horloge. En una esquina de mi habitación, bajaba del techo al suelo un tubo de desagüe sanitario muy mal aislado que, cada cinco minutos más o menos, se ponía a rugir estruendosamente, como si se llevase la porquería de todo el hotel. Después de cenar me tendí en la cama y estuve oyendo esporádicos estallidos de evacuaciones galas. Entonces el Gros Horloge dio la hora con una proximidad vociferante y metálica, como si estuviese dentro del armario. Me pregunté qué posibilidades tenía de dormir.

Aquellos temores eran infundados. A partir de las diez en punto el tubo de desagüe se calló; y lo mismo hizo el Gros Horloge. Aunque de día sea una atracción turística, por la noche Rouen tiene la precaución de desconectar sus campanas para que los visitantes puedan conciliar el sueño. Permanecí en la cama con las luces apagadas y pensé en el loro de Flaubert: para Félicité era una versión grotesca pero lógica del Espíritu Santo; para mí, un tembloroso y elusivo emblema de la voz del escritor. Cuando Félicité agonizaba en su cama, el loro volvió a visitarla en forma magnificada, y le abrió las puertas del Cielo. Cuando yo empezaba a dormirme, me pregunté cuáles serían mis sueños.

No fueron sueños de loros. En lugar de soñar con loros tuve mi clásico sueño de ferrocarriles. Un cambio de tren en Birmingham, en un momento indeterminado de la guerra. El furgón de cola al extremo del andén, alejándose. Mi maleta rozándome el gemelo. El tren con todas las luces apagadas; la estación apenas iluminada. Un horario que no soy capaz de leer, una confusión de cifras. No hay ya esperanza; el último tren ha partido; desolación, oscuridad.

Cualquiera hubiese dicho que un sueño así debería terminar una vez transmitido su mensaje. Pero los sueños no tienen en cuenta la impresión que causan en quien los sueña, y carecen de sensibilidad. El sueño de la estación —que tengo cada tres meses aproximadamente— se limita e repetirse, como un pedazo de película que vuelve a ser proyectado una y otra vez, hasta que por fin me despierto sintiendo una fuerte depresión, y el pecho cargado. Aquella mañana desperté a los sones acompasados de la hora y la mierda: el Gros Horloge y mi tubo de desagüe. El tiempo y la mierda. Seguramente Gustave se reía a carcajadas.

En el Hôtel-Dieu me acompañó el mismo severo gardien de bata blanca que la otra vez. En la parte medicinal del museo me fijé en una cosa que me había pasado por alto: una clisobomba que permitía que el enfermo se aplicara personalmente la lavativa. Precisamente las que odiaba Gustave Flaubert: «Ferrocarriles, venenos, clisobombas, tartas à la crème». El aparato constaba de un estrecho taburete de madera, un tubito y un asa vertical. Para aplicarse la lavativa bastaba con sentarse a horcajadas en el taburete, introducirse poco a poco el tubito, y llenarse luego de agua. Bueno, al menos permitía hacerlo con cierta intimidad. El gardien y yo soltamos una carcajada conspiratoria; le dije que era médico. Él sonrió y fue a buscar una cosa que estaba seguro que iba a interesarme.

Regresó con una gran caja de cartón, de las de zapatos, en cuyo interior había dos cabezas humanas bastante bien conservadas. La piel seguía estando intacta, aunque los años le habían dado un tono pardo: tan pardo, quizá, como la mermelada del viejo tarro. La mayor parte de los dientes estaban en su sitio, pero no habían sobrevivido los ojos ni el pelo. A una de las cabezas le habían puesto una peluca morena bastante tosca, y un par de ojos de cristal (¿de qué color eran? No me acuerdo; pero estoy seguro de que no eran tan complicados como los ojos de Emma Bovary). Este intento de hacer que la cabeza pareciese más realista había resultado en un rotundo fracaso: parecía una máscara infantil, de las que se usan para asustar a los amigos, una de esas que venden en las tiendas de artículos de broma.

El gardien me explicó que esas cabezas eran obra de Jean-Baptiste Laumonier, antecesor de Achille-Cléophas Flaubert en el hospital. Laumonier estudiaba nuevos métodos para la conservación de los cadáveres; y el ayuntamiento le había dado autorización para que hiciese experimentos con las cabezas de los criminales ajusticiados. Entonces me acordé de un incidente ocurrido durante la infancia de Gustave. Una vez, cuando iba de paseo con su Oncle Parain, a los seis años, pasó junto a una guillotina que acababa de ser utilizada: los guijarros estaban empapados de sangre. Mencioné esperanzadamente esta circunstancia, pero el gardien hizo un gesto negativo con la cabeza. Hubiera sido una bonita coincidencia, pero las fechas eran incompatibles. Laumonier murió en 1818; además, los dos especímenes de la caja de zapatos no habían muerto en la guillotina. Me mostró los profundos pliegues de la piel del cuello, bajo la mandíbula, el lugar en donde se había cerrado el lazo del verdugo. Cuando Maupassant vio en Croisset el cadáver de Flaubert, notó que tenía el cuello oscuro e hinchado. Suele ocurrir con las apoplejías. No es señal de que esa persona se haya ahorcado en el baño.

Seguimos avanzando por el museo hasta que llegamos a la sala en donde estaba el loro. Saqué mi cámara Polaroid, y obtuve autorización para hacer la foto. Mientras mantenía debajo del sobaco la placa que estaba revelándose, el gardien señaló la carta fotocopiada que había visto yo en mi primera visita. Es de Gustave Flaubert y está dirigida, el 28 de julio de 1876, a Mme. Brainne: «¿Sabe usted qué es lo que tengo en mi mesa, ante mi vista, desde hace tres semanas? Un loro disecado. Permanece ahí como un centinela de guardia. Su imagen empieza a irritarme. Pero lo conservo ahí para llenarme el cerebro de la idea de loro. Porque estoy escribiendo actualmente la historia de los amores de una chica vieja y un loro.»

—Este es el auténtico —dijo el gardien dando un golpecito en la campana de cristal que teníamos ante nosotros—. Este es el auténtico.

—¿Y el otro?

—El otro es un impostor.

—¿Cómo puede estar seguro?

—Muy sencillo. Este procede del Museo de Rouen.

Y diciendo esto señaló un sello redondo que había en un extremo de la percha, y luego me hizo fijar en una página fotocopiada del registro del museo. Era una lista de artículos prestados a Flaubert. La mayor parte de las palabras de la lista estaban escritas en algún tipo de taquigrafía del museo que fui incapaz de descifrar, pero el préstamo del loro amazónico se entendía perfectamente. La serie de rayitas que habían sido trazadas en la última columna de la página mostraba que Flaubert había devuelto al museo cada uno de los artículos que había tomado en préstamo. Incluido el loro.

Me sentí ligeramente decepcionado. Siempre había dado sentimentalmente por supuesto —sin auténtico motivo— que el loro había sido encontrado entre los efectos del escritor después de su muerte (esto explicaba, sin duda, que yo hubiese dado por supuesto que el loro auténtico era el de Croisset). Naturalmente, aquella fotocopia no demostraba nada. O, a lo sumo, una sola cosa, que Flaubert había tomado en préstamo un loro del museo, y que lo había devuelto. El sello del museo era un poco engañoso, pero no constituía una prueba concluyente…

—El auténtico es el nuestro —repitió innecesariamente el gardien cuando me acompañaba a la salida. Era como si se hubiesen invertido nuestros papeles: no era yo quien necesitaba garantías, sino él.

—Estoy seguro de que tiene usted razón.

Pero no estaba en absoluto seguro. Me fui en coche a Croisset y fotografié el otro loro. También tenía un sello del museo. Le dije a la gardienne que sí, que su loro era el auténtico, y que no cabía la menor duda de que el del Hôtel-Dieu era un impostor.

Después de comer me dirigí al Cimetièré Monumental. «El odio contra el burgués es el comienzo de la virtud», escribió Flaubert; y sin embargo está enterrado entre las familias más importantes de Rouen. En uno de sus viajes a Londres fue a visitar el cementerio de Highgate y lo encontró excesivamente pulcro: «Parece que toda esta gente haya muerto con los guantes blancos puestos.» En el Cimetière Monumental llevan frac y todas las condecoraciones, y han sido enterrados con sus caballos, sus perros y sus institutrices inglesas.

La tumba de Gustave es pequeña y carece de pretensiones; en este escenario, no obstante, el efecto que produce no es el de darle apariencia de artista, de antiburgués, sino más bien el de convertirle en un burgués que no logró triunfar. Me apoyé en la verja que circunda la parcela familiar —incluso en la muerte se pueden tener propiedades permanentes— y saqué mi ejemplar de Un cœur simple. La descripción que da Flaubert del loro de Félicité al comienzo del capítulo cuarto es muy breve: «Se llamaba Loulou. Tenía el cuerpo verde, la punta de las alas rosa, la frente azul, y la garganta dorada.» Comparé mis dos fotos. Los dos loros tenían el cuerpo verde; los dos tenían la punta de las alas de color rosa (más rosa en la versión del Hôtel-Dieu). Pero la frente azul y la garganta dorada pertenecían, sin la menor duda, al loro del Hôtel-Dieu. El loro de Croisset lo tenía justo del revés: la frente dorada y la garganta de un verde azulado.

La verdad, con esto parecía quedar resuelta la cuestión. De todos modos, telefoneé a M. Lucien Andrieu y le expliqué, sin entrar en detalles, qué asuntos me interesaban. Me invitó a visitarle al día siguiente. Cuando me dio las señas —Rue de Lourdines— imaginé cómo era la casa desde la que estaba hablándome, la casa sólida y burguesa de un especialista de Flaubert. Las mansardas con su oeil-de-boeuf; el ladrillo visto de tono rosado, los adornos Segundo Imperio; en el interior, fría seriedad, librerías con puertas de cristal, el parqué encerado y, en las esquinas, unas lámparas de pergamino; me olía a casa de hombre soltero, amueblada como un club de lujo.

Esta casa construida en tan pocos instantes era una impostora, un sueño, una ficción. La verdadera casa del estudioso de Flaubert estaba en la zona sur de Rouen, al otro lado del río, en un barrio semiabandonado, con pequeñas fábricas achaparradas entre hileras de casas baratas de ladrillos rojos. Parecía que los camiones no pudiesen caber en aquellas calles; casi ninguna tienda, y poquísimos bares; en uno de ellos ofrecían, como plat du jour, téte de veau. Justo antes de entrar en la Rue de Lourdines hay un poste que indica el camino hacia el matadero de Rouen.

Monsieur Andrieu me esperaba en el umbral. Era un hombre bajito y anciano con americana de mezclilla, zapatillas de mezclilla y sombrero de mezclilla. Llevaba tres filas de seda de colores en la solapa. Se quitó el sombrero para estrecharme la mano, y luego volvió a ponérselo; su cabeza, me explicó, era bastante fragile en verano. Me dijo que tendría que llevar el sombrero puesto incluso dentro de la casa. Algunas personas habrían podido pensar que esto era una chifladura. A mí no me lo pareció. Hablo en mi calidad de médico.

Me informó de que contaba setenta y siete años, y era el secretario, y el más viejo superviviente, de la Société des Amis de Flaubert. Nos sentamos a uno y otro lado de una mesa de una habitación de la fachada cuyas paredes estaban repletas de chucherías: placas conmemorativas, medallones de Flaubert, un cuadro del Gros Horloge pintado por el propio M. Andrieu. Era un lugar pequeño y atestado de objetos, tan curioso como personal: algo así como una versión más pulcra de la habitación de Félicité, o del pabellón de Flaubert. Me señaló una caricatura que le había hecho un amigo; le mostraba disfrazado de pistolero, con una gran botella de calvados asomando por el bolsillo trasero del pantalón. Hubiese tenido que preguntarle por qué motivo había sido caracterizado con un aspecto tan feroz mi simpático y apacible anfitrión; pero no lo hice. En lugar de eso, saqué mi ejemplar del libro de Enid Starkie, Flaubert: the Making of a Master, y le enseñé el frontispicio.

C’est Flaubert, ça? —pregunté, sólo para obtener una confirmación definitiva.

Él tragó saliva.

C’est Louis Bouilhet. Oui, oui, c’est Bouilhet.

No era, evidentemente, la primera vez que se lo preguntaban. Después le pregunté acerca de un par o tres de detalles, y por fin mencioné los loros.

—Ah, los loros. Hay dos.

—Sí. ¿Sabe usted cuál de los dos es el auténtico, y cuál el impostor?

Volvió a tragar saliva.

—El museo de Croisset fue inaugurado en 1905 —me dijo—. El año de mi nacimiento. No fui testigo presencial de ese momento, claro. Reunieron todo lo que consiguieron encontrar… Bueno, usted mismo habrá podido verlo. —Hice un gesto de asentimiento—. No había gran cosa. Muchos objetos ya se habían dispersado. Pero el conservador pensó que había una cosa importante que sí podían tener allí, el loro de Flaubert. Loulou. De modo que se dirigió al Museo de Historia Natural y dijo, ¿podrían devolvernos el loro de Flaubert, por favor? Nos iría muy bien para el pabellón. Y los del museo le dijeron: pues claro que sí, venga por aquí.

Monsieur Andrieu ya había contado esta historia otras veces. Se sabía las pausas de memoria.

—Pues bien, condujeron al conservador al sitio donde guardaban los artículos de la colección que no estaban expuestos. ¿Quiere usted un loro?, le dijeron. Vamos a la sección de los pájaros. Abrieron una puerta, y contemplaron ante ellos…, cincuenta loros. Une cinquantaine de perroquets!

»¿Quiere saber qué hicieron entonces? Hicieron lo más lógico, lo más inteligente que podían hacer. Volvieron a la habitación con un ejemplar de Un cœur simple y leyeron la descripción que hace Flaubert de Loulou. —Lo mismo que había hecho yo el día anterior—. Y entonces escogieron el loro que más se parecía a la descripción.

»Al cabo de cuarenta años, terminada la última guerra, el Hôtel-Dieu decidió comenzar a reunir su propia colección. También ellos fueron al museo y dijeron, por favor, queremos el loro de Flaubert. Desde luego, dijeron los del museo, elijan ustedes mismos. De modo que también ellos consultaron Un cœur simple, y eligieron el loro que más se parecía al descrito por Flaubert. Y por eso hay dos loros.

—De modo que el pabellón de Croisset, que fue el primero en elegir, debe de ser el que posee el loro auténtico, ¿no cree?

M. Andrieu adoptó una expresión escéptica. Se retiró el sombrero hacia la nuca. Yo le enseñé mis fotos.

—Suponiendo que fuese así, ¿qué opina de esto?

Cité la conocida descripción del loro, y señalé la frente y la garganta del loro de Croisset, que no coinciden con lo que dice el libro. ¿Cómo es que el loro elegido en segundo lugar se parece más al loro descrito por Flaubert que el loro elegido en primer lugar?

—Bien. Debe recordar usted dos cosas. La primera, que Flaubert era un artista. Era un escritor de la imaginación. Y era capaz de cambiar un dato para mejorar la cadencia; era su forma de trabajar. ¿Cree usted que por el simple hecho de que tomase prestado un loro iba a describirlo tal como lo veía? ¿Por qué no pudo haber alterado los colores a fin de que sonara mejor?

»Y la segunda es que después de terminar el cuento, Flaubert devolvió el loro al Museo. Esto ocurrió en 1876. El pabellón no fue inaugurado hasta pasados treinta años. Ya sabe que los animales disecados son atacados por la polilla. Acaban desmenuzados. Eso fue lo que le ocurrió al loro de Félicité, ¿no es cierto? Se le salió el relleno.

—Cierto.

—Y es posible que con el tiempo les cambie el color. Naturalmente, no soy un experto en el campo de la disecación de animales.

—Entonces, ¿quiere usted decir que es posible que cualquiera de los dos sea el auténtico? Es más, ¿que no lo sea ninguno de los dos?

Abrió lentamente las manos sobre la mesa, como un malabarista que tranquiliza a su público. Yo tenía que formularle una última pregunta.

—¿Quedan todavía más loros en el museo? ¿Quedan los cincuenta?

—No lo sé. No lo creo. Debería usted saber que durante los años veinte y treinta, en mi juventud, se pusieron de moda los animales disecados. La gente se los ponía en la sala de estar. Les parecían muy bonitos. Y muchos museos vendieron buena parte de sus colecciones, los animales que no les hacían ninguna falta. ¿Por qué razón tenían que guardar cincuenta loros del Amazonas? Si se los quedaban, lo más probable era que se echasen a perder. No sé cuántos tienen ahora. En mi opinión, el museo vendió la mayor parte.

Nos estrechamos la mano. En el umbral, M. Andrieu se descubrió, dejando brevemente al desnudo su frágil cabeza al sol de agosto. Me sentí satisfecho y decepcionado al mismo tiempo. Era una respuesta, y no lo era; era un final, pero no era un final. Como ocurre con los últimos latidos de Félicité, la historia agonizaba «como una fuente que se seca, como un eco que se desvanece». Bien, quizá es tal como debería ser.

Había llegado la hora de la despedida. Como un médico concienzudo, hice mi ronda de las tres estatuas de Flaubert. ¿En qué estado se encontraba? En Trouville sigue haciendo falta que le reparen el bigote; pero, al menos, el remiendo del muslo no se nota tanto. En Barentin se le empieza a resquebrajar la pierna, tiene un agujero en un extremo de la levita, y ha aparecido una decoloración musgosa en la mitad superior del tronco; miré un rato las marcas verdosas del pecho, entrecerré los ojos, e intenté transformarle en un intérprete cartaginés. En Rouen, en la Place des Carmes, se mantiene estructuralmente fuerte y firme con su aleación de un noventa y tres por ciento de cobre y un siete por ciento latón; pero siguen formándosele vetas coloreadas. Es como si cada año llorase más lágrimas cúpricas, que cubren su cuello de venas brillantes. No me parece inapropiado: Flaubert fue siempre un gran llorón. Las lágrimas resbalan hacia abajo por todo su cuerpo, con lo cual ahora lleva un chaleco de fantasía y en las perneras del pantalón aparecen unas listas laterales, como si llevase pantalones de gala. Tampoco esto me parece poco apropiado: nos recuerda que, además de vivir en el retiro de Croisset, también disfrutó de los salones.

Unos cuantos cientos de metros más al norte, en el Museo de Historia Natural, me condujeron al primer piso. Esto sí que fue una sorpresa; yo había dado por supuesto que los artículos no exhibidos en los museos se guardan siempre en los sótanos. Probablemente hoy en día sitúan en esta última zona los locales de las cafeterías y la venta de recuerdos y los video-juegos, y todo aquello que facilita el aprendizaje. ¿Por qué está la gente tan empeñada en que el aprendizaje sea como un juego? Disfrutan dándole a todo un tono infantil, incluso para los adultos. Especialmente para los adultos.

Era una habitación pequeña, más o menos de dos metros y medio por tres metros, con ventanas a la derecha y estantes en perspectiva a la izquierda. A pesar de que colgaban del techo algunas bombillas, esta cámara acorazada del ático estaba bastante oscura. Era una tumba, pero al mismo tiempo no era del todo una tumba: algunas de aquellas criaturas serían sacadas de nuevo a la luz, y sustituirían a aquéllos de sus colegas que se hubieran pasado de moda o que hubieran sido comidos por la polilla. De modo que se trataba de una habitación ambivalente: en parte era un depósito de cadáveres, pero también era como un purgatorio. Su olor también era incierto: entre el de un quirófano y el de una tienda de quincalla.

En todos los rincones hacia los que me volvía iba encontrando pájaros y más pájaros. Un estante tras otro de pájaros, todos ellos rociados de un pesticida de color blanco. Me condujeron al tercer pasillo. Me abrí paso cautelosamente entre los estantes y después alcé la vista. Allí, en fila, se encontraban los loros del Amazonas. Sólo quedaban tres de los cincuenta que llegó a haber. El posible tono chillón de sus colores quedaba difuminado bajo la capa de polvo pesticida que los cubría. Me miraron los tres de forma interrogadora, como otros tantos viejos casposos y deshonrosos. Parecían —tengo que admitirlo— un poco chiflados. Me quedé mirándolos durante un minuto más o menos, y luego me escabullí lejos de allí.

Quizá fuese uno de ellos.