RELATO PURO
Piense usted lo que quiera, pero esto es un relato puro.
Cuando ella muere, al principio no te sorprendes. Parte del amor consiste en prepararse para la muerte. Cuando ella muere sientes que tu amor queda confirmado. Lo habías previsto correctamente. Esto formaba parte del asunto.
Después viene el enloquecimiento. Y luego la soledad: pero no es esa soledad espectacular que te habías imaginado, ni tampoco el interesante martirio de la viudedad, sino simple soledad. Te esperabas una cosa casi geológica —el vértigo en una garganta cortada a pico— pero no se le parece en nada; se trata simplemente de una amargura tan cotidiana como el trabajo. ¿Qué decimos los médicos? Lo siento muchísimo, Mrs. Blank; primero habrá, desde luego, un período en el que llorará a su esposo, pero le aseguro que al final podrá superarlo; mire, tómese un par de pastillas de estas al acostarse; quizá le iría bien interesarse por alguna actividad nueva; ¿reparación de automóviles, baile?; no se preocupe, dentro de seis meses ya estará usted repuesta; vuelva a consultarme siempre que quiera; ah, enfermera, cuando telefonee, dígale que siga tomando esas pastillas; no, no hace falta que la vea yo, al fin y al cabo, la que ha muerto no es ella, contéstele con voz animada. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
Y entonces te ocurre a ti. No es nada glorioso. Es simplemente tiempo, nada más que tiempo. En su «Copie» Bouvard y Pécuchet anotan un consejo acerca de Cómo olvidar a los amigos fallecidos: dice Trotulas (de la escuela de Salerno) que hay que comer corazón de puerca. Todavía es posible que también yo tenga que probar esa medicina. He probado la bebida, pero ¿de qué sirve? La bebida te deja bebido, jamás ha servido para otra cosa. El trabajo dicen, lo cura todo. No es cierto; a menudo, ni siquiera produce cansancio: lo máximo que se puede conseguir es un aletargamiento neurótico. Y siempre queda el tiempo. Más tiempo. Tómate tu tiempo. Tiempo sobrante. El tiempo en tus manos.
Hay personas que creen que lo que quieres es hablar.
—¿Te gustaría hablar de Ellen? —dicen, insinuando con ello que si rompes a llorar no se sentirán turbados. A veces hablas; otras, callas; no hay apenas diferencia. Nunca encuentras las palabras adecuadas; o, mejor dicho, las palabras adecuadas no existen. «La palabra humana es como caldera rota en la que tocamos música para que bailen los osos, cuando querríamos conmover a las estrellas.» Te pones a hablar, y te encuentras con que el lenguaje de la aflicción por la muerte de un ser querido resulta estúpidamente insuficiente. Parece como si estuvieras hablando del dolor de otras personas. La amé; fuimos felices; la echo de menos. No hay muchas oraciones de donde elegir: cotorreamos las frases.
—Quizá creas que esto es horrible, Geoffrey, pero ya verás como al final conseguirás superarlo. No es que ignore lo profundo que es tu dolor; sólo que he vivido lo suficiente como para saber que al final conseguirás superarlo.
Las mismas palabras que tú mismo has pronunciado mientras garabateabas una receta. (No se preocupe Mrs. Blank, aunque se las tomase todas de golpe, no se moriría.) Y al final logras superarlo, es verdad. Al cabo de un año, de cinco. Pero no lo superas de la misma manera que un tren sale de un túnel, con un brusco surgir al paisaje soleado del otro lado de los Downs, para comenzar el descenso rápido y traqueteante hacia el Canal de la Mancha; lo superas más bien a la manera como una gaviota se libra por fin de la pegajosa mancha de petróleo. Alquitranado y emplumado de por vida.
Y sigues pensando todos los días en ella. A veces, harto de seguir amando a una muerta, imaginas que ha regresado a la vida para charlar contigo, para aprobar lo que haces. Después de la muerte de su madre, Flaubert le pedía a veces a su ama de llaves que se pusiera el viejo vestido a cuadros de la difunta, para sorprenderle con una realidad apócrifa. A veces funcionaba, y otras no: siete años después del funeral todavía rompía a llorar cada vez que veía aquel viejo vestido rondando por la casa. ¿Es esto un éxito o un fracaso? ¿Evocación o inmoderación? ¿Nos enteraremos de lo que estamos haciendo cuando comencemos a abrazarnos a nuestro dolor y a disfrutarlo vanamente? «La tristeza es un vicio.» (1878).
O bien tratas de sortear la imagen de ella. Hoy en día, cuando me acuerdo de Ellen, intento pensar en la granizada que asoló Rouen en 1853. «Una granizada de primera categoría», le comentó Gustave a Louise. Las espalderas de Croisset quedaron destruidas, las flores despedazadas, el huerto patas arriba. En otros puntos de la zona se malograron las cosechas y muchos cristales quedaron rotos. Los únicos que estaban contentos eran los cristaleros; los cristaleros, y Gustave. El desastre le encantó: en cinco minutos la Naturaleza había impuesto de nuevo a las cosas el verdadero orden, tan diferente del breve y ficticio orden que el hombre, con su característico engreimiento, imagina haber creado. ¿Hay algo más estúpido que esas campanas de cristal para los melones? pregunta Gustave. Aplaude el granizo que ha roto los cristales. «La gente está demasiado dispuesta a creer que la función del sol consiste en ayudar a crecer las coles.»
Esta carta siempre me tranquiliza. La función del sol no consiste en ayudar a crecer las coles, y yo estoy contando un relato puro.
Ellen nació en 1920, se casó en 1940, dio a luz en 1942 y 1946, y murió en 1975.
Volveré a empezar. Se supone que la gente bajita es pulcra, ¿verdad?; Ellen no lo era. Medía poco más de metro y medio, pero su porte no era grácil; se precipitaba por las cosas, y tropezaba siempre. Le salían cardenales con la mayor facilidad, pero ella ni se enteraba. Una vez la cogí del brazo cuando estaba a punto de cruzar distraídamente la calle en Picadilly, y a pesar de que llevaba chaqueta y blusa, al día siguiente tenía en el brazo la huella morada de la mano de un robot. No dijo nada de la marca, y cuando yo se la señalé, ella no recordaba que yo la hubiese agarrado.
Volveré a empezar. Fue una hija única muy querida por sus padres. Fue una esposa única muy querida por su marido. Fue querida, si puede o debe decirse así, por lo que imagino que tengo que conformarme con llamar sus amantes, aunque estoy seguro de que esa palabra les da algunos de ellos más dignidad de la debida. La amé; fuimos felices; la echo de menos. Ella no me amaba; no fuimos felices; la echo de menos. Quizá estaba harta de que la amasen. A los veinticuatro años Flaubert dijo que estaba «maduro. Maduro antes de hora, es cierto, porque he vivido en un invernadero». ¿Fue Ellen amada en exceso? La mayor parte de las personas nunca tienen la sensación de que se las ame más de la cuenta, pero quizá Ellen sí la tuviera. Aunque a lo mejor su concepto del amor era sencillamente diferente: ¿por qué damos siempre por supuesto que ha de ser igual para todo el mundo? Quizá para Ellen el amor no fuera más que un muelle de Mulberry, un desembarcadero en un mar embravecido. Ahí no hay quien viva: súbete a la orilla, avanza. ¿Un viejo amor? El amor viejo es un tanque herrumbroso montando guardia junto a un monumento: aquí, cierto día, fue liberado lo que fuera. El amor viejo es una hilera de cabañas playeras en noviembre.
Una vez, en el pub de una aldea, lejos de casa, pude escuchar la conversación de dos hombres que hablaban de Betty Corrinder. Quizá no se escriba exactamente así; si su nombre era ése. Betty Corrinder, Betty Corrinder; nunca la llamaban simplemente Betty, o la Corrinder o lo que fuese, sino siempre Betty Corrinder. Era, al parecer, un tanto lanzada; claro que los que están sentados en un banco siempre exageran la velocidad. Esta Betty Corrinder era una lanzada, y los tipos del bar sonreían con envidia. «Ya sabes lo que la gente decía de Betty Corrinder.» No era una pregunta, sino una afirmación, pero después venía la pregunta.
—¿A que no sabes cuál es la diferencia entre Betty Corrinder y la Torre Eiffel? Venga, dime cuál es la diferencia entre Betty Corrinder y la Torre Eiffel.
Una pausa para unos momentos de recapacitación.
—Pues que no todo el mundo se ha subido a la Torre Eiffel.
Me sonrojé pensando en mi esposa, que estaba a trescientos kilómetros de allí. ¿Había en los sitios por los que rondaba hombres envidiosos que contaban chistes sobre ella? No lo sabía. Además, estoy exagerando. Quizá no me sonrojé. Quizá no me importó. Mi esposa no era como Betty Corrinder, y daba igual lo que Betty Corrinder fuera o hubiese sido.
En 1872 el mundillo literario francés debatió intensamente qué tratamiento había que dar a la esposa sorprendida en un acto de adulterio. ¿Debía el esposo castigarla, o perdonarla? Alexandre Dumas fils, en L’Homme-Femme, brindó a sus lectores un consejo sencillo: «¡Mátela!» Su libro tuvo treinta y siete reimpresiones en un solo año.
Al principio me sentí dolido; al principio me importó, me subvaloré. Mi esposa se acostaba con otros hombres: ¿debía preocuparme por ello? Yo no me acostaba con otras mujeres: ¿debía preocuparme por ello? Ellen me trataba bien: ¿debía preocuparme por ello? No me trataba bien porque tuviera mala conciencia por sus adulterios, sino que simplemente me trataba bien. Yo trabajaba mucho; ella era para mí una buena esposa. Hoy en día no está permitido hacer afirmaciones como ésta, pero para mí era una buena esposa. Yo no tenía líos porque no sentía suficientes deseos de tenerlos; además, el clásico médico que se aprovecha de sus pacientes me resulta repulsivo. Ellen tenía líos, porque, imagino, sentía suficientes deseos de tenerlos. Éramos felices; éramos infelices; la echo de menos. «Tomarse la vida en serio, ¿es bello o estúpido?» (1855).
Lo que más me cuesta transmitir es lo poco que todo eso la afectaba a ella. No estaba corrupta; su espíritu no se hizo más tosco; no acumulaba deudas. A veces permanecía alejada de casa más tiempo de la cuenta; la duración de sus salidas de compras resultaba a menudo en un número sospechosamente limitado de adquisiciones (no discriminaba tanto); aquellos días que se pasaba en la capital para ponerse al día en los estrenos de teatro se sucedían con mayor frecuencia de lo que a mí me hubiera gustado. Pero era honrada. Nunca me mintió en nada que no fuera su vida secreta. En relación con esto último mentía impulsiva, implacablemente, de forma casi turbadora; pero respecto a todo lo demás siempre decía la verdad. El fiscal de Madame Bovary se quejó de que el arte de Flaubert podía ser realista, pero no era discreto. Entiendo muy bien lo que quería decir.
¿Le parecía la esposa, a la que el adulterio conservó siempre lustrosa, más deseable al marido? No: ni más ni menos deseable. Eso es parte de lo que quería decir al afirmar que no estaba corrupta. ¿Mostraba esa cobarde docilidad que según Flaubert es característica de la mujer adúltera? No. ¿Volvió a encontrar en el adulterio, como Emma Bovary, «todas las insipideces del matrimonio»? No hablamos de eso. (Nota textual. [En la primera edición de Madame Bovary habla de «todas las insipideces de su matrimonio». Para la edición de 1862, Flaubert tenía intención de tachar el «su», para ampliar el ataque contenido en la frase.] Bouilhet le aconsejó que fuese cauteloso —sólo habían transcurrido cinco años desde el proceso— de manera que el pronombre posesivo, que sólo acusa a Emma y Charles, siguió apareciendo en las ediciones de 1862 y 1869. Fue finalmente tachado, haciendo así oficial esa acusación más amplia, en la edición de 1873.) ¿Llegó Ellen a comprobar, por decirlo con las palabras de Nabokov, que el adulterio es una forma muy convencional de elevarse por encima de lo convencional? Yo diría que no: Ellen no pensaba en estos términos. No poseía un espíritu desafiante, un espíritu conscientemente libre; era impetuosa, precipitada, impulsiva, atolondrada. Quizá a mi lado empeoró; quizá los que perdonan e idolatran son mucho más irritantes de lo que jamás llegan a imaginarse. «Aparte de no vivir con aquellos a quienes amamos, no hay mayor suplicio que vivir con quienes no amamos» (1847).
Medía un poco más de metro y medio; tenía la cara ancha, de rasgos suaves, y sus mejillas cobraban fácilmente un tono rosado; jamás se sonrojaba; sus ojos —tal como ya he contado— eran de color azul verdoso; vestía cualesquiera prendas le dijera el tam-tam de la moda femenina; tenía la risa fácil, se amorataba fácilmente; se precipitaba hacia las cosas. Se precipitaba a ir a cines que tanto ella como yo sabíamos que ya habían sido cerrados; iba a las rebajas de invierno en el mes de julio; iba a pasar unos días con una prima cuya postal de Grecia llegaba a la mañana siguiente. Había en todas estas acciones una precipitación que hacía pensar en algo más que el deseo. En L’Education sentimentale, Frédéric le explica a Mme. Arnoux que se hizo amante de Rosanette «por desesperación, como el que se suicida». Es una argumentación muy astuta, claro; pero plausible.
La vida secreta de Ellen quedó suspendida cuando llegaron los niños, y se reanudó en cuanto empezaron a ir a la escuela. A veces, algún amigo circunstancial se me llevaba a un lado. ¿Por qué creen que uno quiere enterarse, por qué creen que no estás enterado aún, por qué no comprenden la implacable curiosidad del amor? ¿Y por qué nunca quieren contarte esos amigos circunstanciales nada que tenga que ver con el aspecto más importante de la cuestión: el hecho de que ya no te aman? Adopté la costumbre de darle la vuelta a la conversación, de afirmar que Ellen era mucho más gregaria que yo, de insinuar que los médicos solemos ser víctimas de los calumniadores, de decir, ¿Has leído lo de esas tremendas inundaciones de Venezuela? En esas ocasiones siempre tenía la sensación, quizá equivocada, de no estar siendo leal para con Ellen.
Fuimos bastante felices; ¿no es eso lo que suele decirse? ¿Cuán feliz hay que ser para ser bastante feliz? Casi parece un error gramatical —bastante feliz, como relativamente único— pero satisface la necesidad de encontrar una frase. Y, como ya decía antes, no acumuló deudas. Las dos Madame Bovary (suele olvidarse que Charles se casa dos veces) tienen problemas de dinero. A mi mujer no le pasó nunca. Ni tampoco, hasta donde yo sé, aceptó nunca regalos.
Fuimos felices; fuimos infelices; fuimos bastante felices. ¿Está mal sentirse desesperado? ¿No es el estado natural a partir de cierta edad? Ahora el desesperado soy yo; antes lo era ella. Después de una serie de acontecimientos, ¿qué queda aparte de la repetición y el desleimiento? ¿Hay personas a quienes les apetezca seguir viviendo? Sí. Los excéntricos, los religiosos, los artistas (sólo a veces); los que creen equivocadamente que valen mucho. Los quesos blandos se desmenuzan; los quesos duros resisten. Tanto los unos como los otros enmohecen.
Tengo que establecer algunas hipótesis. Tengo que inventar un poco (pero no me refería a esto cuando dije que esto era un relato puro). Nunca hablamos de la vida secreta de Ellen. De modo que para llegar a la verdad no me queda más remedio que inventármela. Ellen tenía unos cincuenta años cuando empezó su cosa. (No, no me refiero a la menopausia; siempre estuvo muy sana; su menopausia fue rápida, casi sin problemas.) Había tenido esposo, hijos, amantes, trabajo. Los hijos se habían ido de casa; el esposo estaba siempre igual. Tenía amistades, le interesaban muchas cosas; aunque, a diferencia de mí, no la sostenía ninguna temeraria devoción por un extranjero que ya hubiese muerto. Había viajado bastante. No tenía ambiciones no realizadas (aunque me parece que «ambición» es una palabra demasiado fuerte para describir el impulso que hace actuar a la gente). No era religiosa. ¿Por qué seguir?
«Los que son como nosotros necesitan tener la religión de la desesperanza. Hay que estar a la altura del propio destino, es decir ser tan impasible como él. A fuerza de repetir. ¡Es así! ¡Es así! ¡Es así!, y de contemplar el agujero negro, logramos la calma.» Ellen no tenía ni siquiera esta religión. ¿Por qué iba a tenerla? ¿Por mí? Siempre les pedimos a los desesperados que no sean egoístas, que piensen en los demás. Lo cual me parece injusto. ¿Por qué cargar sobre sus espaldas la responsabilidad del bienestar de los demás, cuando ya viven aplastados por la suya propia?
Quizá hubiese además otra cosa. Hay personas que, cuando se hacen mayores, parecen estar más convencidos de su propia importancia. Y a otras les ocurre lo contrario. ¿Encierra esto alguna lección para mí? ¿No queda mi vida, tan corriente, resumida, incluida, convertida en algo inútil, por la vida un poco menos corriente de otra persona? No estoy diciendo que tengamos el deber de negarnos a nosotros mismos ante aquellos a quienes juzgamos más interesantes. Pero la vida, desde este punto de vista, es como la lectura. Y tal como ya he dicho antes: si todas las reacciones que yo he tenido ante un libro ya han sido experimentadas y analizadas por un crítico profesional, ¿qué sentido tiene mi lectura? El único sentido que tiene es que es la mía. Del mismo modo, ¿qué sentido tiene vivir mi propia vida? Tiene sentido, porque es la mía. Pero, ¿qué ocurre cuando esta respuesta empieza a ser cada día menos convincente?
Quiero que se me entienda bien. No estoy diciendo que la vida secreta de Ellen la condujera a la desesperación. Su vida no es un cuento moral, por Dios. Ni la de ella ni la de nadie. Lo único que digo es que tanto su vida secreta como su desesperación estaban escondidas en la cámara secreta de su corazón, fuera de mi alcance. No podía alcanzarlas, ni la una ni la otra. ¿Lo intenté? Pues claro que sí. Pero cuando le cogió su cosa, no me llevé ninguna sorpresa. «Los tres requisitos indispensables para ser feliz son la estupidez, el egoísmo y la salud. Pero si falta la primera, no hay nada que hacer.» Mi esposa no tenía más que la buena salud.
¿Mejora la vida con el tiempo? La otra noche oí la respuesta que dio el Poeta Laureado cuando le hicieron esta pregunta.
—La única cosa que en mi opinión ha mejorado mucho últimamente es la técnica de los dentistas —contestó.
No se le ocurrió nada más. ¿Se trata de simples prejuicios de anticuario? No lo creo. Cuando somos jóvenes creemos que los viejos se lamentan de que la vida se ha deteriorado solamente porque de este modo no les cuesta tanto aceptar la muerte. Cuando somos viejos nos ponemos furiosos viendo cómo los jóvenes aplauden hasta las más insignificantes mejoras, al mismo tiempo que olvidan la barbarie del mundo. Yo no digo que las cosas tengan que empeorar a la fuerza; digo sólo que si las cosas empeorasen los jóvenes no se enterarían. Los viejos tiempos eran buenos porque nosotros éramos jóvenes, y porque ignorábamos lo ignorantes que pueden ser los jóvenes.
¿Mejora la vida con el tiempo? Voy a dar mi respuesta, mi equivalente de lo de la técnica de los dentistas. Hay una cosa de la vida que hoy en día está muy bien: la muerte. Todavía se puede mejorar, es cierto. Pero basta recordar todas esas muertes del siglo XIX. Las muertes de los escritores no son muertes especiales; lo único que ocurre es que son muertes que nos son descritas. Imagino a Flaubert tendido en el sofá, víctima de —¿quién puede decirlo desde esta distancia?— un ataque de epilepsia, una apoplejía, la sífilis, o quizá una combinación maligna de las tres cosas. Y no obstante Zola dijo que fue una belle mort: quedar aplastado como un insecto bajo un dedo gigantesco. Imagino a Bouilhet en su delirio final, redactando febrilmente en su cabeza una nueva obra de teatro y diciendo que había que leérsela a Gustave. Imagino la lenta decadencia de Jules de Goncourt: al principio tropezando en las consonantes, pronunciando las ces como si fueran tes; luego, incapaz de recordar los títulos de sus propios libros; después, la trasnochada máscara de la imbecilidad (la frase es de su hermano) ocultando su verdadero rostro; y, a continuación, en el lecho de muerte, las visiones y el pánico, y el ruido desgarrador de una respiración (de nuevo utilizo las palabras de su hermano) que recuerda el ruido de la sierra que se abre paso a través de la madera mojada. Imagino a Maupassant, que se desintegra lentamente, víctima de la misma enfermedad, y es transportado en camisa de fuerza al sanatorio de Passy, en donde el doctor Blanche recoge noticias con las que luego distraerá a los salones de París, que quieren saber cómo se encuentra su famoso paciente; y Baudelaire muriendo de forma igualmente inexorable, sin habla ya, tratando de discutir con Nadar acerca de la existencia de Dios, señalando con un mudo ademán al ocaso; y Rimbaud, con la pierna derecha amputada, perdiendo poco a poco toda la sensibilidad de los miembros que le quedaban, y repudiando, amputando su propia genialidad: «Merde pour la poésie»; y Daudet, que de un salto había pasado de los cuarenta y cinco a los sesenta y cinco años debido a las cinco inyecciones seguidas de morfina que él mismo se administró, tentado por el suicidio: «Pero no tenemos derecho.»
«Tomarse la vida en serio, ¿es bello, o estúpido?» (1855). Ellen estaba tendida, con un tubo metido por la garganta y otro tubo en su acolchado antebrazo. Desde su blanca caja rectangular, el ventilador proporcionaba regulares chorros de vida, que eran confirmados por el monitor. Naturalmente, fue un acto impulsivo; se fugó, se evadió de todo aquello. «¿Pero no tenemos derecho?» Ella lo hizo. Ni siquiera se entretuvo para discutirlo. A ella no le interesaba la religión de la desesperanza. La raya del electrocardiograma iba serpenteando en el monitor; era una letra que me resultaba conocida. Se encontraba más o menos estabilizada, pero no había esperanzas. Hoy en día no ponemos el NDSR —No Debe Ser Resucitado— en las notas del paciente; hay quien opina que sería inhumano. En lugar de eso escribimos «No 333». Un último eufemismo[11].
Miré a Ellen. No estaba corrupta. El suyo es un relato puro: La desconecté. Me preguntaron si quería que lo hiciesen ellos mismos; pero creo que ella hubiese preferido que fuera yo. Naturalmente, de esto tampoco habíamos hablado. No tiene la menor complicación. Basta con presionar el interruptor del ventilador, y leer la última frase en el monitor del electrocadiograma: la firma de despedida que termina con una línea recta. Quitas los tubos y después dispones adecuadamente los brazos y las manos. Lo haces aprisa, como si pretendieras molestar lo menos posible al paciente.
El paciente. Ellen. De modo que, en respuesta a aquella pregunta de antes, podría decirse que yo la maté. Sí, se podría. Yo la desconecté. Interrumpí su vida. Sí.
Ellen. Mi esposa: una persona a la que tengo la sensación de entender mucho peor que a un escritor extranjero que lleva cien años muerto. ¿Es una aberración, o resulta normal? Los libros dicen: ella hizo esto porque. La vida dice: ella hizo esto. En los libros las cosas quedan explicadas; en la vida, no. No me extraña que la gente prefiera los libros. Los libros le dan sentido a la vida. El único problema radica en que las vidas a las que dan sentido son las de otros, jamás a la del lector.
Quizá sea demasiado acomodaticio. Mi situación también es estable de momento, pero desesperada. Quizá sea sólo cuestión de temperamento. Hay que acordarse de la fallida visita al burdel de L’Education sentimentale, y no olvidarse de su lección. No hay que participar: la felicidad está en la imaginación, no en el acto. El placer se encuentra primero en la ilusión, y luego en el recuerdo. Así es el temperamento flaubertiano. Compárese con el caso, y con el temperamento, de Daudet. Su visita de colegial a un burdel fue tan nulamente complicada y tan triunfal que se quedó allí dos o tres días. Por temor a las redadas de la policía, las chicas le tuvieron escondido casi todo el tiempo; le dieron de comer lentejas y le consintieron todos sus caprichos. Posteriormente reconoció que al salir de esta embriagadora ordalía le quedó, como una marca para toda la vida, una tremenda pasión por la piel de las mujeres, y una antipatía igualmente duradera por las lentejas.
Hay quienes se abstienen y observan, pues le tienen tanto miedo a la decepción como a la satisfacción. Otros se lanzan, disfrutan, se arriesgan a conciencia; si las cosas salen mal, como máximo contraen alguna enfermedad terrible; pero si salen bien, pueden escapar de ahí sin más problema que una duradera aversión a las legumbres. Sé muy bien a cuál de las dos categorías pertenezco; y sé en cuál estaba Ellen.
Máximas para la vida. Les unions complètes sont rares. No se puede cambiar a la humanidad, sólo conocerla. La felicidad es una capa roja cuyo forro cuelga a jirones. Los amantes son como hermanos siameses: dos cuerpos con una sola alma; pero si uno de ellos muere antes que el otro, el superviviente tiene que andar arrastrando un cadáver. El orgullo hace que anhelemos encontrar soluciones: soluciones, objetivos, causas finales; pero cuanto más se perfeccionan los telescopios, más estrellas aparecen. No se puede cambiar a la humanidad, sólo conocerla. Les unions complètes sont rares.
Una máxima sobre las máximas. Se pueden enmarcar las verdades acerca de la literatura antes de haber publicado un solo libro; pero las verdades sobre la vida sólo pueden enmarcarse cuando ya es demasiado tarde y todo da igual.
Según Salammbô, los jinetes de los elefantes cartagineses llevaban, entre otras cosas, un mazo y un cincel. Si, en mitad de una batalla, el animal se desbocaba, su jinete tenía órdenes de partirle el cráneo. Seguramente, las probabilidades de que se produjese esta circunstancia eran muy elevadas: a fin de conseguir que fueran más feroces, intoxicaban a los elefantes, antes del comienzo de la batalla, con una mezcla de vino, incienso y pimienta, y después les aguijoneaban con las lanzas.
Somos muy pocos los seres humanos que tenemos el valor de emplear el mazo y el cincel. Ellen lo tuvo. A veces, cuando veo que la gente simpatiza con mi situación, me siento turbado. «Ella se lo pasó peor incluso» me gustaría decirles; pero no lo hago. Y luego cuando ya se han mostrado amables conmigo, cuando ya me han prometido llevarme de excursión, como si fuese un niño, cuando ya han intentado forzarme a hablar por mi propio bien (¿por qué creen que yo no sé en qué consiste mi propio bien?), por fin me permiten que me siente un rato a soñar con ella. Imagino la granizada de 1853, los cristales rotos, las cosechas malogradas, las espalderas destrozadas, las campanas de cristal partidas. ¿Hay alguna cosa más estúpida que una campana de cristal? Aplaudo el granizo que rompe el cristal. La gente obra precipitadamente cuando cree que ha comprendido cuál es la función del sol. La función del sol no consiste en ayudar a que crezcan las coles.