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LA VERSIÓN DE LOUISE COLET

Escuche ahora mi versión. Insisto. Mire, tómeme del brazo, así, y demos un paseo. Tengo muchas cosas que contarle; le gustarán. Seguiremos el quai, y cruzaremos ese puente —no, el otro y si le parece podríamos tomarnos un cognac en algún sitio, y no regresar hasta que se desvanezca la luz de las farolas de gas. ¿No me dirá que me tiene miedo, verdad? Entonces, ¿a qué viene esa expresión? ¿Cree que soy una mujer peligrosa? Bueno, en cierto modo podría decirse que su temor me adula; acepto el cumplido. Aunque quizá…, ¿quizá sólo tiene miedo de lo que pueda contarle? Ah, pues en tal caso ya es un poco tarde para arrepentirse. Ya me ha tomado del brazo; no puede soltarlo. Al fin y al cabo, soy mucho mayor que usted. Tiene el deber de protegerme.

No me interesa la calumnia. Deje resbalar sus dedos hasta mi antebrazo, si así lo desea; sí, ahí está bien, ¿nota mi pulso? Esta noche no siento deseos de venganza. Algunos amigos me dicen, paga con la misma moneda, responde con mentiras a la mentira. Pero no siento deseos de hacerlo. Naturalmente, también yo he mentido; he —¿cuál es la palabra que más les gusta usar a los que son de su sexo?— intrigado. Pero las mujeres intrigan cuando son débiles, mienten por miedo. Los hombres intrigan cuando son fuertes, mienten por arrogancia. ¿No está usted de acuerdo? Hablo sólo por experiencia; quizá la suya sea diferente, lo admito. Pero, ¿se fija en lo tranquila que estoy? Estoy tranquila porque me siento fuerte. Y… ¿cómo? ¿Teme quizá que si me siento fuerte pueda dedicarme a intrigar como haría un hombre en mi lugar? Por favor, las cosas no son tan complicadas.

Yo no tenía la menor necesidad de que Gustave hiciera acto de presencia en mi vida. Las cosas son como son. Yo tenía entonces treinta y cinco años, era guapa, tenía…, renombre. Había conquistado Aix primero, y luego París. Había ganado dos veces el premio de poesía de la Académie. Había traducido a Shakespeare. Víctor Hugo me llamaba hermana. Béranger me llamaba Muse. Y en mi vida privada: mi esposo era un hombre respetado en su profesión; mi…, protector era el filósofo más brillante de su época. ¿No ha leído a Víctor Cousin? Pues debería hacerlo. Era un pensador fascinante. El único que había comprendido de verdad a Platón. Y amigo de ese filósofo de ustedes, Mr. Mill. Y además, estaban —o estarían muy pronto— Musset, Vigny, Champfleury. No me jacto de mis conquistas; no me hace ninguna falta. Pero usted ya me entiende. Yo era la vela; él, la mariposa nocturna. La amante de Sócrates se dignó dirigir su mirada hacia este poeta desconocido. La presa atrapada no fue él, sino yo.

Nos conocimos en el estudio de Pradier. Yo supe comprender hasta qué punto era trivial esta circunstancia; él no, era incapaz. El estudio del escultor, la libertad de los comentarios, la modelo desnuda, la combinación del demi-monde con el tres-cuartos-de monde. Para mí todo aquello era familiar (¡pero si muy pocos años antes había bailado allí mismo con un estudiante de medicina, un chico muy envarado que se llamaba Achille Flaubert!). Y, naturalmente, no había acudido allí como simple espectadora; tenía que posar para Pradier. ¿Y Gustave? No quiero parecer altiva, pero la primera vez que me fijé en él supe inmediatamente qué clase de sujeto era: un provinciano grandote y desgarbado, ansioso por penetrar en los círculos artísticos, y satisfecho de haberlo logrado. Conozco muy bien la forma de hablar propia de esa gente provinciana, esa mezcla de aplomo fingido y de miedo auténtico. «Ve al estudio de Pradier. Ya verás cómo te encuentras por allí con alguna actriz de segunda fila que estará dispuesta a ser tu amante y que, encima, hasta te estará agradecida.» Y el jovenzuelo de Toulouse, de Poitiers, de Burdeos o de Rouen, que todavía le tiene bastante miedo a lo que pueda ocurrirle en su proyectado viaje a la capital, empieza a sentirse imbuido de altanería y lujuria. Yo pude entenderlo, comprende, porque yo también nací en provincias. Yo había hecho el trayecto de Aix a París hacia doce años. Había recorrido un largo trecho; y me resultaba muy fácil reconocer en los demás las señales del viaje.

Gustave tenía veinticuatro años. La edad no me importa; lo único que me importa es el amor. No necesitaba que Gustave hiciera acto de presencia en mi vida. Si hubiese estado buscando un amante —reconozco que la fortuna de mi marido no estaba en su cénit, y que mi amistad con el Filósofo estaba atravesando una fase un poco turbulenta—, no habría elegido a Gustave. Pero los banqueros barrigudos se me atragantan. Además, ¿no es cierto que en este terreno nadie busca, nadie elige? Somos elegidos; un voto secreto e inapelable nos elige para el amor.

¿Que si no me sonrojo ante nuestra diferencia de edad? ¿Y por qué debería hacerlo? Ustedes, los hombres, son muy conformistas, muy provincianos, en los asuntos del amor; por eso nos vemos obligadas a adularles, a empujarles con nuestras mentirijillas. Y bien: yo tenía treinta y cinco años, y Gustave veinticuatro. Declaro que es así, y paso a otras cuestiones. Quizá usted no quiera cambiar de tema; en cuyo caso, contestaré esa pregunta que no se atreve a formularme. Si lo que desea es examinar la situación mental de una pareja que está dispuesta a comenzar unas relaciones de esa naturaleza, no hace ninguna falta que estudie mi actitud. Mire más bien la de Gustave. ¿Por qué? Le daré un par de fechas. Yo nací el día 15 de septiembre de 1810. ¿Se acuerda usted de aquella Madame Schlesinger de Gustave, la mujer que cicatrizó su joven corazón, la mujer con la cual todo proyecto estaba condenado al fracaso desde el primer momento, la mujer de cuyos inexistentes favores se jactaba él furtivamente, la mujer que fue la causa de que tapiara la cámara real de su corazón (¿se atreverá usted a acusar a las de nuestro sexo de imaginar vanos romances?)? Pues bien, esta Mme. Schlesinger también nació en septiembre de 1810. Ocho días después que yo. Es decir, el día 23. ¿Me comprende?

Me mira usted de una manera que me resulta familiar. ¿A que quiere preguntarme qué tal era Gustave como amante? Los hombres, bien lo sé, hablan de estas cosas con mucha vehemencia, con cierta actitud despectiva; como si estuviesen explicando cómo era el menú de su último banquete, como si lo describieran plato por plato. Fingiendo que adoptan la fría distancia del gourmet. Las mujeres son diferentes; como mínimo, los detalles, las debilidades en las que gustan de entretenerse cuando hablan de estas cosas, casi nunca son esos aspectos físicos que suelen deleitar a los hombres. Nosotras buscamos más bien los aspectos que nos hablan del carácter del varón, tanto si son buenos como si son malos. Los hombres buscan solamente los aspectos que les adulan. En la cama son muy vanidosos, mucho más que las mujeres. Fuera de la cama, tengo que reconocerlo, somos bastante más parecidos.

Porque es usted quien es, le voy a dar una respuesta más explícita; y también porque le estoy hablando de Gustave. Él estaba siempre dando lecciones a los demás, hablándoles de la honradez del artista, de la necesidad de no hablar como los burgueses. De manera que, si ahora levantamos la sábana un poquitín, el único culpable es él.

Mi Gustave era apasionado, sí. No era nunca fácil —bien lo sabe Dios— convencerle para que nos viéramos; pero en cuanto estábamos juntos… Por numerosas que fueran las batallas en las que nos enzarzamos, jamás combatimos en el reino de la noche. En la noche, nos abrazábamos a la luz de los relámpagos; en la noche, se entrelazaban los fenómenos más violentos con la actitud más dulcemente juguetona. Un día trajo una botella de agua del Mississippi con la que, me dijo, tenía intención de bautizar mi pecho como señal de amor. Era un joven fuerte, y yo disfrutaba de esa fuerza: una vez firmó una de sus cartas: «Tu joven salvaje de Aveyron.»

Era víctima, naturalmente, de ese espejismo eterno de los jóvenes vigorosos, la creencia de que las mujeres miden la pasión por el número de veces que ellos son capaces de renovar su asalto en una sola noche. Bien, hasta cierto punto es así: ¿hay alguien que se atreva a negarlo? Resulta adulador, ¿no es cierto? Pero no es lo que más cuenta en último término. Y al cabo de un tiempo, esa actitud nos parece casi militar. Gustave tenía una forma especial de hablar de las mujeres con las que se lo había pasado bien. Recordaba por ejemplo a una prostituta de la Rue de la Cigogne a la que había frecuentado:

—A esa le disparé cinco veces —se jactó ante mí.

Así eran generalmente sus frases. A mí me parecían muy toscas, pero no me importaba: los dos éramos artistas, comprende. No obstante, me fijé en la metáfora. Cuantas más veces le disparas a alguien, más probable es que acabe muerto. ¿Es eso lo que buscan las mujeres? ¿Necesitan los hombres un cadáver como prueba de su virilidad? Sospecho que sí, y las mujeres, con la lógica de la adulación, se acuerdan de exclamar en el momento oportuno, «¡Me muero, me muero!», o algo parecido. Pero a menudo he comprobado que, después de un rato de amor, la inteligencia se me agudiza; que veo las cosas con más claridad; que me invade la poesía. De todos modos, ya sé que lo que menos me conviene es interrumpir a mi héroe con mis balbuceos; de modo que lo que hago es fingir que soy un cadáver satisfecho.

En el reino de la noche estábamos en armonía. Gustave no era tímido. Ni de gustos limitados. Yo era, sin la menor duda —no sé por qué tendría que fingir modestia—, la mujer más bella, la más renombrada, la más deseable de todas aquellas con las que se había acostado (si tuve alguna rival, fue una extraña fiera de la que le hablaré más adelante). Naturalmente, a veces él se ponía un poco nervioso ante mi belleza; en otras ocasiones se mostraba innecesariamente satisfecho de sí mismo. No me costaba entenderlo. Antes de mí sólo había habido prostitutas, claro, grisettes, y amigos. Ernest, Alfred, Louns, Max: la pandilla de estudiantes; así es como yo les veía. La fraternidad confirmada por la sodomía. No, quizá esto haya sido injusto; no sé exactamente quién, ni exactamente cuándo, ni exactamente qué; pero sí sé que Gustave jamás se cansaba de repetir doubles ententes en torno a la pipe. También sé que jamás se cansaba de mirarme cuando yo yacía tendida boca abajo.

Yo era diferente, comprende usted. Las prostitutas no eran nada complicadas; a las grisettes también se les tomaba el pelo fácilmente; los hombres eran diferentes: la amistad, por muy profunda que sea, tiene unos límites bien conocidos. ¿Y el amor? ¿Y la entrega? ¿Y la asociación, la igualdad? A Gustave le daban tanto miedo que no se atrevió a probar nada de todo eso. Yo era la única mujer por la que él sentía la suficiente atracción; y, por miedo, decidió humillarme. Creo que deberíamos compadecernos de Gustave.

Acostumbraba a enviarme flores. Flores especiales; el convencionalismo de un amante poco convencional. Una vez me mandó una rosa. La cogió una mañana en Croisset, de un seto de su jardín. «He depositado un beso en ella —me escribió—. Llévatela rápidamente a tus labios y luego ponla donde tú ya sabes… Adiós. Mil besos. Soy tuyo de la noche a la mañana, de la mañana a la noche.» ¿Quién hubiese podido resistirse ante tales sentimientos? Besé la rosa, y aquella noche, en la cama, la puse donde él deseaba que lo hiciese. Por la mañana, al despertar, los movimientos de la noche habían reducido la rosa a sus partes fragantes. Las sábanas olían a Croisset, ese lugar que yo no sabía aún que me sería prohibido; un pétalo se había metido entre dos dedos del pie, y tenía un leve arañazo en la cara interna de mi muslo derecho. Gustave, impulsado por su vehemencia y su torpeza, se olvidó de raspar el tallo de la rosa.

La siguiente flor no fue tan feliz. Gustave se fue a dar una vuelta a Bretaña. ¿Me equivoqué al armar tanto alboroto por aquello? ¡Tres meses! Nos conocíamos desde hacía menos de un año, todo París estaba al corriente de nuestra pasión, ¡y él decidió pasar tres meses en compañía de Du Camp! Hubiésemos podido ser, él y yo, como George Sand y Chopin; ¡aún más grandes! Pero Gustave se empeña en desaparecer durante tres meses con ese ambicioso ganimedes. ¿Hice mal armando todo aquel alboroto? ¿No era aquello un insulto directo, un intento de humillarme? Y sin embargo, cuando expresé en público mis sentimientos hacia él (no me avergüenzo de mi amor; ¿por qué iba a hacerlo? Era capaz de declararme en una estación de ferrocarril si me parecía necesario), fue él quien dijo que yo estaba humillándole. ¡Imagíneselo! Me arrojó lejos de sí. En la carta que me mandó antes de su partida, escribí sobre su hoja: Última.

No lo fue, claro. Se puso a recorrer ese tedioso paisaje campestre, fingiendo que le interesaban los castillos abandonados y las iglesias más cochambrosas (¡tres meses!), y entonces comenzó a echarme de menos. Empezaron a llegarme las cartas, las disculpas, las confesiones, las súplicas pidiendo que le escribiese. Siempre actuó del mismo modo. Cuando estaba en Croisset soñaba en la arena caliente y el reluciente Nilo; cuando estaba en el Nilo soñaba en nieblas húmedas y el reluciente Croisset. En realidad no le gustaba viajar. Le gustaba la idea de los viajes, y también el recuerdo que dejan los viajes, pero no el viaje en sí. Aunque sólo sea por una vez, estoy de acuerdo con Du Camp, que solía decir que la forma de viaje que Gustave prefería consistía en tenderse en un diván y encargarle a alguien que hiciese desfilar el paisaje ante sus ojos. En cuanto a esa famosa expedición oriental que emprendieron ellos dos, Du Camp (sí, ese odioso Du Camp, ese mentiroso Du Camp) afirmó que Gustave se pasó casi todo el tiempo sumido en un estado de sopor.

Sea como fuere, mientras recorría esa provincia tan gris y atrasada en compañía de su maligno amigo, Gustave me mandó otra flor, una flor que cogió junto a la tumba de Chateaubriand. Me habló en sus cartas del sereno mar de St. Malo, del cielo rosado, del aire aromático. Una bella escena, ¿no es cierto? La tumba romántica en aquel rocoso promontorio; el gran hombre sepultado allí, con la cabeza apuntando hacia el mar, dedicado eternamente a escuchar las idas y venidas de la marea; y el joven escritor, en el que ya despunta la genialidad, que se arrodilla junto a la tumba, observa cómo la tonalidad rosa va apagándose lentamente en el cielo vespertino, reflexiona —a la manera que hacen siempre los jóvenes— sobre la eternidad, sobre la naturaleza fugitiva de la vida y los consuelos de la grandeza, y luego coge una flor que ha echado raíces en el polvo del mismísimo Chateaubriand, y se la envía a su bella amante que le aguarda en París… ¿Podía dejar de conmoverme ante este detalle? Naturalmente que no. Pero no pude tampoco dejar de fijarme en que la flor cogida en una tumba lleva consigo ciertas reverberaciones cuando es remitida a alguien que ha escrito la palabra Última en una carta recibida poco tiempo atrás. Y tampoco pude evitar el fijarme en que la carta de Gustave fue echada al correo de Pontorson, que se encuentra a cuarenta kilómetros de St. Malo. ¿Cogió Gustave la flor para sí, y sólo luego, cuarenta kilómetros más adelante, acabó por hartarse de ella? ¿O quizá —si brota de mí esta insinuación es solamente porque he estado muchas veces tendida junto al alma de Gustave, tan contagiosa— la cogió en otro lugar? ¿Es posible que se le ocurriera este detalle un poco tarde? ¿Acaso hay alguien capaz de resistirse a l’esprit de l’escalier, incluso en el amor?

Mi flor —la que, de entre muchas, mejor recuerdo— fue cogida donde afirmé que había sido cogida. En Windsor Park. Fue después de mi dramática visita a Croisset y de la humillación de no ser recibida allí, después de la brutalidad, del dolor y el horror de todo aquello. Seguramente habrá usted oído contar otras versiones. La verdad no puede ser más simple.

Tenía que verle. Teníamos que hablar. No se puede decirle adiós a la amada de la misma manera que le dices adiós a tu peluquero. No quería venir a verme a París; de modo que yo fui a verle a él. Tomé el tren (esta vez para no apearme en Nantes) que iba a Rouen. Me bajaron en un bote de remos hasta Croisset; dentro de mi alma, la esperanza se debatía en su lucha contra el miedo, mientras el viejo remero pugnaba con la corriente. Llegamos a un lugar desde el que se veía una encantadora casita blanca, bajita, de estilo inglés; una casa sonriente, o eso fue lo que me pareció. Desembarqué; empujé la verja; pero no me permitieron que diese un solo paso más. Gustave no quiso dejarme entrar. Un patán que apestaba a heno me obligó a dar media vuelta. Gustave no quería verme allí; condescendió a reunirse conmigo en el hotel. Mi Caronte me llevó de regreso en su bote. Gustave solo, en vapor. Nos adelantó en el río y llegó antes que yo. Era una farsa; una tragedia. Fuimos a mi hotel. Hablé, pero él no quiso escucharme. Le dije que podíamos ser felices. El secreto de la felicidad, me dijo, consiste en ya ser feliz. No comprendió la angustia que yo sentía. Me besó con una falta de pasión que me resultó humillante. Me dijo que me casara con Víctor Cousin.

Huí a Inglaterra. No soportaba permanecer en Francia ni un momento más: mis amigos apoyaron mi decisión. Me fui a Londres. Allí fui recibida con amabilidad. Me presentaron a muchos espíritus distinguidos. Conocí a Mazzini; conocí a la condesa Guiccioli. Mi encuentro con la condesa me reanimó —nos hicimos amigas inmediatamente— pero también me entristeció. George Sand y Chopin, la condesa y Byron… ¿llegaría algún día a hablarse de Louise Colet y Flaubert? Se lo confieso con toda franqueza, esta idea supuso para mí muchas horas de callado dolor, que traté de soportar con filosofía. ¿Qué sería de nosotros? ¿Qué sería de mí? ¿Tan mal está, me preguntaba a mí misma con la mayor insistencia, ser ambicioso en el amor? ¿Tan malo está? Dígalo usted.

Me fui a Windsor. Recuerdo un torreón redondo, muy bello, cubierto de hiedra. Paseé sin rumbo por el parque y cogí una correhuela para Gustave. Debo decirle que Gustave siempre fue un vulgar ignorante en todo lo concerniente a las flores. No tanto en su aspecto botánico —probablemente estudió a fondo esa cuestión en algún momento de su vida, tal como estudió también otras cosas (todas, menos el corazón de las mujeres)— como en su aspecto simbólico. Qué idioma tan elegante es el lenguaje de las flores: sutil, cortés y exacto. Cuando la belleza de la flor coincide con la belleza del sentimiento que tiene que comunicar… En fin, se da ahí una felicidad que raramente puede ser superada por un regalo de rubíes. La felicidad adquiere una intensidad especial debido a que la flor se marchita. Aunque quizá, para cuando la flor esté a punto de marchitarse, él ya te habrá enviado otra…

Gustave no entendía ni una palabra de todo esto. Era una de esas personas que, estudiando con esfuerzo y durante mucho tiempo, podría haber aprendido un par de frases del lenguaje de las flores: el gladiolo, que cuando está colocado en el centro del ramo indica por el número de sus pétalos la hora de la cita; y la petunia, que anuncia que una carta ha sido interceptada. Era capaz de entender estas utilizaciones más groseras, más prácticas, de las flores. Aquí tienes esta rosa (no importa de qué color sea, aunque existan cinco significados diferentes para otras tantas cosas diferentes en el lenguaje de las flores): llévatela primero a los labios, y luego póntela entre los muslos. Hasta ahí llegaba toda la galantería de la que Gustave era capaz. Estoy segura de que no hubiese entendido el significado de la correhuela. Si es blanca significa, ¿Por qué huyes de mí? Si es rosa significa, Me ataré por siempre a ti. Si es azul significa, Esperaré a que lleguen tiempos mejores. Adivine de qué color era la que cogí en Windsor Park.

¿Entendía a las mujeres? A menudo lo dudé. Nos peleamos; me acuerdo bien, por lo de esa prostituta nilótica que le gustaba, Kuchuk Hanem. Gustave tomaba notas durante sus viajes. Yo le pedí que me las dejara leer. Él se negó; volví a pedírselo; y así sucesivamente. Finalmente me lo permitió. No son unas páginas… muy agradables. Lo que a Gustave le parecía encantador de Oriente, a mí me parecía denigrante. Una cortesana, una cortesana cara que se embadurna de aceite de sándalo para ocultar el nauseabundo olor de las chinches que infestan su cuerpo. ¿Tan edificante es, pregunto yo, tan bello? ¿Tan raro, tan espléndido? ¿No será más bien sórdido y asquerosamente vulgar?

Pero no es un problema de estética; no lo es al menos en este asunto. Cuando expresé mi antipatía por esa escena, Gustave creyó que no era más que un ataque de celos. (Me sentí un poco celosa; ¿quién no lo hubiera estado al leer el diario privado del hombre al que ama, para no encontrar en él ni una sola mención de tu nombre sino solamente lujuriosas alabanzas dedicadas a una prostituta piojosa?) Quizá sea comprensible que Gustave creyera que lo único que pasaba es que me había puesto celosa. Pero escuche ahora su argumentación, vea hasta dónde llega su capacidad para comprender el corazón de las mujeres. No tengas celos de Kuchuk Hanem, me dijo. Es una mujer oriental; la mujer oriental es una máquina; para ella, da lo mismo un hombre que otro. Esa mujer no sintió nada por mí; a estas alturas ya me habrá olvidado; su vida es ciclo somnoliento: fumar, ir a los baños, pintarse las pestañas y tomar café. En lo que se refiere a su placer físico, debe de ser muy limitado porque a una edad muy temprana le cortaron ese famoso botón, el origen de todo placer.

¡Cuán reconfortante! ¡Cuán consolador! ¡No debía tener celos porque ella no sentía nada! ¡Y éste fue el hombre que afirmaba ser capaz de comprender el corazón humano! Aquella mujer era una máquina, y además seguro que ya le había olvidado: ¿tenía que servirme todo esto de consuelo? Estos consuelos beligerantes no me hicieron olvidar, sino todo lo contrario, a esa extraña mujer con la que se emparejó en el Nilo. ¿Acaso hubiésemos podido ser más diferentes la una de la otra? Yo, occidental; ella, oriental; yo, completa; ella, mutilada; yo, esforzándome por establecer los más profundos vínculos con Gustave; ella, entregada solamente a una breve transacción física; yo, una mujer de recursos, independiente; ella, una criatura enjaulada que se gana la vida mediante su comercio con los hombres; yo, meticulosa, educada y civilizada; ella, sucia, apestosa y salvaje. Puede parecer extraño, pero acabé interesándome por ella. Seguro que la moneda siempre está fascinada por su otra cara. Años más tarde, cuando me fui de viaje a Egipto, traté de localizarla. Estuve en Esneh. Encontré la escuálida choza donde vivía, pero ella no estaba. Quizá, al oír noticias de mi llegada, huyó a otra parte. Quizá fuese mejor que no llegáramos a conocernos; no hay que permitir que la moneda conozca su otra cara.

Gustave comenzó a humillarme desde el principio. No me estaba permitido que le escribiese directamente; tenía que remitir mis cartas vía Du Camp. No me permitía que le fuese a visitar a Croisset. No me permitía que conociera a su madre, a pesar de que hubo de hecho una ocasión, en una calle de París, en que fuimos presentadas. Y resulta que estoy enterada de que Mme. Flaubert opinaba que su hijo me trataba de una forma abominable.

También me humilló de otras formas. Me mintió. Habló mal de mí ante sus amigos. Ridiculizó, en el sagrado nombre de la verdad, la mayor parte de lo que yo escribía. Fingía no saber que yo era paupérrima. Se jactaba de haberse contagiado en Egipto de una enfermedad del amor acostándose con una cortesana de cinco-sou. Se vengó vulgar y públicamente de mí riéndose en Madame Bovary de un sello que una vez le di como prueba de amor. ¡Él, que afirmaba que el arte debía ser impersonal!

Permítame que le diga de qué forma me humillaba Gustave. Cuando nuestro amor era joven, solíamos hacernos regalos; pequeñas muestras de cariño, insignificantes por sí mismas, pero que parecían contener en su interior la esencia misma del donante. Durante meses, durante años, disfrutó de un par de pequeñas zapatillas mías que le regalé; seguro que a estas alturas ya las habrá quemado. En una ocasión me envió un pisapapeles, el mismo que había tenido en su escritorio. Me conmovió profundamente; me pareció que era el regalo perfecto de un escritor para otro escritor: lo que antes había servido para evitar que volase su prosa, ahora serviría para sujetar mis versos. Es posible que yo le comentase esto demasiado a menudo; quizás expresé mi gratitud con sinceridad exagerada. Pues bien, esto fue lo que me dijo Gustave: que no lamentó en absoluto desprenderse del pisapapeles porque tenía otro tan eficaz como el que me dio. Me preguntó si quería saber cómo era el nuevo. Si quieres decírmelo, le contesté. Su nuevo pisapapeles, me informó, era un fragmento de un palo de mesana —hizo un ademán expresivo de un tamaño descomunal— que su padre extrajo una vez, por medio de un fórceps, del trasero de un viejo marino. El marino —continuó Gustave como si fuese la mejor anécdota que había oído desde hacía muchos años— afirmó al parecer que no tenía ni la más remota idea de cómo había ido a parar aquel pedazo de mástil al sitio en donde fue encontrado. Gustave soltó una carcajada. Lo que más le intrigaba era saber cómo se hubiera podido averiguar de qué mástil procedía aquel pedazo de madera.

¿Por qué me humillaba? No era, creo yo, porque, tal como ocurre frecuentemente en el amor, aquellas cualidades mías que al principio le parecieron atractivas —mi vitalidad, mi libertad, mi sentimiento de igualdad con los hombres— llegaran con el tiempo a resultarle irritantes. No fue así, porque Gustave se comportó de ese modo tan extraño y osuno desde el comienzo mismo, incluso cuando más enamorado estaba de mí. En su segunda carta me dijo: «Jamás he contemplado a un niño sin pensar que llegará a ser viejo; la contemplación de una mujer desnuda siempre me hace soñar en su esqueleto.» No eran, desde luego, los sentimientos de un amante convencional.

La posteridad, quizás, aceptará la solución más fácil. Dirá que me despreciaba porque yo era despreciable, y que como él era un genio su juicio debió de ser el correcto. No fue así; jamás fue así. Si era cruel conmigo es porque me tenía miedo. Me tenía un miedo corriente y un miedo muy poco corriente. Desde el primer punto de vista, me temía de la misma manera que los hombres suelen temer a las mujeres: porque sus amantes (o sus esposas) les entienden. Algunos hombres son muy poco adultos: quieren que las mujeres les entiendan, y con esa finalidad les cuentan todos sus secretos; pero luego, cuando se sienten cabalmente comprendidos, odian a sus mujeres por el hecho de que les entienden.

Desde el segundo punto de vista —el más importante— me temía porque se temía a sí mismo. Temía llegar a amarme completamente. No era por el simple terror a que yo invadiera su estudio y su soledad; era porque sentía pánico de que yo invadiese su corazón. Era cruel porque quería alejarme de él; pero quería alejarme de él porque temía llegar a amarme del todo. Voy a contarle lo que creo en el fondo de mi corazón: que para Gustave, y de una forma que él sólo sabía a medias, yo representaba la vida, y su rechazo de mí era especialmente violento porque le causaba la más profunda vergüenza. ¿Acaso hay algún aspecto de todo esto del que se pueda decir que la culpable soy yo? Yo le amé; ¿hay algo más natural que el que quisiera darle la oportunidad de que me amara? No luchaba solamente por mí, sino también por él: no comprendía la razón por la que él no se permitía amar. Una vez dijo que para ser feliz había que cumplir tres requisitos previos —ser estúpido, ser egoísta y gozar de buena salud— y que él no estaba seguro de cumplir más que el segundo. De modo que discutí, peleé, pero él quería creer que la felicidad es imposible; esta creencia le proporcionaba cierto extraño consuelo.

Es cierto que amarle no era fácil. Tenía el corazón escondido, alejado; se avergonzaba de tenerlo, se hartaba de él. Una vez me dijo que el verdadero amor es capaz de soportar la ausencia, la muerte y la infidelidad; que los verdaderos amantes pueden pasar diez años sin verse. (Estas frases no me impresionaron; deduje simplemente que él se sentiría más a gusto si yo estaba lejos de él, si le era infiel o si me moría.) Le gustaba envanecerse de que estaba enamorado de mí; pero jamás he conocido un amor tan poco impaciente. «La vida es como montar a caballo —me escribió una vez—. Antes me gustaba ir al galope; ahora prefiero ir al paso.» Cuando escribió eso no había cumplido aún los treinta años; había decidido ser viejo antes de hora. En cambio yo…, ¡yo prefería el galope, el galope! ¡El cabello al viento, la risa estallando en el fondo de los pulmones!

Su imaginación se sentía adulada cuando creía estar enamorado de mí; y creo que también le producía un placer no reconocido el anhelar constantemente mi carne y al mismo tiempo prohibirse siempre el obtenerla: negarse sus deseos le resultaba tan excitante como tolerárselos. Solía decirme que yo era menos mujer que las otras mujeres; que tenía carne de mujer y espíritu de hombre; que era un hermaphrodite nouveau, un tercer sexo. Me habló de esta necia teoría varias veces, pero en realidad sólo estaba diciéndosela a sí mismo: cuanto menos mujer me creyese, menos necesidad tendría de comportarse como un amante.

Al final acabé convencida de que lo que más buscaba en mí era un socio intelectual, una amante mental. Eran años en los que trabajaba denodadamente en su Bovary (aunque no tanto, quizá, como a él le gustaba decir) y al final de la jornada, como las liberaciones físicas le resultaban excesivamente complicadas y podían traer consigo muchas cosas que no se sentía con fuerzas para dominar, prefería una liberación intelectual. Se sentaba a una mesa, tomaba unas cuantas hojas de papel de carta, y me utilizaba para descargarse. ¿No le parece aduladora esa imagen? No he pretendido que lo fuera. Ya han terminado los días en los que creía lealmente todas las falsedades que se contaban de Gustave. Por cierto, no me bautizó con agua del Mississippi; la única vez que nos enviamos una botella fue cuando yo le mandé un frasco de agua de Taburel para su calvicie.

Pero esto de ser amantes mentales no era fácil, se lo aseguro, tan poco fácil como nuestra relación sentimental. Gustave era tosco, difícil, matón y altanero; y a continuación era tierno, sentimental, entusiasta y amoroso. No conocía las reglas. No quiso conocer a fondo mis ideas, de la misma manera que tampoco quiso conocer a fondo mis sentimientos. Aunque, naturalmente, él lo sabía todo. Me informó de que mientras que él tenía mentalmente sesenta años, yo apenas si había cumplido los veinte. Me informó de que si bebía siempre agua y no probaba nunca el vino acabaría teniendo cáncer de estómago. Me informó de que debía casarme con Víctor Cousin. (Víctor Cousin, por su parte, opinaba que lo que debía hacer era casarme con Gustave Flaubert.)

Me envió sus obras. Me envió Novembre. Era flojo y mediocre; pero conseguí escribirle una carta de doce páginas hablándole de esa obra. Me envió la primera Education sentimentale; no me impresionó gran cosa, pero, ¿podía negarle mis alabanzas? Me regañó por haber dicho que me gustaba. Me envió su Tentation de saint Antoine; es una novela que admiré de verdad, y así se lo dije. Él volvió a regañarme. Las partes de su obra que me habían gustado, me aseguró, eran las más fáciles de escribir; las alteraciones que le insinué cautelosísimamente no hubieran hecho, declaró, más que hacerle perder fuerza al libro. ¡Dijo estar «pasmado» ante «el excesivo entusiasmo» que demostré por la Education! Este es, pues, el modo en que un autor inédito y provinciano agradeció las palabras de alabanza que le dirigió una renombrada poetisa de París (de la que él decía estar enamorado). Mis comentarios sobre su obra sólo le sirvieron de pretexto para darme lecciones de Arte.

Naturalmente, yo sabía que era un genio. Siempre consideré que era un magnífico prosista. Él subvaloró mi talento, pero eso no era motivo suficiente para que yo subvalorase el suyo. No soy como ese odioso Du Camp, que se enorgullecía afirmando que había sido amigo de Gustave durante muchísimos años, pero que siempre negó que fuera un genio. He estado en muchas cenas de esas en las que se discute sobre el talento de los contemporáneos, y en las que Du Camp, a medida que uno u otro mencionaba nuevos nombres, corregía con extrema cortesía la opinión generalizada. «Y bien, Du Camp —acababa sugiriendo alguno de los comensales, un poco impaciente—, ¿qué opinas entonces de nuestro querido Gustave?» Du Camp sonreía con aprobación y golpeaba las yemas de los cinco dedos de una mano contra las de la otra, a la manera de un juez mojigato. «Flaubert —contestaba, utilizando el apellido de Gustave de una forma que siempre me escandalizaba— es un escritor de méritos infrecuentes, pero la mala salud le impide ser un genio.» Cualquiera diría que estaba ensayando frases para sus memorias.

¡En cuanto a mi propia obra! Naturalmente, se lo mandaba todo a Gustave. Me dijo que tenía un estilo blando, descuidado, trivial. Se quejó de que usara títulos vagos y pretenciosos, y dijo que todo tenía un tufillo a marisabidilla. Me dio lecciones, como un maestro de escuela, sobre las diferencias que hay entre saisir y s’en saisir. La fórmula que utilizaba para alabarme era decir que escribía con la misma naturalidad con que una gallina pone huevos, o comentar, después de haber destruido una obra con sus críticas, «Todo lo que no he marcado me parece bueno o excelente». Me dijo que no escribiera con el corazón, sino con la cabeza. Me dijo que para que el cabello brillase hay que cepillarlo muchas veces, y que lo mismo puede decirse del estilo. Me dijo que no me metiera en mi obra, y que no poetizase las cosas (¡soy una poetisa!). Me dijo que yo amaba el Arte, pero que me faltaba la religión del Arte.

Lo que quería, claro está, era que escribiese de forma tan parecida a como escribía él como estuviera en mi mano. Es una vanidad que he notado a menudo en los escritores; cuanto más eminentes son, mayores probabilidades hay de que tengan una acentuada vanidad de este tipo. Creen que todo el mundo tendría que escribir como ellos: no tan bien como ellos, claro, pero sí de la misma forma. De la misma manera que las cordilleras quieren tener a su lado unas estribaciones.

Du Camp acostumbraba a decir que Gustave carecía por completo de sensibilidad para la poesía. No me satisface en lo más mínimo estar de acuerdo con él, pero lo estoy. Gustave nos daba lecciones de poesía a todos nosotros —aunque en general no siguiera sus propias ideas sino las de Bouilhet— pero no las entendía. Nunca escribió versos. Solía decir que quería que la prosa tuviese la misma fuerza y la misma altura que la poesía; pero da la sensación de que su proyecto tenía un requisito previo: cortarle las alas a la poesía. Quería que su prosa fuese objetiva, científica, desprovista de toda presencia personal, desprovista de opiniones; de manera que decidió que también había que escribir poesía de acuerdo con estos mismos principios. Ya me dirá usted cómo se puede escribir poesía amorosa de forma objetiva, científica e impersonal. Ya me lo dirá usted. Gustave desconfiaba de los sentimientos; le tenía miedo al amor; y elevó su neurosis a la categoría de credo artístico.

La vanidad de Gustave no era únicamente literaria. No sólo creía que los demás debían escribir como él, sino también que los demás debían vivir igual que él. Siempre me citaba aquella frase de Epícteto: Abstente, y Oculta tu Vida. ¡A mí! ¡Mujer, poetisa, y poetisa del amor! Quería que todos los escritores llevasen oscuras vidas provincianas, que hiciesen caso omiso de los afectos naturales del corazón, que desdeñasen la fama, y que se pasaran horas y horas retirados, leyendo oscuros libros a la luz de una cansada vela. Pues bien, quizá sea ésta la forma más adecuada de cultivar la genialidad; pero también es el mejor modo de asfixiar el talento. Gustave no entendía que las cosas fueran así, no comprendía que mi talento necesitaba el momento fugaz, el sentimiento repentino, el encuentro inesperado; que se alimentaba, en una palabra, de la vida.

De haber sido capaz, Gustave me hubiese convertido en una ermitaña: la ermitaña de París. Siempre estaba aconsejándome que no viese a nadie; que no contestara la carta de Fulano; que no me tomase demasiado en serio a tal admirador; que no aceptara al conde X… como amante. Decía que con todo esto defendía mi obra, y que cada hora que me pasaba en sociedad era un hora que le robaba a mi trabajo. Pero mi método de trabajo era otro. No se puede ponerle un yugo a la libélula y pretender que haga girar la rueda del molino.

Naturalmente, Gustave negaba que fuese vanidoso. En uno de los libros de Du Camp —no recuerdo en cuál, siempre me parecieron demasiados— se habla de los efectos negativos que puede tener la excesiva soledad en el ser humano: decía de la soledad que era una mala consejera que cría con sus dos pechos a los gemelos del Egoísmo y la Vanidad. Como era de esperar, Gustave se lo tomó como si fuese un ataque personal. «¿Egoísmo? —me escribió en una carta—. Sea. Pero, ¿vanidad? No. El Orgullo es una fiera salvaje que vive en las cuevas y los desiertos; la Vanidad, en cambio, es como un loro que salta de rama en rama y parlotea a la vista de todos.» Gustave se imaginaba que era una fiera salvaje: le encantaba pensar que era un oso polar, remoto, silvestre y solitario. Yo acepté esta idea suya, y hasta le dije que era un búfalo salvaje de las praderas americanas; pero es posible que no fuera más que un loro.

¿Cree que soy demasiado severa con él? Yo le amé; y eso me da derecho a tratarle severamente. Escúcheme bien. Gustave despreciaba a Du Camp porque sabía que su amigo anhelaba obtener la Légion d’honneur. Pero unos cuantos años después se la otorgaron a él y la aceptó. Gustave menospreciaba el mundo de los salones. Hasta que la princesa Mathilde le invitó al suyo. ¿Había usted oído hablar de la factura de guantes que tuvo que pagar Gustave en la época en que se dedicaba a hacer cabriolas a la luz de los candelabros? Le debía dos mil francos a su sastre, y quinientos francos más por los guantes. ¡Quinientos francos! Pero, si por los derechos de su Bovary no cobró más que ochocientos francos… Para salvarle de sus acreedores, su madre no tuvo más remedio que vender algunas tierras. ¡Quinientos francos en guantes! ¿El oso blanco con guantes blancos? Qué va, qué va; más bien el loro enguantado.

Ya sé lo que se dice de mí; lo que han dicho los amigos de Gustave. Dicen que yo era lo suficientemente vanidosa como para creer que quizá llegaría a casarme con él. Pero lo cierto es que en sus cartas Gustave me describía cómo habría sido nuestra vida si nos hubiésemos casado. ¿Tanto me equivocaba al confiar en que podíamos llegar al matrimonio? También dicen que fui lo suficientemente vanidosa como para ir a Croisset y hacerle una escena en el umbral de su casa. Sin embargo, durante los primeros tiempos Gustave me decía muchas veces en sus cartas que pronto le visitaría en su casa. ¿Tanto me equivocaba al confiar en que podríamos llegar a casarnos? Dicen que fui lo suficientemente vanidosa como para suponer que algún día él y yo podíamos llegar a ser autores de alguna obra literaria conjunta. Y olvidan que una vez me dijo de una de mis historias que era una obra maestra, y que uno de mis poemas era capaz de conmover hasta a las piedras. ¿Tanto me equivocaba albergando esperanzas?

También sé perfectamente cuál será nuestro destino cuando ya nos hayamos muerto los dos. La posteridad se precipitará a sacar conclusiones: tal es su naturaleza. La gente se pondrá de parte de Gustave. A mí me entenderán demasiado aprisa; utilizarán mi generosidad en contra de mí misma y me despreciarán por haber tenido amantes; y dirán de mí que fui la mujer que, durante un breve período, estuvo a punto de impedir que fuesen escritos los libros que a ellos les gustan. Alguien —quizás el propio Gustave— quemará mis cartas; las de él (que he conservado con el mayor cuidado, aunque sea en contra de mis propios intereses) sobrevivirán, y servirán para confirmar los prejuicios de los que, debido a su pereza, son incapaces de entender nada. Soy una mujer, y también una escritora que ha gastado en vida todo el renombre que le había correspondido; y no espero apenas compasión ni comprensión por parte de la posteridad en esos dos terrenos. ¿Que si me importa? Naturalmente que sí. Pero esta noche no siento deseos de venganza. Baje otra vez los dedos hasta mi muñeca. Ahí; ya se lo había dicho.