LOS ARGUMENTOS EN CONTRA
¿Qué es lo que hace que sintamos deseos de conocer lo peor? ¿Quizá nos cansamos de querer enterarnos sólo de lo mejor? ¿La curiosidad es siempre un obstáculo que se opone a los propios intereses? O bien, más simplemente, ¿no será que nuestro deseo de conocer lo peor es la perversión favorita del amor?
Para algunos, esta curiosidad actúa como una fantasía funesta. Una vez tuve un paciente, un respetable oficinista al que en ningún otro sentido había jamás afectado la imaginación, que me confesó que mientras se acostaba con su esposa le gustaba verla mentalmente despatarrada felizmente bajo un montón de hidalgos hirsutos, de elegantes artilleros caribeños, de revoltosos enanos. Escandalízame, exige la fantasía, horrorízame. Para otros, se trata de una búsqueda real. He conocido parejas que se enorgullecían de la vergonzosa conducta del otro: cada uno de ellos seguía la pista de la locura del otro, de la vanidad del otro, de la debilidad del otro. ¿Qué era en realidad lo que buscaban? Alguna cosa, sin duda, que estaba más allá de lo que buscaban aparentemente. ¿Quizás una confirmación definitiva de que la humanidad misma está inevitablemente corrompida, de que la vida es ciertamente una chillona pesadilla soñada por un imbécil?
Yo amé a Ellen, y quise saber lo peor. Nunca la provoqué; actué cautelosa y defensivamente, según mi costumbre; ni siquiera le pregunté nada; pero quise saber lo peor. Ellen no me devolvió nunca esta caricia. Me apreciaba —siempre estaba automáticamente dispuesta a aceptar, como si fuese un asunto que no valiese la pena discutir, que me amaba— pero siempre pensaba, sin dudarlo, lo mejor de mí. Esa es la diferencia. Ni siquiera trató de buscar ese panel deslizante que da paso a la cámara secreta del corazón, la cámara en la que se guardan los recuerdos y los cadáveres. A veces uno encuentra el panel, pero no sabe cómo abrirlo; otras veces lo abre, pero la mirada sólo encuentra el esqueleto de una rata. Sin embargo, como mínimo le has echado una ojeada. Esa es la verdadera diferencia entre unas personas y otras: la que importa no es la que hay entre quienes tienen secretos y quienes no los tienen, sino la que separa a los que quieren saberlo todo y los que no. Yo afirmo que esta búsqueda es signo de amor.
Con los libros ocurre algo similar. No es exactamente lo mismo, claro (nunca hay nada que sea lo mismo); pero es similar. Si alguien disfruta la obra de un escritor, si vuelve la página aprobando lo que está leyendo pero no le importa que le interrumpan, significa que ese autor le gusta de un modo que no requiere reflexión. Seguro que es un buen hombre, da por supuesto el lector. Un tipo sano. ¿Y dicen que estranguló a toda una agrupación de lobatos y que tiró los cadáveres a un criadero de carpas para que se los comieran? Qué va, seguro que no es verdad: es un buen hombre, un tipo sano. Pero cuando sientes verdadero amor por un novelista, cuando tu vida depende del alimento que fluye gota a gota de su inteligencia, cuando quieres seguirle la pista y encontrarle —a pesar de los edictos que te conminan a hacer todo lo contrario—, nunca llegas a saber más de la cuenta. También buscas los vicios. ¿Conque una agrupación de lobatos, eh? ¿Cuántos fueron, veintisiete o veintiocho? ¿Y dicen que encargó que cosieran sus pañuelos del cuello para hacerse una colcha de retazos? ¿Y es verdad que cuando subía al cadalso iba citando versículos del Libro de Jonás? ¿Y que legó su estanque de carpas a la agrupación local de los Boy Scouts?
Ahí radica la diferencia. En el caso de un amante, de una esposa, cuando te enteras de lo peor —tanto si se trata de infidelidad como de falta de amor, de locura como de tendencias suicidas— casi te sientes aliviado. La vida es tal como yo me la imaginaba; ¿celebramos ahora esta decepción? Cuando amas a un escritor, el instinto te impulsa a defenderle. A eso me refería antes: es posible que la forma más pura y más constante de amor sea la del amor a un escritor. De modo que tu defensa comienza sin la menor dificultad. En todo este asunto, el dato más indudable es que la carpa es una especie en peligro de extinción, y todo el mundo sabe que el único alimento que las carpas están dispuestas a aceptar cuando el invierno ha sido especialmente crudo y la primavera empieza a ser lluviosa antes del día de St. Oursin es la carne de los lobatos. Desde luego que él estaba enterado de que por ese delito iban a ahorcarle, pero también sabía que la humanidad no es una especie en peligro de extinción, y de ahí sacó la conclusión de que veintisiete lobatos (¿o eran veintiocho?) más un autor de segunda fila (siempre fue un hombre ridículamente modesto en lo que se refiere a su propio talento) eran un precio trivial a cambio de lograr la supervivencia de toda una especie de peces. Hay que mirar las cosas con perspectiva: ¿necesitábamos tantos lobatos? Al fin y al cabo, se hubieran limitado a crecer y convertirse en Boy Scouts. Y por si alguien se encuentra todavía enfangado en el sentimentalismo, también se puede contemplar el asunto desde este otro punto de vista: el producto obtenido por la venta de entradas para visitar el estanque de carpas ya ha permitido a los Boy Scouts construir varios salones parroquiales en la comarca.
De modo que pueden seguir. Que me lean el memorial de agravios. Ya suponía que alguien lo haría, tarde o temprano. Pero que nadie olvide una cosa: no será la primera vez que Gustave se siente en el banquillo de los acusados. ¿De cuántos delitos se le acusa ahora?
1. Que odiaba a la humanidad.
Sí, sí, claro. Siempre dicen lo mismo. Daré dos clases de respuestas. Primero, empecemos por lo esencial. Amaba a su madre: ¿no le basta a usted este dato para ablandar su tontorrón y sentimental corazón de hombre del siglo XX? Amaba a su padre. Amaba a su hermana. Amaba a su sobrina. Amaba a sus amigos. Admiraba a ciertos individuos. Pero sus afectos eran siempre específicos; no se los entregaba al primero que llegase. A mí me basta con eso. ¿Quiere usted más? ¿Quiere que «ame a la humanidad», que se folle a la raza humana? Pero si eso no significa nada. Amar a la humanidad significa tanto y tan poco como amar a las gotas de la lluvia o amar a la Vía Láctea. ¿Dice usted que ama a la humanidad? ¿Está seguro de que con eso no está intentando simplemente tranquilizar su conciencia por el método más sencillo, garantizarse a usted mismo que está al lado de los buenos?
En segundo lugar, aun suponiendo que odiase a la humanidad —o que se sintiera muy poco gratamente impresionado por ella, como preferiría expresarlo yo—, ¿se equivocaba? Es evidente que a usted sí que le impresiona gratamente la humanidad: la ve como una suma de ingeniosos sistemas de irrigación, pacientes esfuerzos de los misioneros y microelectrónica. Perdónele que él viese las cosas de otro modo. Es evidente que vamos a tener que discutir este asunto largo y tendido. Pero permítame primero, y brevemente, que cite las palabras de uno de sus sabios del siglo XX: Freud. Estará de acuerdo conmigo, supongo, en que no es un hombre que actuase de manera interesada. ¿Quiere que le diga cómo resumía él la opinión que le merecía la raza humana, diez años antes de su muerte? «En el fondo de mi corazón estoy irremediablemente convencido de que mis queridos prójimos, con unas pocas excepciones, son unos seres despreciables.» Esto dicho por alguien que según creencia de la mayoría de la gente, de la mayoría de los que hemos vivido durante este siglo, había comprendido mejor que nadie el corazón humano. ¿No resulta un poquitín turbador?
Pero, venga, ya es hora de que sea usted más concreto.
2. Que odiaba la democracia.
La démocrasserie, como la llamó él en una carta dirigida a Taine. ¿Qué prefiere usted, democrápula o democrasa? Es cierto que a Gustave le dejaba muy, pero que muy frío. Pero de eso no puede usted deducir que fuese partidario de la tiranía o de la monarquía absoluta o de la monarquía burguesa o del totalitarismo burocratizado o de la anarquía o de lo que sea. Su sistema referido de gobierno era el chino, el mandarinazgo; pero estaba perfectamente dispuesto a reconocer que las posibilidades de que este sistema fuese introducido en Francia eran remotísimas. ¿Cree usted que el mandarinazgo es un paso atrás? En cambio, le perdona a Voltaire que aceptara con tanto entusiasmo la monarquía ilustrada: ¿por qué no le perdona a Flaubert, un siglo después, que sintiera tanto entusiasmo por la oligarquía ilustrada? Como mínimo, no acarició esa infantil fantasía de algunos literatos: eso de que los escritores están mejor preparados que el resto de la gente para gobernar el mundo.
Esto es lo más importante: Flaubert creía que la democracia no era más que una fase en la historia de las formas de gobierno, y opinaba que el hecho de que diéramos por supuesto que era el mejor método para ejercer el dominio de unos hombres sobre los otros, no era más que una muestra de nuestra típica vanidad. Creía en —o, mejor dicho, pudo observar— la perpetua evolución de la humanidad, y en consecuencia la evolución de las formas sociales: «La democracia no es la última palabra de la humanidad, de la misma manera que tampoco lo fueron la esclavitud, el feudalismo o la monarquía.» La mejor forma de gobierno, aseguraba, es la que ya ha empezado a agonizar, porque significa que está cediéndole el paso a otra forma.
3. Que no creía en el progreso.
Cito al siglo XX en su defensa.
4. Que no sentía el suficiente interés por la política.
¿El suficiente interés? Entonces, usted admite al menos que la política le interesaba. Lo que está insinuando, con mucho tacto, es que no le gustaba lo que veía (correcto), y que si hubiese visto más cosas quizá hubiese terminado por pensar igual que usted en relación con esos asuntos (incorrecto). Quisiera decir dos cosas, la primera de las cuales la pondré en cursiva, ya que ésa parece ser su forma favorita de expresarse. La literatura incluye a la política, pero no ocurre lo mismo al revés. No es una opinión que esté muy de moda, ni entre escritores ni tampoco entre políticos, de modo que tendrá que disculparme. Los novelistas que piensan que sus escritos son un instrumento político degradan, me parece, la literatura y exaltan neciamente la política. No, no estoy diciendo que debería estarles prohibido que tuvieran opiniones políticas ni que hicieran declaraciones políticas. Sólo digo que a esa parte de su trabajo deberían llamarla periodismo. El escritor que imagina que la novela es la forma más eficaz de participar en política suele ser un mal novelista, un mal periodista y un mal político.
Du Camp seguía la política muy de cerca, Flaubert sólo lo hacía esporádicamente. ¿Cuál de los dos prefiere? El primero. ¿Y cuál de los dos era mejor escritor? El segundo. ¿Y cuáles eran sus ideas políticas? Du Camp acabó convirtiéndose en un aletargado reformista; Flaubert siguió siendo siempre un «liberal furioso». ¿Le sorprende? Es que aunque Flaubert hubiese dicho de sí mismo que era un reformista aletargado, yo estaría defendiéndole del mismo modo: qué vanidad tan curiosa es la que impulsa al presente a esperar que el pasado se amamante de él. El presente vuelve la vista atrás para contemplar alguna figuras de un siglo anterior, y se pregunta, ¿estaba de nuestro lado? ¿Era de los buenos? Qué falta de confianza en uno mismo demuestra implícitamente esta actitud: el presente quiere, al mismo tiempo, adoptar una actitud paternalista con respecto al pasado adjudicándole sus propios criterios de aceptabilidad política, pero también sentirse adulado por ello, recibir unos golpecitos en la espalda, oír la voz del pasado diciéndole: «Sigue, muchacho, vas bien encaminado.» Si esto es lo que usted quiere decir cuando afirma que Monsieur Flaubert no tenía «el suficiente interés» por la política, sintiéndolo mucho tendré que decir que mi cliente se declara culpable.
5. Que estuvo en contra de la Comuna.
Bueno, parte de la respuesta está contenida en lo que acabo de decir. Pero quiero añadir otra consideración, la de esta increíble debilidad de carácter de mi cliente: no era partidario de que las personas se matasen las unas a las otras. Podrá decir usted que era un remilgado, pero la cuestión es que no lo aprobaba. Tengo que admitir que él, personalmente, no mató nunca a nadie; de hecho, ni siquiera lo intentó. Pero promete que en el futuro tratará de enmendarse.
6. Que no era un patriota.
Permítame que suelte una breve carcajada. Ah. Así está mejor. Yo creía que actualmente el patriotismo estaba mal visto. Yo creía que todos nosotros estábamos dispuestos a traicionar a nuestro país antes que traicionar a nuestros amigos. ¿No es así? ¿No se le ha dado todavía vuelta a la tortilla? ¿Qué espera que diga en defensa de mi cliente? El 22 de septiembre de 1870, Flaubert se compró un revólver; en Croisset, instruyó militarmente a su andrajosa colección de soldados en espera del avance prusiano; los sacó a patrullar por las noches; les dijo que le pegasen un tiro si veían que intentaba huir. Para cuando llegaron los prusianos apenas si pudo hacer nada sensato, como no fuera cuidar de su anciana madre. Es posible que hubiera podido presentarse voluntario para incorporarse como miembro de un grupo de enfermeros o algo así, pero, ¿hubiesen respondido los militares con entusiasmo ante la solicitud de un epiléptico y sifilítico de 48 años, cuya única experiencia militar era la que adquirió cuando estuvo de caza en el desierto…?
7. Que estuvo de caza en el desierto.
Pero, por Dios. Nos declaramos noli contendere. Y, además, todavía no he terminado con el asunto del patriotismo. ¿Me permite usted que le dé unos cuantos datos acerca del carácter de los novelistas? ¿Qué es lo más fácil, lo más cómodo para el escritor? Felicitar a la sociedad en la que vive: admirar sus bíceps, aplaudir su progreso, tomarle bonachonamente el pelo por sus chifladuras. «Soy tan chino como francés», declaró Flaubert. Es decir, no dijo que fuera más chino que francés: si hubiese nacido en Pekín también habría indudablemente decepcionado a los patriotas de aquel país. El mayor acto de patriotismo consiste en decirle a tu patria que está comportándose de forma deshonrosa, estúpida, malévola. El escritor debe tener simpatías universales, y ser un proscrito por naturaleza: sólo entonces puede ver las cosas con claridad. Flaubert está siempre de parte de las minorías, de parte de «los beduinos, los herejes, los filósofos, los ermitaños, los poetas». En 1867 cuarenta y tres gitanos establecieron su campamento en Cours la Reine y despertaron una gran oleada de odio entre los vecinos de Rouen. A Flaubert le encantó su presencia y les dio dinero. Seguro que querrá usted darle un golpecito en el hombro por este detalle. Si él hubiese sabido que actuando así se granjeaba la aprobación del futuro, lo más probable es que se hubiese guardado el dinero.
8. Que procuró no vivir muy a fondo.
«Para pintar el vino, el amor, las mujeres o la gloria, es necesario no ser borracho ni amante ni marido ni soldado raso. Entremezclado con la vida, es difícil verla correctamente, la sufres o la gozas demasiado.» Esto no es una contestación de alguien que se declara culpable, sino la protesta de quien se queja de que la acusación está mal formulada. ¿Qué quiere decir usted con eso de «vivir»? Si habla de política, es una cuestión que ya hemos tratado. ¿Se refiere quizás a la vida sentimental? Por medio de su familia, sus amigos y sus amantes, Gustave llegó a conocer todas las estaciones de ese vía crucis. ¿Quería decir usted quizá matrimonio? Una protesta bastante curiosa, pero antigua. ¿Quiénes escriben las mejores novelas, los casados o los solteros? ¿Son mejores escritores los filoprogenitivos que los que no han tenido hijos? A ver, enséñeme sus estadísticas.
Para un escritor, no hay mejor clase de vida que la que le ayuda a escribir los mejores libros. ¿Estamos seguros de saber más de este asunto que él mismo? Flaubert «vivió», por decirlo con la palabra que usted ha usado, mucho más que otros escritores: en comparación con él, Henry James fue una monja. Es posible que Flaubert haya intentado vivir en una torre de marfil…
8. a) Que intentó vivir en una torre de marfil.
Pero no lo consiguió. «Siempre he intentado vivir en una torre de marfil, pero una marea de mierda golpea sus muros y amenaza constantemente con derribarla.»
Aquí hay que dejar bien sentadas tres cuestiones. La primera es que el escritor elige —hasta donde puede— el grado de intensidad con que «vive»: a pesar de su reputación, Flaubert ocupó al respecto una posición intermedia. «¿Hay algún borracho que haya escrito la canción que cantan los bebidos?» De eso no le cabía la menor duda. Por otro lado, tampoco es un abstemio. Es posible que la vez que mejor supo expresarlo fuese aquella en la que dijo que el escritor tiene que vadear la vida como se vadea el mar, pero sólo hasta el ombligo.
En segundo lugar, cuando los lectores se quejan de la vida de los escritores: que por qué no hizo esto; que por qué no mandó cartas de protesta a la prensa acerca de aquello; que por qué no vivió más a fondo; ¿no están haciendo en realidad una pregunta mucho más simple y mucho más vana? A saber, ¿por qué no se nos parece más? Sin embargo, si el escritor se pareciese más al lector no sería escritor, sino lector: así de sencillo.
En tercer lugar, ¿hasta qué punto no está esta queja dirigida contra los mismos libros? Posiblemente, cuando alguien se lamenta de que Flaubert no viviera más a fondo, no lo hace porque sienta hacia él unos deseos filantrópicos: si Gustave hubiese tenido esposa e hijos, seguramente su actitud no hubiera sido tan pesimista. Si se hubiese metido en política, si hubiese hecho buenas obras, si hubiese llegado a director de la escuela de la que fue alumno, seguramente no se habría encerrado tanto en sí mismo. Es de presumir que cuando hace usted esa acusación piensa que hay en sus libros ciertos defectos que hubieran podido remediarse si el escritor hubiese llevado otra clase de vida. Si es así, debe ser usted quien los declare. Por mi parte, no me parece que, por ejemplo, el retrato de la vida provinciana que hay en Madame Bovary muestre carencias que hubiesen podido ser remediadas si su autor hubiese entrechocado cada noche su jarra de cerveza con la de alguna gotosa bergère normanda.
9. Que era un pesimista.
Ah, ya empiezo a entender a dónde apunta. Le hubiese gustado que sus libros fueran un poco más alegres, un poco más… ¿cómo lo diría usted? ¿Más enaltecedores de la vida? Tiene usted una idea de la literatura que me parece curiosísima. ¿Su doctorado se lo concedió la universidad de Bucarest? No sabía que hubiese que defender a los escritores de la acusación de pesimismo. Esta sí que es nueva. Me niego a hacerlo. Flaubert dijo: «No se hace Arte con buenas intenciones.» Y también dijo: «El público quiere obras que adulen sus ilusiones.»
10. Que no enseña virtudes positivas.
Ahora ya se le ve el percal. Así que éste es el método que debemos utilizar para juzgar a los escritores: ver si defienden o no las «virtudes positivas». Pues bien, imagino que jugaré un ratito a lo que me propone: ante un tribunal no queda otro remedio. Tomemos por ejemplo todos los juicios por obscenidad, desde Madame Bovary hasta Lady Chatterley’s Lover: siempre hay, por parte de la defensa, cierto jugar a determinados juegos, cierto doblegarse a unas normas. Hay quienes dirían que no es más que una hipocresía táctica. (¿Pregunta si este libro es verde? No, Su Señoría, nosotros opinamos que este libro tiene un efecto más emético que mimético en el lector. ¿Estimula este libro el adulterio? No, Su Señoría, ya ve que esa miserable pecadora que se entrega una y otra vez a los placeres más descabellados acaba recibiendo al final su castigo. ¿Ataca este libro el matrimonio? No, Su Señoría, retrata un matrimonio tan envilecido como desesperado a fin de que la gente aprenda que sólo siguiendo la doctrina cristiana se puede lograr un matrimonio feliz. ¿Es blasfemo este libro? No, Su Señoría, la idea del novelista no puede ser más casta.) Como argumento forense, desde luego, esta actitud no ha podido ser más eficaz; pero a veces siento cierto rencor residual contra esos abogados defensores que, hablando en favor de una auténtica obra literaria, no decidieron establecer su defensa en un tono de simple desafío. (¿Es verde este libro? Su Señoría, me jodería que no lo fuese. ¿Fomenta el adulterio, ataca al matrimonio? Alto ahí, Su Señoría, eso es precisamente lo que mi cliente pretendía hacer. ¿Es blasfemo este libro? Por los clavos de Cristo, Su Señoría, está tan claro como el taparrabos del día de la Crucifixión. Digámoslo así, Su Señoría: mi cliente opina que la mayor parte de los valores de la sociedad en la que vive son repugnantes, y espera fomentar con este libro la fornicación, la masturbación, el adulterio, el apedreamiento de los curas y, aprovechando que por un momento he logrado captar su atención, Su Señoría, espera también lograr que cuelguen de las orejas a todos los jueces corruptos. La defensa ha dicho todo lo que tenía que decir.)
Así que, brevemente: Flaubert enseña a mirar cara a cara a la verdad, y a no parpadear ante sus consecuencias; enseña, al igual que Montaigne, a dormir sobre la almohada de la duda; enseña a diseccionar las partes constitutivas de la realidad, y a observar que la Naturaleza es siempre una mezcla de géneros; enseña a hacer un uso lo más exacto posible del lenguaje; enseña a no abrir los libros en busca de una píldora social o moral: la literatura no es una farmacopea; enseña la preeminencia de la Verdad, la Belleza, el Sentimiento y el Estilo. Y si estudia la vida privada del escritor, verá que enseña valentía, estoicismo, amistad; la importancia de la inteligencia, el escepticismo y el ingenio; la necedad del patrioterismo; la virtud de ser capaz de permanecer solo en la propia habitación; el odio contra la hipocresía; la desconfianza de los doctrinarios; la necesidad de decir las cosas con todas las letras. ¿Le gusta que digan todo esto de los escritores (a mí, personalmente, nada de esto me importa apenas)? ¿Le parece suficiente? De momento no pienso decir nada más. Esto está resultando muy embarazoso para mi cliente.
11. Que era un sádico.
Y una mierda. Mi cliente era un tipo blando. Cíteme un solo acto sádico, o falto de amabilidad, de toda su vida. Le diré lo menos amable que sé de él: una vez le sorprendieron tratando cruelmente a una mujer, y sin motivos aparentes. Cuando le preguntaron si había ocurrido algo, él respondió: «Porque a lo peor pretendía colarse en mi estudio.» Eso es lo peor que conozco de mi cliente. A no ser que cuente lo de la vez que, estando en Turquía, quiso acostarse con una prostituta cuando estaba enfermo de la sífilis. Reconozco que ahí no fue del todo sincero. Pero fracasó: la chica, siguiendo las precauciones normales en su oficio, le pidió que le dejara examinarlo, y, cuando él se negó, le echó a cajas destempladas.
Leyó a Sade, naturalmente. ¿Qué escritor culto francés no lo ha hecho? Tengo entendido que ahora goza de una gran popularidad entre los intelectuales de París. Mi cliente les dijo a los hermanos Goncourt que Sade escribía «la tontería más divertida que haya leído en mi vida». Es cierto que conservaba a su alrededor algunos recuerdos espeluznantes; y que disfrutaba contando cosas horrorosas; y que en sus obras tempranas hay algunos pasajes horripilantes. Pero de ahí a decir que tenía una «imaginación sadiana» media mucha distancia. Me deja usted pasmado. Y especifica usted que Salammbô contiene escenas de violencia escandalosa. Mi respuesta es ésta: ¿cree que no ocurrieron cosas así? ¿Cree que el Mundo Antiguo no era más que pétalos de rosa, música de lira, y gordas tinajas de miel selladas con grasa de oso?
11. a) Que en sus libros matan a muchos animales.
Desde luego, no es Walt Disney. Le interesaba la crueldad, lo admito. Le interesaba todo. Además de Sade, le interesaba Nerón. Pero oiga lo que dice de ellos: «Para mí, estos monstruos explican la historia.» Debo añadir que en ese momento sólo cuenta diecisiete años. Y permítame hacer otra cita: «Me gustan los vencidos, pero también me gustan los vencedores.» Se esfuerza, como ya he dicho, por ser tanto chino como francés. Se produce un terremoto en Leghorn: Flaubert no llora por las víctimas. Siente la misma simpatía por esas víctimas que por los esclavos que murieron muchos siglos antes mientras hacían girar la noria de algún tirano. ¿Le escandaliza? A esto se le llama poseer imaginación histórica. A esto se le llama ser no solamente ciudadano del mundo sino de todos los tiempos. Eso es lo que Flaubert expresaba cuando decía que él era «hermano en Dios de todo lo que vive, tanto de la jirafa y del cocodrilo como del hombre». A esto se le llama ser escritor.
12. Que era cruel con las mujeres.
Las mujeres le adoraban. Él disfrutaba de su compañía; ellas disfrutaban de la de él; era un hombre galante, dispuesto a coquetear; se acostaba con ellas. Simplemente, no quería casarse con ninguna. ¿Es pecado? Es posible que algunas de sus actitudes sexuales fueran mordazmente típicas de los hombres de su época y de su clase; ¿pero hay alguien del siglo XIX que se libre de esta misma crítica? Como mínimo, era partidario de la honestidad en todos los asuntos relacionados con la sexualidad: de ahí que antes que a la grisette prefiriese a la prostituta. Esa honestidad le causó muchos problemas de los que se hubiese librado con una actitud más hipócrita; por ejemplo, con Louise Colet. Cuando le dijo la verdad, parecía que quisiera ser cruel. Pero, ¿acaso ella no era una pelma? (Permítame que conteste la pregunta que yo mismo he formulado. Creo que era una pelma; su tono es de pelma; pero reconozco que sólo oímos la versión de Gustave. Quizá alguien debería escribir la versión de ella: sí, ¿por qué no se podría reconstruir la Versión de Louise Colet? Quizá lo haga yo mismo. Sí, lo haré.)
Si no le importa, la mayoría de sus acusaciones podrían resumirse en una: Que no le hubiésemos gustado si nos hubiera llegado a conocer. Ante lo cual él habría decidido seguramente declararse culpable; aunque sólo fuera para ver nuestra expresión al oírlo.
13. Que creía en la Belleza.
Me parece que se me ha metido alguna cosa en la oreja. Seguramente será un poco de cera. Permítame un momento, voy a apretarme la nariz con los dedos y soplaré un poco por los oídos.
14. Que le obsesionaba el estilo.
Empieza usted a chochear. ¿Aún cree que la novela se divide, como la Galia, en tres partes: Idea, Forma y Estilo? Si es así, me parece que todavía está usted dando sus primeros pasitos en el campo de la narrativa. ¿Quiere que le dé unas cuantas máximas que hay que aplicar a la escritura? Pues muy bien. La forma no es un sobretodo que se pone sobre la carne del pensamiento (una antigua comparación, que ya era vieja en tiempos de Flaubert), sino la carne del propio pensamiento. Es tan imposible imaginar una Idea sin Forma como una Forma sin Idea. En arte todo depende de la ejecución: la historia de un piojo puede ser más bella que la historia de Alejandro. Hay que escribir tal como se siente, asegurarse de que esos sentimientos son sinceros, y despreocuparse de todo lo demás. Cuando un verso es bueno, no pertenece a ninguna escuela. Una buena frase de prosa tiene que ser tan inmutable como un buen verso. Si tienes la suerte de escribir bien, siempre te acusan de que no tienes ideas.
Todas estas máximas son de Flaubert, con la excepción de una, que es de Bouilhet.
15. Que no creía que el Arte tuviera una finalidad social.
Pues no, no lo creía. Esto está empezando a resultarme agotador. «Tú provocarás la desolación —escribió George Sand—; yo, el consuelo.» A lo cual Flaubert contestó: «No puedo cambiar de ojos.» La obra de arte es una pirámide erigida en pleno desierto, inútilmente: los chacales se mean en su base, y los burgueses escalan su cúspide; desarrolle usted mismo esta comparación. ¿Quiere que el arte sirva para curar? Llame a la AMBULANCE GEORGE SAND. ¿Quiére que el arte diga la verdad? Llame a la AMBULANCE FLAUBERT: pero no se sorprenda si, al llegar, le pasa por encima de la pierna. Escuche lo que dice Auden: «La poesía no hace ocurrir nada.» No se imagine que el Arte es una cosa pensada para procurar a las personas un suave efecto estimulante, para darles un poco más de confianza en sí mismas. El Arte no es un brassière[10]. Como mínimo, no lo es en el sentido que tiene esta palabra en inglés. Pero no olvide que, en francés, brassière significa chaleco salvavidas.