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LOS APÓCRIFOS DE FLAUBERT

No es lo que construyen. Sino lo que derriban.

No son las casas. Sino los espacios entre las casas.

No son las calles existentes. Sino las calles que ya no existen.

JAMES FENTON

Pero también lo que no construyeron. Las casas que soñaron y esbozaron. Los bruscos bulevares de la imaginación; ese sendero que nunca fue recorrido, el que brinca por entre las casitas empingorotadas; el cul-de-sac trompe-l’oeil que te engaña haciéndote creer que entras en una elegante avenida.

¿Importan los libros que los escritores no llegan a escribir? Es fácil olvidarlos, dar por supuesto que la bibliografía apócrifa sólo puede contener ideas malas, proyectos justamente abandonados, embarazosas intuiciones iniciales. No tendría por qué ser así: las ideas iniciales suelen ser las mejores, y menos mal que luego son animosamente rehabilitadas por las terceras ideas tras haber sido estropeadas por las segundas. Además, una idea no siempre acaba siendo abandonada debido a que no ha podido pasar una prueba de calidad. La imaginación no produce de forma anual como los frutales. El escritor tiene que aprovechar todo lo que encuentra: a veces, más cosas de la cuenta; otras, poquita cosa; y otras, nada de nada. Y en los años de superabundancia siempre hay en algún frío y oscuro desván, algún cajón que el escritor visita de vez en cuando; y sí, vaya hombre, mientras él estaba trabajando con tesón en la planta baja, arriba en el desván siguen esas pieles arrugadas, esos avisos de alarma, un repentino hundimiento pardo y el retoñar de los copos de nieve. ¿Qué puede hacer el escritor con todo eso?

En el caso de Flaubert, los apócrifos proyectan una segunda sombra. Si el momento mejor de su vida fue una visita al burdel que terminó en fracaso, es posible que el mejor momento de su escritura fuese el de la llegada de esa idea para un libro que no llegó a escribir jamás, que nunca quedó mancillado con una forma definitiva, que jamás tuvo que ser expuesto a miradas menos cariñosas que la de su autor.

Naturalmente, ni siquiera las obras publicadas son inmutables: ahora podrían tener otro aspecto si Flaubert hubiese tenido el tiempo y el dinero suficientes como para ordenar su legado literario. Habría terminado Bouvard et Pécuchet; Madame Bovary podría haber sido suprimida (¿nos tomamos muy en serio la petulancia con que Gustave se refiere a la despótica fama del libro? Sí, un poco en serio); y L’Education sentimentale habría podido tener un final diferente. Du Camp registra la decepción que sintió su amigo ante la desgracia histórica que padeció esta novela: un año después de su publicación comenzó la guerra franco-prusiana, y a Gustave le pareció que la invasión y la débâcle de Sedan hubiesen proporcionado una conclusión grandiosa, pública e irrebatible para un libro que pretendía seguir la pista del fracaso moral de una generación.

«Imagina —afirma Du Camp que le dijo— el capital que habría podido extraerse de ciertos incidentes. He aquí, por ejemplo, uno de calibre excelente. Ya se ha firmado la capitulación, el ejército ha sido capturado, el Emperador, hundido en un rincón de su coche, tiene una expresión sombría; fuma un cigarrillo para disimular, y aunque en su interior ha estallado una tormenta, trata de parecer impasible. A su lado están sus ayudantes de campo y un general prusiano. Todos permanecen en silencio, todos bajan la vista; hay dolor en todos los corazones.

»La procesión queda detenida, en un lugar donde se cruzan dos carreteras, porque aparece una columna de prisioneros vigilados por unos ulanos, que llevan su chapska colgada sobre una oreja, y cabalgan con la lanza en ristre. Es necesario detener el coche ante esa marea humana, que avanza rodeada de una nube de polvo enrojecido por los rayos del sol. Los prisioneros caminan arrastrando los pies y con los hombros caídos. La mirada lánguida del Emperador contempla la muchedumbre. Qué forma tan extraña de pasar revista a sus tropas. Piensa en antiguas revistas, en el redoble de los tambores, en los estandartes que se inclinan para saludarle, en sus generales engalanados con oros y encajes, saludándole con sus sables, mientras la guardia grita, “Vive l’Empereur!”

»Un prisionero le reconoce y le saluda, y luego ocurre lo mismo con otro, y otro.

»De repente un zuavo abandona las filas, alza el puño y grita, “¡Ah! ¡Con que estás ahí, villano…! ¡Tú nos has conducido a la ruina!”

»A continuación diez mil soldados le insultan a gritos, agitan amenazadoramente los brazos, se encaraman al coche y pasan a su lado como un torbellino de maldiciones. El Emperador sigue permaneciendo inalterable, sin hacer ninguna señal ni pronunciar palabra, pero, por dentro, está pensando, “¡Y éstos son los hombres a los que antes llamaban mi Guardia Pretoriana!”

»Bien, ¿qué te parece esta situación? ¿No crees que tiene mucha fuerza? ¡Qué escena tan emocionante como punto final para mi Education! No logro consolarme por el hecho de no haber podido incluirla.»

¿Deberíamos lamentar que nos hayamos perdido un fin así? ¿Y cómo podríamos calibrarlo? Es probable que, al parafrasearlo, Du Camp lo empobreciera, y antes de la publicación se habrían producido numerosas alteraciones flaubertianas. Su atractivo no puede estar más claro: una culminación en tono fortissimo, una conclusión pública para el fracaso particular de una nación. Pero, ¿necesita el libro un final así? Después de 1848, ¿necesitamos además que nos cuenten lo ocurrido en 1870? Es mejor que la novela termine con el desencanto; es mejor tener los recuerdos en tono menor de los dos amigos que un arrebatador cuadro académico.

En cuanto a los apócrifos propiamente dichos, seamos sistemáticos:

1 Autobiografía. «Un día, si llego a escribir mis memorias —lo único que seré capaz de llegar a escribir bien, si me pongo— tú ocuparás en ellas un lugar, ¡y qué lugar! Porque tú has abierto en mi existencia una anchísima brecha.» Gustave escribe esta frase en una de sus primeras cartas a Louise Colet; y durante un período de siete años (1846-1853) seguirá refiriéndose de vez en cuando a su proyecto de autobiografía. Luego anuncia oficialmente que abandona ese plan. Pero, ¿llegó alguna vez a ser algo más que el proyecto de un proyecto? Uno de los estereotipos más fáciles de usar en la seducción literaria es eso de «te sacaré en mis memorias». Archívese la frase junto a: «Te sacaré en mi película», «Te inmortalizaré sobre un lienzo», «Puedo ver perfectamente tu cuello en mármol», etc., etc.

2 Traducciones. Más que apócrifos estrictamente hablando, obras perdidas; pero aquí deberíamos anotar: a) La traducción de Madame Bovary por Juliet Herbert, supervisada por el novelista, que la calificó de «obra maestra»; b) la traducción a la que se refiere en una carta de 1844: «He leído el Candide veinte veces. Lo he traducido al inglés…» Esto no suena a ejercicio de colegial: más bien a ejercicio de aprendizaje que se hubiese impuesto a sí mismo. A juzgar por la utilización que hace dispersamente del inglés en su correspondencia, la traducción añadía, de forma no intencionada, una capa más de humor a las intenciones del original. Ni siquiera era capaz de copiar con exactitud los nombres de los lugares: en 1866, cuando está tomando notas sobre los azulejos de Minton en el museo de South Kensington, convierte Stoke-upon-Trent en «Stroke-upon-Trend»[9].

3 Narrativa. Este apartado de apócrifos contiene una gran cantidad de materiales juveniles, útiles sobre todo para el psicobiógrafo. Pero los libros que un autor no llega a escribir en su adolescencia no son como los que no llega a escribir cuando ya ha anunciado cuál es su profesión. Estos son los no-libros que debemos estudiar.

En 1850, cuando se encontraba en Egipto, Flaubert pasó dos días reflexionando sobre la historia de Micerino, un devoto rey de la cuarta dinastía que, según se dice, fue el que volvió a abrir los templos que sus predecesores habían cerrado. En una carta dirigida a Louis Bouilhet el novelista dice, sin embargo, que le interesa un aspecto más burdo del personaje, «el rey que se tira a su hija». Es posible que Flaubert se sintiera estimulado por el descubrimiento (o quizá el recuerdo) de que en 1837 el sarcófago de aquel rey fue excavado por los británicos y llevado a Londres. Gustave pudo haberlo inspeccionado en su visita al Museo Británico de 1851.

El otro día yo mismo fui a inspeccionarlo. El sarcófago, me dijeron, no es una de las posesiones más interesantes del museo, y desde 1904 no ha sido exhibido nunca. Aunque cuando fue enviado a Londres se creyó que pertenecía a la cuarta dinastía, posteriormente resultó que era de la vigésimo sexta: las proporciones del cuerpo momificado en su interior podrían no ser las de Micerino. Me sentí decepcionado, pero también aliviado: ¿y si Flaubert hubiera llevado su plan a la práctica, y escrito una detalladísima descripción de la tumba del rey? La doctora Enid Starkie hubiese tenido otra oportunidad para archivar otra Equivocación Literaria.

(Quizá debería concederle a la doctora Starkie un parrafito de mi guía de bolsillo de Flaubert; ¿o resultaría innecesariamente vengativo? ¿S de Sade, o S de Starkie? Por cierto, no está saliendo del todo mal esto del Diccionario de tópicos de Geoffrey Braithwaite. ¡Todo lo que necesita usted saber de Flaubert para saber tanto como el que más! Unos cuantos apartados más y quedará concluido. La letra X será un problema. En el diccionario del propio Flaubert no hay ninguna palabra que empiece por X.)

En 1850, desde Constantinopla, Flaubert anuncia tres proyectos: Une nuit de Don Juan (que alcanza la fase de planificación); «Anubis», la historia de «la mujer que quiere que Dios se la tire»; y «Mi novela flamenca sobre una joven que muere mística y virgen…, en una pequeña ciudad de provincias, al fondo de un huerto con coles y espadañas…» Gustave se queja en esta carta de los peligros que encierra planificar de forma demasiado exhaustiva un proyecto: «Me parece, ay, que cuando se diseca tan bien a los niños en cuanto nacen, no se está lo bastante cachondo como para crearlos.» En todos estos casos, Gustave no se sintió lo bastante cachondo; de todos modos, hay quienes ven en el tercero de estos proyectos un vago antecesor de Madame Bovary y Un cœur simple.

En 1852-3 Gustave traza unos planes bastante serios para escribir La Spirale, «una novela grandiosa, metafísica, fantástica y desgañitada», cuyo protagonista lleva una doble vida típicamente flaubertiana, feliz en sus sueños e infeliz en su vida real. Su conclusión es, naturalmente, que la felicidad sólo existe en la imaginación.

En 1853 resucita «uno de mis viejos sueños»: una novela de caballería. A pesar de Ariosto, aún es factible el proyecto, asegura Gustave: los elementos adicionales que él añadirá al tema son «el terror y una poesía más amplia».

En 1861: «Hace mucho tiempo que medito sobre una novela que trate de la locura, o más bien sobre el modo en que alguien se vuelve loco.» A partir de esta época, o quizá un poco más tarde, también reflexiona, según Du Camp, sobre una novela que trataría del mundo del teatro; se pasaba ratos sentado en los camerinos garabateando las confidencias de las sinceras actrices. «Sólo Le Sage en el Gil Blas se acercó a la verdad. Yo la revelaré en toda su desnudez, pues resulta imposible imaginarse hasta qué punto es cómica.»

A partir de este momento, Flaubert debió de comprender que para escribir una novela larga necesitaba de cinco a siete años; y en consecuencia que la mayor parte de los proyectos que iba dejando en el incinerador del patio trasero acabarían inevitablemente disolviéndose en vapor. En los últimos doce años de su vida encontramos cuatro ideas principales, más una quinta muy intrigante, algo así como un roman trouvé.

a) «Harel-Bey», un relato oriental. «Si fuese más joven y si tuviera dinero, regresaría a Oriente para estudiar el Oriente moderno, el Oriente-Istmo de Suez. Uno de mis viejos sueños es un libro sobre ese tema. Me gustaría mostrar a un civilizado que se barbariza y a un bárbaro que se civiliza. Desarrollar este contraste de los dos mundos que acaban por mezclarse… Pero ya es demasiado tarde.»

b) Un libro sobre la batalla de las Termópilas, que proyectaba escribir cuando terminase Bouvard et Pécuchet.

c) Una novela en la que apareciesen varias generaciones de una familia de Rouen.

d) Si se corta por la mitad, una lombriz de tierra, a la mitad de la cabeza le saldrá una nueva cola; y, más sorprendentemente incluso, a la otra mitad le saldrá una cabeza. Esto es lo que ocurrió con el final no incluido en L’Education sentimentale: generó una novela completa, que primero hubiese debido llevar el título de «Bajo Napoleón III» y más tarde el de «Una familia de París». «Escribiré una novela sobre el Imperio [afirma Du Camp que le dijo] con veladas en Compiègne, con todos los embajadores, mariscales y senadores haciendo tintinear sus condecoraciones cuando se inclinan hasta el suelo para besar la mano del Príncipe Imperial. Ese período proporcionará materia prima para varios libros capitales.»

f) El roman trouvé fue hallado por Charles Lapierre, director de Le Nouvelliste de Rouen. Una noche, cuando cenaba en Croisset, Lapierre le contó a Flaubert la escandalosa historia de Mademoiselle de P-. Era una mujer de la aristocracia de Normandía y tenía relaciones en la Corte, lo cual le permitió conseguir que la nombrasen lectora de la emperatriz Eugénie. Su belleza, decían, era tal que hubiese bastado para lograr que un santo se condenara. Y sin duda bastó para que se condenase ella misma: una aventura declarada que tuvo con un oficial de la Guardia Imperial provocó su despido. Posteriormente se convirtió en una de las reinas del demi-monde de París, y durante la segunda mitad de los años sesenta del siglo pasado gobernó una corte un poco más zarrapastrosa que aquella otra de la que había sido expulsada. Durante la guerra franco-prusiana desapareció (junto con el resto de los miembros de su profesión), y cuando terminó, su estrella ya se había apagado. Según todas las informaciones, descendió hasta los peldaños más bajos de la prostitución. Y sin embargo, y consoladoramente (tanto para ella como para la narrativa), demostró su capacidad para remontar de nuevo el vuelo: se convirtió en la entretenida de un oficial de caballería, y a su muerte ya había llegado a ser la esposa legal de un almirante.

Esta historia hechizó a Flaubert. «Sabe una cosa, Lapierre, acaba de darme usted un tema para una novela, la contrapartida de mi Bovary, una Bovary de la alta sociedad. ¡Es una figura muy atractiva, ciertamente!» Tomó nota de la historia inmediatamente, y comenzó a prepararse. Pero la novela no llegó a ser escrita, y las notas preparatorias no han sido encontradas.

Todos estos libros no escritos resultan atormentadores. Pero, hasta cierto punto, pueden ser rellenados, ordenados, imaginados otra vez. Podrían ser estudiados en las instituciones académicas. Un malecón es un puente defraudado; pero si se mira durante cierto tiempo al final se puede acabar soñando que ese puente cierra su arco al otro lado del Canal. Lo mismo puede decirse de los tocones de libros.

Pero, ¿y las vidas no vividas? Estas son, quizá, más auténticamente atormentadoras; son los verdaderos apócrifos. ¿Las Termópilas en lugar de Bouvard et Pécuchet? Bueno, de todos modos, sigue siendo un libro. Pero, ¿y si el propio Gustave hubiese cambiado de rumbo? Al fin y al cabo, es fácil no ser escritor. La mayoría de las personas no son escritores, y esta circunstancia no les causa ningún perjuicio. Hubo una vez un frenólogo —la profesión reina del siglo XIX— que examinó a Flaubert y le dijo que había nacido para domador de fieras salvajes. Tampoco se equivocó tanto. De nuevo esa cita: «Atraigo a los locos y a los animales.»

No es sólo la vida que conocemos. No es sólo la vida que se ha conseguido ocultar. No son sólo las mentiras que se han contado acerca de la propia vida, algunas de las cuales hemos dejado de creer actualmente. Es también la vida que no se vivió.

«¿Qué seré, un rey, o sólo un cerdo?», escribe Flaubert en su Cuaderno íntimo. A los diecinueve años, las cosas siempre parecen así de simples. Está por un lado la vida, y por otro la no-vida; la vida de la ambición cumplida, o la vida del fracaso porcino. Hay otros que tratan de adivinar cuál será tu porvenir, pero nunca te los crees del todo. «Me han predicho muchas cosas —escribe Gustave a esa edad—. 1.º que aprenderé a bailar; 2.º que me casaré. Ya veremos, no lo creo.»

No se casó, y nunca aprendió a bailar. Su resistencia al baile era tal que la mayor parte de los principales personajes masculinos de sus novelas simpatizan con su situación y se niegan, como él, a bailar.

¿Aprendió alguna otra cosa? En lugar de bailar, aprendió que la vida no consiste en elegir entre abrirse paso mediante el asesinato hasta el trono o dejarse caer hacia la pocilga; que hay reyes porcinos y puercos majestuosos; que el rey puede sentir envidia del cerdo; y que las posibilidades de la no-vida irán cambiando de forma torturadora a fin de armonizar con las dificultades concretas de la vida vivida.

A los diecisiete años anuncia que quiere pasar toda su vida en un castillo en ruinas a la orilla del mar.

A los dieciocho decide que fue trasplantado a Francia por culpa de algún malintencionado viento: declara que nació para ser el Emperador de la Conchinchina, para fumar pipas de 36 toesas, para tener 6.000 esposas y 1.400 bardaches; en lugar de eso, desplazado por un fenómeno meteorológico, tiene que enfrentarse a unos deseos inmensos, insaciables, a un espantoso aburrimiento, y a un constante bostezar.

A los diecinueve años cree que cuando termine sus estudios de leyes saldrá de su país y será turco en Turquía, o mulero en España o camellero en Egipto.

A los veinte años todavía quiere ser mulero, aunque ahora España le parece muy ancha, y habla sólo de Andalucía. Otros oficios posibles: lazzarone en Nápoles, aunque también se conformaría siendo el cochero de la diligencia que hace el trayecto de Nîmes a Marsella. ¿Tan raro es todo esto? La facilidad con que incluso los burgueses viajan actualmente es una idea dolorosa para quien tiene «el Bósforo en el alma».

A los veinticuatro años, cuando su padre y su hermana acaban de fallecer, proyecta lo que haría en caso de que también muriese su madre: lo vendería todo y se iría a vivir a Roma, a Siracusa o a Nápoles.

Todavía con veinticuatro años, y presentándose ante Louise Colet como un tipo de caprichos infinitos, afirma que ha pensado durante mucho tiempo y con la mayor seriedad en la idea de ser bandido en Esmirna. Pero, como mínimo, «algún día me iré a vivir muy lejos de aquí, y jamás volverán a tener noticias de mí». Es posible que Louise se haya sonreído un poco ante la idea del bandidaje otomano; porque ahora aparece una fantasía más casera. Si fuese libre, abandonaría Croisset y se iría a vivir con ella a París. Imagina la vida que llevarían juntos, su boda, una dulce existencia de amor mutuo y mutua compañía. Imagina que tienen un hijo; imagina la muerte de Louise y la posterior ternura con que él cuidaría de aquel hijo huérfano de madre (no poseemos, desgraciadamente, la respuesta de Louise a este vuelo imaginativo). Pero la llamada de la domesticidad no duró mucho tiempo. Al cabo de menos de un mes el tiempo verbal ya se ha cuajado: «Me parece que si hubiese sido tu marido habríamos podido ser felices viviendo juntos. Después de haber sido felices, hubiésemos acabado odiándonos el uno al otro. Es lo normal.» Gustave espera que Louise se muestre agradecida por el hecho de que la previsión de su amante le haya librado de una vida tan desagradable.

De modo que en lugar de eso, y todavía con veinticuatro años, Gustave se sienta ante un mapa con Du Camp y planea realizar un viaje monstruoso al Asia. Hubiese tenido que durar seis años y habría costado, según sus propios cálculos aproximados, tres millones seiscientos mil francos y pico.

A los veinticinco años quiere ser brahmán: la danza mística, el pelo largo, la cara rezumando grasa sagrada. Renuncia oficialmente a su deseo de ser camaldulense, renegado y turco. «Ahora tiene que ser brahmán, o nada, lo cual es mucho más sencillo.» Venga, no seas nada, te dice la vida en tono apremiante. Ser un cerdo es muy sencillo.

A los veintinueve años, inspirado por Humboldt, quiere irse a vivir a Sudamérica, entre los sabanas, y que jamás se vuelva tener noticias de él.

A los treinta años medita —tal como haría toda su vida— sobre sus propias encarnaciones anteriores, sobre sus vidas apócrifas o metempsicóticas en las épocas más interesantes de Louis XIV, Nerón y Pericles. De una pre-encarnación está convencido: fue, durante el Imperio Romano, director de un grupo de comediantes, el clásico pícaro que compraba mujeres en Sicilia para convertirlas en actrices, una pendenciera combinación de maestro, chulo y artista. (La lectura de Plauto ha hecho recordar a Gustave su vida anterior: es una lectura que le produce el frisson historique.) Deberíamos señalar también aquí el árbol genealógico apócrifo de Flaubert: le gustaba afirmar que tenía sangre de piel roja en sus venas. Parece que las cosas no fueron exactamente así; pero uno de sus antepasados emigró al Canadá durante el siglo XVII y fue trampero de castores.

Todavía con treinta años, proyecta una vida aparentemente más menos improbable, pero que también resulta ser una no-vida. Él y Bouilhet juegan a imaginarse que son ancianos, pacientes de algún asilo para incurables: viejos que barren las calles y hablan balbuceando entre sí de aquellos tiempos felices en los que ambos tenían treinta años e iban andando hasta La Roche-Guyon. Esa senilidad de la que se burlaban no fue alcanzada por ninguno de los dos: Bouilhet murió a los cuarenta y ocho años, Flaubert a los cincuenta y ocho.

A los treinta y un años le dice a Louise —un paréntesis en medio de una hipótesis— que si hubiese tenido un hijo, le hubiese divertido mucho proporcionarle mujeres.

También a los treinta y un años informa a Louise de un breve y poco característico desliz: el deseo de abandonar la literatura. Se irá a vivir con ella, dentro de ella, con la cabeza entre sus pechos; está harto, dice, de masturbar su cabeza para hacer que salgan las frases. Pero esta fantasía también es una tomadura de pelo que debió de dejar helada a Louise: todo está contado en pasado, como una cosa que Gustave, en un momento de debilidad, imaginó fugazmente que estaba haciendo. Pero lo normal es que prefiera tener su cabeza entre sus propias manos que entre los pechos de Louise.

A los treinta y dos años le confiesa a Louise cómo se ha pasado muchas horas de su vida: imaginando qué haría si tuviese una renta de un millón de francos al año. En esos sueños aparecen unos criados que introducen suavemente sus pies en unos zapatos con incrustaciones de diamantes; inclina la cabeza para escuchar mejor el relincho de los caballos que tiran de su coche, tan espléndidos que hasta Inglaterra palidecería de envidia; da banquetes de ostras, y hace que rodeen la mesa de su comedor de espalderas con aromáticos jazmines y de las que salen volando los jilgueros. Pero esto, con un millón de francos al año, es un sueño barato. Du Camp habla de los planes de Gustave para pasar «Un invierno en París», una extravagancia en la que habría todo el lujo del Imperio Romano, todo el refinamiento del Renacimiento, y el hechizo de las Mil y una noches. El coste de este invierno había sido calculado seriamente, y alcanzaba la suma de doce mil millones de francos, «como máximo». Du Camp añade además, hablando más en general, que «cuando se veía poseído por estos sueños se quedaba casi rígido y me recordaba a los comedores de opio cuando se hallan en trance. Era como si tuviera la cabeza en las nubes, como si viviera en un sueño dorado. Esta costumbre era uno de los motivos por los que le parecía tan difícil la constancia en el trabajo».

A los treinta y cinco años revela su «sueño particular»: comprar un pequeño palazzo del Gran Canal. Al cabo de unos meses añade a su lista mental de propiedades inmobiliarias un kiosco en el Bósforo. Unos cuantos meses más adelante, y ya le encontramos dispuesto a partir hacia Oriente, quedarse allí, morir allí. El pintor Camille Rogier, que vive en Beirut, le ha invitado. Podría ir. Así de fácil. Podría, pero no va.

Sin embargo, a los treinta y cinco años la vida apócrifa, la no-vida, empieza a desvanecerse. El motivo es claro: ha empezado la vida real. Gustave tiene treinta y cinco años cuando se publica Madame Bovary en forma de libro. Ya no necesita las fantasías; o, mejor dicho, ahora hacen falta unas fantasías diferentes; especiales, prácticas. De cara al mundo interpretará el papel del Ermitaño de Croisset; de cara a sus amigos de París, será el Idiota de los salones; de cara a George Sand hará el papel de reverendo padre Cruchard, un jesuita de moda que disfruta oyendo las confesiones de las damas de la alta sociedad; de cara al círculo de sus íntimos, será Saint Polycarpe, aquel oscuro obispo de Esmirna, martirizado en el último momento de su vida, a los noventa y cinco años, que fue un eco anticipado de Flaubert porque se tapó los oídos y gritó: «¡Señor! ¡En qué época me has hecho nacer!» Pero estas identidades ya no son extrañas excusas hacia las que se convence que podría huir; son juegos; vidas alternativas fabricadas bajo licencia del famoso escritor. No huye hacia Esmirna para ser allí un bandido; en lugar de eso, prefiere convocar a aquel útil obispo de Esmirna para darle nueva vida bajo su propia piel. Ha demostrado que no era un domador de fieras salvajes, sino un domador de vidas salvajes. La pacificación de los apócrifos es completa: ya puede comenzar la escritura.