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GUÍA FERROVIARIA DE FLAUBERT

1. La casa de Croisset —un edificio alargado, blanco, del siglo XVIII, a orillas del Sena— era perfecta para Flaubert. Estaba aislada, pero cerca de Rouen y por lo tanto también de París. Era lo suficientemente grande como para permitirle tener un estudio con cinco ventanas; pero también lo suficientemente pequeña como para que pudiera rechazar las visitas sin parecer descortés. También le proporcionaba, si quería, una panorámica secreta de la vida que pasa: desde la terraza podía dirigir sus prismáticos de ópera hacia los vapores de recreo que llevaban a los excursionistas dominicales hasta La Bouille. Los excursionistas, por su parte, acabaron por acostumbrarse a cet original de Monsieur Flaubert, y se sentían decepcionados si no le divisaban, vestido con su camisa nubia y su gorro de seda, observándoles a ellos con la mirada del novelista.

Caroline ha descrito los tranquilos atardeceres de su infancia en Croisset. Una curiosa combinación: la niña, el tío, la abuela; un único representante de cada generación, como una de esas casas estrechas, embutidas entre otras dos mayores, con una sola habitación en cada piso. (Los franceses llaman a esas casas un bâton de perroquet, una percha de loro.) Los tres, recordó Caroline posteriormente, se sentaban a menudo en la balaustrada del pequeño pabellón y contemplaban la confiada llegada de la noche. En la orilla de enfrente discernían a duras penas la silueta de un caballo que arrastraba un barco con gran esfuerzo; de más cerca les llegaba el chapoteo de los pescadores de anguilas entrando en el río para comenzar su trabajo.

¿Por qué el doctor Flaubert vendió sus propiedades de Déville para comprarse esta casa? Dice la tradición que lo hizo para brindarle un refugio a su hijo inválido, que había padecido su primer ataque de epilepsia. Pero de todos modos hubiese vendido la propiedad que tenía en Déville. Estaban ampliando el ferrocarril que unía París con Rouen hasta Le Havre, y la línea férrea tenía que pasar justo por las tierras del doctor Flaubert; parte de la finca iba a ser expropiada. Se podría decir que Gustave fue guiado hacia su retiro creador de Croisset por la epilepsia. También se podría decir que lo que le condujo hasta allí fue el ferrocarril.

2. Gustave pertenecía a la primera generación ferroviaria francesa; y detestaba ese invento. Para empezar, era un medio odioso de transporte. «Me fastidia tanto ir en tren que al cabo de cinco minutos ya empiezo a aullar de aburrimiento. Todo el vagón cree que es algún perro olvidado; en absoluto, ¡son los suspiros de M. Flaubert!» En segundo lugar, provocó la aparición de un nuevo personaje en las sobremesas: el pesado de los ferrocarriles. La conversación sobre este tema le producía a Flaubert un colique des wagons; en junio de 1843 declaró que los ferrocarriles eran el tema de conversación más aburrido de todos, con la sola excepción de Mme. Lafargue (que se había envenenado con arsénico) y la muerte del Duque de Orleans (que murió en su coche un año antes). Louise Colet, que en su poema La Paysanne buscaba la modernidad a cualquier precio, permitió que Jean, el soldado que regresa de la guerra y va a buscar a su Jeanneton, se fijase en el humo de un tren que avanza por el horizonte. Flaubert tachó el verso: «A Jean le importan un rábano esa clase de cosas —gruñó—, lo mismo que a mí.»

Pero no solamente odiaba el ferrocarril como tal, sino también el hecho de que permitiese a la gente hacerse la ilusión de que existe el progreso. ¿Qué sentido tienen los avances científicos si no hay un avance moral? El ferrocarril sólo iba a servir para que la gente viajara más, para que conociera a otra gente, y para que fuera conjuntamente estúpida. En una de sus primeras cartas, escrita a los quince años, hace una lista de las desgracias de la civilización moderna: «Ferrocarriles, venenos, clisobombas, tartas à la crème, la realeza y la guillotina.» Dos años después, en su redacción sobre Rabelais, ya se ha alterado la lista de enemigos; han variado todos, excepto el primero: «Ferrocarriles, fábricas, químicos y matemáticos.» No cambió jamás.

3. «Hay una cosa superior a todas las demás, el Arte. Un libro de poesía vale mucho más que un ferrocarril.»

Cuaderno íntimo, 1840

4. La función del ferrocarril en las relaciones de Flaubert con Louise Colet ha sido, en mi opinión, subestimada. Considérese la mecánica de esas relaciones. Ella vivía en París; él, en Croisset; él no quería ir a la capital, ella tenía prohibido ir a visitarle al campo. De modo que se encontraban aproximadamente a mitad de camino, en Mantes, en donde el Hôtel du Gran Cerf les permitía vivir una o dos noches de pintorescos éxtasis y falsas promesas. Posteriormente se desarrollaba el siguiente ciclo: Louise daba por supuesto que la siguiente cita sería muy pronto; Gustave iba aplazándola; Louise suplicaba, se ponía furiosa, amenazaba; Gustave cedía a su pesar y aceptaba que hubiese un nuevo encuentro. Este duraba lo suficiente para saciar los deseos de él y atizar las expectativas de ella. Y así es como corrían esta carrera refunfuñante de tres piernas. ¿Reflexionó alguna vez Gustave sobre el destino que corrió un anterior visitante de esa misma ciudad? Fue durante la conquista de Mantes cuando Guillermo el Conquistador se cayó del caballo y se produjo la herida de la que más tarde moriría en Rouen.

El ferrocarril de París a Rouen —construido por los ingleses— fue inaugurado el 9 de mayo de 1843, apenas tres años antes de que Gustave y Louise se conociesen. El viaje a Mantes, tanto para el uno como para el otro, se acortó de un día a un par de horas. No es difícil imaginar lo que hubiera supuesto ese desplazamiento sin el ferrocarril. Habrían tenido que viajar en diligencia o vapor fluvial; al volver a verse se hubiesen sentido cansados y hasta quizá irritables. La fatiga afecta al deseo. Pero ante las dificultades, también hubiesen esperado más del encuentro: más desde el punto de vista del tiempo —un día adicional, por ejemplo— y más desde el de los vínculos sentimentales. Esto no es más que una teoría mía, naturalmente. Pero si en nuestro siglo el teléfono ha hecho que el adulterio sea a la vez más simple y más complicado (resulta más fácil concertar una cita, pero también lo es comprobar si alguien está donde se supone que debería estar), el efecto que tuvo el ferrocarril en el siglo pasado fue similar. (¿Hay alguien que haya llevado a cabo un estudio comparativo de la difusión de los ferrocarriles y la difusión del adulterio? Me resulta fácil imaginar a los curas de pueblo pronunciando sermones en contra de ese invento del diablo, y siendo objeto de burla por este motivo; pero si hicieron lo que supongo, no iban descaminados.) El ferrocarril le permitió a Gustave que esos desplazamientos le valieran la pena: podía ir a Mantes y regresar a Croisset sin grandes dificultades; y las quejas de Louise quizá le parecieron un precio razonable a cambio de un placer tan accesible. El ferrocarril permitió que también para Louise valieran la pena esos desplazamientos: Gustave no estaba nunca muy lejos, por severo que fuese el tono de sus cartas; seguramente la próxima vez diría que ya podían volver a reunirse, que sólo les separaban dos horas. Y el ferrocarril también hizo que todo esto valiera la pena para nosotros, pues ahora podemos leer las cartas que fueron el resultado de esta prolongada oscilación erótica.

5. a) Septiembre de 1846: el primer encuentro en Mantes. El único problema era la madre de Gustave. Aún no había sido oficialmente informada de la existencia de Louise. Efectivamente, Louise Colet se vio obligada a remitir toda su correspondencia a Gustave vía Maxime du Camp, que luego remitía de nuevo las cartas dentro de otro sobre. ¿Cómo iba a reaccionar Mme. Flaubert ante las repentinas ausencias de Gustave? ¿Qué podía contarle él? Una mentira, naturalmente: «une petite histoire que ma mère a crue», se jactó él, como un orgulloso crío de seis años, y se fue a Mantes.

Pero Mme. Flaubert no se creyó su petite histoire. Aquella noche durmió menos que Gustave y Louise. Alguna cosa que la intranquilizó; quizá la reciente cascada de cartas de Maxime du Camp. De modo que a la mañana siguiente se fue a la estación de Rouen, y cuando su hijo, cubierto todavía de una costra de orgullo y lujuria, se apeó del tren, ella estaba esperándole en el andén. «No me dirigió ningún reproche, pero su rostro era el mayor de los reproches posibles.»

Y hablan de la tristeza de la partida; ¿qué me dicen de la culpa de la llegada?

b) Louise, naturalmente, también podía interpretar la escena del andén. Su costumbre de tener estallidos de celos cuando Gustave cenaba con sus amigos llegó a ser famosa. Siempre esperaba encontrarse con una rival; pero no la hubo, a no ser que se cuente como tal a Emma Bovary. En una ocasión, cuenta du Camp, «Flaubert estaba a punto de irse de París de regreso hacia Rouen cuando ella hizo su aparición en la sala de espera de la estación y se entregó a unas escenas tan trágicas que hasta los empleados del ferrocarril se vieron obligados a intervenir. Flaubert se sintió muy disgustado y le pidió clemencia, pero ella no le dio cuartel».

6. No es muy conocido el hecho de que Flaubert viajó en el ferrocarril subterráneo de Londres. Cito a continuación fragmentos de su diario de viaje de 1865:

Lunes 26 de junio (en el tren procedente de Newhaven). Unas cuantas estaciones insignificantes con algunos carteles, como en las de las afueras de París. Llegada a Victoria.

Lunes 3 de julio. He comprado una guía de los ferrocarriles.

Viernes 7 de julio. Ferrocarril subterráneo: Hornsey. Mrs. Farmer… Solicito información en la estación de Charing Cross.

No se digna comparar los ferrocarriles británicos con los franceses. Quizá sea una lástima. Nuestro amigo el reverendo Musgrave, cuando desembarcó doce años antes en Boulogne, se quedó muy impresionado por el sistema francés: «Los dispositivos para la recepción, pesaje, marcaje y pago del transporte de los equipajes eran sencillos y excelentes. La regularidad, la precisión y la puntualidad fueron notables en todos los departamentos. Gracias a la urbanidad y al confort (¡confort en Francia!), todo ha sido sumamente agradable; y todo ello sin el vocerío y la conmoción que caracterizan la estación de Paddington; aparte de que los vagones de segunda clase son casi tan buenos como los nuestros de primera. ¡Inglaterra debería avergonzarse de esta situación!»

7. «FERROCARRILES: Si Napoleón hubiese podido disponer de ellos habría sido invencible. Extasiarse ante el invento y decir: “Caballero, yo, el mismo que ahora le habla a usted, me encontraba esta mañana en X; he salido en el tren de las X; he resuelto allí unos asuntos, etc., y a las X horas ya estaba de regreso.”»

Dictionnaire des idées reçues

8. He tomado el tren que sale de Rouen (Rive Droite). Tenía asientos de plástico azul y un aviso en cuatro idiomas aconsejando que nadie se asomara por las ventanillas; el inglés, he podido notar, necesita más palabras que el francés, el alemán y el italiano para transmitir esta advertencia. Me he sentado debajo de una fotografía con marco metálico en la que aparecían, en blanco y negro, unos barcos de pesca de Ile d’Oléron. A mi lado una pareja de ancianos leía en el Paris-Normandie una noticia sobre un charcutero, que, fou d’amour, había asesinado a los siete miembros de su familia. En la ventana me he fijado en una pegatina que hasta ahora no había visto: «Ne jetez pas l’énergie par les fenétres en les ouvrant en période de chauffage.» No tire la energía por la ventana. La frase no podría ser menos inglesa en su sintaxis; tiene lógica pero al mismo tiempo suena muy extraña.

Ya se ve que tenía un día observador. Un billete de ida cuesta 35 francos. El viaje dura una hora menos un par de minutos; la mitad que en tiempos de Flaubert. La primera estación es la de Oissel; luego Le Vaudreil, ville nouvelle; Gaillon (Aubevoye) con su almacén de Grand Marnier. Musgrave insinuó que el paisaje de este tramo del Sena le recordaba el de Norfolk: «es más parecido al paisaje inglés que ningún otro rincón de Europa». El revisor golpea la jamba de la puerta con su taladro: metal contra metal, una orden que todo el mundo obedece. Vernon; luego, a la izquierda, el ancho Sena te conduce hasta Mantes.

El número 6 de la Place de la République era un solar en el que estaban construyendo un bloque de pisos; y ya exhibía la confiada inocencia del usurpador. ¿El Grand Cerf? Sí, claro, me han dicho en el tabac, aquel viejo edificio había estado en pie hasta hacía apenas un par de años. He vuelto a ese lugar para mirarlo otra vez. Todo lo que quedaba del Hôtel eran los dos altos postes de la puerta, separados unos diez metros más o menos. Los he mirado con desesperación. En el tren había sido incapaz de imaginarme a Flaubert (¿aullando como un perro impaciente? ¿gruñendo? ¿ardiente?) cuando hacía ese mismo viaje; ahora, en este punto de la peregrinación, los dos postes no ayudaban a que mi imaginación se introdujese en las acaloradas reuniones de Gustave y Louise. ¿Y por qué iba a ser de otro modo? Somos demasiado impertinentes con el pasado cuando contamos con él para que nos ayude a sentir un frisson. ¿Por qué tendría que jugar a lo que nosotros queremos?

He paseado malhumoradamente por la iglesia (Michelin, una estrella), he comprado un periódico, he tomado una taza de café, he leído la noticia del charcutero fou d’amour, y he decidido regresar en el primer tren. La calle que conduce a la estación se llama Avenue Franklin Roosevelt, aunque la realidad es bastante menos grandiosa que su nombre. A cincuenta metros del final, a la izquierda, he encontrado un restaurante. Le Perroquet. Afuera, en la acera, un loro de madera calada con plumaje verde chillón sostenía la carta con el pico. El edificio tiene una de esas fachadas con adornos de madera que declaran más años de los que en realidad han cumplido. No sé si pudo haber existido en tiempos de Flaubert. Pero sí sé una cosa. A veces el pasado es como un cerdo engrasado; a veces, como un oso en su guarida; y a veces el simple vislumbre de un loro, un par de ojos guasones que te miran centelleantes desde el bosque.

9. Los trenes apenas aparecen en la narrativa de Flaubert. Esto no es una demostración de prejuicios, sino de precisión: la mayor parte de la acción de sus obras se desarrolla antes de que los peones y los ingenieros ingleses cayeran sobre Normandía. Bouvard et Pécuchet llega a entrar en la era del ferrocarril, pero, quizá sorprendentemente, ninguno de estos dos porfiados copistas llegó a ver publicada su opinión sobre el nuevo método de transporte.

Sólo hay trenes en L’Education sentimentale. Aparecen mencionados en primer lugar como tema de conversación no muy interesante en una velada de los Dambreuse. El primer tren de verdad, y el primer viaje de verdad, no llegan hasta la Segunda parte, Capítulo tercero, cuando Frédéric va a Creil con la esperanza de seducir a Mme. Arnoux. Dada la benevolente impaciencia de este viajero, Flaubert confiere a la excursión un aprobador lirismo: verdes llanuras, estaciones que se deslizan junto a las ventanillas como pequeños decorados de teatro, y el humo de la locomotora que lanza siempre hacia el mismo lado penachos de humo que primero bailan un rato sobre la hierba para después desaparecer. Hay varios viajes más en tren a lo largo de la novela, y los pasajeros parecen bastante contentos; como mínimo, no hay ninguno que aúlle de aburrimiento como un perro olvidado. Y aunque Flaubert tachó agresivamente el verso de La Paysanne en la que Mme. Colet hablaba del humo que se deslizaba sobre el horizonte, esto no borró de su propio paisaje (Tercera parte, Capítulo cuarto) «el humo de una locomotora se extendía horizontalmente, al pie de las colinas cubiertas de follaje, como una gigantesca pluma de avestruz cuya ligera punta se desvanecía continuamente».

Sólo en un lugar podemos detectar su opinión personal. Pellerin, el miembro del grupo de amigos de Frédéric que es artista, y que es una especialista en teorías completas y bocetos incompletos, termina por fin uno de sus infrecuentes cuadros totalmente acabados. Flaubert se permite una broma personal: «Representaba a la República, al Progreso o la Civilización, en la figura de Jesucristo, conduciendo una locomotora a través de un bosque virgen.»

10. La penúltima frase pronunciada por Flaubert en su vida, en un momento en el que sentía vértigo pero no estaba en absoluto alarmado: «Me parece que voy a tener una especie de síncope. Es una suerte que me haya ocurrido hoy. Mañana, en el ferrocarril, hubiera sido horriblemente fastidioso.»

11. Hasta los topes. Croisset, hoy. La enorme fábrica de papel llevaba su vida agitada en el lugar que ocupó antaño la casa de Flaubert. Entré; me dijeron que estaban encantados de mostrarme las instalaciones. Estuve mirando los pistones, el vapor, las tinas y las cubetas descendentes: tantísima humedad para producir una cosa tan seca como el papel. Le pregunté a mi guía si fabricaban la clase de papel que se usa para los libros; ella me dijo que fabricaban papel de todas las clases. Comprendí que la visita no sería muy sentimental. Por encima de nuestras cabezas, un gran tambor de papel, de unos seis metros de anchura, avanzaba lentamente por una cinta transportadora. Parecía desproporcionado en aquel lugar, algo así como una escultura pop a una escala provocativamente enorme. Comenté que parecía un rollo gigante de papel higiénico; mi guía confirmó que era exactamente eso.

En el exterior de la estruendosa fábrica tampoco reinaba la quietud. Pasaban enormes los camiones por la carretera que antaño fue el camino para los caballos que remolcaban las barcazas; los martinetes repicaban a ambas orillas del río; cada barco que pasaba se sentía obligado a hacer sonar su sirena. Flaubert afirmaba que Pascal había visitado la casa de Croisset en una ocasión; y una tenaz leyenda local sostenía que el Abbé Prévost había escrito Manon Lescaut aquí. Hoy en día ya no queda nadie que repita esas ficciones; ni nadie tampoco que se las crea.

Caía una hosca lluvia de las típicas de Normandía. Pensé en la silueta del caballo en la orilla opuesta; en el chapoteo de los pescadores de anguilas. ¿Era posible que todavía viviesen anguilas en esta triste vía comercial? Si quedase alguna, lo más seguro es que supiera a diesel y detergente. Desvié la mirada río arriba, y de repente lo vi, achaparrado y tembloroso. Un tren. Ya había visto las vías con anterioridad, entre el agua y la carretera; con la lluvia, ahora estaban relucientes y satisfechas. Había supuesto, sin pensarlo casi, que servían para transportar de un lado a otro las grúas del muelle. Pero no: ni siquiera ha podido librarse de esto. El tren de mercancías estaba detenido a unos doscientos metros, dispuesto a pasar junto al pabellón de Flaubert. Seguro que, cuando llegase a su altura, silbaría descaradamente; seguramente transportaba venenos, clisobombas y tartas à la crème. O bien material para químicos y matemáticos. No quise ver ese terrible momento (a veces, la ironía llega a ser cruel e implacable). Subí al coche y me fui de allí.