LA TRAVESIA DEL CANAL DE LA MANCHA
¿Lo oye? Rafarratarratarrata. Y luego, por allí, un shhh. Fatafatafatafata. Y otra vez. Ratarratarratarrata-fatafatafatafata. Una suave ola de noviembre hace traquetear metálicamente, unas contra otras, todas las mesas del bar. Una insistente aproximación de una mesa cercana; una pausa mientras un imperceptible latido atraviesa el buque de un extremo a otro; y luego una respuesta más suave desde el otro lado. Llamada y respuesta, llamada y respuesta; como un par de pájaros mecánicos metidos en una jaula. ¿Oye el ritmo? Ratarratarratarrata fatafatafatafafa ratarratarratarrata fatafatafatafata. Continuidad, estabilidad, confianza mutua, va diciendo el sonido; pero cualquier modificación del viento o la marea podría cambiarlo todo.
Las ventanas redondas de la popa están salpicadas de espuma; a través de una de ellas se distingue un grupo de gruesos cabrestantes y un lánguido macarrón de cuerda empapada. Hace ya tiempo que las gaviotas han abandonado este transbordador a su suerte. Nos acompañaron graznando mientras salíamos de Newhaven, vieron qué tiempo hacía, se fijaron en la ausencia de emparedados en la cubierta de popa, y dieron media vuelta. ¿Alguien podría culparles por su actitud? Hubiesen podido seguirnos durante cuatro horas hasta Dieppe, con la esperanza de que el negocio les funcionara un poco mejor en el viaje de regreso; pero eso supone una jornada laboral de diez horas. A estas alturas ya deben de estar sacando lombrices del césped de algún campo de fútbol de Rottingdean.
Debajo de la ventana hay una papelera bilingüe con un error ortográfico. La línea superior dice PAPIERS (hay que ver lo oficial que suena el francés: «¡Permiso de conducir! ¡Tarjeta de identidad!», parece ordenar). La traducción inglesa que se encuentra debajo dice LITTERS[5]. ¡Qué diferencia supone a veces una sola consonante! La primera vez que Flaubert vio su nombre anunciado —como el del autor de Madame Bovary, novela que sería publicada próximamente por entregas en la Revue de Paris— estaba escrito Faubert. «Si algún día hago acto de aparición, será armado de los pies a la cabeza», había afirmado jactanciosamente; pero incluso con una armadura completa, las axilas y la ingle jamás quedan cubiertas del todo. Tal como el propio Flaubert le indicó a Bouilhet, la versión que de su nombre dio la Revue se quedó corta, por una sola letra, de ser un juego de palabras involuntario: Faubet era el nombre de una tienda de ultramarinos situada en la rue Richelieu, justo enfrente de la Comédie Française. «Antes de haber aparecido, ya me están despellejando vivo.»
Me gustan estas travesías del canal en la temporada baja. De jóvenes solemos preferir los meses vulgares, la plena temporada. A medida que envejecemos, vamos aprendiendo a gustar de las épocas intermedias, de los meses indecisos. Quizá sea una forma de reconocer que las cosas jamás volverán a tener su antigua certeza. O quizá no sea más que una forma de reconocer que nos gustan más los transbordadores que van medio vacíos.
Esta es la tercera vez que hago este mismo viaje en un solo año. Noviembre, marzo, noviembre. Sólo para permanecer un par de noches en Dieppe: aunque a veces me llevo el coche y voy hasta Rouen. Es una travesía corta, pero basta para provocar un cambio. Hay un cambio. La luz del Canal de la Mancha, por ejemplo, es muy diferente vista desde el lado francés: más clara, pero también más volátil. El cielo es un teatro de posibilidades. No estoy haciendo romanticismo. Si entra usted en las galerías de arte que se encuentran a lo largo de la costa de Normandía, comprobará qué es lo que les gustaba pintar a los artistas locales, una y otra vez: la vista hacia el norte. Una cinta de playa, el mar, y el accidentado cielo. Los pintores ingleses jamás se amontonaron en Hastings, Margate o Castbourne para mirar el gruñón y monótono Canal que se ve desde allí.
No voy solamente por la luz. Voy en busca de esas cosas que solemos olvidar hasta que volvemos a verlas. El modo especial que tienen de cortar la carne. La seriedad de sus pharmacies. El comportamiento de sus hijos en los restaurantes. Los indicadores de carretera (Francia es, de todos los países que conozco, el único en el cual se avisa a los conductores de la presencia de remolachas sobre el asfalto: una vez vi, en un triángulo rojo de precaución, la palabra BETTERAVES, con la imagen de un coche dando un patinazo. Artísticas casas consistoriales. Cata de vinos en aromáticas cuevas de creta al pie de la carretera. Podría seguir, pero creo que basta con esto. De lo contrario, pronto empezaría a decir tonterías sobre los tilos, y la pétanque, y lo delicioso que resulta comer pan untado en fuerte tintorro, lo que ellos llaman la soupe à perroquet, sopa de loro. Todo el mundo tiene su lista particular, y las de las demás personas en seguida nos parecen bobas y sentimentales. El otro día leí una lista titulada: «Mis gustos.» Decía así: «Ensaladas, canela, queso, pimiento, mazapán, el aroma del heno recién segado [¿hay alguien capaz de seguir leyendo?]…, las rosas, las peonías, el espliego, el champagne, las convicciones políticas que no sean demasiado firmes, Glenn Gould…» Esta lista, firmada por Roland Barthes, continúa, como suele ocurrir con todas las listas. A veces nos parece bien una de las cosas citadas, pero la siguiente nos provoca una tremenda irritación. Después del «vino de Médoc» y de «llevar suelto», Barthes dice que le gusta «Bouvard et Pécuchet». Bien; magnífico; seguiremos leyendo. ¿Y qué viene a continuación? «Caminar calzado con sandalias por las carreteras del sudoeste de Francia.» Me parece suficiente como para tomar el coche, irme hasta el sudoeste de Francia, y dejar las carreteras sembradas de remolacha.
Mi lista menciona las pharmacies. En Francia parecen menos dispersas. No venden pelotas de plástico para jugar en la playa ni carretes de color ni sistemas de alarma contra los cacos. Los dependientes saben lo que se hacen, y nunca tratan de venderte azúcar de cebada cuando ya estás a punto de irte. Suelo tratarles con la misma deferencia que si fuesen médicos especialistas.
En una ocasión mi mujer y yo entramos en una pharmacie de Montauban y pedimos un paquete de vendas. Para qué, nos preguntaron. Ellen señaló con el dedo sus sandalias, que eran nuevas. Le había salido una ampolla. El pharmacien salió de detrás del mostrador, le indicó que se sentara, le quitó la sandalia con la ternura de un fetichista de los zapatos, le examinó el talón, se lo limpió con un poquito de gasa, se puso en pie, se volvió muy serio hacia mí, como si fuese algún asunto grave que hubiera que ocultarle a mi esposa, y me explicó serenamente:
—Eso, señor, es una ampolla.
Todavía sigue reinando el espíritu de Homais, pensé, mientras el dependiente nos vendía un paquete de vendas.
El espíritu de Homais: progreso, racionalismo, ciencia, fraude. «¡Hay que ir con el siglo!» son casi sus primeras palabras; está avanzando constantemente hacia la Légion d’honneur. Cuando muere Emma Bovary, su cadáver es velado por dos personas: el cura, y Homais, el pharmacien. Los representantes de la antigua y la nueva ortodoxia. Es como si se tratara de una escultura alegórica del siglo XIX: la Religión y la Ciencia velando la una al lado de la otra el Cadáver del Pecado. A partir de un lienzo de G. F. Watts. Con la diferencia de que tanto el clérigo como el científico acaban durmiéndose junto al cadáver. Unidos al principio por la sola fuerza del error filosófico, establecen muy pronto la unidad más profunda del coro de roncadores.
Flaubert no creía en el progreso: especialmente en el progreso moral, que es el único que importa. La época en la que vivió era estúpida; la nueva época, consecuencia de la guerra franco-prusiana, sería más estúpida incluso. Algunas cosas cambiaron, desde luego: el espíritu de Homais acabó imponiéndose. Muy pronto, todos los que tuvieran un pie torcido tendrían derecho a que se les hiciera una mala operación de la que resultaran con una pierna amputada; pero, ¿qué significado tenía todo esto? «El mayor sueño de la democracia consiste en elevar al proletariado hasta el nivel de estupidez de la burguesía», escribió Flaubert.
Esta forma de pensar suele poner nerviosa a la gente. Pero, ¿no es un buen retrato de lo que ha ocurrido? Durante los últimos cien años el proletariado ha estado aprendiendo las pretensiones de la burguesía; mientras que la burguesía, menos segura de su dominio, se ha ido haciendo más taimada y fraudulenta. ¿Puede llamarse progreso a esto? Si él quiere ver una moderna nave de los locos, que estudie un transbordador del Canal de la Mancha, uno de esos días en que van atestados de gente. Ahí están todos: calculando unos lo que han ganado comprando en las tiendas libres de impuestos; tomando en el bar más copas de las que tienen ganas de tomar; jugando en las máquinas tragaperras; paseando aburridos por las cubiertas; decidiendo si van a ser más o menos honestos en la aduana; esperando a que la tripulación les dé nuevas órdenes, como si de ello dependiera la travesía del Mar Rojo. No estoy criticando; me limito a observar; y no estoy muy seguro de qué pensaría si todo el mundo se apoyara en la barandilla para admirar el juego de luces que se ve en la superficie de las aguas, y empezase luego a hablar de Boudin. Ni soy tampoco diferente, por cierto; hago acopio de artículos en las tiendas libres de impuestos y espero las órdenes como todos los demás. Lo que quiero decir es simplemente esto: Flaubert tenía razón.
El gordo conductor de camión que está sentado en el banco ronca como un pachá. He ido por otro whisky; espero que nadie se moleste. Simplemente, quiero reunir fuerzas para hablarle al lector de… ¿qué? ¿de quién? Tres historias se pelean entre sí en mi interior. Una sobre Flaubert, otra sobre Ellen, otra sobre mí. La mía es la más sencilla de las tres —apenas es otra cosa que una prueba convincente de mi existencia— y sin embargo, me costaría mucho más empezar por ésa que por las otras. La de mi esposa es más complicada, y más apremiante; pero también me resisto a contarla. ¿Reservándome lo mejor para el final, tal como decía antes? Me parece que no; más bien se trata de lo contrario. Pero quiero que, para cuando les cuente la historia de ella, se encuentren ustedes preparados: es decir, quiero que ya estén hartos de libros y de loros y de correspondencias perdidas y de osos y de las opiniones de la doctora Enid Starkie, y hasta de las opiniones del doctor Geoffrey Braithwaite. Por mucho que seguramente pudiésemos preferirlos si lo fuesen, los libros no son la vida. La historia de Ellen es una historia verdadera; quizá sea incluso la razón por la cual, en lugar de contarle la de ella, me dedico a contar la de Flaubert.
También espera el lector alguna cosa acerca de mí, ¿verdad? Actualmente las cosas son así. La gente da por supuesto que posee una parte de ti, por muy poquito que te conozca; ahora bien, si tienes la osadía de escribir un libro, bueno, entonces desde tu cuenta bancaria hasta tu historial médico, pasando por el estado actual de tu matrimonio, todo pasa a formar parte del dominio público. A Flaubert no le parecía bien. «El artista debe arreglárselas de modo que la posteridad acabe creyendo que jamás existió.» Para las mentalidades religiosas, la muerte destruye el cuerpo y libera el espíritu; para el artista, la muerte destruye la personalidad y libera la obra. Eso es, como mínimo, lo que dice la teoría. Naturalmente, a menudo las cosas no funcionan así. Por ejemplo, lo que le pasó a Flaubert: un siglo después de su muerte, Sartre, como un musculoso y desesperado salvavidas, se pasó diez años dándole golpes en el pecho e insuflando aire en su boca; diez años tratando de devolverle la conciencia a base de cascársela, para que pudiera sentarse con él en la arena y decirle qué era exactamente lo que pensaba de él.
¿Y qué piensa ahora la gente de él? ¿Cómo se lo imaginan? ¿Como un hombre bastante calvo y con unos mostachos que apuntan hacia abajo; como el ermitaño de Croisset, el hombre que dijo «Madame Bovary, c’est moi»; como el esteta incorregible, el burgués burguesófobo? Unas cuantas migajas de sabiduría en cápsulas, resúmenes prácticos para los que tiene prisa. A Flaubert no le hubiera sorprendido en absoluto este perezoso apresuramiento por entenderlo todo. A partir de este impulso construyó un libro entero (o al menos un apéndice entero): el Dictionnaire des idées reçues.
En su nivel más sencillo, su Diccionario es un catálogo de clichés (PERRO: Creado especialmente para salvar la vida de su amo. El perro es el mejor amigo del hombre) y de pseudodefiniciones (LANGOSTA: Hembra del bogavante). Aparte de esto, es un manual de falsos consejos, tanto sociales (LUZ: Decir siempre Fiat Lux! al encender una vela) como estéticos (ESTACIONES DE FERROCARRIL: Adoptar siempre actitudes de éxtasis; citarlas como modelos arquitectónicos). A veces el tono es taimado y burlón; otras, tan desafiantemente serio que el lector está a punto de creérselo (MACARRONES: Cuando se preparan al estilo italiano, hay que servirlos con los dedos). Es como un regalo de confirmación escrito especialmente por un tío malicioso y libertino para un adolescente que pretende escalar peldaños sociales. Si lo estudias con detenimiento, jamás harás un comentario que esté mal visto, pero tampoco darás nunca en el clavo (CHUZO: Al ver un nubarrón, hay que decir siempre: «Va a llover a chuzos.» En Suiza, todos los hombres llevan siempre un chuzo. ABSENTA: Un veneno extraordinariamente violento: un solo vaso, y te mueres. Es lo que beben siempre los periodistas cuando escriben sus artículos. Ha matado a más soldados que los beduinos).
El Diccionario de Flaubert es un curso de ironía: de definición en definición, se le ve aplicándola en más o menos capas, como un pintor del otro lado del Canal de la Mancha que oscurece el cielo con una nueva capa de óleo. Siento la tentación de escribir un Diccionario de tópicos sobre el propio Flaubert. Un diccionario cortito: una guía de bolsillo que oculte una bomba de relojería; un texto de aspecto serio pero al mismo tiempo engañoso. La erudición heredada, pero en forma de píldora; y con algunas de las píldoras envenenadas. Este es el atractivo, y también el peligro, de la ironía: la facilidad con que permite al escritor estar en apariencia ausente de su obra, pero, en realidad, presente con sus indirectas. No es imposible poseer el pastel y además comérselo; sólo hay un problema: que entonces te engordas.
¿Qué podría decir de Flaubert en este nuevo Diccionario? Podría decir de él, quizá, que fue un «individualista burgués»; sí, eso suena bastante engreído, bastante deshonesto. Es un tipo de caracterización que se mantiene firme por mucho que Flaubert fuese además una persona que detestaba a la burguesía. ¿Y qué hay respecto a lo de «individualista», u otras expresiones equivalentes? «De acuerdo con mi ideal del Arte, creo que no hay que mostrar ninguna idea propia, y que el artista debe aparecer tan poco en su obra como Dios en la naturaleza. ¡El hombre no es nada, la obra lo es todo! Me resultaría muy agradable decir lo que pienso y aliviar a Monsieur Gustave Flaubert por medio de frases; pero ¿qué importancia tiene el susodicho caballero?»
Esta exigencia de ausencia del autor llegaba a ser incluso más profunda. Algunos escritores están de acuerdo con ese principio, pero se cuelan por la puerta de atrás y le dan al lector en la cabeza con la cachiporra de su estilo personalísimo. Es un asesinato ejecutado a la perfección, en el que hay un solo fallo: el bate de béisbol que queda en la escena del crimen está lleno de huellas digitales. Flaubert es diferente. Creía en el estilo; más que nadie. Trabajó afanosamente por lograr belleza, sonoridad, exactitud; perfección: pero jamás la perfección de monograma típica de los escritores como Wilde. El estilo está en función del tema. No se le puede imponer el estilo al asunto, sino que debe surgir de él. El estilo es la fidelidad al pensamiento. La palabra correcta, la frase verdadera, la oración perfecta están siempre «ahí afuera», en algún lugar; la tarea del escritor consiste en focalizarlas por cualesquiera medios que estén a su alcance. Para algunos, esto significa solamente una excursión al supermercado, y una vez allí cargar el carrito hasta los topes; para otros, significa perderse en una llanura de Grecia, de noche, durante una nevisca, bajo la lluvia, hasta encontrar lo que buscas gracias a un truco raro, algo así como saber imitar los ladridos de un perro.
En nuestro pragmático y enterado siglo, probablemente nos parezca que esa ambición es un poco provinciana (bueno, Turguenev decía que Flaubert era un ingenuo). Ya no creemos que el lenguaje y la realidad «encajen» tan armoniosamente; es más, probablemente creemos que las palabras dan lugar a las cosas en la misma medida en que las cosas dan lugar a las palabras. Pero por mucho que Flaubert nos parezca ingenuo o —más probablemente— que fracasó en su empeño, no tenemos derecho a mostrarnos paternalistas en relación con su seriedad ni con su osada soledad. Ese fue, al fin y al cabo, el siglo de Balzac y de Hugo, el siglo que comenzó con el romanticismo orquidáceo y terminó con el simbolismo gnómico. La invisibilidad planificada de Flaubert en un siglo de personalidades tan parloteantes podría ser calificada tanto de clásica como de moderna. Podría decirse que volvía la vista atrás, hacia el siglo XVIII, y también que miraba hacia adelante, hacia el siglo XX. Los críticos de nuestros días que, con tremenda pomposidad, dicen que todas las novelas, obras de teatro y poemas no son más que textos —¡el autor de la guillotina!— no deberían olvidarse del caso de Flaubert. Un siglo antes que ellos ya estaba redactando textos y negando la significación de su propia personalidad.
«El autor debe estar en su libro como Dios en su universo, presente en todas partes pero siempre invisible». Naturalmente, esto ha sido muy mal entendido en nuestro siglo. Piense si no el lector en Sartre y Camus. Dios ha muerto, nos dijeron, por lo tanto también ha muerto el novelista-Dios. La omnisciencia es imposible, el conocimiento humano es parcial, y en consecuencia la novela también ha de ser parcial. Esto suena no sólo espléndido sino incluso lógico. ¿Pero es alguna de esas dos cosas? La novela, al fin y al cabo, no surgió al mismo tiempo que la creencia en Dios; ni tampoco, si vamos a eso, existe una vinculación muy estrecha entre los novelistas que con mayor firmeza creían en el narrador omnisciente y los que con mayor firmeza creían en el creador omnisciente. Y aquí puedo citar, el uno junto al otro, a George Eliot y a Flaubert.
Y otra observación más pertinente: la divinidad asumida por el novelista del siglo XIX solamente fue un recurso técnico; y la parcialidad del novelista moderno no es más que una estratagema. Cuando el narrador contemporáneo tiene alguna vacilación, cuando reclama para sí el derecho a la incertidumbre, comprende mal algunas cosas, juega y cae en el error, ¿llega de hecho el lector a deducir de todo eso que la realidad está siendo representada de una forma más auténtica? O bien, cuando el autor proporciona dos finales diferentes para su novela (¿por qué dos? ¿por qué no doscientos?), ¿imagina seriamente el lector que se le está «brindando una elección» y que la obra está reflejando la diversidad de resultados que caracteriza la vida? Esa «elección» no es nunca real, porque el lector se ve obligado a consumir los dos finales. En la vida, tomamos una decisión —o somos tomados por la decisión— y nos encaminamos hacia un lado; si hubiésemos tomado otra decisión (tal como le dije una vez a mi mujer; pero tengo la impresión de que ella no estaba en condiciones de apreciar la sabiduría de mis palabras), hubiésemos ido hacia otro lugar. La novela con dos finales no reproduce esta realidad: se limita a llevarnos por dos senderos divergentes. Supongo que podría decirse que es una forma de cubismo. Y me parece la mar de bien; pero no nos engañemos a nosotros mismos, ahí hay un artificio.
Después de todo, si los novelistas quisieran realmente simular el delta de las posibilidades que ofrece la vida, harían precisamente eso. Al final del libro habría una serie de sobres sellados, cada uno de un color. En todos ellos estaría claramente marcado: Final feliz tradicional; Final infeliz tradicional; Final semitradicional; Deus ex Machina; Final arbitrario moderno; Final Apocalíptico; Final de suspense; Final con sueño; Final opaco; Final surrealista; y así sucesivamente. Al lector se le permitiría elegir solamente uno de los sobres, y tendría que destruir los demás; pero es posible que mi actitud parezca demasiado insensatamente literal.
En cuanto al narrador vacilante, me temo que el lector acaba de tropezarse con un narrador de esa especie en este mismo momento. Puede que sea porque soy inglés. ¿Lo había usted deducido ya…, lo de que soy inglés? Ahí arriba hay una gaviota. Todavía no me había fijado en ella. Se va dejando llevar, esperando que le tiren pedacitos de los emparedados. Bueno, espero que no lo tome como una falta de consideración por mi parte, pero la verdad es que necesito ir a darme una vuelta por la cubierta; aquí, en el bar, la atmósfera está muy cargada. ¿Qué le parece si volvemos a charlar en el transbordador de regreso? ¿El de las dos en punto, el jueves? Seguro que para entonces me apetecerá más. ¿De acuerdo? ¿Cómo? No, preferiría que no subiera conmigo a cubierta. Por lo que más quiera. Además, primero pasaré por el lavabo. No puedo permitir que me acompañe allí, que alguien se asome a mirar desde la cabina de al lado.
Usted disculpe, no quería ser tan maleducado. ¿A las dos, en el bar, cuando zarpe el transbordador? Ah, una última cosa. La tienda de quesos de la Grande Rue: no se la pierda. Me parece que se llama Leroux. Le sugiero que pida un Brillat-Savarin. En Inglaterra no conseguirá comprar nada que se le parezca. Allí los conservan a temperaturas demasiado bajas, o les inyectan productos químicos para que no maduren antes de hora, o lo que sea. Bueno, lo digo en caso de que le guste el queso…
¿Cómo captamos el pasado? ¿Cómo captamos el pasado extranjero? Leemos, nos enteramos de cosas, hacemos preguntas, recordamos, nos mostramos humildes; y luego aparece un detalle sin aparente importancia que lo modifica todo. Flaubert era un gigante; todos lo decían. Era como una torre que estaba por encima de todo el mundo, un fornido jefe de tribu gala. Sin embargo, sólo medía un metro ochenta y un centímetros: él es la autoridad que nos ha transmitido este dato. Alto, pero no gigantesco; un poco más bajo que yo, de hecho, y cuando visito Francia jamás me siento como una torre que destaca por encima de todo el mundo, como si fuese el jefe de una tribu gala.
De manera que Gustave era un gigante de metro ochenta, y en cuanto poseemos este dato el mundo se encoge un poquito. Los gigantes resultan no ser tan altos (¿significa eso que los enanos eran también más bajitos?). Los gordos: ¿eran menos gordos porque eran menos altos, y por lo tanto hacía falta menos barriga para parecer gordo; o eran más gordos porque tenían las mismas barrigas que los gordos de ahora, pero menos esqueleto con el que sostenerlas? ¿Cómo podemos averiguar estos detalles tan triviales, tan cruciales? Podemos pasarnos muchos decenios estudiando archivos, pero a menudo sentimos la tentación de alzar los brazos y declarar que la historia no es más que otro género literario: el pasado es una ficción autobiográfica que finge ser un informe parlamentario.
Poseo una pequeña acuarela de Rouen, firmada por Arthur Frederick Payne (nacido en Newarke, Leicester, 1831, que pintó de 1849 a 1884). Muestra la ciudad vista desde el atrio de Bonsecours: los puentes, las agujas, el río que se aleja hacia Croisset siguiendo un curso serpenteante. Fue pintada el 4 de mayo de 1856. Flaubert terminó Madame Bovary el 30 de abril de 1856: allí, en Croisset, en ese lugar en donde puedo apoyar el dedo, ese punto que hay entre dos manchas de acuarela. Tan cerca y sin embargo tan lejos. Entonces, ¿es esto la historia, una acuarela rápida pintada con trazo seguro por un pintor aficionado?
No estoy seguro de cuál es mi opinión acerca del pasado. Sólo quiero saber si los gordos eran entonces más gordos que ahora. Y también, ¿estaban más locos los locos? Había en el manicomio de Rouen un lunático que se llamaba Mirabeau que se había hecho famoso entre los médicos y los estudiantes de medicina del Hôtel-Dieu gracias a una cualidad especial: a cambio de una taza de café estaba siempre dispuesto a copular en la mesa de disección con cualquier cadáver de mujer. (¿Es más loco, o menos loco, por lo de la taza de café?) Un día, sin embargo, Mirabeau demostró que era un cobarde: Flaubert cuenta que no fue capaz de cumplir su promesa la vez que tuvo que hacerlo con el cadáver de una mujer guillotinada. Es de suponer que le ofrecieron dos tazas de café, un poco más de azúcar, hasta un trago de cognac, digo yo. (¿Demuestra esto que estaba más cuerdo, o más loco? Me refiero a su necesidad de una cara por mucho que esa cara estuviese muerta.)
Actualmente no se nos permite usar la palabra loco. Qué chifladura. Los pocos psiquiatras por los que siento respeto siempre usan la palabra loco. Hay que usar las palabras más breves, sencillas y auténticas. Yo digo muerto, y agonizante, y loco y adulterio. Y no digo fallecido ni terminal (¿terminal? ¿de autobuses?), ni desórdenes de personalidad, ni un poco tocado, ni últimamente va muy a menudo a visitar a su hermana. Lo que yo digo es loco y adulterio. Eso es lo que yo digo. Loco suena como tiene que sonar. Es una palabra corriente, una palabra que nos muestra que la locura puede venir y llamar a nuestra puerta como si fuese una furgoneta de reparto. Las cosas terribles son, también, ordinarias. ¿Sabe usted qué dijo Nabokov del adulterio cuando daba su curso sobre Madame Bovary? Dijo que es «una forma muy convencional de elevarse por encima de lo convencional».
En cualquier historia del adulterio habría que citar la seducción de Emma en ese coche que ronda sin parar por toda la ciudad: probablemente se trate del acto de infidelidad más famoso de toda la narrativa del siglo XIX. Para el lector es bastante fácil imaginarse una escena descrita con tanta precisión, entenderla correctamente. Eso pensaba yo. Pero a pesar de todo también cabe la posibilidad de no acabar de entenderla. Voy a citar las palabras de G. M. Musgrave, dibujante, viajero, memorista y vicario de Borden, condado de Kent, y autor de: El cura, pluma y lápiz, o, recuerdos e ilustraciones de una excursión. París Tours y Rouen, en verano de 1847; con unos cuantos apéndices sobre los métodos de la agricultura francesa (Richard Bentley, Londres, 1848) y también de Un paseo por Normandía, o Escenas, personajes e incidentes a lo largo de una excursión de un dibujante por Calvados (David Bogue, Londres, 1855). En la página 522 de la segunda de las obras citadas, el reverendo visita Rouen —«el Manchester francés», como él llama a esa ciudad— en un momento en el que Flaubert todavía está debatiéndose con su Madame Bovary. En la descripción que de la ciudad hace el reverendo se encuentra el siguiente aparte:
Ahora mismo he mencionado la parada de simones. La mayor parte de los coches que se encuentran estacionados allí son los vehículos más bajitos de su categoría en toda Europa. Cuando pasaba junto a uno de ellos, hubiese podido con la mayor facilidad apoyar mi mano sobre su techo. Son fuertes, pulcros y están cuidados, y llevan un par de buenas lámparas; pero son tan pequeñitos que parecen coches para enanos.
De manera que nuestra visión sufre un repentino bandazo: la famosa seducción debió de desarrollarse de forma más apretujada, y hasta menos romántica, de lo que quizá habíamos imaginado. Esta información, hasta donde yo sé, no ha quedado registrada en ninguna de las exhaustivas anotaciones que le han sido infligidas a la novela; y la ofrezco aquí, con la mayor humildad, a fin de que sea utilizada por los eruditos profesionales.
Alto, gordo, loco. Y están, además, los colores. Cuando realizaba investigaciones previas a la redacción de Madame Bovary, Flaubert se pasó toda una tarde mirando el paisaje campestre a través de diversos cristales de colores. ¿Es lo mismo lo que vio él entonces que lo que nosotros podemos ver ahora? Es de suponer que sí. Pero, ¿y esto? En 1853, cuando estaba en Trouville, vio cómo el sol se hundía en el mar, y declaró que parecía un gran disco de mermelada de grosella roja. Una imagen bastante ingeniosa. Ahora bien, ¿tenía la mermelada de grosella roja que se hacía en Normandía el año 1853 el mismo color que la que se hace allí mismo en nuestros días? (¿Han sobrevivido algunos tarros de la de entonces, a fin de que podamos hacer esa comprobación? Pero, ¿cómo podríamos estar seguros de que no había cambiado su color en todo ese tiempo?) Es una de esas cosas tan irritantes. Decidí escribir una carta a una empresa del sector de la alimentación para preguntarlo. A diferencia de algunas de las otras personas y entidades a las que también he escrito, éstos contestaron rápidamente. También supieron tranquilizarme: la mermelada de grosella roja es una de las más puras, afirmaron, y aunque es posible que un tarro de esa mermelada preparada en Rouen en 1853 no fuese tan transparente como la actual debido a que el azúcar que se utilizaba entonces no estaba muy refinado, el color debía de ser aproximadamente el mismo. De modo que al menos eso está claro: ahora ya podemos imaginar de qué color era aquel sol crepuscular. Pero, ¿entiende el lector lo que estoy tratando de decirle? (En cuanto a mis demás preguntas: dijeron que era posible que hubiese sobrevivido hasta la actualidad algún tarro de aquella mermelada, pero es casi seguro que a estas alturas se habrá vuelto de color pardo, a no ser que hubiese estado completamente sellado, y lo hubieran guardado en una habitación seca, aireada y absolutamente a oscuras.)
El reverendo George M. Musgrave era un tipo digresivo pero observador. Tenía una tendencia más que pronunciada a la pomposidad («Me siento obligado a utilizar los más altos elogios para referirme a la reputación literaria de la ciudad de Rouen»), pero su manía por los detalles le convierte en un informador muy útil. Habla de la pasión de los franceses por los puerros y del odio de los franceses contra la lluvia. Interroga a todo el mundo: a un comerciante de Rouen que le deja pasmado porque dice que jamás ha oído hablar de la salsa de menta, y a un canónigo de Evreux que le informa de que en Francia los hombres leen demasiado, mientras que las mujeres no leen prácticamente nada (¡Oh Emma Bovary, más extraordinaria incluso de lo que parecías!). Cuando visita Rouen, va al Cimetière Monumental el año después de que fuesen enterrados allí el padre y la hermana de Flaubert, y muestra su aprobación ante la novedad que supone el hecho de que se permita a las familias adquirir parcelas sin limitación temporal alguna. En otras localidades investiga, por ejemplo, una fábrica de fertilizantes, el tapiz de Bayeux, y el manicomio de Caen, aquel en el que murió Beau Brummell en 1840 (¿estaba loco Brummell? Los vigilantes le recordaban muy bien: un bon enfant, le dijeron, que sólo bebía agua de cebada con un poquitín de vino).
Musgrave también estuvo en la feria de Guibray, y allí, entre otros monstruos, se exhibía al Muchacho Más Gordo de Francia: Aimable Jouvin, nacido el año 1840 en Herblay, y que ahora contaba catorce años, entrada un cuarto de céntimo. ¿Era muy gordo el muchacho gordo? Nuestro ilustrador ambulante no entró, por desgracia, a verle y a registrar con su lápiz el fenómeno; pero esperó a que volviera a salir un soldado francés de caballería que pagó su cuarto de céntimo, entró en la tienda, y salió «pronunciando una curiosa fraseología normanda». Aunque Musgrave no se decidió a preguntarle al soldado qué había visto, le dio la sensación de que «Aimable no estaba tan gordo como lo que este visitante había imaginado».
En Caen Musgrave fue a ver una regata y se mezcló con los siete mil espectadores del muelle. La mayoría de ellos eran hombres, y casi todos esos hombres eran campesinos que se habían puesto su mejor blusón azul. El efecto del conjunto era un azul ultramar claro pero muy luminoso. Era un color especial, muy exacto; Musgrave sólo lo había visto una vez antes de aquel día, en un departamento del Banco de Inglaterra en el que incineraban los billetes que habían sido retirados de circulación. Lo primero que hacían era preparar esos billetes con un agente colorante que estaba hecho de cobalto, sílex, sal y potasio: al prender fuego a los billetes, las cenizas adquieren ese extraordinario matiz que Musgrave vio en el muelle de Caen. El color de Francia.
A medida que seguía viajando, este color y otros emparentados con él, aunque no tan puros, comenzaron a emerger por todas partes. Los blusones y calzas de los hombres eran azules; tres cuartas partes de los vestidos de las mujeres también eran azules; y azules eran los carros, los carteles con el nombre de los pueblos, los aperos de labranza, las carretillas y las tinas para el agua de lluvia. En muchas ciudades, las casas exhibían ese azul cerúleo, tanto por fuera como por dentro. Musgrave se vio impulsado a comentarle a un francés que conoció que «Hay en este país más azul que en ninguna de las regiones del mundo que conozco».
Miramos al sol a través de un cristal ahumado; debemos mirar hacia el pasado a través de cristales de colores.
Gracias. Santé. Supongo que se habrá comprado el queso. ¿No le importa que le dé un consejo? Cómaselo. No lo meta en una bolsa de plástico ni lo guarde en la nevera para ofrecérselo más adelante a las visitas; antes de que se haya dado usted cuenta, se habrá hinchado hasta triplicar su volumen inicial, y olerá como una fábrica de productos químicos. Cuando abra la bolsa será como meter las narices en un matrimonio que no funciona.
«Dar al público detalles sobre mí mismo es una tentación burguesa a la que siempre me he resistido» (1879). Sin embargo, allá va. Ya sabe usted mi nombre, claro: Geoffrey Braithwaite. No se olvide de la l, o me convertirá en un tendero de París. Nada, nada, no es más que un chiste mío. Mire. ¿Recuerda esos anuncios de «contactos» que publican revistas del tipo del New Statesman? Me parece que el mío podría decir más o menos una cosa así:
Médico viudo, de sesenta y pico años, hijos ya mayores, activo, alegre aunque con tendencia a la melancolía, amable, no fuma, especialista aficionado en Flaubert, le gusta la lectura, la comida, los viajes a lugares conocidos, las películas antiguas, tiene amigos pero busca…
Ya ve cuál es el problema. Pero busca… ¿Es cierto que busco? ¿Y qué busco? ¿Una divorciada o viuda cuarentona para un matrimonio en el que encuentre compañía hasta el día del infarto? No. ¿Una dama madura con la que dar paseos por el campo y cenar de vez en cuando? No. ¿Una pareja bisexual para unos cuantos ménages à trois? Desde luego que no. Tengo por costumbre leer esta clase de anuncios que aparecen en las páginas finales de las revistas, pero nunca me han entrado ganas de contestar. Y acabo de comprender el motivo. Porque no me los creo. Ninguno. No es que mientan —en realidad, estos anuncios tratan de ser profundamente sinceros—, pero no dicen la verdad. La columna distorsiona la forma que adoptan los anunciantes para hacer su descripción de sí mismos. Nadie diría de sí mismo que es un hombre activo, no fumador, con tendencia a la melancolía, si todo eso no fuese estimulado, y hasta exigido, por la forma. Dos conclusiones: la primera, que no hay modo de definirse a uno mismo de modo directo, mirándose sencillamente al espejo; y la segunda, que Flaubert, como siempre, tenía razón. El estilo es una cosa que surge del tema. Por muchos esfuerzos que hagan, esos anunciantes se ven derrotados siempre por la forma; se ven forzados —incluso en el momento en que mayor necesidad tienen de ser sinceramente personales— a introducirse en una no deseada impersonalidad.
Ahora, por fin, ya se puede ver el color de mis ojos. ¿Verdad que no es tan complicado como el de los ojos de Emma Bovary? Pero, ¿sirven de algo? Podrían confundir. No es timidez, simplemente un deseo por mi parte de ser útil. ¿Y de qué color eran los ojos de Flaubert? No, usted no lo sabe: por la sencilla razón de que he suprimido ese dato hace unas cuantas páginas. No quería que se sintiera tentado a adoptar conclusiones que quizá fuesen precipitadas. Ya ve lo mucho que cuido de usted. ¿No le gusta? Ya sé que no le gusta. Muy bien. Pues, según Du Camp, Gustave, el jefe de tribu gala, el gigante de metro ochenta que tenía voz de trompeta, tenía unos ojos «grandes, tan verdes como el mar».
El otro día estaba leyendo a Mauriac: las Mémoires intérieurs, escritas justo al final de su vida. Es el momento en el que se amontonan hasta enquistarse las últimas píldoras de vanidad, el momento en el que el yo empieza a murmurar patéticamente «Acordaos de mí, acordaos de mí…»; es el momento en el que se escriben las autobiografías, en el que se llevan a cabo los últimos actos jactanciosos, y se ponen por escrito los recuerdos que ningún otro cerebro conserva, creyendo, equivocadamente, que poseen algún valor.
Sin embargo, eso es precisamente lo que Mauriac se niega a hacer. Escribe sus Mémoires, pero no son sus memorias. Nos ahorra en esas páginas los juegos infantiles, esa primera criada en el desván húmedo, el tío astuto que tiene un montón de anécdotas que contar, todo eso. Mauriac prefiere hablarnos de los libros que ha leído, de los pintores que le han gustado, de las obras de teatro que ha visto representar. Se encuentra a sí mismo mirando la obra de los demás. Define su propia fe como una apasionada ira contra Gide el luciferino. Leer sus «memorias» es como encontrarse en un tren a un hombre que te dice: «No me mire a mí, sería engañoso. Si quiere saber cómo soy, espere a que entremos en un túnel, y entonces estudie mi reflejo en el cristal.» Esperas, miras, y sorprendes una cara proyectada sobre un deslizante fondo de muros hollinosos, cables, repentinos fragmentos enladrillados. La forma transparente parpadea y brinca, alejándose siempre unos cuantos palmos. Acabas por acostumbrarte a su existencia, te mueves con sus movimientos; y aunque sabes que su presencia es condicional, tienes la sensación de que es permanente. Luego se oye desde más adelante un aullido, un estruendo y un estallido de luz; la cara ha desaparecido para siempre.
Bien, ya sabe que tengo los ojos castaños; use el dato como guste. Un metro ochenta y dos; pelo gris; buena salud. Pero ¿qué es lo que puede interesarle de mí? Sólo lo que sé, lo que creo, lo que puedo decir. De mi carácter no hay casi nada que importe. No, eso no es cierto. Soy un hombre honesto; será mejor que le dé este dato. Pretendo decir la verdad, pero supongo que las equivocaciones son inevitables. Y si las cometo, como mínimo estaré bien acompañado. The Times, en su columna necrológica del 10 de mayo de 1880 afirma que Flaubert escribió una vez un libro titulado Bouvard et Pecuchet, y que «al principio adoptó la profesión de su padre, la de cirujano». Mi Encyclopaedia Britannica, undécima edición (dicen que es la mejor), insinúa que el personaje de Charles Bovary es un retrato del padre del novelista. El autor de este artículo, un tal «E. G.» resulta haber sido Edmund Gosse. Cuando me enteré de esto no pude evitar que me saliera un leve bufido. Desde mi encuentro con Ed Winterton siento muy poco interés por «Mr» Gosse.
Soy honesto, soy de fiar. Cuando trabajaba de médico jamás maté a ninguno de mis pacientes, una afirmación mucho más jactanciosa de lo que nadie podría imaginar. La gente confiaba mí; bueno, como mínimo, seguía viniendo a mi consulta. Y sabía tratar a los que estaban a punto de morirse. Nunca me emborraché; en fin, nunca me emborraché más de la cuenta; nunca di recetas a los enfermos imaginarios; nunca intenté seducir a las señoras en mi consulta. Parezco un santo. Pero no lo soy.
No, no maté a mi esposa. Hubiese tenido que imaginar que se le ocurriría pensarlo. Primero el lector averigua que mi esposa ha muerto; luego, al cabo de un rato, digo que jamás maté a ninguno de mis pacientes. Ajá… Entonces, ¿a quién mató usted? Es una pregunta que me parece lógica. Nada más fácil que provocar especulaciones. Había un hombre que se llamaba Leroux que afirmó maliciosamente que Flaubert se había suicidado; y no logró más que hacerle perder el tiempo a un montón de gente. Luego daré más detalles sobre él. Pero todo coincide en subrayar lo que estoy pretendiendo decir: ¿cuáles son los conocimientos útiles? ¿Cuáles son los conocimientos verdaderos? Una de dos, o tengo que darle al lector tantísima información sobre mí mismo que al final no le quede más remedio que admitir que son tan nulas las probabilidades de que yo matara a mi esposa como las de que Flaubert se suicidara; o bien debo limitarme a decir: eso es todo; con eso basta. Ya está. J’y suis, j’y reste.
Quizá podría hacer como Mauriac. Contar que me harté de Wells, de Huxley y de Shaw; decir que prefiero leer a George Eliot, y hasta a Thackeray, que a Dickens; que me gustan Orwell, Hardy y Housman, y que no me gusta la tribu de Aude Spenner-Isherwood (predicar el socialismo como si se tratase de un efecto secundario de la reforma de la ley sobre homosexualidad); que me reservo Virginia Woolf para cuando ya me haya muerto. ¿Y los más jóvenes? ¿Los escritores actuales? Bueno, todos ellos parecen capaces de hacer muy bien hecha una cosa u otra, pero no hay ninguno que se haya dado cuenta de que la literatura exige hacer bien varias cosas al mismo tiempo. Podría extenderme considerablemente sobre estas cuestiones; me resultaría muy agradable decir lo que pienso y aliviar a Monsieur Geoffrey Braithwaite por medio de esas explicaciones. Pero, ¿qué importancia tiene el susodicho caballero?
Prefiero otra clase de juegos. Un italiano escribió no sé cuándo que el crítico desea secretamente matar al escritor. ¿Es verdad? Hasta cierto punto. Todos odiamos los huevos de oro. Otra vez los jodidos huevos de oro, se le oye murmurar al crítico cuando el buen novelista publica, una vez más, otra buena novela; ¿no hemos tenido ya más tortillas de la cuenta este año?
Pero si no desean la muerte del escritor, muchos críticos querrían al menos ser dictadores de la literatura, regular el pasado, y establecer con serena autoridad la futura dirección del arte. Este mes todo el mundo ha de escribir acerca de tal cosa, el mes siguiente queda prohibido escribir sobre esa otra. Fulano no será reeditado hasta que nosotros lo digamos. Todos los ejemplares de esta novela seductoramente mala deben ser destruidos de inmediato. (¿Cree que bromeo? En marzo de 1983, el periódico Libération exigió que la ministra francesa de los Derechos de la Mujer pusiera en el Indice, acusadas de «provocación pública del odio sexista», las siguientes obras: Pantagruel, Jude the Obscure, los poemas de Baudelaire, todo Kafka, The Snow of Kilimanjaro…, y Madame Bovary.) De todos modos, juguemos. Empezaré yo mismo.
1. No volverán a escribirse novelas en las que un grupo de personas, aislado por las circunstancias, regrese a la «condición natural» del hombre, vuelvan a ser criaturas esenciales, pobres, desnudas, armadas de horcas. Lo máximo que se permite escribir es un relato muy breve, el último del género, el tapón de la botella. Yo mismo lo escribiré. Un grupo de viajeros naufraga, o sufre un accidente de aviación, en algún lugar, seguro que será una isla. Uno de ellos, un tipo fuerte, alto, antipático, tiene un arma de fuego. Obliga a todos los demás a vivir en unos pozos de arena cavados por ellos mismos. De vez en cuando saca a uno de sus prisioneros, le mata de un disparo, y se lo come. La carne sabe bien, y el hombre va engordando. Después de haber matado y haberse comido a su último prisionero, empieza a preocuparse porque no sabe qué va a comer a partir de ese momento; pero por fortuna llega un hidroavión y le rescata. Luego cuenta al mundo que él fue el único superviviente del desastre inicial, y que ha sobrevivido comiendo bayas, hojas y raíces. El mundo se queda maravillado ante su magnífico estado de salud, y en los escaparates de las tiendas de comida para vegetarianos colocan carteles con una foto de él. Jamás se llega a averiguar lo que hizo en la isla.
Ya ve lo fácil que es escribir, lo divertido que resulta. Por eso prohibiría este género.
2. No se escribirán más novelas sobre el incesto. No, ni siquiera las de muy mal gusto.
3. No habrá más novelas cuya acción se desarrolle en los mataderos. Admito que, de momento, éste es un género sin importancia; pero me he fijado en que recientemente está aumentando la utilización de los mataderos en los relatos breves. Hay que cortar de raíz esta tendencia.
4. Habrá que establecer una prohibición, durante veinte años, para toda novela que ocurra en Oxford o Cambridge, y una prohibición de diez años para toda la narrativa universitaria de los demás tipos. No se prohibirá la narrativa cuya acción se desarrolle en los institutos de formación profesional (pero no habrá subsidios que la fomenten). No se prohibirán las novelas cuya acción ocurra en escuelas primarias, pero se prohibirá durante diez años las de las escuelas secundarias. Prohibición parcial para las novelas de maduración (se permitirá una solamente por autor). Prohibición parcial para las novelas escritas en presente histórico (también en este caso, se autorizará una por autor). Habrá una prohibición total para las novelas en las que el principal personaje sea un periodista o un presentador de televisión.
5. Se creará un sistema de contingencia para las novelas cuya acción se desarrolle en Sudamérica. Con esta medida se pretende poner freno a la epidemia de barroquismo de viajes todo incluido y de ironía gruesa. Ah, la propincuidad de la vida barata y los principios caros, de la religión y el bandidaje, del honor sorprendente y la crueldad fortuita. Ah, el pájaro daiquiri que incuba sus huevos bajo el ala; ah, el árbol fredona, cuyas raíces crecen en las puntas de sus ramas, y cuyas fibras le permiten al jorobado dejar telepáticamente embarazada a la altiva esposa del dueño de la hacienda; ah, el teatro de la ópera completamente invadido por la vegetación selvática. Permítame el lector que dé unos golpecitos a la mesa y que diga «¡El siguiente!» Para las novelas cuya acción se desarrolle en el Ártico o el Antártico se crearán unas becas de desarrollo.
6a. Prohibición para las escenas en las que ocurre una relación carnal entre un ser humano y un animal. La mujer y la marsopa, por ejemplo, cuya tierna cópula simboliza una plena reparación de los tenues hilos de telaraña que antiguamente vinculaban entre sí, de forma maravillosamente pacífica, a todos los seres vivos. De eso nada.
b. Nada de escenas en las que la relación carnal se desarrolla entre hombre y mujer (a la manera marsupial, podríamos decir) en la ducha. Lo digo por motivos en principio estéticos, pero también facultativos.
7. Prohibidas las novelas que traten de pequeñas, y hasta ahora olvidadas, guerras en los confines del Imperio Británico, a lo largo de cuyo detallado desarrollo nos enteramos de que, en primer lugar, el británico medio es un ser malvado; y, en segundo, que la guerra es un asunto verdaderamente horrible.
8. Prohibidas las novelas en las que el narrador, o cualquiera de los personajes, sea identificado simplemente por la letra inicial. ¡Todavía hay quien lo sigue haciendo!
9. No se permitirá que se escriban novelas que en realidad tratan de otras novelas. Se prohibirán las «versiones modernas», las reelaboraciones, las secuelas y precuelas. Quedarán prohibidos los finales imaginativos de las novelas que su autor dejó sin terminar a su muerte. En lugar de eso, se les proporcionará a todos los escritores un dechado en lanas de colores, para que lo cuelguen en la repisa de su chimenea. Y que dirá lo siguiente: Que cada cual teja su propia labor.
10. Habrá una prohibición de veinte años para el tema de Dios; mejor dicho, para toda utilización alegórica, metafórica, alusiva, entre bastidores, imprecisa y ambigua de Dios. El jardinero barbudo que se pasa el día cuidando el manzano; el sabio y el viejo lobo de mar que jamás se precipita a la hora de emitir juicios; el personaje al que se nos presenta sólo a medias, pero que a la altura del Capítulo cuarto ya nos empieza a dar escalofríos… Todos ellos tendrán que quedar encerrados en el armario. Sólo se permite la aparición de Dios en forma de una divinidad verificable que se enfada lo suyo ante las transgresiones humanas.
De modo que, ¿cómo cree el lector que captamos el pasado? ¿Queda mejor enfocado a medida que se aleja de nosotros? Hay quienes dicen que sí. Sabemos más cosas, descubrimos nuevos documentos, utilizamos luces infrarrojas para leer lo que está tachado en las cartas, y nos libramos de los prejuicios contemporáneos; y, de este modo, acabamos entendiéndolo mejor. ¿Es así? No lo sé. Por ejemplo, la vida sexual de Gustave. Durante muchos años se dio por supuesto que el oso de Croisset sólo quebrantaba su osez con Louise Colet: «el único episodio sentimental de importancia en toda la vida de Flaubert», como declaró Faguet. Pero luego se descubrió el caso de Elisa Schlesinger: la cámara real cerrada con una pared de ladrillos en el corazón de Flaubert, el fuego que arde lentamente, la pasión adolescente que nunca fue consumada. Luego aparecen más cartas, y los diarios egipcios. Es una vida que empieza a rezumar actrices por todas partes; se anuncia el desfloramiento de Bouilhet; el propio Flaubert admite que le gustaban los muchachos de las casas de baños que conoció en El Cairo. Finalmente vemos la forma completa de su carnalidad; es ambi-sexual, omniexperimentado.
Pero no hay que ir tan aprisa. Sartre declara que Gustave no fue nunca homosexual; simplemente, un hombre de psicología pasiva y femenina. El aparte con Bouilhet no fue más que una chanza, el borde exterior de una amistad masculina muy intensa: Gustave no cometió en toda su vida ningún acto homosexual. El dice que lo cometió, pero eso no es más que una baladronada: Bouilhet le pidió que le contase anécdotas salaces de su estancia en El Cairo, y Flaubert se las proporcionó. (¿Nos convence este razonamiento? Sartre acusa a Flaubert de confundir sus deseos con la realidad. ¿No podríamos acusar a Sartre de lo mismo? ¿Acaso no prefería Sartre que Flaubert fuera un burgués tembloroso, que bromeaba en la frontera de un pecado que tenía miedo de cometer, en lugar de ser un hombre temerario, un subversivo que cedía a sus menores caprichos?) De pasada, también nos vemos animados a cambiar la opinión que nos habíamos formado de Mme. Schlesinger. Actualmente, los flauberistas creen en general que esa relación llegó a consumarse: o bien en 1848 o, con mayores probabilidades, durante los primeros meses de 1843.
El pasado es un horizonte costero que se va alejando paulatinamente, y todos vamos en el mismo barco. En la barandilla de popa hay una fila de telescopios; cada uno de ellos da una imagen enfocada de la costa desde determinada distancia. Si el mar está en calma, uno de los telescopios estará siempre en funcionamiento; y parecerá que cuenta toda la verdad, la verdad inmutable. Pero sólo se trata de una ilusión; y cuando el barco empieza a balancearse de nuevo, volvemos a nuestra actividad normal: corremos de un telescopio a otro, vemos como la imagen precisa se emborrona en uno de ellos, esperamos que la confusión que vemos por otro vaya disipándose. Y cuando se disipa la confusión, imaginamos que hemos sido nosotros mismos los que hemos conseguido el milagro.
¿No está el mar más en calma que el otro día? Y además el barco navega rumbo al norte, hacia la luz que vio Boudin. ¿Qué piensan de este viaje los que no son británicos, qué piensan ellos cuando navegan hacia el país del embarrassment y el breakfast[6]? ¿Hacen, nerviosos, chistes sobre la niebla y el porridge? A Flaubert le pareció que Londres era una ciudad que daba miedo; insalubre, declaró, y un lugar en el que no había modo de encontrar un pot-au-feu. Por otro lado, Gran Bretaña era la patria de Shakespeare, de las ideas claras y de la libertad política, el país que recibió a Voltaire y al que huiría Zola.
Y bien, ¿qué es este país? El primer barrio bajo de Europa, como dijo no hace mucho tiempo uno de nuestros poetas. Más bien habría que decir que es el primer hipermercado europeo. Voltaire alabó nuestra predisposición comercial, y la ausencia de esnobismo, que permitía que los hijos de los aristócratas campesinos se dedicasen a los negocios. Ahora llegan, para excursiones de un solo día, viajeros procedentes de Holanda y Bélgica, de Alemania y Francia, animados por la debilidad de la libra y ansiosos por entrar en Marks & Spencer[7]. El comercio, declaró Voltaire, es la base sobre la que se construyó la grandeza de nuestra nación; y ahora es lo único que nos salva de la bancarrota.
Cuando salgo en mi coche del transbordador, siempre siento deseos de pasar por el sector rojo. Nunca llevo productos libres de impuestos en cantidades superiores a los límites establecidos; jamás he importado plantas, perros, drogas, carne sin cocinar ni armas de fuego; y, no obstante, siempre me sorprendo con deseos de girar el volante y dirigirme al sector rojo. Siempre me da la sensación de que lo que estoy haciendo es admitir que, a mi regreso del continente, no llevo encima ninguna cosa que sirva para demostrar que he estado allí. ¿Quiere leer esto, por favor? Sí. ¿Lo ha entendido? Sí. ¿Tienes algo que declarar? Sí, querría declarar que soy portador de una leve gripe francesa, una peligrosa afición a Flaubert, un gusto infantil por los rótulos de las carreteras francesas, y un apasionamiento por la luz que se ve cuando se mira hacia el norte. ¿Hay que pagar derechos de aduanas por alguna de esas cosas? Pues tendrían que cobrarlos.
Oh, y además llevo este queso. Un Brillat-Savarin. El tipo que viene detrás de mí también trae uno. Ya le he dicho que siempre hay que declarar el queso cuando se pasa por la aduana. Le he dicho que diga cheese[8].
Espero que no esté pensando el lector que pretendo mostrarme enigmático, por cierto. Si resulto irritante, probablemente sea porque me siento turbado; ya he dicho que no me gusta la idea de mostrarme del todo. Pero la verdad es que estoy haciendo esfuerzos por facilitarle las cosas. Nada más fácil que confundir; nada más difícil que la claridad. Es más sencillo no escribir una canción que escribirla. No rimar es más fácil que rimar. No quiero decir con esto que el arte debería resultar tan claro como las instrucciones de un paquete de semillas; lo que quiero decir es que confiamos mucho más en el que nos confunde cuando sabemos que está tratando deliberadamente de no ser lúcido. Confiamos en Picasso desde el primer hasta el último momento porque sabemos que era capaz de dibujar como Ingres.
Pero, ¿cuáles son las cosas que nos resultan útiles? ¿Cuáles las que necesitamos saber? No todas. La totalidad confunde. También confunde lo que es demasiado directo. El retrato de frente que te mira a los ojos acaba por hipnotizarte. Flaubert mira generalmente, tanto en los retratos como en las fotografías, hacia un lado. Desvía la mirada para que no se la veamos; y también porque lo que ve por encima de nuestro hombro le interesa más que nuestro hombro.
Las informaciones directas crean confusión. Ya he dicho mi nombre: Geoffrey Braithwaite. ¿Ha servido de algo? Un poco: como mínimo, siempre es mejor que «B» o «G» o «el hombre» o «el comedor de quesos». Y si usted no me hubiera visto, ¿qué habría deducido de mi nombre? Varón de clase media, que trabaja en alguna profesión liberal; quizá abogado; vecino de alguna región de pinos y brezos; traje de tweed blanco y negro; bigotillo que insinúa —quizá de forma fraudulenta— un pasado militar; esposa sensible; algún rato de vela los fines de semana; más partidario de la ginebra que del whisky; ¿y así sucesivamente?
Soy —fui— médico, miembro de la primera generación de la clase de los profesionales; ya lo ve, no hay bigote, aunque tengo un pasado militar que los hombres de mi edad no pudimos evitar; vivo en Essex, el condado con menos carácter, y por lo tanto el más grato, del sudeste de Inglaterra; no bebo ginebra, sino whisky; no uso trajes de tweed; y no me gusta la vela. Casi acierta, pero, tal como ha podido comprobar, no acertó del todo. En cuanto a mi esposa, no era una mujer sensata. Ese sería uno de los últimos calificativos que nadie podría utilizar para describirla. Ya he dicho que existe la costumbre de inyectar los quesos suaves a fin de evitar que maduren con demasiada rapidez. Pero siempre acaban madurando; su naturaleza es así. Los quesos duros resisten. Ambos enmohecen.
Tenía intención de poner una foto mía en la primera página del libro. No era por vanidad; simplemente, por ayudar un poco. Pero la verdad es que era una foto antigua, de hace diez años. No tengo ninguna más reciente. Esto es una cosa que el lector comprobará por sí mismo: a partir de cierta edad, la gente ya no te saca fotos. Mejor dicho, sólo te sacan fotos cuando se celebra algún acontecimiento: cumpleaños, bodas, Navidad. Un tipo sonrojado y alegre que alza la copa entre los amigos y parientes: ¿es real esa prueba, merece alguna confianza? ¿Qué hubieran revelado las fotos del vigésimo quinto aniversario de mi matrimonio? No habrían revelado la verdad, desde luego; de modo que lo mejor es, probablemente, que jamás llegaran a ser sacadas.
Caroline, la sobrina de Flaubert, dice que hacia el final de su vida Gustave se lamentaba de no haber tenido esposa y familia. Pero lo cierto es que cuenta la conversación de forma muy resumida. Estaban caminando los dos a la orilla del Sena, después de haber ido a visitar a unos amigos. «“Ellos sí que han sabido hacer las cosas”, me dijo, refiriéndose a esa familia, con sus hijos honestos y encantadores. “Sí —repitió gravemente para sí—, ellos han sabido hacer las cosas.” En lugar de interrumpir sus pensamientos, permanecí silenciosa a su lado. Este fue uno de nuestros últimos paseos.»
A mí me hubiera gustado que Caroline hubiese interrumpido sus pensamientos. ¿Lo dijo en serio? ¿Deberíamos tomar esta frase como algo más que la simple perversidad refleja del hombre que soñaba en Egipto cuando estaba en Normandía, y en Normandía cuando estaba en Egipto? ¿Hacía algo más que elogiar sencillamente el encanto de la familia que acababa de visitar? Al fin y al cabo, si hubiese deseado elogiar la institución matrimonial en sí, hubiese podido volverse hacia su sobrina para lamentar la soledad de su vida diciendo algo así como: «Tú sí que has sabido hacer las cosas.» Pero no lo hizo, naturalmente; porque ella no había sabido hacer las cosas. Se casó con un cobarde que acabó en la quiebra, y cuando Caroline trató de salvar a su esposo acabó arruinando a su tío. El ejemplo de Caroline es sumamente instructivo: sombríamente instructivo para Flaubert.
El padre de Caroline había sido tan cobarde como luego lo fue su marido; Gustave tuvo que suplantarle. En sus Souvenirs intimes, Caroline recuerda el día en que su tío regresó de Egipto, cuando ella era una muchacha: aparece una noche de improviso, la despierta, la saca de la cama, estalla en una carcajada porque el camisón que lleva le parece muy largo, y le da un par de besazos en las mejillas. Él acaba de entrar y tiene el bigote frío y húmedo del rocío. Ella se asusta, y siente un gran alivio cuando por fin la deja en el suelo. ¿Qué es esto sino una versión estereotipada del alarmante regreso a casa del padre ausente; el regreso de la guerra, de los negocios, del extranjero, de la amante, del peligro?
Él la adoraba. En Londres la llevó a ver la Great Exhibition; esta vez a Caroline le gustó estar en sus brazos, que la protegían de la multitud atemorizadora. Él le enseñó historia: la historia de Pelopidas y Epaminondas; le enseñó geografía, sacando una pala y un balde lleno de agua al jardín, en donde construyó para ella instructivas penínsulas, islas, bahías y promontorios. A Caroline le encantó vivir su infancia a su lado, y el recuerdo de esa felicidad sobrevivió a pesar de los infortunios de su vida de adulta. En 1930, cuando Caroline contaba ochenta y cuatro años, conoció a Willa Carther en Aix-les-Bains, y recordó ante ella las horas pasadas hacía ochenta años en una alfombra de un rincón del estudio de Gustave; él trabajaba, y ella leía, observando un silencio estricto del que, sin embargo, se sentía orgullosa. «Cuando estaba tendida en su rincón, a Caroline le gustaba pensar que estaba encerrada en una jaula con un animal salvaje y peligroso, un tigre, un león o un oso, que había devorado ya a su guardián y que estaba dispuesto a saltar sobre el primero que abriese la puerta pero con el que ella se sentía orgullosamente segura, según afirmó sonriente.»
Pero después se presentaron las necesidades de la madurez. Él le dio malos consejos, y Caroline se casó con un cobarde. Luego se convirtió en una esnob; sólo pensaba en el mundo de los elegantes; y por fin intentó echar a su tío de la mismísima casa en la que le habían sido introducidas en el cerebro las cosas más útiles que sabía.
Epaminondas era un general tebano, de quien se decía que era la prueba viviente de todas las virtudes; hizo carrera como autor de carnicerías llevadas a cabo sin olvido de los principios, y fundó la ciudad de Megalopolis. Cuando estaba agonizando, uno de los presentes se lamentó de que no dejase descendencia. «Dejo dos hijos —contestó él—, Leuctra y Mantinea», el nombre de los lugares en donde obtuvo sus victorias más famosas. Flaubert hubiese podido hacer una afirmación semejante —«Dejó dos hijos, Bouvard y Pécuchet»— porque su única descendiente, la sobrina que se convirtió en su hija, se había ido hacia una madurez desaprobadora. Para ella, y para su esposo, él se había convertido en «el consumidor».
Gustave enseñó literatura a Caroline. Cito las palabras de ella misma: «él decía que ningún libro que esté bien escrito puede ser peligroso». Desplacémonos unos setenta años aproximadamente, para entrar en otra familia de otra región francesa. Esta vez nos encontramos con un muchacho libresco, una madre, y una amiga de la madre que se llama Mme. Picard. El muchacho escribió posteriormente en sus memorias, cito otra vez: «Mme. Picard opinaba que hay que permitirles a los chicos que lo lean todo. “Ningún libro bien escrito puede ser peligroso.”» El muchacho, consciente de la opinión que con tanta frecuencia expresaba Mme. Picard, explota deliberadamente su presencia y le pide permiso a su madre para leer una novela especialmente famosa. «Pero, si mi hijito lee libros como ése a esta edad —dice la madre—, ¿qué hará cuando sea mayor?» «¡Los viviré!», contesta el muchacho. Fue una de las contestaciones más ingeniosas de su infancia; los mayores la repitieron una y otra vez en las conversaciones familiares, y gracias a ella conquistó —según se nos permite deducir— el derecho a leer aquella novela. El muchacho era Jean-Paul Sartre. El libro era Madame Bovary.
¿Progresa el mundo? ¿O simplemente va y vuelve, como un transbordador? A una hora de la costa inglesa, el cielo despejado desaparece. Las nubes y la lluvia te acompañan de regreso a tu tierra. A medida que el tiempo va cambiando, el barco empieza a cabecear, y las mesas del bar reanudan su conversación metálica. Ratarratarratarrata, fatafatafatafata. Llamada y respuesta, llamada y respuesta. Ahora me suena lo mismo que las últimas etapas de una vida matrimonial: dos partes separadas, atornilladas a sus respectivos fragmentos del piso, parlotean de forma rutinaria mientras comienza a llover. Mi esposa… No; no es el momento. Todavía no.
Durante sus investigaciones geológicas, Pécuchet hace una especulación sobre qué podría ocurrir en caso de que se produjera un terremoto debajo del Canal de la Mancha. Las aguas, deduce, se precipitarían hacia el Atlántico; las costas de Francia e Inglaterra se tambalearían, se inclinarían y chocarían la una contra la otra; el Canal dejaría de existir. Al oír las predicciones de su amigo, Bouvard huye aterrado. En mi opinión no es necesario que seamos tan pesimistas.
Espero que no se olvide el queso, ¿eh? No deje que le crezca una planta química en la nevera. No le he preguntado si estaba usted casado. Le felicito, o no, según el caso.
Me parece que esta vez pasaré por el sector rojo. Siento necesidad de compañía. El reverendo Musgrave opinaba que los douaniers franceses se comportaban como caballeros, mientras que los ingleses eran unos rufianes. Pero yo les encuentro muy simpáticos a todos, si sabes tratarles de la manera adecuada.