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¡CLOC!

En los sectores más librescos de la clase media inglesa, cada vez que ocurre alguna coincidencia, siempre aparece alguien que comenta:

—Igual que en Anthony Powell[4].

A menudo ocurre que la coincidencia, por poco que se la analice, no tiene nada de notable: es muy típico, por ejemplo, que no sea más que el reencuentro, después de varios años, de dos antiguos compañeros de colegio o de universidad. De todos modos, suele invocarse el nombre de Powell para dar legitimidad al acontecimiento; es algo así como pedirle al cura que te bendiga el coche.

A mí no me gustan las coincidencias. Las encuentro un tanto espeluznantes: durante un momento te das cuenta de lo que significaría vivir en un mundo ordenado y gobernado por Dios, un mundo en el que Él estuviera todo el día mirando por encima de tu hombro y dejando caer, como quien no quiere la cosa, como si pretendiera echarte una mano, transparentes indirectas acerca de la existencia de un plan cósmico. Prefiero pensar que las cosas son caóticas, que andan a su aire, que están permanente y temporalmente chifladas; prefiero sentir la certidumbre de la ignorancia, la brutalidad y la locura humanas. «Pase lo que pase —escribió Flaubert cuando estalló la guerra franco-prusiana— seguiremos siendo unos estúpidos.» ¿Simple pesimismo jactancioso? ¿O se trata de la necesaria aceleración de las expectativas, cuando aún no se puede pensar, actuar o escribir adecuadamente?

Tampoco me gustan las coincidencias inofensivas o humorísticas. Una vez fui a una cena y descubrí que los otros siete comensales acababan de terminar la lectura de A Dance to the Music of Time. No me divertí en lo más mínimo: y no sólo porque no pude romper mi silencio hasta que sacaron los quesos del postre.

En cuanto a las coincidencias de los libros, me parece un recurso barato y sentimental; desde el punto de vista estético, siempre tienen aspecto de putón verbenero. El trovador que pasa justo a tiempo para rescatar a la chica de la refriega junto al seto vivo; los repentinos y siempre útiles benefactores dickensianos; el impagable naufragio en una playa extranjera que permite la reunión de los hermanos o los amantes. Una vez expresé el desprecio que me inspira esta perezosa estratagema ante un poeta, un caballero que sin duda era especialmente hábil para las coincidencias de la rima.

—¿No será —replicó él con humorística altanería— que tiene usted una mentalidad muy prosaica?

—Es posible, pero no hay duda —contesté, bastante satisfecho de mi respuesta— de que para juzgar la prosa no hay nada mejor que tener una mentalidad prosaica, ¿no le parece?

Si yo fuera el dictador de la narrativa, prohibiría las coincidencias. Bueno, quizá no del todo. Se pueden tolerar las coincidencias en la picaresca; ése es su lugar. Venga, aprovéchense: dejen que el piloto cuyo paracaídas no se ha abierto caiga en el almiar; que el pobre bondadoso con el pie gangrenado descubra el tesoro enterrado; me parece bien. En realidad, no importa…

Una de las formas de legitimar las coincidencias es, naturalmente, decir que son ironías. Eso es lo que hacen los más listos. La ironía es, al fin y al cabo, el estilo moderno, el compañero de copeo del ingenio y la resonancia verbal. ¿Quién se atreve a decir que está en contra de la ironía? Y sin embargo, a veces me pregunto si la ironía más ingeniosa y resonante no será en el fondo una simple utilización, culta y repeinada, de la coincidencia.

No sé qué pensaba Flaubert de la coincidencia. Yo confiaba en encontrar alguno de sus típicos comentarios en su incansablemente irónico Dictionaire des idées reçues; pero salta intencionadamente de cognac a coito. De todos modos, es evidente que la ironía le apasionaba; es una de sus características más modernas. En Egipto disfrutó horrores al descubrir que almeh, la palabra que significa «marisabidilla», había ido perdiendo gradualmente su sentido original y había acabado significando «puta».

¿Se produce un acrecentamiento de la ironía en torno al ironizador? Flaubert creía, desde luego, que sí. La celebración del centenario de la muerte de Voltaire en 1878 fue organizada por Ménier, un fabricante de chocolate. «La ironía no abandona a ese pobre gran hombre», comentó Gustave. Y también acosó a Gustave. Cuando escribió, hablando de sí mismo, que «atraigo a los locos y a los animales», quizá tendría que haber añadido «y a las ironías».

Por ejemplo, Madame Bovary. Fue llevada a los tribunales, bajo la acusación de obscenidad, por Ernest Pinard, el abogado que disfruta además de la mala fama de haber sido el acusador en el proceso contra Les Fleurs du mal. Algunos años después de que Madame Bovary resultara absuelta, se descubrió que Pinard era autor de una colección de versos priápicos. El novelista se divirtió mucho al enterarse.

Por otro lado, también hay ironías en el propio libro. Dos de los detalles que más se recuerdan de la historia que cuenta son el paseo adúltero de Emma en el coche con las cortinillas echadas (un pasaje que los bienpensantes encontraron especialmente escandaloso), y precisamente la última línea de la novela —«Acaba de recibir la cruz de honor»—, que confirma la apoteosis burguesa de Homais, el farmacéutico. Ahora bien, parece ser que la idea del coche con las cortinillas echadas se le ocurrió a Flaubert a partir de su propio y excéntrico comportamiento en París, cuando pretendía evitar un encuentro casual con Louise Colet. Para que no pudieran reconocerle, se acostumbró a ir a todas partes en coches cerrados. Es decir, que conservó su castidad utilizando un método que posteriormente emplearía para facilitar la gratificación sexual de su heroína.

En el caso de la Légion d’honneur de Homais ocurre precisamente lo contrario: la vida imita al arte, y lo ironiza. Apenas diez años después de que quedara escrita la última línea de Madame Bovary, Flaubert, máximo enemigo de los burgueses y viril odiador de todos los gobiernos, permitió que le nombrasen chevalier de la Légion d’honneur. Por todo ello, la última línea de su vida imitó como un loro la última línea de su obra maestra: en su funeral estuvo presente un piquete de soldados que disparó al aire una descarga de fusiles en su honor, dando así la tradicional despedida del estado a uno de sus más inverosímiles y sardónicos chevaliers.

Y si estas ironías no le gustan al lector, tengo más.

1 AMANECER EN LAS PIRÁMIDES

En diciembre de 1849 Flaubert y Du Camp subieron a lo alto de la Gran Pirámide de Keops. Habían dormido junto a ella la noche anterior, y se despertaron a las cinco porque querían llegar a su cúspide antes de que saliera el sol. Gustave se lavó la cara en un balde de lona; oyó el aullido de un chacal; se fumó una pipa. Luego, con dos árabes tirando de él y otros dos empujándole, le subieron lentamente, como un paquete, hasta lo alto de la pirámide. Du Camp —el primer hombre que fotografió la Esfinge— ya estaba allí. Delante de ellos se extendía el Nilo, cubierto de niebla, como un mar blanco; detrás de ellos se extendía el desierto oscuro, como un océano petrificado de color morado. Por fin, una tira de luz anaranjada apareció por el este; y poco a poco el mar blanco que tenían ante sí se convirtió en una inmensa extensión de fértil verde, mientras el océano morado de su espalda adquiría un trémulo brillo blanco. El sol naciente iluminó las piedras más altas de la pirámide, y Flaubert, bajando la vista, se fijó en una pequeña tarjeta de visita que estaba clavada a sus pies. «Humbert, Frotteur», decía, y daba unas señas de Rouen.

Qué momento de ironía perfectamente dirigida hacia el blanco. Y también un momento moderno: ésta es la clase de combinación —lo cotidiano entrometiéndose en la sublime— que, con fuerte sentido de la propiedad, solemos creer que es característica de nuestra escéptica época, tan avanzada que ha superado las tomaduras de pelo. Agradecemos a Flaubert que recogiera la tarjeta. En cierto sentido, sólo hubo ironía a partir del momento en que él supo observarla. Otros visitantes hubieran podido ver la misma tarjeta como si sólo se tratase de simple basura: la tarjeta hubiese podido seguir allí, con sus chinchetas oxidándose lentamente, durante muchos años; pero Flaubert le otorgó una función.

Y si sentimos deseos de seguir haciendo interpretaciones, podemos analizar más a fondo esta breve circunstancia. ¿No es, quizá, una notable coincidencia histórica que el mayor novelista europeo del siglo XIX conociera en las Pirámides a uno de los más notables personajes de ficción que han sido creados en el siglo XX? ¿No es notable que Flaubert, húmedo todavía de sus relaciones con los espectadores muchachos de las casas de baños cairotas, encontrara el nombre del seductor nabokoviano de la menor de edad norteamericana? Es más, ¿cuál es el oficio de esta versión de Humbert Humbert? Es un frotteur. Literalmente, un encerador de suelos; pero, también, un perverso sexual al que le gusta el roce de las multitudes.

Y esto no es todo. Ahora veremos la ironía de la ironía. Según las notas de viaje de Flaubert, parece ser que la tarjeta de visita no fue dejada allí por el propio Monsieur Frotteur; fue colocada aposta por el ágil y previsor Maxime du Camp, que se había adelantado a Flaubert en aquella noche purpúrea para tender esta trampa pensada especialmente para el tipo de sensibilidad de su amigo. A partir del conocimiento de este dato, la balanza de nuestra reacción cae hacia el otro lado: Flaubert aparece ahora como un colegial más aplicado que brillante, como una persona previsible; Du Camp pasa a ser el tipo ingenioso, el dandy, el hombre capaz de tomarle el pelo a la modernidad antes de que la modernidad haya hecho acto de presencia.

Pero seguimos leyendo. Si nos fijamos en las cartas de Flaubert, le descubrimos, unos cuantos días después de este incidente, escribiéndole a su madre una carta en la que habla de la sublime sorpresa del descubrimiento. «¡Y pensar que soy yo quien la había traído especialmente desde Croisset y que no he sido yo quien la puso allí! El muy bribón se aprovechó de mi olvido y localizó el feliz cartel en el fondo de mi clac.» Así que las cosas son más extrañas todavía: al salir de su casa, Flaubert ya estaba preparando los efectos especiales que luego parecerían absolutamente típicos de su forma de ver el mundo. Las ironías se reproducen; las realidades van perdiendo terreno. ¿Y por qué razón, sería interesante saber, se llevó Flaubert su clac a las pirámides?

2 LOS DISCOS QUE SE LLEVARÍA USTED A UNA ISLA DESIERTA

Cuando volvía la vista atrás para contemplar sus veraneos en Trouville —transcurridos entre el loro del capitán Barbey y el perro de Mme. Schlesinger— Gustave consideraba que esos fueron algunos de los pocos períodos tranquilos de su vida. Recordándolos desde el otoño de sus veintitantos años, le dijo a Louise Colet que «los mayores acontecimientos de mi vida han sido ciertas ideas, algunas lecturas, determinadas puestas de sol en Trouville a la orilla del mar, y conversaciones de cinco o seis horas seguidas con un amigo que ahora ya he perdido porque se ha casado [Alfred le Poittevin]».

En Trouville conoció a Gertrude y a Harriet Collier, hijas de un agregado naval británico. Las dos, según parece, se enamoraron de él. Harriet le regaló un retrato suyo, que colgaba sobre la repisa de la chimenea de Croisset; pero él apreciaba mucho más a Gertrude. Lo que ella sentía por él puede deducirse a partir de un texto escrito por la inglesa varios decenios más tarde, tras la muerte de Flaubert. Adoptando el estilo de la narrativa romántica, y cambiando los nombres, se jacta de haberle «amado apasionadamente». «Han pasado los años —añade—, y sin embargo jamás he vuelto a sentir la veneración, el amor y también el temor que se adueñaron entonces de mi alma. No sé qué fue, pero algo me decía que jamás sería su… Pero supe, desde el fondo de mi corazón, cuán sinceramente podría amarle, honrarle y obedecerle.»

Es posible que la exuberante memoria de Gertrude fuese fantasiosa: ¿hay acaso algo que sea tan sentimentalmente tentador como un genio ya fallecido y unas vacaciones de adolescencia en la playa? Pero quizá no lo fuera. Gustave y Gertrude permanecieron en contacto, aunque alejados el uno del otro, durante el transcurso de los decenios. Él le envió un ejemplar de Madame Bovary (ella le dio las gracias, dictaminó que su novela era «horrible», y le mandó una cita de Philip James Bailey, el autor de Festus, en donde este poeta inglés habla del deber moral que tiene el artista de educar moralmente al lector); y cuarenta años después de ese primer encuentro en Trouville, Gertrude fue a visitarle a Croisset. El apuesto caballero rubio de su juventud era ahora un hombre calvo y coloradote al que sólo le quedaban un par de dientes. Pero su galantería había conservado la buena salud. «Amiga mía, juventud mía —le escribió él posteriormente—, durante los largos años que he vivido sin saber cuál había sido tu suerte, no ha transcurrido quizá ni un solo día en el que no haya pensado en ti.»

A lo largo de estos prolongados años (en 1847, para ser exactos, el año después de que Flaubert recordara en su carta a Louise Colet los ocasos de Trouville) Gertrude prometió amar, honrar y obedecer a otro hombre: un economista inglés que se llamaba Charles Tennant. Mientras Flaubert iba conquistando lentamente su fama europea de novelista, Gertrude también publicaría un libro: una edición del diario de su abuelo, titulada Francia en vísperas de la Gran Revolución. Gertrude murió en 1918, a los noventa y nueve años de edad; y su hija, Dorothy, contrajo matrimonio con el explorador Henry Morton Stanley.

En uno de los viajes de Stanley al África, su grupo expedicionario tropezó con ciertas dificultades. El explorador se vio obligado a ir dejando por el camino aquellas de sus pertenencias que no fuesen estrictamente necesarias. Fue, en cierto modo la versión inversa, y en la vida real, de «Los discos que usted llevaría a una isla desierta»: en lugar de ir equipado con las cosas que le hubiesen permitido hacer un poco más soportable vida en los trópicos, Stanley tuvo que desprenderse de las cosas para sobrevivir en aquella región. Los libros, evidentemente, sobraban, y comenzó a tirarlos hasta que no le quedaron más que los dos que todos los invitados al programa «Los discos que usted se llevaría a una isla desierta» reciben como mínimo indispensable para llevar una vida civilizada: la Biblia y Shakespeare. El tercer libro de Stanley, el que tiró antes de quedarse limitado a este escueto mínimo, fue Salammbô.

3 EL CLOC DE LOS ATAÚDES

El tono cansado y valetudinario de la carta en la que Flaubert le habla a Louise Colet de los crepúsculos no era pose. 1846 fue, al fin y al cabo, el año en el que primero su padre y luego su hermana Caroline murieron. «¡Qué casa! —escribió—. ¡Qué infierno!» Gustave se pasó la noche entera velando el cadáver de su hermana: ella llevaba puesto su vestido blanco de bodas; él leía a Montaigne.

La mañana del entierro Gustave le dio un último beso al cadáver que yacía en el ataúd. Por segunda vez en el transcurso de tres meses tuvo que oír el innoble ruido de las botas claveteadas que subían por las escaleras para recoger un cadáver. Aquel día no pudo llorar: los aspectos prácticos dominaban la situación. Había que cortar un rizo de Caroline, y sacar los moldes de yeso de sus manos y su rostro. «Vi las enormes garras de esos patanes tocándola y cubriéndola de yeso.» En los entierros hay que servirse de los patanes.

El camino hacia el cementerio le resultaba conocido de la vez anterior. Cuando estaban junto a la tumba, el marido de Caroline se desmayó. Gustave estuvo viendo cómo bajaban el ataúd. De repente, se les atascó: habían cavado una fosa demasiado pequeña. Los sepultureros agarraron el ataúd y lo sacudieron a un lado y a otro, lo golpearon con una pala, trataron de meterlo usando unas barras de hierro a modo de palancas; y, a pesar de todo, no hubo modo. Por fin, uno de ellos apoyó el pie en el ataúd, y lo introdujo en la fosa por la fuerza.

Gustave encargó que le hicieran un busto con la mascarilla mortuoria; este busto presidió su estudio durante toda su vida; hasta el día de su propia muerte, ocurrida en esa misma casa el año 1880. Maupassant ayudó a preparar el cadáver. La sobrina de Flaubert pidió que se hiciera el tradicional vaciado de la mano del escritor. Pero al final fue imposible: el último ataque había dejado el puño tan cerrado que no pudieron abrir la mano.

Partió la procesión, primero camino de la iglesia de Canteleu, y luego al Cimetière Monumental, en donde el piquete de soldados disparó su ridícula glosa a la última línea de Madame Bovary. Fueron pronunciadas algunas palabras, y luego comenzaron a bajar el ataúd. Se atascó. En esta ocasión la anchura había sido bien calculada; pero los sepultureros se habían equivocado de longitud. Los hijos de los patanes forzaron en vano el ataúd; no podían meterlo a la fuerza ni volver a sacarlo tirando de él. Después de unos minutos embarazosos, las personas que habían acompañado el féretro empezaron a irse de allí poco a poco, dejando a Flaubert atascado en el hoyo, con la cabeza más baja que los pies.

Los normandos son una raza famosa por su tacañería, y no hay duda de que sus sepultureros no son una excepción a esta regla; es posible que les duela hasta cada centímetro no estrictamente necesario de césped que se ven obligados a cavar, y parece que de 1846 a 1880 conservaron esta actitud a modo de tradición profesional. Es posible que Nabokov hubiera leído la correspondencia de Flaubert antes de escribir Lolita. Es posible que la admiración que H. M. Stanley sintió por la novela africana de Flaubert no resulte muy sorprendente. Es posible que lo que nosotros leemos como torpe coincidencia, como sedosa ironía o como atrevidas modernidades que se adelantaron a su tiempo, tuviesen un aspecto muy diferente en aquella época. Flaubert se llevó la tarjeta de visita de Monsieur Humbert de Rouen a las pirámides. ¿Pretendía con ello dejar con una sonrisa entre dientes, un anuncio de su propia sensibilidad; hacer una broma acerca de la imposibilidad de pulimentar la arenosa superficie del desierto; o quizá, sencillamente, tomarnos el pelo a nosotros?