EL BESTIARIO DE FLAUBERT
Atraigo a los locos y a los animales.
Carta a Alfred le Poittevin, 26 de mayo de 1845
EL OSO
Gustave era el Oso. Su hermana Caroline era la Rata: «tu querida rata», «tu fiel rata» firma sus cartas; «ratita», «Ah, rata, buena rata, vieja rata», «vieja rata, vieja rata traviesa, buena rata, pobrecita rata», son expresiones que él utiliza para dirigirse a ella; pero Gustave era el Oso. Cuando tenía sólo veinte años, la gente le encontraba «un tipo raro, un oso, un joven poco corriente»; e incluso antes de su ataque epiléptico y su reclusión en Croisset, ya se había establecido la imagen: «Soy un oso y quiero seguir siendo un oso en mi guarida, en mi madriguera, en mi piel, en mi vieja piel de oso; quiero vivir tranquilo y lejos de los burgueses y las burguesas.» Después de su primer ataque, su carácter de fiera se confirmó: «Vivo solo, como un oso.» (La palabra «solo» que contiene la frase anterior debería glosarse de este modo: «solo, sin más compañía que la de mis padres, mi hermana, los criados, nuestro perro, la cabra de Caroline, y las visitas regulares de Alfred le Poittevin.»)
Luego se recobró, obtuvo autorización para viajar; en diciembre de 1850 le escribió desde Constantinopla a su madre, ampliando la imagen del Oso, que ahora no solamente explicaba su carácter sino también su estrategia literaria:
Cuando te mezclas con la vida no la ves bien, la sufres o la disfrutas más de la cuenta. El artista, en mi opinión, es una monstruosidad, una cosa que escapa a la naturaleza. Todas las desgracias con que le abruma la Providencia son consecuencia de la testarudez con que niega ese axioma… De modo que (tal es la conclusión), estoy resignado a vivir tal como he vivido, solo, con mi muchedumbre de grandes hombres como compañeros, con mi piel de oso como única compañía.
La «muchedumbre de compañeros», inútil subrayarlo, no está formada por personas que invita a su casa sino por amigos cogidos de los estantes de la biblioteca. En cuanto a la piel de oso, es un tema que siempre le preocupó: escribió dos veces desde Oriente (Constantinopla, abril de 1850; Benisouëf, junio de 1850) pidiéndole a su madre que se la cuidara. También su sobrina Caroline recordaba muy bien esa alfombra de piel de oso que era la principal característica de su estudio. La conducían hasta allí, para recibir lecciones, a la una en punto. Las persianas estaban siempre cerradas, para que no entrase el calor, y en la oscura habitación reinaban los olores del pebete y el tabaco. «Solía lanzarme de un salto a la gran piel de oso blanco que tanto me gustaba, y le cubría de besos su enorme cabeza.»
En cuanto caces el oso, dice el proverbio macedonio, bailará para ti. Gustave no bailaba; Flaubert no era el oso de nadie. (¿Cómo se diría eso en francés? Quizá, Gourstave.)
OSO: Generalmente se llama Martin. Cítese la anécdota del viejo soldado que vio caer un reloj al foso de los osos, bajó a por él, y fue comido.
Dictionnaire des idées reçues
Gustave también es otros animales. De joven fue montones de fieras: ansioso por ver a Ernest Chevalier, es «un león, un tigre, un tigre de la India, una boa» (1841); cuando se siente extrañamente pletórico de fuerzas, es «un buey, una esfinge, un alcaraván, un elefante, una ballena» (1841); posteriormente, los escoge de uno en uno. Es una ostra en su concha (1845); un caracol en su concha (1851); un erizo enroscándose para protegerse (1853, 1857). Es un lagarto literario tostándose al sol de la Belleza (1846), y una curruca de estridente gorjeo que se oculta en la espesura de los bosques para que nadie pueda escucharla (también de 1846). Se enternece como una vaca (1867); se siente tan fatigado como un asno (1867); pero también chapotea en el Sena como una marsopa (1870). Trabaja como una mula (1852); vive una vida capaz de matar a tres rinocerontes (1872); trabaja «como XV bueyes» (1878); pero le aconseja a Louise Colet que se encierre a trabajar en su madriguera como un topo (1853). Para Louise es como «un búfalo salvaje de las praderas americanas» (1846). Para George Sand, en cambio, es «manso como un cordero», (1866) cosa que él niega (1869) y cuando están juntos, George Sand y él hablan como cotorras (1866); al cabo de diez años, Gustave llora en el entierro de ella como una ternera (1876). Solo en su estudio, termina el relato que escribió especialmente para ella, la historia del loro; aúlla «como un gorila» (1876).
De vez en cuando coquetea con el rinoceronte y el camello como imágenes de sí mismo, pero principal, secreta, esencialmente, es el Oso: un oso testarudo (1852), un oso profundamente hundido en su osez por culpa de la necedad de su época (1853), un oso sarnoso (1854) y hasta un oso disecado (1869); y sigue así hasta el último año de su vida, cuando sigue «rugiendo tan fuerte como un oso en su cueva» (1880). Debería tenerse en cuenta, además, que en Hérodias, la última de las obras que Flaubert llegó a terminar, el profeta Iaokannan, que está encarcelado, contesta, cuando le dicen que deje de aullar sus denuncias contra el mundo corrupto que le rodea, dice que también él seguirá gritando «como un oso».
La palabra humana es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas.
Madame Bovary
Todavía rondaban osos por los bosques en tiempos de Gourstave: osos pardos en los Alpes, osos castaños en Saboya. Los mejores comerciantes de carnes en salazón vendían jamones de oso. Alexandre Dumas comió filete de oso en el Hôtel de la Poste de Marigny en 1832; posteriormente, en su Grand Dictionnaire de cuisine (1870), señaló que «todos los pueblos europeos consumen actualmente carne de oso». El chef de los Reyes de Prusia le dio a Dumas una receta para cocinar las patas de oso a la moscovita. Hay que comprar las patas peladas. Lavarlas, salarlas y dejarlas en adobo durante tres días. Cocer en una cacerola con tocino y verdura durante siete u ocho horas; escurrirlas, secarlas, espolvorearlas con pimienta y engrasarlas con manteca derretida. Rebozarlas luego con miga de pan y ponerlas durante una hora a la parrilla. Servirlas con salsa picante y dos cucharadas de jalea de grosella.
No se tiene noticia de si Flaubear[1] comió alguna vez carne de su tocayo. Comió dromedario el año 1850, en Damasco. Parece sensato deducir que si hubiese comido oso habría comentado esa ipsofagia.
¿Qué especie de oso era exactamente Flaubert? Podemos seguir el rastro de la correspondencia. Al principio no es más que un simple ours, un oso (1841). Sigue siendo un simple oso —pero propietario ya de una osera— en 1843, en enero de 1845, y en mayo de 1845 (a estas alturas empieza a jactarse de que posee tres capas de pelo). En junio de 1845 quiere adquirir el retrato de un oso para su habitación, con intención de ponerle como título «Retrato de Gustave Flaubert», lo que le servirá para «indicar mi disposición moral y mi temperamento social». Hasta ahora quizá hemos estado imaginando (al igual que él) un animal oscuro: un oso pardo americano, un oso negro ruso, un oso castaño de Saboya. Pero en septiembre de 1845 Gustave anuncia con la mayor firmeza que es «un oso blanco».
¿Por qué? ¿Acaso porque es un oso que también es un blanco europeo? ¿Procede esa identificación de la piel de oso que usa como alfombra en su estudio (y que menciona por vez primera en una carta dirigida a Louise Colet con fecha de agosto de 1846, en la que le cuenta que le gusta tenderse en ella durante el día)? ¿Eligió esta especie a fin de poder tumbarse en su alfombra, que así le servía para hacer juegos de palabras y para camuflarse? ¿O bien indica esta coloración un nuevo grado de alejamiento de la humanidad, un avance hacia los más remotos extremos de la osez? Los osos pardos, negros y castaños no viven tan lejos del ser humano, del hombre de la ciudad, ni de la amistad de los hombres. Los osos de colores son los más fáciles de domar. Ahora bien, ¿se puede domar un oso blanco, un oso polar? Este no es el oso que baila para hacer reír al hombre; no come bayas; no se le puede atrapar aprovechando su debilidad por la miel.
Los otros osos tienen sus usos. Los romanos importaron osos británicos para sus circos. Los habitantes de Kamchatka, una región de la Siberia Oriental, utilizan los intestinos de los osos para hacerse con ellos unas máscaras que les protegían de los rayos del sol. Y utilizaban también sus omóplatos afilados para segar la hierba. En cambio el oso blanco, el Thalarctos maritimus, es el aristócrata de los osos. Frío, distante, se zambulle con elegancia para cazar peces, tiende emboscadas a las focas cuando emergen para respirar. El oso marítimo. Recorren grandes distancias, se dejan llevar por los bloques de hielo que flotan en el mar. Durante un invierno del siglo pasado, doce grandes osos blancos llegaron por este procedimiento hasta Islandia; se les puede imaginar montados en sus tronos a medio derretir, para tomar tierra aterradoramente, como dioses. William Scoresby, explorador del Ártico, señaló que el hígado del oso es venenoso: no hay ninguna otra parte de ningún cuadrúpedo que lo sea. Entre los directores de los parques zoológicos, no hay ninguno que haya conseguido un embarazo de un oso polar. Otros datos extraños que a Flaubert no le hubieran extrañado:
Cuando los lacontes, pueblo siberiano, encuentran un oso, se descubren la cabeza, le saludan, le llaman jefe, viejo o abuelo, y le prometen que no le atacarán y que jamás hablarán mal de él. Pero si da señales de tener intenciones de arrojarse sobre ellos, le disparan, y, si le matan, lo parten en pedazos, lo asan y se regalan con su carne hasta agotarla, sin dejar de repetir: «No somos nosotros los que te comen, sino los rusos.»
A.-F. Aulagnier, Dictionnaire des Aliments et des Boissons
¿Había otros motivos para que decidiese ser un oso? El sentido figurado de ours es bastante parecido al de su equivalente inglés: un tipo tosco y salvaje. Ours, en argot, significa celda de la comisaría. Avoir ses ours, tener tus propios osos, significa «tener la regla» (presumiblemente porque en esos momentos se supone que una mujer se comporta como un oso al que le duele la cabeza). Los etimólogos han encontrado las primeras manifestaciones de este coloquialismo a finales de siglo (Flaubert no lo utiliza; prefiere les Anglais sont débarqués[2], y otras variaciones humorísticas por el estilo. En una ocasión, tras haber mostrado su preocupación por la irregularidad de Louise Colet, nota finalmente con alivio que Lord Palmerston ya ha llegado). Un ours mal léché, un oso mal lamido, es una persona grosera de carácter misántropo. Más apropiado para el caso de Flaubert, un ours era el término de argot que se usaba en el siglo XIX para hablar de una obra de teatro que había sido presentada y rechazada muchas veces, pero al final aceptada.
No hay duda de que Flaubert conocía la fábula de La Fontaine acerca del Oso y el amante de los jardines. Había una vez un oso, un ser deforme y feo, que se escondía del mundo y vivía completamente solo en un bosque. Al cabo de un tiempo comenzó a sentirse melancólico y frenético, pues «ciertamente, raras veces habita mucho tiempo la Razón entre los anchorites». De modo que emprendió el camino y se encontró con un jardinero que también llevaba una vida hermética y que también anhelaba encontrarse con alguien que le hiciese compañía. El oso se mudó a la casucha del jardinero. El jardinero se había convertido en un ermitaño porque no soportaba a los necios; pero como el oso apenas pronunciaba tres palabras en todo el día, pudo seguir haciendo su trabajo sin que nadie le estorbase. El oso solía salir de caza, y regresaba a casa con comida para los dos. Cuando el jardinero se acostaba, el oso se quedaba sentado a su lado y asustaba a las moscas que intentaban posarse en su cara. Un día, una mosca se posó en la punta de la nariz del jardinero, y no hubo modo de echarla de allí. El oso se enfadó muchísimo con la mosca y al final cogió una piedra muy grande y consiguió matarla. Por desgracia, de la pedrada le exprimió los sesos al jardinero.
Quizá también Louise Colet conocía esta historia.
EL CAMELLO
Si no hubiera sido Oso, Gustave hubiera podido ser Camello. En enero de 1852 le escribe una carta a Louise en la que, una vez más, le explica hasta qué punto es incorregible: es tal como es, no puede cambiar, no está en su mano, está sometido a la gravedad de las cosas, esa gravedad «que hace que el oso polar habite las regiones heladas y que el camello camine por la arena». ¿Por qué el camello? Quizá porque es un magnífico ejemplo de la visión flaubertiana de lo grotesco: por mucho que se esfuerce, no puede evitar el ser a la vez serio y cómico. Desde El Cairo Gustave informa: «El camello es una de las cosas más bellas. No me canso nunca de ver pasar a este extraño animal que anda a trompicones como un pavo y menea el culo como un cisne. Por muchos esfuerzos que haga, no consigo reproducir su voz. Espero llevarme conmigo esa imitación cuando regrese, pero es difícil debido a cierto gorgoteo que tiembla en el fondo del estertor que emiten.»
Esta especie también hacía gala de un rasgo de carácter muy conocido por Flaubert: «Tanto en la actividad física como en la mental, soy como un dromedario, al que cuesta muchísimo poner en marcha y, una vez en marcha, detener; lo que necesito es la continuidad, sea de descanso o de movimiento.» Esta analogía de 1853, una vez puesta en marcha, también resulta difícil de detener: todavía la encontramos en activo en una carta dirigida a George Sand en 1868.
Chameau, camello, era el término con que se designaba en argot a las cortesanas viejas. No creo que a Flaubert le hubiese molestado esta asociación.
EL CORDERO
A Flaubert le encantaban las ferias: los saltimbanquis, las mujeres gigantes, los osos bailones. En Marsella visitó una barraca del puerto que anunciaba mujeres-cordero, que circulaban por entre los marineros que, a su vez, les tiraban de sus greñas para ver si eran de verdad. No era un espectáculo de categoría: «No puede haber nada tan imbécil ni tan sucio», informó. Le impresionó mucho más la feria que vio en Guérande, una vieja ciudad fortificada al noroeste de St. Nazaire, que visitó durante su viaje a pie por Bretaña en compañía de Du Camp, en 1847. Una barraca de un taimado campesino con acento de la Picardie anunciaba a un «joven fenómeno»: resultó ser un cordero de cinco patas, con la cola en forma de trompeta. A Flaubert le gustó muchísimo, no sólo el monstruo sino también su propietario. Sintió por el animal una admiración que casi rozaba el éxtasis; invitó a su dueño a cenar, le aseguró que ganaría una fortuna, y le aconsejó que escribiese una carta al rey Louis Philippe explicándole el asunto. Al final de la velada, y ante la evidente desaprobación de Du Camp, ya se tuteaban.
«El joven fenómeno» fascinó a Flaubert, y entró a formar parte de su vocabulario zumbón. Cuando él y Du Camp caminaban por el campo, Gustave conducía a su amigo hacia el bosque y los matorrales y, con burlona seriedad, le decía: «Permítame que le presente al joven fenómeno.» En Brest volvió a tropezarse con el taimado pícaro y su monstruo, cenó y se emborrachó con él, y volvió a elogiar a su magnífico animal. Era frecuente que tuviera manías frívolas como ésta; Du Camp esperó a que ésta se le pasara, como se pasan unas fiebres.
Al año siguiente, en París, Du Camp se puso enfermo, y tuvo que guardar cama. A las cuatro de la tarde, oyó un día un gran jaleo en el rellano, frente a su puerta, y ésta se abrió de golpe. Entró Gustave, seguido por el cordero de cinco patas y su dueño, vestido con un blusón azul. Alguna feria de los Invalides o de los Champs-Elysées les había conducido hasta allí, y Flaubert quiso compartir su descubrimiento con su amigo. Du Camp observa secamente que el cordero «no supo comportarse». Tampoco supo Gustave, que pidió vino a gritos, se puso a dar vueltas por la habitación con el animal, explicando a voces sus virtudes: «Este joven fenómeno cuenta tres años de edad, ha sido aprobado en la Académie de Médecine, y ha sido honrado por la visita de varias cabezas coronadas, etc.» Un cuarto de hora más tarde, el enfermo Du Camp ya estaba harto. «Eché de mi casa al cordero y a su dueño, e hice barrer la habitación.»
Pero el cordero también había dejado sus excrementos en la memoria de Flaubert. Un año antes de su muerte le recordaba todavía a Du Camp su llegada por sorpresa con el joven fenómeno, y aún se reía tanto como el día en que ocurrió.
EL MONO, EL ASNO, EL AVESTRUZ, EL SEGUNDO ASNO Y MAXIME DU CHAMP
Hace ocho días vi en la calle un mono que se precipitaba sobre un asno y quería cascársela a la fuerza. El asno rebuznaba y daba coces, el dueño del mono gritaba, el mono soltaba chillidos. Aparte de dos o tres niños que se reían, y de mí, muy divertido por la escena, nadie le prestó casi atención. Cuando le contaba todo esto a M. Bellin, canciller del consulado, me dijo que él había visto a un avestruz que intentaba violar a un asno.
Carta a Louis Bouilhet, El Cairo, 15 de enero de 1850
EL LORO
Para empezar, los loros son humanos; al menos etimológicamente. Perroquet es un diminutivo de Pierrot; parrot viene de Pierre; perico es un derivado de Pedro. Para los griegos, su capacidad de hablar era uno de los elementos utilizados en la discusión filosófica en torno a las diferencias entre el hombre y los animales. Eliano informa que «los brahmanes les honran más que a ningún otro pájaro. Y añaden que su actitud no puede ser más razonable; pues sólo el loro imita bien la voz humana». Aristóteles y Plinio observan que, cuando están borrachos, los loros son muy lascivos. De forma más pertinente, Buffon comenta que tienen propensión a la epilepsia. Flaubert estaba enterado de esta flaqueza fraternal: en las notas que tomó sobre los loros cuando preparaba Un cœur simple hay una lista de sus enfermedades: gota, epilepsia, aftas y úlceras de garganta.
Recapitulemos. Primero está Loulou, el loro de Félicité. Luego, los dos loros disecados, el del Hôtel-Dieu y el de Croisset; ambos pretenden ser el auténtico. Luego están los tres loros vivos, los dos de Trouville y el de Venecia; más el periquito enfermo de Antibes. Como posible fuente de Loulou podemos, en mi opinión, eliminar a la madre de una «espantosa» familia inglesa con la que se encontró Gustave en el barco que le llevaba de Alejandría a El Cairo: con la visera verde que llevaba sujeta a su sombrero, aquella mujer parecía «un loro viejo y enfermo».
En sus Souvenirs intimes, Caroline comenta que «Félicité y su loro eran reales», y nos dirige hacia el primer loro de Trouville, el del capitán Barbey, como auténtico antepasado de Loulou. Pero esto no da respuesta a la pregunta más importante: ¿cómo, y cuándo, llegó un simple (aunque magnífico) pájaro vivo de los años treinta del siglo pasado a convertirse en el loro trascendente y complicado de los años setenta? Probablemente jamás lleguemos a averiguarlo; pero podemos sugerir el momento en el que pudo haber comenzado la transformación.
La segunda parte de Bouvard et Pécuchet, que quedó sin concluir, iba a consistir fundamentalmente en lo que su autor llamaba «La Copie», un enorme fichero de rarezas, imbecilidades y citas autodescalificadoras, que los dos oficinistas tenían que copiar solemnemente para su propia edificación, y que Flaubert pensaba reproducir con intención sardónica. Entre los miles de recortes de prensa que coleccionó para su posible inclusión en ese fichero se encuentra esta noticia, recortada de L’Opinion nationale, el 20 de junio de 1863:
«En Gérouville, cerca de Arlon, vivía un hombre que poseía un loro magnífico. Era su único amor. De joven había sido víctima de una infortunada pasión. La experiencia le convirtió en un misántropo, y últimamente vivía solo con su loro. Le había enseñado a pronunciar el nombre de la novia que le había abandonado, y el loro lo repetía cientos de veces diariamente. Aunque esto fuese lo único que sabía hacer el pájaro, a los ojos de su propietario, el infortunado Henri K…, esta demostración de talento compensaba sobradamente sus limitaciones. Cada vez que oía el nombre sagrado pronunciado con la extraña voz del animal, Henri se estremecía de júbilo; para él, era como una voz proveniente del más allá, una voz misteriosa y sobrehumana.
»La soledad inflamó la imaginación de Henri K…, y poco a poco el loro comenzó a adquirir para él una extraña significación, era como un pájaro sagrado: al tocarlo lo hacía con profundo respeto, y se pasaba horas contemplándolo en éxtasis. El loro, devolviendo impávidamente la mirada de su amo, murmuraba la palabra cabalística, y el alma de Henri se empapaba del recuerdo de su felicidad perdida. Esta extraña vida duró bastantes años. Un día, sin embargo, la gente se fijó en que Henri K… parecía más sombrío que de costumbre; y que había en sus ojos un raro destello cargado de malignidad. El loro había muerto.
»Henri K…, siguió viviendo solo, pero ahora del todo. No había nada que le vinculase al mundo exterior. Se enroscaba cada vez más en sí mismo, y hasta se pasaba varios días seguidos sin salir de su habitación. Comía cualquier cosa que le llevaran, pero no parecía enterarse de la presencia de sus vecinos. Poco a poco empezó a creer que se había convertido en un loro. Imitando al pájaro muerto, gritaba el nombre que tanto le gustaba oír; intentaba andar como un loro, se colgaba en lo alto de los muebles y extendía los brazos como si tuviese alas y pudiese volar.
»En ocasiones se ponía furioso y comenzaba a romperlo todo; su familia decidió entonces enviarle a una maison de santé que había en Gheel. En el transcurso del viaje hacia allí, sin embargo, logró huir aprovechando la oscuridad de la noche. A la mañana siguiente le encontraron encaramado a un árbol. Como era muy difícil convencerle de que bajase, alguien tuvo la idea de poner al pie de su árbol una enorme jaula de loro. En cuanto la vio, el infortunado monomaníaco bajó y pudo ser atrapado. Actualmente se encuentra en la maison de santé, de Gheel.»
Sabemos que a Flaubert le asombró esta historia encontrada en la prensa. A continuación de la línea que decía «poco a poco el loro comenzó a adquirir para él una extraña significación», Flaubert escribió lo siguiente: «Cambiar el animal: en lugar de un loro, que sea un perro.» Algún breve plan para una obra futura, no cabe duda. Pero cuando, finalmente, se puso a escribir la historia de Loulou y Félicité, no cambió el loro, sino su propietario.
Antes de Un cœur simple los loros aletean brevemente en la obra de Flaubert y en sus cartas. Cuando le explica a Louise la atracción que ejercen sobre él los países lejanos (11 de diciembre de 1846), Gustave escribe: «De niños deseamos vivir en el país de los loros y los dátiles confitados.» En otra ocasión, cuando intenta consolar a la triste y descorazonada Louise (27 de marzo de 1853), le recuerda que todos nosotros somos pájaros enjaulados, y que la vida pesa más sobre los que tienen las alas más grandes: «En mayor o menor grado, todos nosotros somos águilas o canarios, loros o buitres.» Rechazando la acusación de vanidad que le ha hecho Louise (9 de diciembre de 1852), establece la distinción entre Orgullo y Vanidad: «El Orgullo es una fiera salvaje que vive en una cueva y yerra por el desierto. La Vanidad, en cambio, es un loro que salta de rama en rama y parlotea a la vista de todos.» Cuando le describe a Louise la heroica búsqueda del estilo que supone para él Madame Bovary (19 de abril de 1852), le explica: «Cuántas veces he caído de bruces, justo cuando creía que ya estaba al alcance de mi mano. No debo morir sin haberme asegurado de que el estilo que oigo en mi cabeza brota de ella como un rugido que acalla los gritos de los loros y las cigarras.»
En Salammbô, como ya he dicho anteriormente, los traductores cartagineses llevan loros tatuados en el pecho (¿no es quizá un detalle más apropiado que auténtico?); en la misma novela, algunos bárbaros llevan «sombrillas en la mano o loros en el hombro»; por otro lado, en la terraza de Salammbô hay una pequeña cama de marfil cuyos almohadones están rellenos de plumas de loro, «el animal fatídíco que estaba consagrado a los dioses».
No aparecen loros en Madame Bovary ni en Bouvard et Pécuchet; no hay ningún artículo titulado LORO en el Dictionnaire des idées reçues; y sólo un par de breves referencias en La Tentation de saint Antoine. En Saint Julien l’hospitalier son raras las especies animales que se libran de la matanza durante la primera cacería de Julien —que le corta las patas de un tajo a un urogallo, y mata de un latigazo las grullas que vuelan bajo—. Pero el loro no es mencionado ni atacado. En la segunda cacería, sin embargo, cuando Julien pierde su destreza de cazador, cuando los animales le rehuyen y se convierten en seres amenazadores que vigilan a su agotado perseguidor, el loro hace acto de presencia. Los destellos de luz que surgen en el bosque, y que Julien toma por estrellas bajas, son en realidad los ojos de las fieras vigilantes: gatos monteses, ardillas, lechuzas, loros y monos.
Y no nos olvidemos del loro ausente. En L’Education sentimentale Frédéric pasea sin rumbo por un barrio de París marcado por las huellas de la insurrección de 1848. Encuentra barricadas en ruinas; ve charcos negros que seguramente son de sangre; las persianas cuelgan como trapos de las ventanas, sujetas por un solo clavo. Aquí y allá, en medio del caos, algunos objetos delicados han sobrevivido por casualidad. Frédéric se asoma al interior de una ventana. Ve un reloj de pared, algunos grabados…, y la percha de un loro.
Cuando erramos por el pasado nos encontramos en una situación bastante parecida. Perdidos, desorientados, temerosos, seguimos las escasas señales que quedan en pie; leemos los nombres de las calles, pero no estamos seguros de saber en dónde no encontramos. Nos rodean los escombros por todas partes. Aquí no cesó nunca la batalla. Luego vemos una casa; quizá la casa de un escritor. En la fachada se distingue una placa. «Gustave Flaubert, escritor francés, 1821-1880, vivió aquí cuando…», pero las letras siguientes se van encogiendo irremisiblemente, como en la consulta del oculista. Nos acercamos un poco más. Nos asomamos al interior de una ventana. Sí, es cierto; a pesar de la carnicería han sobrevivido algunos objetos delicados. Un reloj de pared sigue haciendo tictac. Los grabados de las paredes nos recuerdan que hubo un tiempo en el que en este lugar el arte era apreciado. Una percha de loro llama nuestra atención. Buscamos el loro. ¿Dónde está el loro? Todavía oímos su voz; pero no vemos más que la percha desnuda. El pájaro ha volado.
PERROS
1. El perro romántico. Era un gran terranova, propiedad de Elisa Schlesinger. Si hemos de dar crédito a Du Camp, su nombre era Nero; si nos fiamos de Goncourt, su nombre era Thabor. Gustave conoció a Mme. Schlesinger en Trouville: él tenía catorce años y medio; ella, veintiséis. Ella era guapa; su marido, rico. Ella llevaba un inmenso sombrero de paja, y sus bien moldeados hombros se veían a través de la muselina de su vestido. Nero, o Thabor, la acompañaba a todas partes. Gustave solía seguirla a una distancia discreta. En una ocasión, cuando se encontraban en las dunas, ella se desabrochó el vestido y le dio el pecho a su hijo. Él se sintió perdido, desamparado, torturado, pecador. Mucho más tarde seguía diciendo que el breve verano de 1836 había cauterizado su corazón. (Tenemos, claro está, perfecto derecho a no darle crédito. ¿Qué dijeron los Goncourt? «Aunque sea franco por naturaleza, jamás es completamente sincero en lo que dice sentir, sufrir o amar.») ¿Y quién fue el primero al que le habló de esta pasión? ¿A sus compañeros de colegio? ¿A su madre? ¿A la propia Mme. Schlesinger? No: el primero en saberlo fue Nero (o Thabor). Se llevaba de paseo al terranova por las arenas de Trouville, y en la suave intimidad de una duna Gustave caía de rodillas y abrazaba al perro. Luego le besaba allí en donde los labios de su amada se habían posado poco antes (el lugar en donde el perro recibía estos besos sigue siendo objeto de discusión; dicen algunos que era en el hocico, y otros en la parte superior de la cabeza); después susurraba a la peluda oreja de Nero (o Thabor) los secretos que anhelaba susurrar a la oreja que había entre el vestido de muselina y el sombrero de paja; y rompía a llorar.
El recuerdo, y también la presencia, de Mme. Schlesinner persiguieron a Flaubert durante el resto de sus días. No hay noticias de cuál pudo ser el destino del perro.
2. El perro práctico. No se ha estudiado con la suficiente profundidad, en mi opinión, el asunto de los diversos animales domésticos de Croisset. Centellean en breves apariciones, a veces hasta con su nombre, y otras sin él; raras veces sabemos cuándo y cómo fueron adquiridos, y cuándo y cómo murieron. Reunámoslos:
En 1840 Caroline, la hermana de Gustave, tiene una cabra que se llama Souvit.
En 1840 la familia tiene una perra terranova de color negro cuyo nombre es Néo (quizá debido a la influencia que pudo ejercer en la memoria de Du Camp el terranova de Mme. Schlesinger).
En 1853 Gustave cena solo en Croisset con un perro cuyo nombre no menciona.
En 1854 Gustave cena con un perro que se llama Dakno; probablemente se trata del mismo animal que en el apartado anterior.
En 1856-57 su sobrina Caroline tiene un conejito.
En 1856 Gustave expone en su césped un cocodrilo disecado que se ha traído a su regreso de Oriente; esto permite que el animal vuelva a tostarse al sol por primera vez desde hace tres mil años.
En 1858 un conejo silvestre toma su jardín como lugar de residencia; Gustave prohíbe que lo maten.
En 1866 Gustave cena solo con una pecera con peces de colores.
En 1867 el perro de la casa (no se nos facilita el nombre) muere al ingerir raticida.
En 1872 Gustave adquiere un galgo llamado Julio.
Nota: Para completar esta lista de animales domésticos que fueron acogidos por Gustave en su casa, debemos añadir que el mes de octubre de 1842 sufrió una invasión de ladillas.
De los animales domésticos que aparecen en esta lista, sólo tenemos información adecuada acerca de Julio. En abril de 1872 murió Mme. Flaubert; Gustave se quedó solo en aquel caserón, y comía en la enorme mesa «téte-à-téte conmigo mismo». En septiembre su amigo Edmond Laporte le ofreció un galgo. Flaubert vaciló, por temor a la rabia, pero al final acabó aceptándolo. Bautizó al perro con el nombre de Julio (¿en recuerdo de Juliet Herbert? como ustedes quieran), y en seguida le tomó cariño. Al final de ese mismo mes le escribió una carta a su sobrina diciéndole que su única distracción (treinta y seis años después de haberse abrazado al terranova de Mme. Schlesinger) era abrazarse a su «pauvre chien». «Su serenidad y su belleza me dan celos.»
El galgo se convirtió en su último compañero de Croisset. Una pareja curiosa; el robusto y sedentario novelista, y el flaco animal de carreras. La vida privada de Julio empezó a introducirse en la correspondencia de Flaubert: Gustave anunció que el perro se había «unido morganáticamente» a una «joven» vecina. Amo y animal llegaron incluso a ponerse enfermos al mismo tiempo: en primavera de 1879 Flaubert padeció un ataque de reumatismo y se le hinchó un pie, mientras que Julio sufrió una enfermedad canina cuyo nombre no se nos dice. «Es exactamente igual que una persona —escribió Gustave—. Hace pequeños gestos de profunda humanidad.» Los dos se recobraron, y trampearon como pudieron el resto del año. El invierno de 1879-80 fue extraordinariamente crudo. El ama de llaves de Flaubert le hizo a Julio un abrigo con unos pantalones viejos. Vivieron juntos todo ese invierno. Flaubert murió en primavera.
No hay noticias de cuál pudo ser el destino del perro.
3. El perro figurativo. Madame Bovary tiene un perro, regalo de un guardia de monte al que el marido de ella le cura una fluxión de pecho. Es une petite levrette d’Italie: una pequeña galga italiana. Nabokov, que trata con exagerada perentoriedad a todos los traductores de Flaubert, dice que es un whippet[3]. Tanto si acierta zoológicamente, como si se equivoca, en cualquier caso yerra en cuanto al sexo del animal, que a mí me parece importante. A este perro se le atribuye una pasajera significación como…, menos que un símbolo, ni tampoco exactamente una metáfora; digamos que una figura. Emma adquiere la galga cuando ella y Charles viven todavía en Tostes: es la época de los primeros y balbuceantes sentimientos de insatisfacción interior; la época del aburrimiento y el descontento, pero antes de que llegue la corrupción. Saca a pasear a su galga, y el animal se convierte, de forma breve, sutil, durante apenas medio párrafo, en algo más que un perro: «Su pensamiento, sin objeto al principio, vagabundeaba al azar, como su galga, que describía círculos en el campo, ladraba corriendo detrás de las mariposas amarillas y perseguía a las musarañas mordisqueando las amapolas en la orilla de un haza de trigo. Después se iban fijando poco a poco sus ideas, y, sentada en el césped, que hurgaba a golpecitos con la contera de su sombrilla, se repetía: “¿Por qué me habré casado, Dios mío?”»
Esta es la primera aparición de la perra, una inserción delicada; posteriormente, Emma le coge la cabeza y se la besa (tal como Gustave había hecho con Nero/Thabor): la perra tiene una expresión melancólica, y ella le habla como si se tratase de alguien que estuviera necesitado de consuelo. Habla, en otras palabras (y en los dos sentidos) consigo misma. La segunda aparición del perro es también la última. Charles y Emma se mudan de Tostes a Yonville, un viaje que señala para Emma el paso de los sueños y las fantasías a la realidad y la corrupción. Téngase también en cuenta al viajero que va con ellos en el coche: el irónicamente llamado Monsieur Lheureux, un comerciante de artículos de fantasía y usurero a ratos libres que finalmente caza en su trampa a Emma (cuya caída está tan marcada por la corrupción económica como por la sexual). Durante el viaje la galga de Emma se escapa. Se pasan un cuarto de hora largo llamándola con silbidos, y después lo dejan correr. M. Lheureux calma a Emma haciéndole saborear anticipadamente unos falsos consuelos: le cuenta reconfortantes historias de perros perdidos que han regresado junto a sus amos desde lugares muy lejanos; hubo uno que llegó a regresar a París desde Constantinopla. No hay noticias de cómo reaccionó Emma al oír estas historias.
Tampoco hay noticias de la perra ni de su ulterior destino.
4. El perro abogado y el perro fantástico. En enero de 1851 Flaubert y Du Camp estuvieron en Grecia. Visitaron Maratón, Eleusis y Salamis. Conocieron al general Morandi, un soldado mercenario que había combatido en Misolongi, y que, con gran indignación, desmintió la calumnia difundida por la aristocracia británica, según la cual Byron había degenerado moralmente durante su estancia en Grecia.
—Era un hombre magnífico —les dijo el general—. Tenía el mismo aspecto que Aquiles.
Du Camp registra su visita a las Termópilas y su lectura de Plutarco en el campo de batalla. El 12 de enero se dirigían hacía Eleutera —los dos amigos, un dragomán, y un policía armado que les servía de escolta— pero el tiempo empeoró de repente. Empezó a diluviar; se inundó la llanura que estaban atravesando; el terrier escocés del policía fue arrastrado por las aguas y se ahogó en una crecida torrentera. La lluvia se convirtió en nieve, y oscureció. Las nubes ocultaron las estrellas; su soledad era absoluta.
Transcurrió primero una hora, luego otra; la nieve fue acumulándose en los pliegues de su ropa; no lograron localizar el camino. El policía disparó varios tiros al aire con su pistola, pero no obtuvieron respuesta. Empapados, y muertos de frío, se enfrentaban a la perspectiva de pasar la noche montados en sus caballos, en una zona inhóspita. El policía lloraba la pérdida de su terrier escocés, y el dragomán —un tipo de ojos grandes y tan saltones como los de una langosta— había demostrado sobradamente su incompetencia durante el viaje; incluso cocinando era un desastre. Seguían cabalgando cautelosamente, forzando la vista en sus intentos de vislumbrar alguna luz en la lejanía, cuando el policía gritó:
—¡Alto!
A lo lejos ladraba un perro. Fue entonces cuando el dragomán hizo una demostración del único talento que poseía: su capacidad de imitar a la perfección los ladridos de los perros. Comenzó a ladrar con la fuerza de la desesperación. Cuando calló, escucharon atentamente, y oyeron unos ladridos que les contestaban. El dragomán volvió a aullar. Avanzaron lentamente, deteniéndose a menudo para ladrar y orientarse con los ladridos de respuesta. Después de haberse pasado media hora acercándose al lugar desde donde, cada vez más fuerte, ladraba el perro de la aldea, lograron finalmente encontrar cobijo para la noche.
No se dice nada de cuál fue el ulterior destino del dragomán.
Nota: ¿Sería justo añadir aquí que el diario de Gustave da una versión diferente de esta misma historia? Está de acuerdo en lo del mal tiempo; está de acuerdo en la fecha; está de acuerdo en que el dragomán no sabía cocinar (como le ofrecían una y otra vez carne de cordero y huevos duros, Flaubert acabó limitándose a comer pan duro). En cambio, y por extraño que resulte, no menciona la lectura de Plutarco en el campo de batalla. El perro del policía (cuya raza no es identificada en esta versión) no fue arrastrado por un torrente; se ahogó, simplemente, en algún lugar donde las aguas eran profundas. En cuanto al dragomán que sabía imitar los ladridos de los perros, Gustave sólo dice que cuando oyeron ladrar al perro de la aldea le ordenó al policía que disparase su pistola al aire. El perro contestó con más ladridos; el policía volvió a disparar; y gracias a este método menos extraordinario pudieron recorrer el camino que les separaba del cobijo.
No se dice nada de cuál fue el destino de la verdad.