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LO PROMETIDO ES DEUDA

Se puede definir una red de dos maneras, según cuál sea el punto de vista que se adopte. Normalmente, cualquier persona diría que es un instrumento de malla que sirve para atrapar peces. Pero, sin perjudicar excesivamente la lógica, también podría invertirse la imagen y definir la red como hizo en una ocasión un jocoso lexicógrafo: dijo que era una colección de agujeros atados con un hilo.

Lo mismo puede hacerse en el caso de la biografía. La red va siendo arrastrada, se llena, y luego el biógrafo la cobra, selecciona, tira parte de la pesca, almacena, corta en filetes, y vende. Pero, ¿y todo lo que no pesca? Siempre abunda más que lo otro. La biografía, pesada y respetablemente burguesa, descansa en el estante jactanciosa y sosegada: una vida que cueste un chelín te proporciona todos los datos; si cuesta diez libras incluirá, además, todas las hipótesis. Pero piénsese en todo lo que se escapó, en todo lo que huyó con el último aliento exhalado en su lecho de muerte por el biografiado. ¿Qué posibilidades tendría el más hábil biógrafo ante el sujeto que le ve venir y decide divertirse un rato?

Conocí a Ed Winterton cuando apoyó su mano sobre la mía en el Hotel Europa: no es más que un chiste mío; pero que no falta a la verdad. Fue durante una feria provincial de libreros, yo fui un poquito más rápido que él al extender el brazo para coger un ejemplar de los Recuerdos Literarios de Turgenev. La conjunción produjo disculpas inmediatas, tan embarazadas por su parte como por la mía. Cuando ambos comprendimos que la lujuria bibliófila era la única emoción que había provocado esta superposición de manos, Ed murmuró:

—Salgamos afuera un momento y lo discutiremos.

Junto a un té no muy apasionante, nos revelamos mutuamente el camino que cada uno había recorrido hasta llegar al mismo libro. Yo le hablé de Flaubert; él anunció que estaba interesado por Gosse y el mundo literario de la Inglaterra de finales del siglo pasado. No he conocido a muchos profesores norteamericanos de universidad, y me sorprendió agradablemente que a éste le pareciese tan aburrido el grupo de Bloomsbury, y que estuviera encantado de dejar el movimiento moderno en manos de sus colegas más jóvenes y ambiciosos. Pero Ed Winterton quiso retratarse luego a sí mismo como un fracasado. Tenía cuarenta y pocos años, una calvicie más que incipiente, la tez rosada y glabra, y llevaba gafas cuadradas sin montura: el catedrático con imagen de banquero, circunspecto y honorable. Llevaba ropa inglesa y no tenía en absoluto aspecto de inglés. Era de esos norteamericanos que cuando llegan a Londres se compran una trenca porque saben que en esa ciudad llueve hasta con el cielo despejado. En el bar del Hotel Europa seguía llevando la trenca puesta.

Sus aires de fracasado no tenían connotaciones desesperadas; parecían más bien ser el producto de una aceptación sin resentimientos de que no estaba hecho para triunfar, y en consecuencia su deber consistía en asegurarse de que fracasaba de una forma correcta y aceptable. En un momento de la conversación, cuando estábamos hablando de lo poco probable que era que llegase no ya a publicar su biografía de Gosse sino incluso a terminarla, hizo una pausa y, en voz baja, me dijo:

—En cualquier caso, a veces me pregunto si Mr. Gosse hubiese aprobado mis actividades.

—Quieres decir… —Yo apenas sabía nada de Gosse, y mi mirada de asombro dejó entrever quizá con demasiada claridad imágenes de lavanderas desnudas, hijos ilegítimos y cuerpos desmembrados.

—Oh, no, no, no. Simplemente, la idea de escribir acerca de él. Quizás él habría pensado que era en cierto modo… un golpe bajo.

Dejé que se quedara con el Turgenev, claro, aunque sólo fuese para no tener que discutir acerca del sentido moral de la posesión. Yo no entendía que la ética pudiese tener relación alguna con la propiedad de un libro de segunda mano; pero Ed sí. Me prometió ponerse en contacto conmigo si algún día tropezaba con otro ejemplar. Luego tratamos brevemente de si estaba bien o mal que yo le pagase su té.

No esperaba volver a tener noticias de él, y mucho menos en torno a la cuestión que provocó la carta que me dirigió al cabo de un año. «¿Te interesa Juliet Herbert? Parece que fue una relación fascinante, a juzgar por el material. Estaré en Londres el mes de agosto, y si tú también estás podemos vernos. Afectuosamente, Ed (Winterton).»

¿Qué siente la prometida cuando abre la cajita y ve el anillo rodeado de terciopelo rojo? No llegué a preguntárselo nunca a mi mujer, y ahora ya es tarde. O bien, ¿qué fue lo que sintió Flaubert cuando estuvo esperando el amanecer desde lo alto de la Gran Pirámide y vio finalmente brillar aquella grieta de oro en el terciopelo purpúreo de la noche? Asombro, temor y una fiera alegría fue lo que brotó de mi corazón al leer esas dos palabras en la carta de Ed. No, no me refiero a «Juliet Herbert», sino a las otras dos: primero, «fascinante»; y luego, «material». Y, ¿hubo acaso algo más, aparte de la alegría, aparte también de la visión del mucho trabajo que me esperaba? ¿La avergonzada fantasía en la que me vi consiguiendo algún tipo de graduación honorífica en cierta universidad?

Juliet Herbert es un gran agujero atado con cuerda. A mitad de los años cincuenta del siglo pasado se convirtió, no se sabe cómo, en la institutriz de Carolina, la sobrina de Flaubert, permaneció en Croisset durante un escaso e indeterminado número de años; después regresó a Londres. Flaubert le escribió, y ella le contestó; se visitaron mutuamente con frecuencia. Aparte de eso, no sabemos nada. No nos ha llegado ninguna carta suya o dirigida a ella. Casi no sabemos nada de su familia. Ni siquiera sabemos qué aspecto tenía. No ha sobrevivido ninguna descripción de ella, y ninguno de los amigos de Flaubert la mencionó después de la muerte del escritor, momento en el cual fueron conmemoradas la mayor parte de las demás mujeres que habían tenido importancia en su vida.

Los biógrafos no se ponen de acuerdo en torno a Juliet Herbert. Para algunos de ellos, la escasez de datos indica que apenas tuvo significado para la vida de Flaubert; otros deducen de esta ausencia de datos justamente lo contrario, y afirman que esta atormentadora institutriz fue sin duda una de las amantes del escritor, posiblemente la Gran Pasión Desconocida de su vida, y hasta quizá su prometida. Las hipótesis son consecuencia directa del temperamento del biógrafo. ¿Podemos deducir que Gustave amaba a Juliet Herbert a partir del dato de que su galgo se llamara Julio? Hay quienes lo hacen. A mí me parece un poco tendencioso. Y en caso de que lo hagamos, ¿qué deducimos entonces del hecho de que en varias de sus cartas Gustave llame «Loulou» a su sobrina, precisamente el nombre que dará luego al loro de Félicité? ¿Y del hecho de que George Sand tuviese un carnero al que llamaba Gustave?

La única referencia declarada de Flaubert a Juliet Herbert se encuentra en una carta dirigida a Bouilhet, escrita después de que éste hubiese visitado Croisset:

Desde que vi que la institutriz te excitaba, también yo siento excitación. En la mesa, mis ojos siguen de buena gana la suave curva de su pecho. Creo que ella lo ha notado porque, cinco o seis veces en cada comida, pone la misma cara que si le hubiese dado mucho el sol. Qué bella comparación podría establecerse entre la curva de su pecho y la explanada de una fortificación. Los cupidos avanzan por ella dando volteretas, lanzando su asalto contra la ciudadela. (Dígase con voz de Jeque): «Bueno, la verdad es que sé muy bien cuál es la pieza de artillería con la que apuntaría en esa dirección.»

¿Deberíamos precipitarnos a extraer conclusiones? Francamente, me parece que esto no es más que uno de esos comentarios jactanciosos, de esos guiños, que solían aparecer en las cartas que Flaubert dirigía a sus amigos de sexo masculino. Personalmente, no me convence: cuando un deseo es verdadero, no es fácil convertirlo en metáfora. Pero, claro, todos los biógrafos pretenden secretamente anexionarse y canalizar la vida conyugal de los protagonistas de su obra; el lector deberá, además de juzgar a Flaubert, juzgarme a mí.

¿Era verdad que Ed había descubierto algún material referido a Juliet Herbert? Admito que empecé a sentirme posesivo por adelantado. Me imaginé a mí mismo presentándolo en alguna de las revistas literarias más importantes; quizá permitiría al TLS que lo publicase. «Juliet Herbert: Misterio resuelto, por Geoffrey Braithwaite», ilustrado con una de esas fotografías en las que tan difícil resulta llegar a leer lo que está escrito al pie. También empecé a sentirme preocupado pensando que quizás Ed no sabría contener la lengua y hablaría de su descubrimiento en la universidad, y que podría entregar inocentemente su tesoro a algún ambicioso galicista con un corte de pelo a lo astronauta.

Pero todo esto son ideas feas y, confío, poco frecuentes en mí. De hecho, lo que más me emocionaba era la idea de descubrir el secreto de las relaciones entre Gustave y Juliet (¿qué otra cosa podía significar ese «fascinante» de la carta de Ed?). También me emocionaba pensando que ese material pudiera ayudarme a comprender con más exactitud cómo era Flaubert: La red estaba cerrándose. ¿Averiguaríamos, por ejemplo, qué hizo el escritor cuando estuvo en Londres?

Esto tenía un interés muy especial. Los intercambios culturales entre Inglaterra y Francia durante el siglo XIX fueron, como mucho, pragmáticos. Los escritores franceses no cruzaban el Canal de la Mancha para hablar de cuestiones estéticas con sus colegas ingleses; lo hacían huyendo de alguna persecución, o para buscar empleo. Hugo y Zola vinieron en calidad de exiliados; Verlaine y Mallarmé, como maestros. Villiers de l’Isle-Adam, crónicamente pobre pero chifladamente práctico, vino en busca de una heredera. En París un agente matrimonial le equipó para la expedición con un abrigo de pieles, un repulsivo reloj despertador y una nueva dentadura postiza, a pagar cuando el escritor tuviera por fin en sus manos la dote de la heredera. Pero Villiers, incansablemente propenso a los accidentes, estropeó el noviazgo. La heredera le rechazó, el agente se presentó para reclamar el abrigo y el reloj despertador, y el descartado pretendiente se quedó en Londres a la deriva, con una magnífica dentadura pero sin un céntimo.

¿Y qué sabemos de Flaubert? Muy poco en lo que se refiere a sus cuatro viajes a Inglaterra. Sabemos que la Great Exhibition de 1851 se granjeó su inesperada aprobación —«es magnífica, aunque la admire todo el mundo»—, pero sus notas de esa primera visita se limitan a siete páginas: dos sobre el British Museum, y otras cinco sobre los pabellones chino e indio del Crystal Palace. ¿Cuáles fueron las primeras impresiones que le produjimos los ingleses? Debió de contárselas a Juliet. ¿Estuvimos a la altura de lo que escribe en su Dictionnaire des idées reçues (INGLESES: Todos son ricos. INGLESAS: Manifestarse sorprendido de que tengan hijos agraciados)?

¿Y qué sabemos de las siguientes visitas, cuando ya se había convertido en el autor de la famosa Madame Bovary? ¿Buscó a los escritores ingleses? ¿Buscó los burdeles ingleses? ¿Se quedó cómodamente en casa con Juliet, mirándola mientras cenaban para después tomar por asalto su fortaleza? ¿O quizá no fueron (eso es lo que yo creía en parte que había ocurrido) más que buenos amigos? ¿Era su inglés tan aleatorio como habría que pensar juzgándolo por sus cartas? ¿Hablaba sólo en inglés shakesperiano? Y, ¿se quejaba mucho de la niebla?

Cuando me encontré con Ed en el restaurante tenía un aspecto incluso más de fracasado que la otra vez. Estuvo hablándome de ciertos recortes presupuestarios, de la crueldad del mundo, de su incapacidad para publicar artículos. Deduje, más que oírlo, que le habían dado la patada. Me explicó lo irónico que había sido su despido: era consecuencia de la devoción que sentía por su labor, por su negativa a tratar injustamente a Gosse el día en que le presentara al mundo. Sus superiores universitarios le insinuaron que atajara. Pues bien, él no estaba dispuesto a hacerlo. Sentía demasiado respeto por la escritura y los escritores para adoptar esa actitud.

—No sé si me explico, pero es que me parece que en cierto sentido estamos en deuda con esa gente.

Quizá yo simpaticé menos de lo esperado con su triste suerte. Pero, ¿acaso puede alguien modificar el funcionamiento de la fortuna? Al fin y al cabo, y por una vez, la fortuna estaba de mi parte. Pedí mi cena apresuradamente, pues casi no me importaba comer una cosa u otra; Ed estudió la carta como si fuera Verlaine, el día en que alguien le invitaba a comer de verdad por vez primera en varias semanas. Escuchar los tediosos lamentos de Ed, y verle consumir al mismo tiempo aquel plato de salmonetes, terminó por agotar mi paciencia; pero no hizo disminuir en absoluto mi excitación.

—Bien —le dije cuando empezábamos el segundo plato—. Juliet Herbert.

—Oh —dijo—, sí. —Noté perfectamente que habría que empujarle—. Es una historia extraña.

—Era de esperar.

—Sí. —Ed parecía un poco dolorido, casi embarazado—. Bueno, estuve por aquí hace seis meses, buscando la pista de un lejano descendiente de Mr. Gosse. No es que tuviera esperanzas de encontrar algo. Era sólo que, hasta donde yo sabía, nadie había hablado nunca con una señora, y me pareció que…, que tenía el deber de ir a verla. A lo mejor le había sido transmitida alguna leyenda familiar cuya existencia yo no había podido ni siquiera imaginar.

—¿Y?

—¿Y? Ah, no. No era así. En realidad no me sirvió de nada. Pero hacía un buen día. Kent. —Volvió a poner una expresión afligida; era como si echase de menos la trenca que el camarero le había arrebatado con tremenda crueldad—. Ah, pero ya entiendo a qué te refieres. Lo que sí le había llegado a esa señora era el paquete de cartas. Bueno, veamos si lo entiendo bien. De lo contrario, corrígeme. ¿Verdad que Juliet Herbert murió más o menos en 1909? Sí. Tenía una prima. Sí. Bien, pues esa prima encontró las cartas y se las llevó a Mr. Gosse, para preguntarle si tenían, en su opinión, algún valor. Mr. Gosse creyó que estaban insinuándole que las comprase, de modo que dijo que, si bien eran interesantes, nadie pagaría un céntimo por ellas. Oído lo cual esta prima se limitó a entregárselas a él, diciendo, pues si no se les puede sacar dinero, quédeselas usted. Y él se las quedó.

—¿Cómo te has enterado de todo esto?

—Junto al paquete había una carta manuscrita del propio Mr. Gosse.

—¿Y?

—Y así fue como llegaron a manos de esta señora de Kent. Lamento decir que ella formuló la misma pregunta: ¿Cuánto valen? Y todavía lamento más tener que decir que me comporté de una forma bastante inmoral. Le dije que fueron valiosas en el momento en que Gosse las examinó, pero que ya no lo eran. Le dije que seguían siendo interesantes, pero que carecían de valor pecuniario porque la mitad de ellas estaban escritas en francés. Y a continuación se las compré por cincuenta libras.

—Santo Cielo. —No era de extrañar que me hubiese parecido que su actitud era un poco furtiva.

—Sí, estuvo bastante mal, ¿verdad? No encuentro excusas para mi comportamiento; pero el hecho de que también el propio Gosse mintiera cuando las obtuvo contribuía a confundir las cosas. ¿No te parece que este asunto plantea un interesante problema moral? La cuestión es que yo estaba bastante deprimido por el hecho de haberme quedado sin mi empleo, y pensé que podía llevármelas, venderlas y, con ese dinero, seguir con mi libro.

—¿Cuántas cartas hay?

—Unas setenta y cinco. Tres docenas aproximadamente de cada lado. Así fue como fijamos el precio. Una libra por cada una de las que estaban en inglés, y cincuenta peniques por las escritas en francés.

—Santo Dios. —Me pregunté qué fortuna podían valer. Quizá mil veces lo que él había pagado. O más.

—Sí.

—Bien, continúa, háblame de ellas.

—Ah. —Hizo una pausa y me lanzó una mirada que habría sido de picardía si no se hubiese tratado de un tipo tan mojigato y pedante. Seguro que, viéndome tan excitado, estaba divirtiéndose horrores—. Bueno, dispara. ¿Qué quieres saber?

—¿Las has leído?

—Sí, claro.

—Y, y… —No sabía qué preguntar. Ahora no cabía duda de que Ed estaba disfrutando la situación—. Y…, ¿fueron amantes? Lo fueron, ¿verdad que sí?

—Oh, sí. Desde luego.

—¿Y cuándo empezó? ¿Poco después de que ella llegara a Croissete?

—Sí, muy poco después de su llegada.

Bueno, esto permitía comprender el acertijo de la carta dirigida a Bouilhet: Flaubert estaba tomándole el pelo cuando fingía que tenía tantas, o tan pocas, oportunidades como su amigo de liarse con la institutriz; cuando en realidad…

—¿Y siguieron siéndolo durante todo el tiempo que ella estuvo allí?

—Desde luego.

—¿Y cuando él vino a Inglaterra?

—Sí, también.

—¿Y llegó ella a ser su prometida?

—Es difícil asegurarlo. Yo diría que prácticamente sí. Hay algunas referencias por parte de ambos en las cartas, casi siempre en broma. Frases acerca de la pequeña institutriz inglesa que cazó al famoso escritor francés; acerca de lo que haría ella en caso de que a él le encarcelasen por haber provocado un nuevo escándalo moral; cosas así.

—Bien, bien, bien. ¿Y se puede averiguar cómo era ella?

—¿Cómo era ella? Ah, ¿te refieres a su aspecto?

—Sí. ¿No hay…, no hay… —Ed notó lo esperanzado que yo estaba—…, ninguna foto?

—¿Foto? Sí, de hecho hay varias; son de un estudio de Chelsea, unas copias pegadas a una cartulina muy gruesa. Seguramente él debió de pedirle a Juliet que se las remitiese. ¿Tienen algún interés?

—Bueno, esto es increíble. ¿Cómo era Juliet?

—Bastante bonita, aunque de un modo escasamente memorable. Morena, mentón pronunciado, buena nariz. No me fijé apenas. No era de mi tipo.

—Y qué tal se llevaban, ¿bien? —Ahora ya no sabía lo que quería preguntar. La prometida inglesa de Flaubert, pensaba. Por Geoffrey Braithwaite.

—Sí, parece que sí. Parecen muy encariñados el uno del otro. Al final él consiguió aprender unas cuantas frases afectuosas en inglés.

—¿Quieres decir que sabía escribir en inglés?

—Desde luego, hay varios pasajes largos de las cartas que están en inglés.

—¿Y qué le parecía Londres?

—Le gustaba. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Era la ciudad en donde residía su prometida.

Mi querido Gustave, murmuré en mi interior; sentí una gran ternura por él. Aquí, en esta misma ciudad, hace un siglo y pico estuvo él con una compatriota mía que consiguió atrapar su corazón.

—¿Se quejaba de la niebla?

—Claro. Escribió algo así, «¿cómo os las arregláis para vivir con esa niebla? Para cuando un caballero ha conseguido reconocer a una dama que se le acerca saliendo de la niebla, ya es demasiado tarde para quitarse el sombrero. Me sorprende que haya logrado sobrevivir una raza que vive en unas condiciones que impiden el normal desarrollo de la cortesía».

Sí, sí, era su tono: elegante, zumbón, levemente lúbrico.

—¿Y qué dice de la Great Exhibition? ¿Habla de ella con detalle? Apuesto a que le gustó mucho.

—Cierto. Eso ocurrió algunos años antes de que se conociesen, pero la menciona con un cierto tono sentimental, se pregunta si no es posible que se haya cruzado con ella sin saberlo en medio de aquellas multitudes. Le pareció una exposición un tanto horrible, pero también espléndida. Parece que miró todo lo que estaba expuesto como si se tratase de un gran despliegue de material para sus novelas.

—Y… Hmmm. —¿Por qué no?—. Supongo que no visitó ningún burdel…

Ed me dirigió una mirada bastante ceñuda.

—¿No recuerdas que estas cartas se las escribía a su novia? Era difícil que se jactara precisamente de eso, ¿no crees?

—Claro, claro. —Tuve la sensación de que me habían castigado. Pero también estaba contentísimo. Mis cartas. Mis cartas. Seguro que Winterton tenía intención de dejármelas para que las publicase.

—Bien, ¿cuándo podré verlas? ¿Las has traído?

—Oh, no.

—¿No? —Bueno, lo más sensato era dejarlas en algún lugar seguro. Los viajes tienen sus peligros. A no ser…, a no ser que hubiese alguna cosa que yo no hubiera entendido del todo bien. Quizá…, ¿querría dinero? De repente comprendí que no sabía absolutamente nada de Ed Winterton, aparte de que era el dueño de mi ejemplar de las Reminiscencias literarias de Turgenev—. ¿No has traído ni una sola carta?

—Verás, las quemé.

—¿Qué?

—Sí, bueno, a eso me refería cuando te decía que era una historia extraña.

—Pues de momento parece más bien una historia criminal.

—Estaba seguro de que lo entenderías —dijo, sorprendiéndome profundamente; luego me sonrió—: Quiero decir que, nada menos tú. De hecho, al principio decidí no contárselo a nadie, pero luego me acordé de ti. Me pareció que había que decírselo al menos a una persona del oficio. Simplemente para que quedase constancia.

—Sigue. —Aquel tipo estaba loco; seguro. No era de extrañar que en su universidad hubiesen terminado por darle la patada. La pena fue que no lo hicieran antes, mucho antes.

—Mira, había montones de cosas fascinantes; en las cartas, claro. Muy largas, muchas eran muy largas, con abundantes reflexiones sobre otros escritores, la vida pública, todo. Eran incluso más sinceras que sus cartas normales. Quizá porque, como las enviaba al extranjero, se permitía más libertades que de costumbre. —¿Sabía este criminal, este impostor, este asesino, este pirómano calvo, todo el daño que me estaba haciendo? Probablemente sí—. Y las cartas de ella también eran, a su modo, magníficas. Contaban toda la historia de su vida. Y eran muy reveladoras en lo que a Flaubert se refiere. Contenían muchas descripciones nostálgicas de la vida de Croisset. Es evidente que esa mujer era muy observadora. Notaba cosas que seguramente hubiesen pasado desapercibidas para la mayoría de la gente.

—Sigue. —Llamé sombríamente al camarero. Tenía la sensación de que no podría permanecer allí mucho más. Quería decirle a Winterton cuánto me satisfacía que los británicos hubiesen incendiado la Casa Blanca hasta dejarla arrasada.

—Seguro que te estarás preguntando por qué quemé las cartas. Te noto un poco inquieto. Bien, en la última carta, él le dice que en caso de que fallezca le serán devueltas las cartas a ella, y le ordena que queme toda esa correspondencia.

—¿Explica por qué razón?

—No.

Esto me pareció extraño, suponiendo que ese loco estuviese diciendo la verdad. Pero era cierto que Gustave quemó buena parte de su correspondencia con Du Camp. A lo mejor sintió temporalmente cierto orgullo relacionado con sus orígenes familiares, y no quiso que el mundo llegase a saber que había estado a punto de casarse con una institutriz inglesa. O a lo mejor no quiso que supiéramos que su famosa devoción por la soledad y el arte había estado a punto de esfumarse. Pero el mundo acabaría sabiéndolo. Fuera como fuese, yo lo contaría.

—De modo que, ya lo ves, no tenía alternativa. Me refiero a que cuando trabajas con escritores, tienes el deber de tratarles con integridad, ¿no te parece? Tienes que cumplir su voluntad, aunque haya otros que no la cumplan. —Menudo hijo de puta presumido y puritano era aquel tipo. Se ponía la ética como las prostitutas se ponen el maquillaje. Y además había conseguido mezclar en la misma expresión su gesto furtivo del principio con su posterior suficiencia—. En esta última carta a la que me refiero había también otro detalle. Además de pedirle a Miss Herbert que quemase toda la correspondencia, añadía otra orden. Le decía, Si alguna vez alguien te preguntara por el contenido de mis cartas, o por cuál era la clase de vida que yo llevaba, miéntele, por favor. O, mejor dicho, ya que no puedo pedirte, nada menos que a ti, que mientas, diles sencillamente aquello que tú creas que esperan oírte decir.

Me sentí igual que Villiers de l’Isle-Adam: alguien me había prestado por unos días un abrigo de pieles y un reloj despertador, y luego me los arrebataba con la mayor crueldad. Menos mal que en este momento llegó el camarero. Además, Winterton no era tampoco tan tonto: había apartado su silla de la mesa y jugueteaba con sus uñas.

—Lo peor de todo esto —dijo, mientras yo volvía a guardarme mi tarjeta de crédito— es que no podré financiar mi libro sobre Mr. Gosse. Pero estoy seguro de que estarás de acuerdo conmigo en una cosa: ha sido una decisión moral muy interesante.

Creo que el comentario con que le respondí a continuación fue profundamente injusto para con Mr. Gosse, como escritor y como simple ser sexual: pero no sé de qué forma hubiese podido evitarlo.