EL LORO DE FLAUBERT
Seis norteafricanos jugaban a la petanca al pie de la estatua de Flaubert. Se oían limpios chasquidos por encima del estruendo de la circulación atascada. Con una final e irónica caricia de la yema de los dedos, una mano morena lanzó una esfera plateada que aterrizó, botó pesadamente, y trazó una curva acompañada de un lento esparcimiento de polvo duro. El lanzador se congeló en una elegante estatua temporal: las rodillas no desdobladas del todo, y la mano derecha extáticamente extendida. Me llamó la atención una arremangada camisa blanca, un antebrazo desnudo y una mancha en el envés de la muñeca. No era un reloj, como pensé al principio, ni un tatuaje, sino una calcomanía de colores: el rostro de un santón político muy admirado en el desierto.
Permítaseme que comience con la estatua: la de arriba, la permanente, la inelegante, la que llora lágrimas cúpricas, la imagen legada de ese hombre de suelta corbata de lazo, chaleco de ángulos rectos, pantalones holgados, mostacho desordenado, aspecto receloso, fríamente distante. Flaubert no devuelve la mirada. Desde la Place des Carmes vuelve la vista hacia el sur, en dirección a la Catedral, a la ciudad que despreciaba, y que a su vez le ha ignorado casi siempre. Mantiene la cabeza defensivamente alzada: sólo las palomas pueden ver en toda su dimensión la calvicie del escritor.
Esta estatua no es el original. Los alemanes se llevaron al primer Flaubert en 1941, junto con las verjas y las aldabas. Es posible que la transformaran en insignias para sombreros. Durante un decenio, aproximadamente, el pedestal quedó vacío. Luego, un alcalde de Rouen que era un entusiasta de las estatuas consiguió encontrar el molde, obra de un ruso que se llamaba Leopold Bernstamm, y el ayuntamiento aprobó la realización de un nuevo vaciado. Rouen adquirió para sí misma una estatua como debe ser, de metal, con un noventa y tres por ciento de cobre y un siete por ciento de estaño: los fundidores, la empresa Rudier de Châtillon-sous-Bagneux, afirman que esta aleación está garantizada contra la corrosión. Otras dos ciudades, Trouville y Barentin, participaron económicamente en el proyecto y recibieron sendas estatuas de piedra. Que no han resistido tan bien la intemperie. El muslo derecho de Flaubert ha tenido que ser remendado en Trouville, y se le han caído fragmentos del mostacho: los alambres estructurales asoman como ramitas del pedazo de cemento armado que hay en su labio superior.
Quizá sean dignas de crédito las garantías dadas por la fundición; esta segunda edición de la estatua quizá dure. Pero no encuentro ningún motivo en particular que me inspire confianza. Ninguna otra cosa que haya tenido que ver con Flaubert ha durado jamás. Murió hace poco más de cien años, y no queda de él más que papel. Papel, ideas, frases, metáforas, una prosa estructurada que se convierte en sonido. Esto, casualmente, es justo lo que él hubiera querido; los únicos que se quejan, sentimentalmente, son sus admiradores. La casa del escritor en Croisset fue derribada poco después de su muerte y reemplazada por una fábrica para la extracción de alcohol del trigo malogrado. No sería tampoco muy difícil librarse de su estatua: si un alcalde amante de las estatuas puede levantarla, otro —quizás un acérrimo defensor de la línea del partido, alguien que ha leído por encima lo que Sartre dice de Flaubert— podría retirarla celosamente.
Empiezo por la estatua debido a que fue ahí en donde empezó el proyecto en su conjunto. ¿Por qué la escritura hace que sigamos la pista del escritor? ¿Por qué no podemos dejarle en paz? ¿Por qué no nos basta con los libros? Flaubert quería que bastasen: pocos escritores han creído con tanta firmeza en la objetividad del texto escrito y la insignificancia de la personalidad del escritor; y aun así, seguimos desobedientemente a nuestro aire. La imagen, el rostro, la firma; la estatua con un noventa y tres por ciento de cobre y la fotografía de Nadar; el pedacito de ropa y el rizo. ¿Cómo es que las reliquias nos ponen tan cachondos? ¿No tenemos la fe suficiente en las palabras? ¿Creemos que los restos de una vida contienen cierta verdad auxiliar? Cuando murió Robert Louis Stevenson, su codiciosa niñera escocesa comenzó a vender calladamente pelo que, según afirmaba ella, había cortado de la cabeza del escritor cuarenta años antes. Los fieles, los buscadores, los perseguidores compraron la cantidad suficiente de pelo como para rellenar un sofá.
He decidido dejar Croisset para más adelante. Pasé cinco días en Rouen, y el instinto infantil sigue haciendo que me reserve lo mejor para el final. ¿Actúa a veces este mismo impulso en los escritores? ¿Espera, espera, aún no has llegado a lo mejor? Si es así, qué atormentadores son los libros inacabados. Un par de tales libros me vienen inmediatamente a la memoria: Bouvard et Pécuchet, en donde Flaubert quiso englobar y sojuzgar el mundo entero, todos los afanes humanos, y todas las decepciones; y L’Idiot de la famille, en donde Sartre quiso encerrar todo Flaubert: encerrar y sojuzgar al gran escritor, al gran burgués, al terror, al enemigo, al sabio. Un ataque al corazón puso punto final al primer proyecto; la ceguera abrevió el segundo.
A mí también se me ocurrió una vez que podía escribir libros. Disponía de las ideas; incluso tomé notas. Pero era médico casado y con hijos. No se puede hacer bien más que una sola cosa: Flaubert lo sabía. Lo que yo hacía bien era ser médico. Mi esposa…, murió. Mis hijos están ahora desperdigados; escriben cada vez que les impulsa la mala conciencia. Viven su propia vida, naturalmente. «¡La vida! ¡La vida! ¡Erecciones!» El otro día estaba leyendo estas exclamaciones de Flaubert. Hicieron que me sintiera como una estatua de piedra con un parche en la entrepierna.
¿Los libros no escritos? No son motivo de resentimiento. Ya hay demasiados libros. Además, recuerdo el final de L’Education sentimentale. Frédéric y su compañero Deslauriers vuelven la vista atrás para contemplar sus vidas. Su último y favorito recuerdo es el de una visita a un burdel realizada hace muchos años, cuando ambos eran todavía unos colegiales. Habían trazado con todo detalle el plan de la excursión, se hicieron rizar el pelo especialmente para ese acontecimiento, e incluso robaron flores para regalárselas a las chicas. Pero cuando llegaron al burdel Frédéric se puso nervioso, y los dos huyeron corriendo de allí. Así fue el mejor día de sus vidas. ¿No será que la forma más segura de placer, nos dice implícitamente Flaubert, es el placer de la ilusión? ¿Acaso hay alguien que necesite irrumpir en el desolado desván del cumplimiento?
Me pasé el primer día errando por Rouen, tratando de reconocer algunos de los rincones por los que pasé en 1944. Amplias zonas habían sido blanco de las bombas y granadas, claro; cuarenta años después todavía están remendando la Catedral. No encontré casi nada que me permitiese colorear mis monocromos recuerdos. Al día siguiente me fui en coche hacia el oeste, camino de Caen, y luego me desvié hacia las playas del norte. Hay que seguir toda una serie de letreros de hojalata estropeados por la intemperie, colocados por el Ministère des Travaux Publics et des Transports. Por aquí se va al Circuit des Plages de Débarquement: una ruta turística del desembarco. Al este de Arromanches están las playas británicas y canadienses: Gold, Juno, Sword. Una elección de nombres escasamente ingeniosa; mucho menos memorables que Omaha y Utah. A no ser, desde luego, que sean los actos quienes hacen que las palabras sean memorables, en lugar de ocurrir al revés.
Graye-sur-Mer, Courseulles-sur-Mer, Ver-sur-Mer, Asnelles, Arromanches. Bajando por diminutas callejas secundarias desembocas de repente en una Place des Royal Engineers o una Place W. Churchill. Tanques herrumbrosos permanecen aún en guardia junto a las chozas playeras; unos monumentos hechos con bloques de piedra anuncian en inglés y francés: «El 6 de junio de 1944 Europa fue liberada aquí gracias al heroísmo de las Fuerzas Aliadas.» Es un lugar muy tranquilo y en absoluto siniestro. En Arromanches introduje un par de monedas de un franco en el Télescope Panoramique (Très Puissant 15/60 Longue Durée) y seguí el arco en código Morse que traza el muelle Mulberry hasta su final, mar adentro. Punto, raya, raya iban diciendo los bloques de cemento, mientras entre ellos se colaba tranquilamente el agua. Estos angulosos cantos rodados de chatarra bélica habían sido colonizados por los cormoranes moñudos.
Almorcé en el Hôtel de la Marine, que domina la bahía. Me encontraba cerca del lugar en donde habían muerto amigos míos —los repentinos amigos que produjeron aquellos años— y sin embargo no me emocioné. División Armada n.º 50 del Segundo Ejército Británico. Los recuerdos salieron de sus escondites, pero las emociones no; ni siquiera los recuerdos de las emociones. Cuando terminé de comer me fui al museo y vi un documental sobre el desembarco, y luego recorrí en coche los diez kilómetros que me separaban de Bayeux para examinar otra invasión de una a otra orilla del Canal de la Mancha, ocurrida nueve siglos antes. El tapiz de la reina Matilde es como una película horizontal en la que las imágenes están unidas por los lados. Ambos acontecimientos me parecieron igualmente extraños: el uno, demasiado remoto para ser cierto; el otro, demasiado familiar para ser cierto. ¿Cómo captamos el pasado? ¿Llegamos a atraparlo alguna vez? Cuando yo era estudiante de medicina, unos bromistas soltaron en mitad de un baile de final de curso un cochinillo untado en grasa que estuvo revolviéndose entre las piernas, zafándose de todos los intentos de capturarlo, soltando chillidos continuamente. La gente caía de bruces cuando trataba de cogerlo, y quedó ridiculizada. A veces el pasado parece comportarse como ese cochinillo.
Durante mi tercer día en Rouen me fui andando hasta el Hôtel-Dieu, el hospital del que el padre de Flaubert fue cirujano-jefe, y en donde el escritor vivió su infancia. Se pasa por la Avenue Gustave Flaubert, delante de la Imprimerie Flaubert y de un snack-bar llamado Le Flaubert: tienes la sensación, sin duda, de no estar equivocándote de camino. Cerca del hospital vi aparcada una rubia Peugeot de color blanco: llevaba pintadas unas estrellas azules, un número de teléfono y las palabras AMBULANCE FLAUBERT. ¿El escritor como terapeuta? Improbable. Recordé la réplica de matrona que le dirigió George Sand a su joven colega: «Tú provocarás, sin duda, la desolación —escribió—; yo, el consuelo.» En el Peugeot hubiera tenido que decir AMBULANCE GEORGE SAND.
En el Hôtel-Dieu me franqueó la entrada un desvaído y azogado gardien cuya bata blanca me desconcertó. No era médico, pharmacien ni árbitro de cricket. Las batas blancas suponen asepsia y claro juicio. ¿Por qué tiene que llevar bata blanca el vigilante de un museo? ¿Para proteger de los gérmenes la infancia de Flaubert? Me explicó que el museo estaba dedicado en parte a Flaubert y también a la historia de la medicina, y luego me condujo apresuradamente por las salas, cerrando con ruidosa eficacia las puertas en cuanto las habíamos franqueado. Me mostró la habitación en la que nació Gustave, su frasco de eau-de-Cologne, su tarro de tabaco y su primer artículo de revista. Varias imágenes del escritor confirmaron el calamitoso y temprano cambio que sufrió cuando dejó de ser un guapo joven para convertirse en un barrigudo y calvo burgués. La sífilis, deducen algunos. El envejecimiento normal en el siglo XIX, replican otros. Lo único que ocurrió fue quizá que su cuerpo tenía un gran sentido del decoro: cuando el cerebro que albergaba se declaró prematuramente viejo, la carne hizo todo lo posible por adecuarse a esa situación. Estuve recordándome a mí mismo repetidas veces que Flaubert había sido rubio. Nada más fácil que olvidarlo: las fotografías hacen que todo el mundo parezca moreno.
Las otras salas contenían instrumentos médicos de los siglos XVIII y XIX: pesadas reliquias metálicas que terminaban en puntas afiladas, y jeringas para dar enemas cuyo calibre me sorprendió incluso a mí. La medicina debía ser en aquel entonces una ocupación emocionante, desesperada, violenta; hoy en día se reduce a pastillas y burocracia. ¿O acaso sólo ocurre que el pasado parece tener más color local que el presente? Estudié la tesis doctoral de Achille, el hermano de Gustave: su título era «Algunas consideraciones sobre el momento de la operación de la hernia estrangulada». Un paralelismo fraternal: la tesis de Achille se transformó más adelante en una metáfora de Gustave. «Ante la estupidez de mi época, siento oleadas de odio que me asfixian. La mierda se me sube a la boca como en las hernias estranguladas. Pero yo quiero conservarla, fijarla, endurecerla; quiero transformarla en una pasta con la que embadurnaré el siglo XIX, de la misma manera que doran las pagodas indias con excrementos de vaca.»
Al principio me pareció extraña la yuxtaposición de estos dos museos. Sólo adquirió sentido cuando recordé la famosa caricatura de Lemot en la que Flaubert aparece diseccionando a Emma Bovary. El novelista agita en el extremo de un largo tenedor el goteante corazón que acaba de arrancar triunfalmente del cuerpo de su heroína. Blande en todo lo alto el órgano como una valiosa prueba quirúrgica, mientras que en la izquierda del dibujo asoman, apenas visibles, los pies de la tendida y violada Emma. El escritor como carnicero, el escritor como delicado bruto.
Luego vi el loro. Estaba en una habitacioncita y era verde intenso y tenía ojos despabilados, y la cabeza torcida en un ángulo interrogador. «Psittacus —decía la inscripción de su percha—. Loro que G. Flaubert tomó prestado del Museo de Rouen y colocó en su mesa de trabajo mientras escribía Un cœur simple, en donde recibe el nombre de Loulou, el loro de Félicité, principal personaje del cuento.» Una fotocopia de una carta de Flaubert confirmaba el dato: el loro, escribió, permaneció en su escritorio durante tres semanas, al término de las cuales su visión comenzó a irritarle.
Loulou se encontraba en buen estado, con las plumas tan recias y la mirada tan irritante como cien años atrás. Miré el pájaro, y me sorprendió sentirme tan en contacto con este escritor que prohibió desdeñosamente a la posteridad que se interesase en absoluto por su persona. Su estatua era una copia; su casa había sido derribada; sus libros llevaban naturalmente su propia vida: las reacciones que suscitaban no eran reacciones suscitadas por él. Pero aquí, en este loro verde tan nulamente extraordinario, conservado de forma rutinaria y al mismo tiempo misteriosa, había cierto elemento que me hizo sentir casi como si hubiera conocido al escritor. Me sentí conmovido y animado a la vez.
Cuando iba de regreso al hotel compré una edición para estudiantes de Un cœur simple. Quizás el lector conozca la historia. Trata de una criada pobre e inculta llamada Félicité, que sirve a la misma señora durante medio siglo, sacrificando sin resentimiento su propia vida por la de los demás. Siente afecto, sucesivamente, por un tosco novio, por los hijos de su ama, por su propio sobrino, y por un anciano que tiene un brazo canceroso. El azar se los arrebata a todos: mueren, o se van, o sencillamente la olvidan. Es una existencia en la que, como podía esperarse, los consuelos de la religión compensan la desolación de la vida.
El último objeto de esa serie cada vez más reducida de afectos es Loulou, el loro. Cuando, a su debido tiempo, también él muere Félicité lo hace disecar. Guarda la adorada reliquia a su lado, e incluso forma el hábito de rezarle, arrodillándose ante él. Una confusión doctrinal acaba formándose en su simple cerebro: se pregunta si no sería mejor representar al Espíritu Santo, al que suele darse aspecto de paloma, como un loro. La lógica está sin duda de su parte: tanto los loros como el Espíritu Santo hablan, cosa que no les ocurre a las palomas. Al final del relato muere la propia Félicité. «Sus labios sonreían. Los movimientos de su corazón se hicieron cada vez más lentos, de latido en latido, cada vez más remotos, más suaves, como una fuente que se seca, como un eco que se desvanece; y, cuando exhaló el último suspiro, creyó ver, en el cielo entreabierto, un loro gigantesco que planeaba sobre su cabeza.»
El control del tono es vital. Imagínese el lector la dificultad técnica que supone escribir un cuento en el que un pájaro mal disecado y con un nombre ridículo termina representando una tercera parte de la Trinidad, y cuya intención no es satírica, sentimental ni blasfema. Imagínese además que hay que contar esa historia desde el punto de vista de una vieja ignorante, sin que el relato suene despectivo ni tímido. Pero es que el objetivo de Un cœur simple es completamente distinto: el loro es un ejemplo perfecto y controlado del estilo grotesco de Flaubert.
Podemos, si lo deseamos (y si desobedecemos a Flaubert), someter al pájaro a una interpretación adicional. Por ejemplo, hay paralelismos sumergidos entre la vida del novelista prematuramente envejecido y la maduramente envejecida Félicité. Los críticos han soltado a los hurones. Los dos eran personas solitarias; sus dos vidas quedaron manchadas por las pérdidas; los dos, por mucho dolor que sintieran, fueron perseverantes. Los que gustan de llevar las cosas más lejos aun insinúan que el incidente en el que Félicité es atropellada por una silla de postas en la carretera de Honfleur es una referencia sumergida al primer ataque epiléptico de Gustave, la vez que cayó en la carretera, a las afueras de Bourg-Achard. No sé. ¿Cuánto tiene que sumergirse una referencia para no morir ahogada?
En un sentido crucial, Félicité es absolutamente lo contrario de Flaubert: es casi incapaz de expresarse. Pero se podría discutir esta afirmación diciendo que aquí es donde aparece Loulou. El loro, el animal expresivo, un extraño ser que emite ruidos humanos. No es casual que Félicité confunda a Loulou con el Espíritu Santo, que es quien confiere el don de lenguas.
¿Félicité + Loulou = Flaubert? No exactamente; pero podría afirmarse que él está presente en los dos. Félicité contiene su carácter; Loulou, su voz. Podría decirse que el loro, que representa una ingeniosa vocalización sin apenas seso, es la Palabra Pura. Si usted fuera un académico francés podría decir que Loulou es un symbole du Logos. Siendo inglés, me apresuro a regresar a lo corpóreo: a esa esbelta y despabilada criatura que he visto en el Hôtel-Dieu. Imaginé a Loulou sentado a un lado del escritorio de Flaubert y devolviéndole su mirada como el sarcástico reflejo de un espejo de feria. No es de extrañar que tres semanas de su paródica presencia provocaran irritación. ¿Acaso el escritor es mucho más que un loro complicado?
Deberíamos quizá señalar, llegados a este punto, los cuatro principales encuentros entre el novelista y los miembros de la familia de los loros. En los años treinta del siglo XIX, durante sus vacaciones anuales en Trouville, la familia Flaubert solía visitar a un capitán retirado de la marina mercante que se llamaba Pierre Barbey; en su casa, nos cuentan, había un magnífico loro. En 1845 Gustave pasaba por Antibes camino de Italia, cuando se encontró con un periquito enfermo que mereció una anotación en su diario; el pájaro solía colgarse cautelosamente en el guardabarros del carricoche de su dueño, y a la hora de cenar era entrado en el comedor y colocado sobre la repisa de la chimenea. El diarista señala el «extraño amor» que une evidentemente al hombre y su animal. En 1851, cuando regresaba de Oriente vía Venecia, Flaubert oyó a un loro encerrado en una jaula dorada gritar sobre el Gran Canal su imitación de los gondoleros: «Fà eh, capo die.» En 1853 volvía a encontrarse en Trouville; se alojaba en casa de un pharmacien y se vio irritado todo el día por un loro que gritaba: «As-tu déjeuné, Jako?» y «Cocu, mon petit coco.» También silbaba «J’ai du bon tabac». ¿Fue alguno de estos pájaros, parcial o completamente, la inspiración de Loulou? Y, ¿había visto Flaubert a algún otro loro vivo entre 1853 y 1876, fecha en la que pidió prestado un loro disecado al Museo de Rouen? Dejo estas preguntas en manos de los profesionales.
Me senté en mi habitación del hotel; desde una habitación cercana un teléfono imitaba el grito de otros teléfonos. Pensé en el loro que permanecía en la habitacioncita, apenas a unos ochocientos metros de distancia. ¿Qué hizo Flaubert con él cuando terminó Un cœur simple? ¿Lo metió en un armario y olvidó su irritante existencia hasta el día en que estuvo buscando otra manta para su cama? ¿Y qué ocurrió, cuatro años después, cuando una apoplejía le tumbó agonizante en el sofá? ¿Imaginó quizá que planeaba sobre él un gigantesco loro, que esta vez no significaba el saludo de bienvenida del Espíritu Santo sino el adiós de la Palabra?
«Me fastidia mi tendencia a la metáfora que, indudablemente, me domina en exceso. Me devoran las comparaciones como a otros los piojos, y me paso el día aplastándolas.» A Flaubert le salían las palabras con facilidad; pero también supo ver la insuficiencia subyacente de la Palabra. Recuérdese su triste definición en Madame Bovary: «La palabra humana es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas.» De modo que se puede entender al novelista de dos modos: o bien como un pertinaz y acabado estilista; o como alguien que consideraba que el lenguaje es trágicamente insuficiente. Los sartreanos prefieren la segunda alternativa: para ellos, esa incapacidad de Loulou para hacer algo que no sea repetir de segunda mano las frases que oye es una confesión indirecta del fracaso del propio novelista. El loro/escritor acepta con pusilanimidad el lenguaje como una cosa recibida, imitativa e inerte. El propio Sartre reprendió a Flaubert por su pasividad, por su creencia (o por su colusión con la creencia) en que on est parlé: nos hablan.
¿Anunció este estallido de burbujas la gorgoteante muerte de otra referencia sumergida? Es en el momento en que se empieza a sospechar que se están leyendo más cosas de la cuenta en una narración cuando uno se siente más vulnerable, aislado, y quizás estúpido. ¿Se equivoca el crítico que lee a Loulou como símbolo de la Palabra? ¿Se equivoca —o, peor aún, incurre en el pecado del sentimentalismo— el lector que piensa que ese loro del Hôtel-Dieu es un emblema de la voz del escritor? Eso fue lo que hice yo. Quizás esto me convierte en un tipo tan simple como Félicité.
Pero, tanto si se califica Un cœur simple de cuento como si se lo llama texto, sigue provocando ecos en nuestro cerebro. Permítaseme que cite a David Hockney, bondadoso aunque poco concreto, en su autobiografía: «El relato me afectó de verdad, y me pareció que era un tema en el que podía meterme para utilizarlo en serio.» En 1974 Mr. Hockney hizo un par de grabados: una versión burlesca de la visión que Félicité tenía del Extranjero (un mico que se larga sigilosamente con una mujer colgada en su hombro), y una tranquila escena en la que Félicité duerme al lado de Loulou. Es posible que, con el tiempo, haga algunos grabados más.
En mi último día de estancia en Rouen me fui en coche a Croisset. Caía, mansa y densa, la lluvia normanda. Lo que antiguamente había sido un villorrio remoto a orillas del Sena, contra un fondo de verdes colinas, ha quedado ahora cercado por estruendosas instalaciones portuarias. Repican los martinetes, penden sobre tu cabeza los caballetes, y el río tiene un aspecto atestadamente comercial. Los cristales del inevitable Bar Le Flaubert se estremecen al paso de los grandes camiones.
Gustave anotó y aprobó la costumbre oriental de derribar las casas de los muertos; de modo que quizá se hubiera sentido menos dolido que sus lectores, que sus perseguidores, por la destrucción de su propia casa. La fábrica que extraía alcohol del trigo malogrado fue también arrasada cuando le llegó su turno; y en ese mismo solar se eleva ahora, más apropiadamente, una gran fábrica de papel. De la residencia de Flaubert no queda más que un pequeño pabellón de una sola planta, a unos cien metros de la carretera: una casita de verano a la que el escritor se retiraba cuando necesitaba más soledad incluso que de ordinario. Ahora se encuentra en mal estado y parece inútil, pero al menos es algo. Han erigido junto al porche un tocón de una columna acanalada, desenterrada en Cartago, como recuerdo del autor de Salammbô. Abrí la puerta de un empujón; un alsaciano comenzó a ladrar, y una canosa gardienne se me acercó. Ésta no llevaba bata blanca, sino un bien cortado uniforme azul. Mientras chapurreaba mi mal francés recordé la marca de fábrica de los intérpretes cartagineses que aparecen en Salammbô: todos ellos, como símbolo de su oficio, llevan un loro tatuado en el pecho. Actualmente, la morena muñeca del africano que jugaba a la petanca lleva una calcomanía de Mao.
El pabellón contiene una sola habitación, cuadrada y con el techo a modo de tienda de campaña. Me acordé de la habitación de Félicité: «tenía al mismo tiempo aspecto de capilla y bazar.» También aquí aparecían las conjunciones irónicas —triviales baratijas al lado de solemnes reliquias— del grotesco flaubertiano. Los objetos exhibidos estaban tan mal ordenados que muchas veces tuve que arrodillarme para tratar de ver el interior de las vitrinas: la posición del devoto, pero también la del buscador de tesoros en las chatarrerías.
Félicité halló consuelo en su amontonamiento de objetos diversos, unidos solamente por el cariño de su propietaria. Flaubert hizo lo mismo, pues conservó tonterías que poseían la fragancia del recuerdo. Muchos años después de la muerte de su madre todavía pedía a veces su chal y su sombrero, y entonces se sentaba un rato a soñar con ellos. El visitante del pabellón de Croisset puede hacer casi lo mismo: los objetos expuestos, colocados con tanto descuido, te atrapan a veces el corazón. Retratos, fotografías, un busto de arcilla; pipas, un tarro de tabaco, un abrecartas; un tintero en forma de sapo con la boca abierta; el Buda de oro que el escritor tenía sobre su mesa y que jamás llegó a irritarle; un rizo, más rubio, como es natural, que el pelo que se ve en las fotos.
Es fácil pasar por alto un par de objetos que se encuentran en una vitrina lateral: un vasito en el que Flaubert bebió su último trago de agua momentos antes de morir; y un arrugado pañuelo blanco con el que se secó la frente con, quizá, el último ademán de su vida. Estos restos tan ordinarios, que parecían excluir el llanto y el melodrama, me hicieron sentir que había estado presente en la muerte de un amigo. Casi me sentí embarazado: tres días antes había pisado, sin conmoverme, la playa en la que murieron algunos compañeros íntimos. Quizá sea ésta la ventaja que tiene trabar amistad con quienes ya han muerto: jamás se enfrían los sentimientos que suscitan en ti.
Entonces lo vi. Agachado en lo alto de un armario había otro loro. También de color verde intenso. Y también, según dijeron tanto la gardienne como la etiqueta de su percha, era el mismísimo loro que Flaubert pidió prestado al Museo de Rouen para escribir Un cœur simple. Pedí permiso para bajar de allá arriba este segundo Loulou, lo posé con todo cuidado encima de una vitrina, y le quité la campana de cristal.
¿Cómo se establece una comparación entre dos loros, uno de ellos idealizado ya por la memoria y la metáfora, y el otro apenas un chillón intruso? Mi reacción inicial fue pensar que el segundo era menos auténtico que el primero, sobre todo porque su aspecto era más bonachón. La cabeza estaba situada en un ángulo más recto en relación con el cuerpo, y su expresión no era tan irritante como la del pájaro del Hôtel-Dieu. Luego comprendí que este razonamiento era falaz: Flaubert, al fin y al cabo, no pudo elegir entre varios loros; e incluso este segundo loro, que parecía un compañero más tranquilo, podía perfectamente ponerte nervioso al cabo de un par de semanas.
Le mencioné la cuestión de la autenticidad a la gardienne. Comprensiblemente, ella se puso del lado de su loro, y rebatió con aplomo los argumentos del Hôtel-Dieu. Me pregunté si existía alguien que supiera la solución. Me pregunté si este asunto le importaba a alguien, aparte de mí, que había cometido la temeridad de dar significación al primer loro. ¿La voz del escritor…, por qué piensas que puede ser localizada tan fácilmente? Tal era la réplica que me había dado el segundo loro. Cuando miraba el Loulou posiblemente falso, el sol encendió aquella esquina de la habitación e hizo que su plumaje adquiriese un tono más definitivamente amarillo. Volví a dejar el pájaro en su sitio y pensé: tengo más edad de la que Flaubert llegó jamás a tener. Parecía una presuntuosidad; una cosa triste e inmerecida.
¿Acaso hay algún momento adecuado para morir? No lo fue para Flaubert; ni para George Sand, que no vivió lo suficiente como para leer Un cœur simple. «Lo empecé pensando exclusivamente en ella, sólo por complacerla. Y murió cuando me encontraba todavía a mitad de mi obra. Lo mismo ocurre con nuestros sueños.» ¿Es mejor, entonces, no tener los sueños, las obras, y luego la desolación de la obra no terminada? Quizá, como Frédéric y Deslauriers, deberíamos preferir el consuelo de la no satisfacción: ¿la planeada visita al burdel, el placer de la anticipación, y luego, años más tarde, el recuerdo no tanto de los hechos como el de antiguas anticipaciones? ¿No permitiría esto que todo fuese más limpio y menos doloroso?
Cuando regresé de mi viaje, el loro duplicado siguió revoloteando en mis pensamientos: uno de ellos era amable y franco; el otro, engreído e inquisitivo. Escribí a varios académicos que podían saber si se había demostrado adecuadamente la autenticidad de alguno de los loros. Escribí a la embajada francesa y al director de las guías Michelin. También escribí a Mr. Hockney. Le conté mi viaje y le pregunté si había estado en Rouen; le dije que estaba preguntándome si había recordado alguno de esos dos loros cuando grabó su retrato de Félicité dormida. O si, en caso contrario, también él había a su vez pedido prestado un loro de algún museo para usarlo como modelo. Le advertí de los peligros que encierra la tendencia de esta especie a la partenogénesis póstuma.
Confié en recibir muy pronto las respuestas.