IX

La deconstrucción de la Nación

Subvertir los valores en que la sociedad española se ha sustentado y ha progresado pasa por subvertir su esencia misma, aquello que la mantiene unida y la convierte en una nación. El proyecto Zapatero contempla como una de sus bases fundamentales la transformación de la idea misma de España, de su unidad y de los vínculos que la articulan y la estructuran, con el objetivo de alumbrar una suerte de contenedor en el que cabrían diversas naciones plenamente autónomas, con personalidades distintas y extrañas unas de otras. Un contenedor en el que caben todas las combinaciones posibles, excepto una, la actual, es decir, la existencia de una única nación. Y en el que paradójicamente no ha lugar para lo español.

La única forma de sacar adelante el proyecto Zapatero pasa por atar su destino a grupúsculos radicales de secesionistas en todas las regiones donde el PSOE se ha tropezado con ellos. Y allí donde no los ha encontrado, o donde su influencia no era decisiva, ha creado las condiciones para que florecieran. De esta forma, donde antes sólo había grupos nacionalistas que no recurrían más que en determinados momentos y sólo de manera retórica a la jerga de la nación propia, proliferan ahora siglas secesionistas y aun los antaño moderados nacionalismos han caído en la extravagancia de los referendos de autodeterminación.

La unidad nacional presenta para el proyecto Zapatero un serio riesgo añadido: España es indisociable de sus raíces católicas. Su historia ha recibido de la religión católica una huella perenne, influencia que se hizo más patente en acontecimientos como los Concilios de Toledo, la defensa de Europa frente al islam, la Escuela de Salamanca o la fundación del derecho internacional público. No es posible comprender los últimos mil setecientos años de convivencia colectiva en España sin tomar en consideración sus cimientos cristianos. Como no se puede entender la cultura, el arte, el mundo del pensamiento o el papel internacional de nuestro país sin ese elemento vertebrador y que ha dado sentido a todas las manifestaciones de lo español, procedieran de la región que procedieran.

Por eso, cuando Rodríguez Zapatero deconstruye la Nación española, más allá de los intereses de poder coyunturales, está tratando de borrar sus raíces cristianas:

El papel de la religión católica en España es uno de los grandes temas. Porque, al final, a falta de otros hechos que han podido definir de manera poderosa nuestra identidad histórica como país, es la presencia fuerte del catolicismo lo que le ha dado identidad al país.

Y eso ha generado también vacíos notables en nuestro ser colectivo […] El catolicismo en España ha condicionado y ha generado enormes vacíos[87].

Nada, pues, más opuesto a la visión del mundo que propone el proyecto Zapatero que la idea de nación y de unidad nacional. Combatirla, aniquilarla y cambiarla por otra cosa es el objetivo de Rodríguez Zapatero desde que llegó al poder, y para ello se ha servido de un útil instrumento: la renovación de los estatutos de autonomía.

Nuestro sistema electoral privilegia los intereses de los grupúsculos locales frente a las formaciones nacionales. En España consolidar un partido regional es relativamente fácil porque requiere de muchos menos apoyos electorales que presentar candidaturas en toda la Nación. El caso de Izquierda Unida es paradigmático.

En las elecciones legislativas celebradas en 2008, IU obtuvo 963 040 votos y dos diputados. El partido nacionalista con más papeletas fue CiU, con 774 317. Pero logró once escaños.

Además de las ventajas proporcionadas por el lamentable sistema electoral en vigor, el discurso cantonalista de los grupúsculos nacionalistas es, como el de los partidos de ultraderecha europeos, esencialmente primario, victimista, excluyente y xenófobo, y al apelar a los instintos más primarios, tiene un suelo sólido que, aunque reducido, asegura la supervivencia de la formación.

Cuando en 2004, en plena campaña de protestas contra la política del Gobierno de la Nación, a la sazón en manos del Partido Popular, el PSOE propuso un programa de máximos en política territorial con el fin de erosionar al ejecutivo de Aznar y, al tiempo, de garantizarse el apoyo de los grupúsculos nacionalistas, Rodríguez Zapatero estaba convencido de que todavía no había llegado su momento. Los socialistas sabían, porque así lo indicaban todos los sondeos, que el PP volvería a ganar las elecciones generales, de modo que recurrieron a la agitación nacionalista, incrementando los rasgos identitarios de sus franquicias regionales y ofreciendo compromisos maximalistas a las formaciones etnicistas.

Los trágicos sucesos del 11 de marzo de 2004 alteraron la intención de voto de un sector súbitamente acobardado de la sociedad española, que cambió su papeleta, dando el triunfo a Rodríguez Zapatero. Para asegurarse el poder, el líder del PSOE se dispuso entonces a cumplir las promesas hechas a los nacionalistas. Los socialistas sabían que sus compromisos suponían volver del revés el sentido de los artículos de la constitución relativos al ordenamiento territorial, pero encontraron la fórmula para blindar su pacto con el etnicismo sin tener que arriesgarse a una reforma constitucional.

La renovación de los estatutos de autonomía fue el camino elegido por el proyecto Zapatero para convertir la constitución en papel mojado sin necesidad de consultar a la ciudadanía. Un camino en cuya trampa cayó la oposición, dejándose arrastrar por un proceso que corroía sus propios intereses.

Los preámbulos y el prolijo articulado de los nuevos textos están plagados de supuestos derechos de nuevo cuño, no contemplados en la Constitución y que vacían las competencias exclusivas del Estado. Por medio de la reforma estatutaria, las regiones se convierten en naciones; las relaciones de éstas con el Estado adquieren formas propias de la política exterior, al establecerse un vínculo región-Estado de igual a igual; aparecen «ministerios» de asuntos exteriores y se multiplican los servicios exteriores con multitud de «embajadas»; la unidad jurídica se quiebra, así como el mercado único; el español desaparece, sustituido por lenguas regionales, que son minoritarias incluso en sus zonas de procedencia; se dinamita el sistema educativo y la hacienda pública.

A través de los nuevos estatutos de autonomía, el proyecto Zapatero destruye la descentralización del Estado de las autonomías para crear de facto una suerte de estado confederal que multiplica los gastos y las redes clientelares. Cuando llegó la crisis económica en 2008, ese Estado artificial, que nadie había pedido y ha sido creado de espaldas a la ciudadanía, precipitó al abismo las cuentas públicas.

La argumentación del proyecto Zapatero para desembocar en tan peligrosa situación se basa en la negación de la propia historia de España. Para el zapaterismo, la Nación es fruto de un proceso histórico impuesto en todo momento, a lo largo de sus más de veinte siglos de historia en común, y no aceptado nunca por sus habitantes. Confundiendo lo que dicen desde hace poco tiempo grupos de escasa representación con la voluntad colectiva de dos mil años de historia en común, el proyecto Zapatero concluye que es preciso superar la idea de España.

Rodríguez Zapatero comparte la interesada teoría, expresada por los voceros del nacionalismo radical, de que nuestro país es un contenedor de naciones donde lo esencial no es lo que hasta ahora hemos entendido por España, que en sentido estricto no habría existido nunca. Por el contrario, lo sustantivo son las antiguas regiones, devenidas naciones por mor de textos estatutarios a los que los votantes han dado la espalda en todas las autonomías.

J. L. Carod-Rovira: «Su gran problema no es decir qué somos nosotros sino qué son ellos. Cuando nosotros decimos que somos una nación, y los vascos y los gallegos también lo dicen, se les plantea la cuestión de qué y quiénes son ellos»[88].

Periodista: «No me ha quedado claro qué es España. Pero me imagino que usted ya lo sabe».
Pasqual Maragall: «Si hay alguien que lo tenga claro, que levante el dedo. […] Los nombres los da la historia y ahí está la nación catalana»[89].

J. L. Carod-Rovira: «Los treinta años de democracia autonómica han coincidido con el proceso por el cual la noción de España se ha reducido sólo a Madrid, a su término municipal y, a lo sumo, a la provincia hoy autónoma. Madrid se ha quedado con España y España ha acabado siendo sólo Madrid»[90].

La reforma del estatuto catalán, el intento de someter al Tribunal Constitucional, las sucesivas ediciones del tripartito PSC/PSOE-ERC-IU en el Gobierno regional de la Generalidad catalana y el efecto imitación suscitado por el PSOE en regiones antaño libres del virus nacionalista, han jalonado la deconstrucción de la Nación llevada a cabo por el proyecto Zapatero.

Cambiar la Historia

Subvertir la idea de nación pasa por alterar la propia historia de España para adecuarla a los fines del proyecto Zapatero. Se trata de sustituir hechos y transformar sus significados para intentar hallar una nueva legitimidad que haga presentables las propuestas del proyecto. Para ello se vuelve la vista a la Segunda República, de infausto recuerdo, y se la presenta en primer lugar como el precedente inmediato de la democracia, y luego como fuente de legitimidad. El imaginario izquierdista actúa en este sentido como si a Azaña le hubiera sucedido Zapatero.

En cuanto a la historia de la Segunda República, se puede sintetizar en que fue un proyecto avanzadísimo en una España que venía de una decadencia ideológica de todo el sector dominante, de toda la derecha, de todos los poderes dominantes. Crisis tras crisis. Y, de repente, nace una fuerza popular, política e ideológica, espectacular. Entonces aquella parte del país tradicionalmente dominante, con mucho poder, a la que se le quebraba absolutamente su identidad, su ser, su razón, esa parte del país no lo asumió, no lo admitió. Y nos llevó a la contienda[91].

El proyecto Zapatero se propone superar la constitución de 1978 y buscar sus raíces y su legitimidad en la Segunda República. Con tal fin se aprueba una Ley de Memoria Histórica[92] que tiene una doble finalidad: alterar el significado de la república, convirtiéndola en crisol de libertades; y desatar una especie de caza de brujas del pasado y del presente, en busca de franquistas irredentos. Pero por encima de ambos objetivos prevalece siempre el fin principal del proyecto Zapatero: segregar a una parte de la ciudadanía.

El proyecto Zapatero recurre aquí a los símbolos. Por medio de actos simbólicos adquiere una retórica izquierdista y revolucionaria anacrónica, pero muy eficaz entre la intelectualmente depauperada izquierda española, que de repente se descubre ansiosa de protagonizar, treinta y cinco años después, el asalto al palacio del Pardo, residencia oficial de Francisco Franco.

La izquierda fracasó ante el franquismo y su protagonista murió en la cama, de modo que el proyecto Zapatero toma el manual de Historia, decidido a reescribirlo. Para ello altera el significado de la Transición, que cataloga como un episodio fracasado, y se sitúa en un tiempo imaginario, poco antes de la muerte de Franco. Desde allí, pasa a reescribir los acontecimientos para presentar una izquierda triunfante que derriba las estatuas del dictador.

Marx dijo que la historia se repite primero como tragedia, luego como comedia. La retórica de la Ley de Memoria Histórica deja al descubierto lo profundamente anacrónico del proyecto Zapatero: las estatuas de Franco caen, pero han pasado más de tres décadas desde su muerte.

La consecuencia lógica de la manipulación de la Historia es la revisión del presente. Para el proyecto Zapatero la España actual no debe ser fruto de la transición, aunque ello vaya en contra de toda lógica, de modo que propone un segundo período de ajuste histórico, una segunda transición que desemboque en una realidad acomodada a sus intenciones.

Ese período nuevo, inventado, que no es producto del pasado sino artificio interesado, reflejo de los intereses del poder, pasa por la ruptura del consenso constitucional que permitió la salida pacífica del franquismo hacia la democracia. Al proyecto Zapatero no le interesa ni el resultado de la transición que es la actual democracia española, ni su ordenamiento constitucional. Ambos son trabas que se oponen al intento de subvertir los valores nacionales. Las apelaciones a la legalidad republicana, los ataques indirectos a la Constitución a través de la renovación de los estatutos de autonomía, la manipulación del pasado y la búsqueda constante del enfrentamiento directo, puro y duro, con quienes se oponen a sus objetivos, se explican por la necesidad de superar el momento histórico al que nos condujo la transición y cambiarlo por un nuevo sistema político subordinado a los fines expuestos por Rodríguez Zapatero.

El aserto de George Orwell, «el que controla el pasado, controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado»[93], cobra tintes inquietantes. La Ley de la Memoria Histórica simplifica en exceso etapas extremadamente complejas de nuestro pasado reciente, emitiendo sobre ellas condenas unívocas e inapelables. Así, se configura (con la fuerza de la ley) un pasado empaquetado y etiquetado, listo para ser manejado y utilizado. Un pasado asequible y controlable. Puro Orwell.