El pequeño Ferdinand miraba hacia la ventana. Desde su escasa estatura sólo percibía la copa de los lejanos alerces, levemente doblados por el viento que llegaba desde las montañas de Baluzac, encrespando las aguas del río Garona y esparciendo los penachos de humo que se elevaban desde las chimeneas de la villa de Aix-la-Chapelle, de donde habían partido más de 36 jóvenes hacia el frente de los Dardanelos. Corría el año 1854 y el fantasma de la guerra se agitaba, una vez más, sobre la lacerada Europa.
—¿Puedes alzarme? —pidió el niño a su padre. Maurice Ledrú-Rollin, vizconde de Caussidiére, levantó a Ferdinand con un resoplar esforzado. Ferdinand tenía solo 7 años y era leve como un edredón, pero el dueño y señor del viejo castillo de Vallandraut ya no era el mismo tras su regreso de África.
—Aún no vienen —tranquilizó Ledrú-Rollin a su hijo, sosteniéndolo junto a la ventana del primer piso. Ferdinand aguzó su vista recorriendo el parque hasta pasearla por detrás de la larga avenida de álamos que llegaba serpenteando desde Vouillé. Pero no se advertía ningún movimiento, salvo el lejano laborar de algunos labradores en el vecino campo de monsieur Portalis o el paso inseguro de la señora Elisa, en el prado cercano, llevando comida para los gansos. Ledrú-Rollin depositó a su hijo nuevamente sobre el piso.
—¿Está ya listo Adolphe? —gritó luego hacia una de las amplísimas habitaciones contiguas, desinteresándose del pequeño. La señora Barthou llegó un tanto confusa y atribulada.
—En un momento —prometió—. Octavie lo está ayudando a vestirse.
—Brigitte —ordenó el vizconde a su antigua y fiel criada— dile a Adolphe que se apure. Por más confianza y estima que haya con Théophile no podemos hacerlo esperar.
En ese momento irrumpió en el cuarto Hortensia, la esposa del señor Maurice.
—¿Han llegado ya? —preguntó alarmada.
—No aún —dijo el vizconde—, lo notarás cuando lo hagan.
Ferdinand miraba la escena con ojos curiosos y levemente desorbitados. En su corazón de niño advertía que estaba viviendo una jornada muy especial. Lo habían vestido con sus mejores ropas, le habían hecho prometer que no habría de ensuciarlas y en toda la enorme mansión se respiraba un hálito tenso, mayor aun que el que se vivía en las fiestas de fin de año o en los días de parición en el establo de los caballos. De una forma u otra, el pequeño Ferdinand percibía que esta vez él había quedado fuera del centro de la atención. En su condición de más pequeño de toda la familia Lebrú-Rollin, nunca había sufrido una sensación similar. Oyó revuelo en las habitaciones contiguas y los gritos exaltados de su hermana Octavie.
—Ahí viene Adolphe —dijo Hortensia de Ledrú-Rollin.
De inmediato Adolphe, el hermano mayor de Ferdinand, un esbelto adolescente de 16 años, entró en el salón. Lucía el rojo uniforme de los húsares de la caballería francesa y el pequeño Ferdinand supo de inmediato que nunca había visto algo tan hermoso. Con sus ojos de niño recorrió embelesado el alto morrión oscuro, los correajes lustrosos, el brillo deslumbrante del peto acorazado, el grueso cordón dorado que le cruzaba varias veces el pecho, los guantes labrados, la curva armoniosa del sable corto. Ferdinand entendió por un instante el motivo por el cual él no era ese día el centro de atracción de todo el mundo.
Maurice Ledrú-Rollin contempló con severidad y conocimiento a su hijo mayor. Tosió un par de veces. Lo hacía a menudo desde su regreso del Senegal. Luego indicó: «Marchemos a despedirnos de tu abuelo».
—No me gusta cómo le queda esa chaquetilla —dijo no obstante Hortensia, una mano sobre la boca. De inmediato, Octavie —solo dos años menor que su hermano Adolphe— recorrió nerviosa con sus manos la espalda aún angosta del soldado, buscando alguna imperfección.
—Pero, mamá… —arguyó, luego — si está hermoso. Ya quisiera yo tener un novio como él —y rió entonces cantarinamente, con esa risa sonora que solía contagiar tanto a Ferdinand.
—Le hace un pliegue acá —Hortensia señaló su propia cintura, el ceño fruncido y molesta.
—No tiene importancia —desestimó el señor Ledrú-Rollin—. Vamos a saludar a tu abuelo.
—¡Sí tiene importancia, Maurice! —insistió Hortensia—. En el frente habrá mucha gente. Gente importante. Generales, incluso. Habrá cronistas de los diarios. Tu hijo no puede ir vestido así. Recuerda que tú tienes un nombre bien ganado en el ejército.
—La patria no repara en esos detalles —murmuró Maurice, y se encaminó hacia la escalera que llevaba a la tercer planta, rengueando más que nunca.
—¡Estarán los hijos de los Dupont, Maurice! — casi gritó Hortensia—. ¡Ellos se fijan en estas cosas! ¡Aún hay tiempo de cambiarle esa chaqueta!
De repente, la fiel criada Elisa entró en el recinto.
—Ya vienen —anunció. El señor Ledrú-Rollin pareció atrapado por una extraña excitación. Miró hacia los amplios ventanales. En efecto, a lo lejos se escuchaban los ladridos de los lebreles y llegaba a intervalos con el viento, el reclamo brillante de los bronces y el retumbar marcial de los tambores.
—¡De prisa, Adolphe, a saludar a tu abuelo! — ordenó.
Salieron rápidamente hacia las escaleras, desestimando los últimos reproches de Hortensia que lagrimeaba y maldecía el azote de las guerras. Maurice iba adelante, caminando con aquella dificultad que se le había acentuado tras su destino en el África Ecuatorial. Atrás Adolphe, aún algo torpe con sus atavíos militares. Y más atrás Ferdinand, casi trotando, distanciado y quizás herido porque nadie lo había invitado a unirse al grupo. Ninguna mujer los siguió pues en definitiva el conflicto de los Balcanes era solo cosa de hombres. Treparon las escaleras, recorrieron larguísimos corredores adonde casi no accedía la luz del sol, hasta llegar a la habitación del conde de Caussidiére, postrado en cama desde hacía quince largos años. Entraron todos a la pieza pero Ferdinand se mantuvo un tanto retrasado, como dudando de cruzar el marco de la puerta. El pesado perfume que rodeaba al yacente o que quizás escapaba de él —cierto tufo a orines, a mercurio, a láudano— lo rechazaba un tanto. No obstante debía vencer la repulsa, pues necesitaba imperiosamente preguntarle algo a su padre.
—Padre, padre… —llamaba en ese instante Maurice a su progenitor, que parecía dormido. El anciano abrió trabajosamente sus ojos de mirada acuosa— Adolphe ha venido a despedirse.
El viejo entrecerró los ojos, como si le costara comprender. Pero luego de un instante que pareció una eternidad, elevó una mano flaca y venosa señalando a Adolphe.
—Abuelo… —se adelantó éste.
El anciano giró la cabeza hacia Maurice, interrogante.
—Es Adolphe, papá —dijo Maurice— Adolphe —el viejo miraba alternativamente, confuso, a Maurice y al soldado— se va a la guerra, padre. Con el mismo regimiento en el que sirvió usted.
—¿Octavie? —preguntó el conde, con voz cavernosa, sin dejar de señalar a Adolphe. Maurice resopló.
—Adolphe, padre —repitió— Adolphe. Continuando con la línea heroica de la familia, marcha al frente de Kumanovo junto con el mariscal Fallieres.
El anciano se incorporó un tanto sobre la almohada en un esfuerzo inaudito que le tornó el rostro de un matiz purpúreo. Dijo algo que no se le entendió. Maurice y Adolphe se inclinaron para escucharlo.
—¿Mariscal? —se exigió el conde—. ¿Tan joven… y ya… mariscal?
Maurice abatió un tanto sus hombros. En ese momento Ferdinand le tironeó el saco. El vizconde no le prestó atención, por lo que el niño volvió a hacerlo.
—¿Qué quieres, Ferdinand? —giró por fin Maurice, molesto. Ferdinand estiró su mano hacia arriba.
—Un secreto —murmuró.
—Rápido —se inclinó el padre.
—¿Podré tener yo un uniforme como el de Adolphe? —bisbiseó el pequeño a la oreja de su progenitor.
—Sí, sin duda —se desembarazó éste prestamente del abrazo.
—Debo marcharme, abuelo —decía en ese instante Adolphe.
—¿Por qué…? —el anciano se dirigió nuevamente a Maurice—… ¿Por qué está vestida así?
—Es Adolphe, papá, es Adolphe —se ofuscó Maurice. Ferdinand de nuevo le tironeaba las faldas del saco.
—¿Qué quieres ahora?
—¿Sin esa arruga que le hace en la cintura? —preguntó el niño, otra vez en secreto.
Maurice lo empujó suavemente.
—Ve a mirar el papagayo —le dijo—. Ve a mirarlo. Lo traje desde el África.
Recién entonces, Ferdinand descubrió que en uno de los rincones de la habitación había una enorme jaula de hierro forjado. Dentro, inmóvil, relucía levemente en la penumbra un papagayo blanco.
—No, padre, —decía ahora Maurice— no es el médico… Es Adolphe, mi hijo…
—¿El hijo del médico?
—Vamos Adolphe —ordenó Maurice, desalentado—. Ya estarán llegando.
En efecto, los pífanos y los timbales sonaban notoriamente más cerca.
Bajaron presurosos las escaleras hasta llegar a la planta baja. Se unieron allí con las mujeres algunos criados y salieron al radiante sol de la tarde provenzal. Cruzaron el parque. Ferdinand trotaba junto a su padre, que volvía a toser.
—Padre —clamó— ¿podré tener…?
—Hijo, mi pequeño demonio… —dijo Maurice en tono dulce, pero sin dejar de caminar, consciente de que había sido un tanto duro con su pequeño— ¿has visto ese papagayo blanco en la habitación de tu abuelo? Bueno, lo traje para ti. Por ahora lo tendrá el abuelo, para que le haga compañía. Pero luego será tuyo. ¿Sabes que esas hermosas aves hablan?
—¿Qué dicen? ¿Pueden contarme de su tierra?
—No —Maurice esbozó una sonrisa—. Debes enseñarle. Solo imitan la voz humana.
El vizconde aceleró el paso. Por detrás de la alameda el maravilloso colorido del Quinto Regimiento de Húsares de Languedoc, doblaba ya hacia la entrada de la mansión.
—¿Por qué debo enseñarle yo… —gritó Ferdinand, ya retrasado, y procurando superar con su voz el estrépito de la fanfarria militar—… que aún estoy aprendiendo a leer y a escribir? ¿Piensas que puedo encarar semejante tarea?
Pero su padre ya estaba conversando, tras un abrazo cálido y varonil, con el mariscal Fallieres, su antiguo camarada de armas. Fallieres, espléndido bajo su capa azul, había bajado del caballo, ordenando apenas con un gesto el silencio de la fanfarria. Se escuchaban entonces solamente los apagados sonidos de la campiña, el piafar de los corceles, el entrechocar de los aceros y el familiar crujido de los correajes de cuero.
—Lamento que no puedas acompañarnos —decía el mariscal Fallieres a su viejo compañero de la Escuela Militar de Burdeos.
—Más lo siento yo —bajó la vista, Maurice—. Es que volví algo enfermo del África. Una de esas malditas pestes de los nativos. Se me ha llenado el cuerpo de unas repugnantes pústulas, Théophile.
Maurice tornó una vez más a mirar hacia atrás. Ferdinand le tironeaba del saco.
—¿Por qué no puede ocuparse de eso mi institutriz, madame Colbert… —preguntó el pequeño, obviamente ofuscado—… que sabe del tema y podrá hacerlo mucho mejor que yo, que no tengo ni el más mínimo conocimiento de esas estúpidas aves?
—Largo de aquí, Ferdinand —se ofuscó Maurice, apartándolo del grupo.
—¿Qué le ocurre? —sonrió el mariscal Fallieres.
—Está celoso por la atención que se le brinda hoy a su hermano mayor.
—¿Quieres que le deje un regalo?
—¡Oh, no! Ya le traje yo un exótico pajarraco desde el África. Tendrá para divertirse con él. Son aves que viven muchísimos años.
—Puedo dejarle mi caballo, Maurice. Sería un gusto para mí y me vendrá bien andar.
El mariscal hizo el gesto de volverse hacia su cabalgadura, pero Maurice lo contuvo.
—De ninguna manera, Théophile. Lo necesitarás en el frente. Ferdinand es un pequeño consentido. Ya pronto se le pasará. Sabes bien tú cómo son los niños. Admiro tu proverbial generosidad y aun debo agradecerte otra cosa… —el mariscal miró a Maurice con curiosidad—. Te agradezco que hayan pasado a buscar a Adolphe…
—Por amor de Dios, Maurice. Nos quedaba de paso…
—No es tan así, Théophile. Debieron desviarse casi diez leguas en el camino hacia el puerto de Arles.
—Los aproveché para adiestrar a la tropa en la marcha. Son novatos Maurice, y muchos de ellos no saben aún ni caminar. No es como en nuestros tiempos.
—Lo admito Théophile, y aprecio tu gentileza. Pero Adolphe hubiese podido ir a unirse al regimiento en su asentamiento de Limoges, como todos.
—Es lo menos que puedo hacer por el hijo de un amigo, Maurice —Fallieres echó enérgicamente hacia atrás su capote, disponiéndose a partir—. El hijo de un amigo que pertenece a una familia de brillantes militares, además.
Se despidieron. Fallieres pidió al señor Ledrú-Rollin que cuidara su salud. Luego, ya al pie de su cabalgadura, cuchicheó un instante con uno de sus asistentes. Por último montó, saludó a los Ledrú-Rollin —que se habían agrupado en medio del parque— y ordenó a la tropa (a la cual ya se había integrado Adolphe) continuar la marcha. Poco tiempo después, el brioso regimiento, al influjo de sus marchas militares, se perdía tras las ondulaciones que ocultaban de la vista la villa de Cahors. Ferdinand tragó saliva repetidamente. Su hermano mayor se había ido y él fluctuaba entre la tristeza y la confusión. De pronto escuchó gritos. Era Elisa, la vieja y fiel criada que, desde los alerces, agitaba una mano hacia el grupo.
—¡Se han olvidado un cañón, acá! —gritaba. Ferdinand corrió con su padre hacia el lugar. Y en efecto allí, bajo los árboles, entre unos pastos altos, relucía la sólida estructura de una pieza de artillería liviana. Maurice, más familiarizado con las armas, se acercó, asombrado por el inusual olvido. Mas de pronto sus ojos descubrieron una nota prendida junto al orificio de la mecha. La sacó del sobre de papel telado y, tras leerla, miró a su pequeño hijo. «Para Ferdinand» —decía la nota, con una letra que denotaba el trazo enérgico de una persona acostumbrada a mandar—. «De parte de su amigo, el mariscal Fallieres».
Corre ahora 1915. "Han pasado 61 años" calculaba Ferdinand Ledrú-Rollin, escuchando cómo las ruedas del carruaje que lo había traído se alejaban por el sendero de grava. Elevó su nariz en el aire y olfateó profundamente. «Bien decía mi padre que los olores son lo que más se recuerda» pensó, detectando el aroma fresco de los retoños de lavanda, la lozana fragancia de la menta. Si su instinto no lo engañaba, debía encontrarse frente a la entrada de la alameda, cerca del recodo que iba a Dijon. Al menos en ese sitio había pedido al conductor de la ambulancia militar que lo dejase. Le emocionaba estar por fin de nuevo allí, en la campiña aledaña a la mansión a la que nunca había vuelto. Era la primera hora de la tarde, el sol entibiaba amablemente el aire, una leve brisa despeinaba el cuello de piel de marta cibelina de su sacón militar y él estimaba que en una media hora podría estar frente a las amplias puertas de su casa paterna. El chillido intempestivo de un vencejo le indicó que debía iniciar la marcha, pese a sus dificultades. Le había pedido justamente al conductor de la ambulancia que lo dejara allí, alejado de la vista de las ventanas de la mansión, para evitar que la presencia del vehículo alarmara a su madre. Octavie, su hermana mayor, ahora en la Guyana Francesa casada con el rector de la cárcel de Cayena, lo había llamado luego de la gran batalla para interesarse por su salud, informándole, además, que su madre aún vivía, aunque un tanto enferma y aquejada de gota. Ferdinand reconoció el terraplén que descendía al estanque de los gansos cuando tropezó con una laja y rodó por él, camino abajo, hasta detenerse mareado y confuso, al pie de las altas parvas de grano. Mientras intentaba levantarse, le entibió las mejillas el aliento de un perro. Escuchó sus jadeos y, al manotear el aire, palpó su pelaje.
—¡Etienne! —llamó— ¡Etienne! —hasta recapacitar que no era posible que su fiel compañero de infancia estuviese aún vivo. Pero tal vez era un hijo o un nieto de aquel viejo pastor normando y respondiendo a una orden genética impresa en su memoria podía conducirlo hasta la casa.
—¡Ven! ¡No te alejes! ¡Condúceme! —ordenó al perro. Y fue tras él, atento al sonido muelle de sus pisadas y al jadeo constante. Más de cinco veces cayó Ferdinand en el camino, tropezando con raíces y lajas puntiagudas. Confiado en el instinto del noble animal, no se preocupó por adivinar el sendero y así fue que debió vadear bañados no muy profundos o trepar escarpados cercos de piedra. Por último oyó que el perro se detenía. Palpando el aire con las manos buscó el portal, halló la gruesa puerta de madera y golpeó enérgico. Aguardó, impaciente. De pronto, un relincho poderoso perforó sus oídos. Estaba en las caballerizas, muy alejado de la casa. Debió haberlo imaginado por el olor a pienso, a forraje y a estiércol.
—¿Quién es usted? —escuchó, de pronto, a sus espaldas. Era una voz de mujer joven y Ferdinand se volvió hacia ella.
—Soy Ferdinand Ledrú-Rollin —contestó, airado. Y caminó hacia el origen de la voz, tomando a la mujer por el brazo—. Y usted es la hija de Elisa.
—¿Cómo lo supo?
—Por el abrigo que usa. El mismo tacto áspero de la ropa basta de sarga. El mismo tipo de ropa que usaba Elisa.
—Es el mismo sacón que ella usara, señor Ferdinand. Me lo dejó al morir.
—¿Murió Elisa?
—Hace ya 27 años.
—Es increíble…
—Es cierto. Pero la sarga se conserva si uno la cuida.
—¿Está mi madre? —Ferdinand cambió abruptamente de conversación.
Media hora después, frente a su anciana madre, Ferdinand aguardaba pacientemente que ella terminara su inspección ocular. Había advertido un tono duro en su voz al recibirlo.
—Quise evitaros la alarma de llegar en una ambulancia, madre —dijo Ferdinand al fin—. Por eso me bajé un poco lejos y debí caminar. Caí varias veces. No sabía que habían modificado el sendero de los gansos.
—Ese pantalón, todo mojado, el capote lleno de tierra… —enumeró Hortensia, amarga— las botas, sucias… ¿Qué dirá tu padre cuando te vea?
—Es que… —se irguió Ferdinand en su asiento—. ¿Vive él?
Hortensia asintió con la cabeza.
—Si se puede llamar a eso vivir —musitó— veinte años postrado por aquella peste que contrajo en el África.
—¿Aquella misma peste? No puedo creerlo.
—Tiene un período de incubación prolongado. Requiere cuidados permanentes. Lavajes, abluciones. Cayó definitivamente en cama cuando la muerte de tu hermano en la Carga de la Brigada Ligera. El general Cardigan en persona vino a notificársela. Ahora sólo le anima escuchar la lectura del diario, el Le Crapouillot, que le lee Letizia, la hija de la vieja Brigitte.
—Quisiera verlo.
—Debe tenerlo Letizia, en su habitación. Se lo lleva allí luego de leerlo. Recorta las recetas.
—A mi padre. Quisiera verlo.
—¿Podrás? —dudó Hortensia.
—Oh, es cierto —se puso de pie Ferdinand tocando la venda que cubría sus ojos con las manos—. Es una forma de decir. Pero… —se animó—… espero que, en breve, sea una realidad. El doctor Delcasse me ha dicho que puede operarme. Que quitará de mi cerebro esa granada de gas mostaza que se alojara allí, obturando mi nervio óptico.
—¿Permanece aún dentro de tu cabeza? —se horrorizó la madre.
—Y sin estallar. Es lo más complicado de la operación. Pero es mi única esperanza, madre, y quiero recuperar mi vista ¿Podremos visitar a mi padre?
—Podemos intentarlo — Hortensia miró hacia lo alto, dubitativa—. Sígueme… ¿Recuerdas el camino?
—¿Cómo podría olvidarlo, madre? Aún recuerdo cuando subimos acompañando a Adolphe en su despedida del abuelo.
Hortensia se detuvo en medio de la escalera.
—Murió antes Adolphe que tu abuelo —murmuró.
—¿Se acuerda de mí, mi padre? —preguntó Ferdinand, ya jadeante.
—Habla muy poco. Apenas unas palabras con ese estúpido pajarraco.
Quien ahora se detuvo fue Ferdinand.
—¿El papagayo? ¿Es que aún vive?
—Son animales longevos, hijo. Pero ya está casi ciego y no emite sonido alguno.
—He viajado cientos de kilómetros para verlo…
—No vale la pena, hijo. Se le han caído las plumas, se golpea contra los barrotes de su jaula…
—A papá, madre.
Se detuvieron frente a la puerta de la habitación y Hortensia pidió a su hijo que aguardara afuera. Ferdinand elevó sus ojos como si pudiese ver a través de la gruesa venda. Hubiese querido apreciar las molduras del techo, el dibujo de los mosaicos del piso, los bordados de las cortinas, esos pequeños detalles, en suma, que atraparan su atención cuando pequeño. Oyó a su madre cuchicheando con su padre y se aceleraron los latidos de su corazón. Con la hipersensibilidad propia de aquellos que no tienen vista, experimentó una oleada de calor en todo el cuerpo.
—¿Quién? ¿Quién viene a verme? —escuchó un rugido iracundo a través de la alta puerta entreabierta. Reconoció la voz de su padre, algo más cascada y dificultosa. Imaginaba, ansioso, una franja del interior de la habitación, penumbrosa, algo de la cama, una mesita de luz con medicamentos.
—Ferdinand —escuchó Ferdinand el susurro de su madre o, tal vez, lo imaginó.
—¿Ese cobarde? —el nuevo rugido de su padre paralizó a Ferdinand—. ¿Ese cobarde que permitió la derrota de Verdún? ¡No quiero verlo! ¡Que ni siquiera se atreva a acercarse a mi lecho de dolor! ¡Es una vergüenza para el honor de los Ledrú-Rollin!
—Él no tuvo la culpa —se escuchaba muy queda la voz de la madre—. No fue el único responsable. Había miles más junto a él.
—¡Pero tuvieron la dignidad de morir! —otra vez el rugido. Ferdinand fue retrocediendo hacia la escalera—. ¡Tuvieron el orgullo suficiente como para no volver a sus hogares burdamente derrotados! —Está ciego, Maurice…
—¡Muerto debería estar! ¡Leí las noticias sobre el desastre! ¡Una conducta vergonzosa de nuestras tropas! ¡Ni yo, ni mi padre, ni Adolphe, pobrecito, caído en Crimea, hubiésemos tenido el descaro de presentarnos ante nuestra familia tras una derrota parecida, como si nada hubiese pasado!
—Oye, Maurice, escucha… —balbuceaba Hortensia. Pero su hijo menor ya no la escuchaba. Tanteando torpemente por la escalera, rodando a veces por los peldaños, huía de la casa con el corazón hecho jirones.
—Detente aquí, René —pidió Ferdinand Ledrú-Rollin a su chofer. El bruñido coche de germánica línea se detuvo a poco de ingresar en la gran circunferencia de grava, bordeando la fuente de los querubes, enfrente de la entrada principal de la casa. Ferdinand lucía aún erecto y elegante, pero tenía ya 104 años y el médico le había recomendado que no manejase. Su vista incluso no era todo lo confiable que fuese antes de la guerra luego de la operación en que le habían extirpado la granada de gas mostaza alojada en el cerebelo. Sus ojos le respondían en general bien, pero cada tanto —los días de mucha humedad por precisar un momento—, sus pupilas se cubrían de una suerte de bruma que le molestaba mucho al leer a Spinoza, por ejemplo. «Residuos del gas, quizás» —le había confiado el doctor Delcasse, tras la intervención quirúrgica—. «Que puede haberse desprendido de la carcasa del letal proyectil y vaga, errático, por el recinto craneano».
Junto al coche Ferdinand, igual que hacía 36 años, permanecía inmóvil, recepcionando los mil aromas diferentes de la campiña.
Esta vez había olor a humo también, proveniente de una fogata alimentada por viejas maderas y muebles en desuso que un operario con mameluco arrojaba de tanto en tanto. Los ojos de Ferdinand recorrieron el entorno, ávidos y sorprendidos, dado que todo, completamente todo, le parecía más pequeño que lo que su recuerdo de niño le dictaba. «Es cierto» —reflexionó— «desde mis ocho años, cuando marché a París huyendo del falso crup, no he vuelto a la casa. Solo aquella malhadada tarde cuando, ciego, regresé para visitar a mi padre». Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Se siente usted bien, señor Ledrú-Rollin? —Rene se había bajado a su vez del coche y lo observaba con cierta preocupación.
—El humo, René —Ferdinand señaló con vaguedad—. No es nada… Es notable —se apresuró a cambiar de tema—… cómo todo me parece más pequeño que lo que yo veía con mis ojos de niño.
Los álamos se le antojaban bajitos. La dimensión de la explanada circular con la fuente le parecía apenas más amplia que un patio interno. El horizonte mismo lucía como más cercano. Hasta las hormigas que descubrió correteando junto a sus pies eran minúsculas.
En ese instante, cuatro hombres con ropas de trabajo sacaban por la puerta principal un piano cubierto con un lienzo.
—Oh Dios —balbuceó Ferdinand—. El piano que fuera de mi madre.
Los hombres dejaron el piano junto a la fuente de los querubes, vociferando que allí quedaría hasta que vinieran por él. Ferdinand caminó lentamente hacia el piano en tanto se quitaba los guantes. Levantó luego con suavidad el lienzo descubriendo el marfil de las teclas. Oprimió dos o tres, con el corazón procurando salir de su pecho y entonces observó algo que le hizo enjugar una lágrima: en una de las teclas laterales blancas aún se apreciaba, sobre el marfil, cierta rugosidad áspera, pegajosa.
Mis dedos de niño, impregnados de mermelada de rosa mosqueta… —susurró, para sí.
—¿Es usted el señor Ledrú-Rollin? —preguntó sorpresivamente alguien a su lado. Ferdinand se recompuso, girando hacia el joven de bigotito fino y sobrio traje que le hablaba. Asintió con la cabeza, temeroso de que su voz le flaqueara—. El señor Ollivier, de la empresa de bienes raíces, lo aguarda en el primer piso para firmar el contrato de venta de la casa.
Ferdinand entró en la vieja mansión, sin que lo abandonase aquella sensación de que todo se había encogido misteriosamente. La puerta, que ya no era tan alta; las ventanas, que no eran tan grandes; los pasillos, que no eran tan largos. Dedujo que, quizás por esas misteriosas reducciones, el precio de venta no había alcanzado la suma por él y por su hermana ambicionada. La vieja escalera de madera parecía esperarlo. Y fue allí que Ferdinand no supo si podría treparla. Desde arriba parecían llegarle, nítidamente aún, aquellas terribles palabras de su padre que lo perseguían desde aquel día, impiadosas. El desprecio de su padre. El rechazo de su padre. Subió lentamente los peldaños, uno a uno hasta alcanzar el primer piso. Sobre la galería, a su derecha, vio la puerta abierta de una habitación que ahora los empleados de la empresa de bienes raíces ocupaban a título de oficina. Desde allí llegaban voces y ruidos de pasos. Pero todo había desaparecido para Ferdinand. Se encontraba solo frente a su pasado. La puerta de la que fuera la habitación póstuma de su padre se elevaba frente a él, cerrada. Vaciló un instante, dudando si debía escarbar una vez más en esa herida sangrante de su vida. Finalmente, con mano temblorosa empujó la puerta y comenzó a abrirla. Por un instante temió vivamente hallarse de nuevo frente a la presencia de su padre moribundo, tendido sobre el lecho. Pero allí dentro, bajo una luz algodonosa que penetraba por el ventanal, todo parecía estar embalsamado: la araña de caireles enfundada en tela blanca, las pocas sillas que quedaban y la cama; vencidos fantasmas cubiertos por raídas sábanas fuera de uso. Ferdinand avanzó un par de pasos, como no pudiera hacerlo tantos años atrás, con la congoja taladrándole el pecho. Bajó la cabeza y cerró los ojos, meditabundo. De pronto, un mísero sonido, tal vez proveniente de afuera, lo rescató de su abstracción. Y entonces observó, en uno de los rincones de la pieza, una suerte de elevado cilindro cubierto también por lienzos, en el cual no había reparado antes. «Un vestidor» pensó. «O quizás algún artefacto médico que mi padre haya necesitado en sus últimos días. Un respirador, tal vez». Se acercó lentamente, curioso. También podía ser, dedujo, uno de aquellos extraños y bellos aparatos de aluminio que usaban los barberos para mantener calientes las compresas faciales, como también sus tijeras y navajas de rasurar. Su padre había sido siempre cuidadoso con su cabello y no habría dudado en hacer traer una de aquellas novedades a su pieza, de ser necesaria. Ferdinand se detuvo frente al cilíndrico envoltorio, casi de su estatura. Un ruido prácticamente inaudible bajo el lienzo, atrajo su atención. Un ruido como el del roce de la seda, similar al que le había hecho abrir los ojos momentos antes. Descorrió el lienzo y vio la jaula. Adentro, inmóvil, se hallaba el papagayo que su padre trajese de África, junto con la peste que lo arrastrara a la muerte. Ferdinand lo contempló, abismado. La inmovilidad del ave le hizo suponer que se hallaba disecado. Pero de pronto el pájaro, alarmado quizás por la presencia de un extraño, torció apenas su cabeza, mirando sin ver con uno de sus opacos ojos ciegos. Ferdinand no se atrevió a volver a taparlo. Conmocionado, dio media vuelta y se alejó lentamente hacia la puerta. Tomado del picaporte, lanzó una última mirada hacia la habitación que perteneciera a la persona que más lo había herido en la vida, aparte del desconocido artillero alemán que le perforara el cráneo con una granada. Iba a cerrar, con un suspiro, cuando un mínimo parloteo lo detuvo. Creyó haber escuchado mal, pero al repetirse el sonido, no tuvo dudas; el papagayo estaba emitiendo un débil susurro. Casi — Ferdinand podía afirmarlo— unas palabras. Con paso firme volvió junto a la jaula inclinándose hacia la cabeza del pájaro. Pasaron unos instantes y el ave no dijo nada. Al contrario, parecía haber vuelto a su inmovilidad de estatua. Ya Ferdinand decidía marcharse, cuando otra vez, el extraño parloteo. Ferdinand volvió a inclinarse acercando su oreja a los barrotes, ansioso.
—Ferdinand… Ferdinand… Mi pequeño demonio… Te perdono… —articuló el papagayo, muy quedo. Ferdinand frunció el ceño, oprimió aun más su oreja sobre los barrotes, jadeando profundamente. Esperó.
—Ferdinand… Ferdinand… Mi pequeño demonio… Te perdono… —repitió el ave, monótona. Ferdinand se incorporó pero tuvo que aferrarse a los barrotes para no caer. Allí, en el pico torpe y ajado de ese loro, estaban las últimas palabras de su padre, las finales, las de despedida, las que cerraban su paso por la vida. Algo fresco y saltarín ensanchó entonces el pecho de Ferdinand. La luz que provenía de la ventana era ahora más clara y resplandeciente. El aroma que llegaba desde afuera, más puro y revitalizador. Salió de la habitación cerrando la puerta y se encaminó, trémulo, hacia donde lo esperaba el señor Ollivier.