RENZO Y ROSSANO

Corría el año 1904 y las compañías del pequeño Renzo habían cambiado de forma sustancial. Ya no estaba junto a él su madre, Nicoletta, muerta en Padova durante la epidemia de cólera china, ni tampoco su tía Anna —a quien tanto quería— desaparecida en alta mar, rumbo a la América. Asimismo sus primos Oreste y Pasquale, con quienes había compartido los primeros juegos y los inicios escolares, se habían perdido en la retirada de las tropas de Garibaldi de la devastada Castelvetrano. De Oreste decían que se había ahogado en el Arno, procurando cruzarlo a horcajadas de una mecedora, pero no era seguro. De Pasquale, nada se sabía. De todos modos el pequeño Renzo había crecido y sus siete años lo mostraban como un chicuelo vivaz y despierto, pese a que sus ojos tenían el sello incontrastable del dolor. Su única compañía era su abuelo Berto y un pequeño perro alsaciano, de pelaje intrincado y ladrido austero, a quien había bautizado Rossano en memoria de un tío suyo de la Toscana. Renzo y Berto no tenían casa y aquel invierno de 1904 los sorprendió vagando por las calles de Milán en procura de un techo. En tanto lo encontraran, se refugiaban por las noches en un cobertizo para carros azotados por el céfiro inclemente, tiritando, apoyados uno contra el otro para darse algo de calor y aguardando la llegada de Rossano. Paradójicamente el pequeño y fiel animalillo era el único que aportaba algo de dinero para el sustento del peculiar trío. Tenía nociones avanzadas de perro lazarillo y gastaba las tardes conduciendo a un rico médico milanés que había perdido la vista al saltarle a los ojos un salpicón de jugo gástrico en medio de una operación de abdomen. No era mucho lo que ganaba Rossano en su trabajo, pero alcanzaba para que noche a noche, Renzo pudiera comprar media docena de castañas calientes con las que o bien se alimentaban, o bien se calentaban restregándolas contra sus cuerpos hasta que las castañas perdían el calor que les había brindado el infiernillo. Pero aquella noche del 14 de enero, vísperas de Santo Imbroglio di Como, Rossano no llegó al cobertizo. Cerca ya de las nueve Renzo, muy inquieto, abandonó su sitio debajo de un tilbury, se cubrió torpemente con paja y afrechillo para atemperar el latigazo del frío y salió a atisbar la calle.

—Puede haberle ocurrido algún accidente —lo alentó, desde adentro, con voz cascada, su abuelo.

—Rossano es muy inteligente —dijo Renzo procurando alejar de su cabeza la idea de una desgracia—. Algún imprevisto debe haberlo retrasado. Tal vez una intervención quirúrgica de urgencia.

Renzo sabía que el doctor milanés, quien confiaba ciegamente en su perro lazarillo, se había hecho conducir más de una vez por éste hasta el quirófano para realizar algunas de sus complicadas cirugías guiándose tan solo por el tacto y la experiencia acumulada. Los ayudantes del doctor contaban que Rossano en aquellas ocasiones, conducía la mano del doctor con cortos tirones al pretal, llevando el agudo filo del bisturí por las vísceras afectadas.

A las once de la noche la angustia del pequeño Renzo pudo más que el frío. Se calzó los rústicos mitones, llenó de papeles sus botas y salió por las calles en busca del perro. Para colmo de males no conocía la dirección del facultativo milanés, por lo que debió vagar por la ciudad sin ton ni son, preguntando a los pocos viandantes que encontraba si no habían visto a Rossano.

—Vi un perro como el que tú me describes —le contestó una señora elegante que se apiadó de la desesperación del muchacho—. Pero fue hace unos cinco años en casa de mi hermana Fulvia, en Caltagirone de Maula, al sur de Sicilia,..

—No he visto un solo perro por estas calles desde que terminó la guerra contra los berberiscos, muchacho —le mintió un trabajador portuario antes de escupir un salivazo de tabaco.

—Si yo hubiese visto a ese perro, te lo diría — fue más contemplativo un hombre alto y delgado vestido totalmente de negro—. No tengo por qué ocultarte una información de esa naturaleza. Pero me extraña que vengas justamente a preguntarme a mí ese tipo de cosas ¿Sugieres acaso que te estoy ocultando algo? ¡Tú quieres complicarme en asuntos poco claros! —gritó por fin el hombre y le tiró a Renzo una piedra.

Sobre la medianoche Renzo ya no podía con el cansancio de sus piernas ni con el desconsuelo de su alma. Lloraba y casi había desistido de preguntar a los pocos transeúntes que podía hallar. Entonces se le acercó una anciana mal entrazada y con aliento a aguardiente de ajo.

—A tu perro se lo llevó la perrera —le dijo—. Lo vi yo con estos mismos ojos que están ahora mirándote a ti. Ve por él antes de que lo arrojen al fuego de las calderas.

Una oleada de espanto sacudió a Renzo ¡Su perro atrapado por la perrera! ¡Su fiel amigo y única fuente de ingresos en manos de aquellos infames! Corrió entonces hasta el cobertizo adonde llegó cubierto de transpiración pese a que había comenzado a nevar.

—¡Abuelo! ¡Abuelo! —gritó. El anciano, arrancado de su sueño tan brutalmente se incorporó con violencia, dando con su cabeza contra el eje de hierro del tilbury.

—¿Qué ocurre, Renzo? —atinó a decir, palpando con su mano temblorosa la larga herida roja que se había abierto en su cráneo casi calvo—. ¿Es que ha aparecido Rossano?

—¡No! —sollozó Renzo—. ¡Ha caído en manos de la perrera! ¡Me lo ha dicho una señora con aliento a aguardiente! ¡Lo vio con sus propios ojos que me miraban de la misma forma con que mis ojos te están mirando a ti ahora!

—¡Debemos ir por él! —dijo el viejo, sin reparar en el manantial de sangre que caía a borbotones por sus enjutas mejillas—. ¡Antes de que lo ejecuten!

—No —lo contuvo Renzo en un rapto de lucidez—. Poco podremos hacer solos tú y yo frente al poder enorme de la perrera. Ni siquiera se dignarán abrirnos las puertas para escuchar nuestro reclamo. Es más, montarán seguramente en cólera si un anciano desarrapado y un chiquillo interrumpen sus sueños… ¡Debemos ir en busca del doctor Ravoni para quien trabaja Rossano! Él es un hombre importante y será atendido de inmediato.

—Pero… —vaciló el anciano, quizás pensando en la propuesta, quizás debilitado al extremo por la pérdida de sangre—. ¡Si no sabemos dónde vive, mi pequeño Renzo!

El valiente niño hizo caso omiso a la objeción de su abuelo y ambos salieron a paso vivo a las calles cubiertas de nieve. No les resultó tan difícil obtener la dirección del célebre médico. Preguntaron en las tabernas, en las fondas y hasta en los prostíbulos. Por fin, un sargento de alpinos que estaba de licencia les indicó el camino.

Dos horas después, la crispada mano de Renzo alzaba con esfuerzo el aldabón de bronce y lo dejaba caer repetidas veces sobre la sólida puerta de la mansión del doctor Ravoni. Pasaron casi quince minutos hasta que se encendió una luz en las habitaciones del piso superior y una voz imperiosa clamó desde una ventana.

—¿Quién molesta a estas horas en la casa de un importante facultativo?

—Mi nombre es Renzo —no se amilanó el pequeño—. Soy el dueño de Rossano, el perro lazarillo del doctor Ravoni, y necesito hablar urgentemente con el doctor.

—El doctor está durmiendo —rugió la voz y Renzo pudo apreciar el medio cuerpo de un hombretón asomándose por el alféizar de la ventana, tocada su cabeza con un gorro de cama—. Y no se levantará a estas horas para atender un miserable tajo en la cabeza.

Renzo miró a su abuelo. Sin duda el sirviente del doctor había advertido el reguero de sangre que se dibujaba tras ellos, sobre la nieve.

—No es por eso —imploró Renzo—. Es por Rossano, mi perro… ¡Ha sido atrapado por la perrera!

El hombre los miró un instante, en silencio, luego giró la cabeza hacia adentro y comunicó algo.

—Y… ¿qué necesitan? —preguntó después, volviendo a dirigirse a Renzo y a su abuelo.

—Queremos que el doctor nos acompañe hasta la perrera a pedir por Rossano. A nosotros no nos harán caso alguno.

El hombre volvió a transmitir el mensaje hacia adentro y luego aguardó una respuesta. Se volvió a asomar por la ventana.

—El doctor no está dispuesto a ir a la perrera a pedir por ese animal —gritó—. Si la perrera ha llevado a Rossano, por algo será. Nadie es encerrado si se comporta correctamente…

—¡El no ha hecho nada, lo juro! —lloró Renzo—. ¡Mañana el doctor no tendrá quien lo guíe por la ciudad!

El hombre, esta vez, ni se dignó a comunicar a su patrón lo dicho por el niño.

—¡El doctor no pone las manos en el fuego por nadie! —dijo—. ¡Y prefiere caminar a tientas por las calles antes que ser guiado por un delincuente que puede conducirlo al escándalo, la vergüenza y el escarnio!

Y sin más, el sirviente cerró la ventana de un golpe. Segundos después y ante las miradas angustiadas de Renzo y su abuelo, la luz se apagaba. Aquella inmisericorde negativa, que podría haber amilanado a un titán, obró sin embargo como un acicate para Renzo.

—¡Vamos! —ordenó, tonante, a su abuelo—. ¡Nosotros solos sacaremos a Rossano de allí dentro!

Una hora más tarde, la desigual pareja del niño y el anciano, detuvo su marcha frente al sobrio edificio de la perrera del municipio. No parecía haber vida alguna allí dentro, pero Renzo pudo advertir entre la oscuridad de la noche y la nevisca, que un hilo de humo negro huía cielo arriba, por la chimenea.

—¡Abran! ¡Abran! —clamó, golpeando el enorme y sólido portalón de dos hojas, angustiado por el recuerdo de los hornos de sacrificio—, ¡abran por amor de Dios!

Esta vez no tuvieron que aguardar tanto tiempo. De inmediato, y ante un tirón violento, se abrió una de las puertas y emergió una cabeza enorme de aspecto horrendo, cubierta por un capuchón oscuro.

—¿Quién osa molestar a estas horas? —rugió el guardia mostrando en su rostro patibulario los rastros ignominiosos del sueño interrumpido y del abuso del alcohol. Atrás de él con un gruñido animaloide, otro guardia de peor catadura insultaba por lo bajo.

Renzo tragó saliva y se armó de coraje para contestar.

—Mi nombre es Renzo —explicó—. Y esta persona que sangra es mi abuelo. Nuestro perro Rossano fue capturado por ustedes y venimos a pedir su libertad…

Sin abrir del todo la puerta el bestial guardián los contempló durante un minuto con real asombro.

—Podrán individualizarlo fácilmente —continuó Renzo, atosigándose con las palabras— ya que se trata de un perro alsaciano de color indefinido. Sus orejas…

Iba a continuar la descripción pero la grosera carcajada del guardia lo interrumpió.

—¿Un perro? —alcanzó a articular el sujeto cuando pudo reprimir sus risas perversas y convulsas—. ¿Has interrumpido el sueño sagrado de los guardias por un perro?

—Sí… —vaciló Renzo— ¿por qué otra cosa, si no, podría…?

—¡Largo de acá! —estalló de pronto el centinela, abriendo la puerta y saltando a la calle seguido por su secuaz—. ¡Largo de acá, tú y el miserable de tu abuelo!

A duras penas logró Renzo eludir el puntapié criminal que le arrojó el sujeto. Pero su abuelo tuvo menos suerte: el otro guardia se lanzó sobre él y lo empujó con una violencia aterradora. El pobre anciano cayó sobre la calle y allí quedó, inmóvil. Los dos energúmenos, satisfechos con su hazaña, volvieron a entrar al lúgubre edificio y cerraron el portalón con estruendo. Renzo, temblando, buscó entre la nieve su sombrero caído y procuró mitigar el ritmo de los latidos de su pequeño corazón. Luego observó la figura de su abuelo, caído cuan largo era sobre la acera. La nieve comenzaba a cubrirlo con sus copos.

—¡Abuelo! —llamó—. ¿Está usted bien? ¡Ese cobarde lo empujó sin contemplación alguna!

Pero el anciano no contestaba. Renzo corrió hacia él. El viejo parecía dormir, pero no reaccionó antes los recios sacudones del nieto.

—¡Abuelo! ¡Abuelo! —volvió a llamar Renzo con desesperación, ya adivinando la tragedia. Se quitó uno de los mitones y tocó la noble frente del anciano. Estaba helado como el mármol. Había muerto súbitamente al golpear su nuca contra el cordón de la vereda. Renzo solo atinó a ponerse de pie y taparse la boca con la misma mano con que había tocado el cadáver.

Han pasado cinco años. Renzo, ya convertido en un muchachito con rizos dorados, ágil y fibroso, es el lazarillo del doctor Ravoni. Ha debido ocupar el lugar del malogrado Rossano ante la imperiosa necesidad de alimentarse. Tomar aquella decisión le resultó muy duro, pues debió vencer el oscuro resentimiento que albergaba hacia el célebre médico tras la negativa de éste a salvar al leal perro. Pero el hambre, el frío y la siniestra perspectiva de continuar pasando las noches a la intemperie lo empujaron a ofrecerse como sustituto. Tampoco fue fácil para Renzo habituarse al pretal, el mismo que usara Rossano, para guiar al doctor. Si bien lo emocionaba y le acercaba el recuerdo de su fiel amigo el hecho de sentir sobre su pecho las correas tachonadas, la diferencia de medidas antropométricas comprimía el pecho del niño hasta casi privarlo de la respiración. El doctor Ravoni, sin embargo, se había negado a comprar un nuevo pretal, más amplio, alegando que sus ingresos por la medicina habían disminuido, terminada la epidemia de tifus.

Un domingo luminoso de marzo, en el año 1909, el doctor ordenó a Renzo que se pusiese los avíos de lazarillo para salir a dar un paseo. Aquello no disgustaba a Renzo. Los paseos eran casi siempre por la plaza del Militi Ignoto y sus parques y rosaledas se poblaban de gente elegante que salía también a lucir sus mejores ropas y a saludarse con gestos educados. El doctor se ufanaba de ser reconocido; gastaba también, de vez en cuando, algún chascarrillo con los colegas que hallaba en el paseo y comparaba, con ventaja, a Renzo con otros perros que eran paseados por sus amos.

Aquella tarde, tras una hora de caminata por la plaza, el doctor ordenó a Renzo conducirlo hasta un banco, para descansar y oír el paso de los viandantes y sus carruajes. Había en el aire un aroma donde se mezclaba la fragancia de las flores con el reclamo dulzón de las confituras y golosinas que diferentes pregoneros anunciaban con monotonía grave. Renzo se sentó también en el otro extremo del banco de piedra, divertido por el movimiento dominguero. En ese instante vio que se desataba una algarabía del otro lado de la avenida, sobre la acera de la fuente de La Concordata. Un carro de humilde aspecto se había detenido allí, pero el precario escenario montado en su furgón atraía la atención de la gente y en especial de los niños. Muy pronto apareció un mago que comenzó a realizar toda suerte de artes de birlibirloque. Renzo estuvo tentado de invitar a su amo a cruzar la avenida para ver de cerca el espectáculo, pero se contuvo ante la evidencia de que ambos estaban considerablemente cansados y de que aquella no podía ser una atracción demasiado seductora para el doctor, ya que su vista era notoriamente menos rápida que las manos del mago. De pronto, el ilusionista anunció que cerraría su exhibición transformando a su paloma, Tiziana, en un ser inimaginable. Ante la entendible curiosidad del publico, el prestidigitador dibujó un par de gestos ampulosos en el aire, ocultó la paloma en su lustrosa chistera, realizó otro par de pases misteriosos y luego mostró la chistera totalmente vacía. Después repitió una fórmula mágica —que dijo haber aprendido en Oriente— y sacó de la chistera un pequeño perro. Hubo risas, exclamaciones y palabras de asombro, pero Renzo, desde la vereda de enfrente, se levantó de su asiento como sacudido por un rayo ¡Ese perro era Rossano! Pese a la distancia que lo separaba del carro del mago, el muchacho creyó reconocer la mirada familiar del alsaciano, su pelaje de color indefinido y la particular implantación de sus bigotes.

¡Rossano! —gritó, estremecido su cuerpo por las palpitaciones— ¡Rossano!

Sin pensarlo siquiera, pegó un salto y se lanzó por entre la multitud en procura del carro del mago, gritando el nombre de su noble amigo. ¡Rossano! ¡Rossano!. Pocos se percataron de que, en su arranque enloquecido, Renzo arrastraba al azorado doctor Ravoni quien, sujeto por la correa del pretal que le circundaba la muñeca derecha, había ido a golpear malamente contra el suelo y ahora rodaba por la calle como un muñeco desarticulado, entre gritos de dolor y estupefacción. Hubo un moderado revuelo entre la gente y pudo verse cómo el ilusionista, con expresión preocupada ante el escándalo, guardaba a prisa en un arcón sus cajas, cilindros, palomas y pañuelos. De inmediato, y cuando ya Renzo se lanzaba como un aluvión cruzando la calle, el carro del mago partió a escape, azuzados sus caballos por la esposa del mago. La desgreñada mujer, traspuesta de fastidio, descargaba sobre las grupas de los sufridos corceles una lluvia de latigazos. Fue entonces cuando Renzo se vio, de pronto, retenido y detenido por un brutal tirón de su arnés. El cimbronazo pareció quebrarle los huesos del pecho y de los brazos pero más que nada, lo paralizó de espanto el griterío horrorizado que escuchó a sus espaldas. Aturdido y confuso, giró lentamente para encontrarse ante el lúgubre espectáculo: en su descontrolada carrera había arrastrado al doctor Ravoni y éste había sido aplastado por una berlina. Su cuerpo exánime se encontraba ahora, grotesco, sobre la calle y un reguero de sangre fluía por su cuello roto.

—¡Fue él! ¡Fue él! —gritaron al unísono varias mujeres desencajadas. Y señalaban a Renzo.

Han pasado 44 años. Las puertas de la prisión de Predappio dei Mazzo se abren y dejan paso a una figura de aspecto frágil y menesteroso. Es Renzo. Tiene ya 57 años, pero las privaciones y sufrimientos del encierro lo hacen aparecer como un anciano de 70. Sus ojos, otrora claros y luminosos, lucen hoy opacos y mortecinos. Una rala barba amarillenta le cubre las mandíbulas apretadas. Pobre es también el contenido del hatillo que sostiene bajo el brazo: apenas una escudilla de latón que ha hecho las veces de vajilla durante los interminables años en la celda y una imagen de San Francesco Della Vedova tallada sobre el minúsculo hueso del fémur de una rata que le obsequiara antes de morir, su último compañero de celda, un asesino de Malamocco, Venecia.

El recién liberado camina como un autómata por la acera, acostumbrándose poco a poco a la nueva dimensión del espacio libre y a la deslumbrante brillantez del sol. De repente, un ladrido lejano concita su atención. Mira hacia la vereda de enfrente y no puede dar crédito a lo que ven sus ojos ¡Es él, Rossano, su amado perro el que corre hacia Renzo como una exhalación pletórica de alegría! El fiel animal está delgado y con muestras ineludibles de haber sufrido el azote de la sarna, pero es aún el Rossano activo y emprendedor que todos conocieran en los buenos tiempos.

—¡Rossano! —sólo atina a decir Renzo, cayendo de rodillas para recibir el impacto de aquel cuerpecillo menudo que huele a rayos y que golpea contra su pecho—. ¡Rossano! ¿Cómo has hecho para localizarme? ¿Cómo has hecho para saber el día exacto en que yo sería liberado? ¿Cómo has podido reconocerme luego de tanto tiempo de vida aciaga y tormentosa?

Luego, no atina a decir nada más. Le basta recibir sobre sus mejillas magras los lengüetazos torpes y repetidos del perro, el golpeteo incesante de la cola frenética que festeja, a su modo, el reencuentro.

—La vida me castigó muy duramente, noble amigo mío —balbucea Renzo, abrazando al animal sin reparar en el áspero tacto de su piel enferma—. Dios quiso que pagara con el cautiverio mi error de juventud… Pero ahora sé que el cariño de un solo ser viviente puede redimir tanto sufrimiento, tanto dolor, tanta estulticia… Ahora que he pagado mi culpa descubro que el destino tenía reservado para mí este momento… Y soy feliz, mi fiel amigo, muy feliz…

Y luego ambos, el reconfortado Renzo y el gozoso Rossano, se marchan lentamente hacia las luces de la mañana.