UN HÉROE OLVIDADO: CADETE LUCIO ALCIDES ALZAMENDI

El 7 de agosto de 1814 se realiza, por fin, el secreto encuentro entre el coronel Eladio Conesa y el general Gervasio Arredondo.

Absolutamente nada trasciende de lo que allí se habla. Tan secreto es el carácter de la reunión que el mismo Arredondo abandona la Posta de Macachines sin tener la más mínima idea de lo que se ha conversado. Así y todo, regresa a Salar del Grueso (donde se asienta su ejército) y despacha a su mejor chasque, Atanasio Leanes, hacia el Buenos Aires. Urgente, a revientacaballos. Y en efecto, a pocos metros del punto de partida, el noble animal de Leanes estalla, dando muerte a su jinete. Nunca se sabrá si el hecho obedece a un atentado o a una simple fermentación de las pasturas.

Pero así comienza una serie de situaciones fortuitas que decidirá extrañamente el futuro de un novel militar (de solo 16 años) que aguardaba para esa misma época directivas precisas del gobierno central en los poco propicios llanos de Mentoliptus, 44 leguas más abajo de la ciudad de Tartagal.

El joven militar se llama Lucio Alcides Alzamendi, es nacido en Las Monjitas (mísero villorrio del partido de Los Postizos) y su nombre crece en las conversaciones de los casinos de oficiales y los mentideros políticos hasta convertirse casi en una leyenda. Ha tomado en el norte un ejército vencido y desmoralizado de manos del coronel Hilarión Montoya, tras las derrotas de Caseríos, Talar del Tala y Mirador del Cuís.

Buenos Aires le ha confiado tal fuerza al por entonces cadete Lucio Alzamendi, porque nadie quiso empuñar esa brasa ardiente. Miguel de Torrecillas ha aducido tener que trasladarse a Oruro, en viaje de negocios. El capitán Timoteo Arana antepone sus estudios de guitarra para eludir el compromiso y hasta el coronel Emiliano Cepeda se excusa de hacerse cargo del castigado ejército argumentando estar comprometido ya con un batallón de mulatos portugueses en el sur del Brasil.

Lucio Alzamendi, quizás con el fervor de la juventud, tal vez con el arrebato de su inexperiencia, se hace cargo de aquellos tres deshilachados regimientos y logra el milagro. El 14 de mayo de 1813 derrota a los españoles en Melones del Tajo, repite la victoria en La Escondida y alcanza una asombrosa paridad en Palomitas, enfrentando ni más ni menos que al 7° Regimiento Dragones del general Alfonso Salmerón de Lafarruca.

Ay cielo, cielito, cielo,

cielo de las Palomitas

donde triunfara Alzamendi

con Pancho y Mariano Pita.

Si bien el cielito de Serapio Cejas rescata para la posteridad los nombres de Francisco Pancho Corvalán y Mariano Pita (segundos de Alzamendi), el combate de Palomitas, sostenido en increíble inferioridad de condiciones (670 criollos contra 7000 realistas) imprime en la historia otro nombre que se irá consolidando junto al de su jefe adolescente: el sargento Nazareno Argota, que enlaza seis piezas de artillería españolas, provocando el aplauso de los mismos enemigos.

«Pienso —escribe a pocos días de ese triunfo el general Desiderio Novoa a Domingo Matheu— que no debemos apurar la carrera de este muchacho. Es casi un niño, pero está forjado con el bronce de los grandes. Hace mucho, pero mucho tiempo, mi querido Domingo, que no sale de nuestros colegios militares una promesa como la que configura ahora el capitán Lucio Alcides Alzamendi».

Pero Matheu confronta esa opinión con otra, mucho más apasionada, la del fogoso Cornelio Balcarce, a la sazón periodista de La Volanta de Buenos Aires. Balcarce exige prácticamente con el respaldo que le confiere su emporio de la noticia, que Lucio Alzamendi sea puesto al frente del Ejército de los Andes, unidad militar que se dispone, por entonces, a cruzar el macizo andino. Avala su pedido el bajo rendimiento de las tropas que se preparan en Cuyo. Un mes antes han practicado el trascendental cruce en las cercanías de Tandil. Han tardado más de 26 días en llegar desde Abra de la Ventana hasta Roca Vieja y 48 soldados se han perdido en las inmediaciones de El Zapato.

Matheu duda y dilata el momento de la decisión. Balcarce se enfurece, como así también Emilio Andrade (primo de Olegario Víctor Andrade, el inspirado poeta) quien ha escuchado hablar de Alzamendi en los escaños del Tercer Triunvirato e incluso en la Segunda Casa de Tucumán, que ha alcanzado nivel internacional.

Sin embargo, el 23 de marzo de 1813 las tropas de Alzamendi, desplegadas en los llanos de Cerrillos, enfrentan y baten por completo al invicto Regimiento de Cazadores del general español Luis Alcalá de la Cornaleta. Como prueba de la victoria el joven estratega envía al Buenos Aires una calesa transportando el trofeo de guerra: la bandera del regimiento derrotado donde se lee, bordado en hilos de tragacanto: «Por las buenas, siempre. Por las malas, nunca. Viva Almería. Sardana o muerte».

La calesa no llegará jamás a la capital. Un terremoto la sorprende en San Luis y confunde su rumbo, lo que la lleva a terminar su accidentado viaje en Brocal del Inca, Perú. Sin embargo, la noticia de la sorpresiva victoria ha corrido como un reguero de pólvora. Más que nada de boca en boca de los troveros criollos, nuevamente a partir de un cielito de Serapio Cejas.

Ay cielo, cielito, cielo

cielo de los cerrilleros

Alzamendi dijo basta

a los fieros extranjeros.

El tema prende rápido en la juventud. Lo cantan los escolares en los colegios de La Rioja y San Luis. Pronto lo harán en Misiones y Santa Fe. Y llegará luego al Buenos Aires. El cardenal Primado Monseñor Gregorio Etcheguren, obispo de Ciudadela, lo escucha cantar a los concurrentes de las riñas de gallos en lo de Cresencio Zapata. Lo comenta con Matheu.

Matheu duda. Se siente presionado. Su propio hijo Merceditos canturrea la simple melodía en el patio de su casa, pletórico de naranjos. Llama entonces urgente al general Juan Cruz Cangallo para que baje a la Capital. Cangallo está en Jujuy, algo retirado de la guerra, atendiendo un saladero de carne minorista. Pero deja todo ante el pedido de su superior y amigo y vuela a Buenos Aires. Cuatro meses después está allí.

Su consejo sin embargo, sigue siendo el mismo. «No nos apresuremos con Alzamendi. Es un militar con un futuro enorme. Podría el día de mañana conducir un ejército en Europa o ¿por qué no? en la misma Rusia de los Zares, cuna de grandes estrategas. Pero hoy, es apenas un adolescente. Podríamos equivocarnos. Podría tratarse solo de un deslumbramiento, o de una racha favorable… ¿Cuántas veces nos ha ocurrido, con anterioridad?».

Matheu consulta con Valentín Obligado, con Goyo Fotheringham, con Sandalio Peña. Lo que sostiene Cangallo es cierto. Les ha sucedido con el coronel Ignacio de Corredera, con el alférez Torcuato Fisherton, con el mismo Carmen René Quintana quien, tras la batalla de Las Chistosas, se perfilara como el héroe esperado, para defeccionar estrepitosamente en Corrales de los Chiqueros (Tucumán) perdiendo lastimosamente el Quinto Regimiento de Blandengues de Lomas de Zamora en una escaramuza contra una patrulla de Exploradores Gaditanos. O con el cadete Eleuterio Barragán quien, luego de tres notables victorias en el noroeste del país, decidió abandonar la carrera militar para dedicarse por entero al juego del pato, con esa inconstancia propia de los adolescentes. Peor fue lo del capitán Gaspar Nicasio Del Viso —le recuerda Cangallo— quien perdiera dos brillantes brigadas de Coraceros Sanjuaninos en un monte de espinillos, ni siquiera en batalla. Los extravió en aquel vivac y nunca más volvió a dar con ellos.

Matheu duda. No sabe, no intuye o no quiere darse cuenta de que ya la envidia ha comenzado a circular en algunos estratos militares. El mismo Cangallo no es ajeno a ella. Se siente relegado, sufriendo una postergación injusta a manos de un mozalbete que aún no sabe ajustarse los correajes por sí solo. Él, Cangallo, o quizás su gran amigo y consejero, el capitán de artilleros Marcelo Muñoz, podrían hacerse cargo del Ejército de los Andes.

Muñoz, un esteta de la guerra, se ha anotado poco tiempo atrás (a comienzos de 1812) un punto importante en su carrera por la notoriedad: ha diseñado el nuevo tipo de morrión para que luzca el Regimiento de Húsares de Monte Caseros. En lugar del viejo y deslucido penacho de plumas de codorniz pampeana, gracias a su impronta creativa, los vencedores de Toco Mocho habrán de lucir ahora un desafiante manojo de plumas de avestruz colorado (de allí en más este cuerpo de ejército sería denominado con justicia Los Zancudos de Urbini).

Matheu vacila. Pero luego, tajante, manda una carta a don Amílcar Di Fulvio, procurador de Cajamarca. «Confirme al brillante hombre de armas don Lucio Alzamendi, en el cargo del Ejército del Norte. Invístalo del rango de Coronel con provisión de casa y pitanza. Y que el Señor, con su Infinita Bondad, alumbre a vuestra Merced en este difícil encargo».

La respuesta de Di Fulvio no se hace esperar. Seis meses después llega una carta rajante al despacho de Bernardino Rivadavia. Con sorprendente lucidez, Di Fulvio dice: «Nuestra patria necesita de héroes. Es corto el camino que hemos desandado desde nuestro grito de independencia y aún no contamos con prócer alguno. Países hermanos y limítrofes, con menos merecimientos y honores, ya cuentan en su acervo con apellidos señeros a quienes reverenciar y halagar. Lucio Alzamendi es, en mi humilde saber, el único argentino que se halla en condiciones de aspirar a tan gallardo título. Permítale usted demostrarlo en los grandes eventos y no solo en estas regiones periféricas que, vale Dios si lo sabré yo, lejanas están de la promoción y de la fama».

Matheu duda. Pero hay rumores inquietantes que llegan de la frontera con Perú. El general español Francisco Jovellar Prim está reagrupando sus fuerzas y se dispone a caer sobre Aguaray, Tartagal y la misma Salta, si el tiempo se lo permite. Envía por lo tanto una carta virulenta a Di Fulvio.

Ocho meses después, al recibirla, el procurador de Cajamarca lee: «Una gran batalla está por darse en sus dominios. Allí tendrá oportunidad el bravío Lucio Alcides Alzamendi de refrendar todo lo que de él ha sido dicho. Si supera esta prueba será, sin duda, serio candidato para ocupar la jefatura del Ejército de los Andes».

Las tropas que se preparan en Mendoza mientras, continúan preocupando al Gobierno de Buenos Aires. En marzo del 1814 han intensificado su preparación en las sierras de Córdoba, extraviándose dos batallones de negros en el laberinto de Los Cocos.

En Pampa de los Palotes, en agosto del mismo año, Lucio Alzamendi dispone sus hombres. Ha reunido lo mejor que pudo encontrar. Con él está el capitán Clemencio Casabastianes con sus Lanceros del Chaco. Está el teniente Horacio Aguarán Bermúdez con sus Húsares de Pomona. Está Felicio Ascasubi. Los Infernales del Monte. Están Los Chilaqueros, Las Voces de Orán, Ismael Ávila y su Chamaquita Cantora, Los Silbadores del Cerro. Y está también Serapio Cejas, el trovador que ha cantado puntualmente los cielitos que cuentan de sus victorias.

El enemigo se reúne (como siempre antes de cada batalla) en la pulpería del Chino en Simoca, solar semiárido, arcilloso, de vegetación achaparrada y más bien seco que desalienta el monocultivo. Son cuatro batallones muy bien montados y con toda la experiencia del mundo. Francisco Jovellar Prim tiene sed de revancha. Viene de una serie de contrastes y de una gripe.

Pero el joven Alzamendi diseña su estrategia en compañía de sus laderos históricos. Aquellos mismos bravos que estuvieron con él en El Paspado, Pirquitas, Parpar del Pato, Aljiberío, Indio Zonzo, Utensilios Altos, Caldén, Melón del Pocho y Aguas Menores. Hombres de mil batallas que lucen sus pechos cubiertos de medallas. Está como siempre el sargento Argota, quien ha rechazado un ascenso a teniente coronel argumentando que no desea marearse con los efluvios del poder. Está el correntino Itsaco Madreselva, quien en la batalla de Los Jijenes fuera ternado (junto con Abdón Paredes y Parmeneón Costilla) a la condecoración Carancho de Plata al Valor en Combate, medalla que finalmente tuviera como destino el pecho de Costilla, debiéndose conformar el correntino con la mención de Soldado Simpatía.

Y está también el trovador Serapio Cejas. Este entrelaza una particular relación con Alzamendi. Lo apoya y aconseja desde su visión de trovero solitario. «En la última victoria de Campichuelo —le recuerda— usted le permitió a sus hombres repartirse el botín de la victoria, todo aquello que pudieran encontrar en los caseríos de Los Borrachos y Cachimba Grande. Pero sus hombres eran muchos, tenía usted en su regimiento más de 1200 valientes. Por lo tanto, lo que pudo retener cada uno luego de la repartija, fue muy poco. Debería pensar en cuerpos menos numerosos. Batallones con menos hombres. De esa forma no solo tendrían mucho más para repartirse luego de las victorias, sino que sería más fácil su traslado».

Alzamendi lo piensa. Rememora que no hace mucho, un año atrás, su ejército recibió una propuesta de trasladarse a Clorinda, en Paraguay, para aplastar una sedición de los indios matacos. Y Alzamendi debió rechazarla pues el intendente de Asunción se negó a pagar las costas del traslado de aquellos 4000 valientes.

«Mire a Güemes», le recomienda el trovero. Y es allí donde Alzamendi se equivoca. Es allí cuando da el mal paso. Piensa quizás en las posibles riquezas que puede hallar en Las Braguitas, en Posadas, en Foz de Iguazú, si bate a los realistas de Francisco Jovellar Prim. Y licencia a la mitad de su ejército antes de la batalla. Nadie se sorprende. Son tropas que vienen con el cansancio de una larga campaña. Y nadie por otra parte imagina a un Alzamendi perdidoso.

La batalla de Las Cabritas tiene lugar el 14 de octubre de 1815 y dura cuatro días. Alzamendi obtiene una completa victoria pero a un costo estremecedor: pierde 1786 hombres, casi la totalidad de su tropa. Entre ellos sucumbe, nada menos, Nazareno Argota, el sargento que lo acompañara desde el inicio de sus aventuras militares. Alzamendi, superando el dolor que le causa la pérdida, envía urgentemente hacia Salta al trovador Cejas. Debe avisar a los salteños que la ciudad está salvada. El peligro de la ocupación goda ha desaparecido.

El español Jovellar Prim ha visto morir prácticamente a todo su ejército. El resto, una minúscula caterva de desesperados, se desbanda por las serranías de Calcañar y Moco del Pavo.

Alzamendi sabe, tiene la certeza, íntimamente de que esa victoria lo hará trascender ya, más allá de la mera promesa. De allí en adelante será casi un prócer, un nombre venerado y reverenciado por todos.

Serapio Cejas, viajando a marcha forzada hacia Salta, sabe también que tiene en sus manos la noticia del año y quizás de la historia. Intuye asimismo que baraja entre sus dedos un seguro éxito. Advierte que no puede dejar pasar la oportunidad.

Hace ya mucho del impacto alcanzado con su Cielito de los Cerrilleros (que inmortalizara aquella victoria) y aún siente en la boca el regusto amargo que le dejara la escasa repercusión de su Zambita del Cascarudo, para los niños de los parvularios. Apenas un inesperado eco en el mercado de Montevideo, en los puestos de frutas y de pescados, pero una notable indiferencia en las peñas y los corrillos de Buenos Aires, que es lo que él ansía.

Decide, mientras exige a su cabalgadura, lanzar un producto mejor acabado, de dos estrofas, con más posibilidades de narración, atento quizás al éxito que está obteniendo en la Gran Aldea un libro de poemas interminable, el Martín Fierro.

Serapio Cejas llega a Salta y esa noche, en la peña de Jacobo Regen, canta.

Ay cielo, cielito, cielo

cielo del sargento Argota

donde florece la gloria

y despunta la derrota.

La premura, sin duda, la ansiedad por comunicar la noticia, lleva al trovador Cejas a tergiversar así el relato de los hechos. Privilegia la primicia antes que la verdad y no encuentra, ostensiblemente, la palabra exacta que rime con Victoria. La malhadada fonética de Argota por otra parte, parece conducirlo artera e indefectiblemente hasta el tramposo final.

Nadie le da tiempo para la corrección del mensaje. Las miles de personas reunidas esa noche en la peña de Jacobo Regen huyen despavoridas al escuchar el cielito. Hay escenas de locura y terror, de desesperación y espanto.

No más de una hora después, cientos de familias salteñas abandonan en carro, a pie o a caballo, la ciudad norteña ante la inexistente amenaza de la invasión española. Amílcar Di Fulvio incluso divulga la consigna de tierra arrasada. Se queman las casas y los negocios, se da muerte a los perros y a los conejos. Lo que no se puede llevar es incendiado y se arroja sal gruesa, cal y arrope sobre los plantíos.

Desconociendo todo esto, Lucio Alzamendi, en Gomerillas, da licencia a los pocos hombres que le quedan. Están agotados y quieren volver a sus casas. Se desperdigarán, entonces, entre los cerros. No son más de quince hombres, conscientes de que la guerra ha terminado y que ya el ejército no necesitará de ellos.

Alzamendi se quedará aguardando nuevas órdenes, un nuevo cargo, un nuevo destino. Y lo hará quizás por años. Nadie sabe más nada de él.

¿Fue acaso casual el inoportuno consejo del trovador Serapio Cejas, para que disminuyera la cantidad de hombres a su mando, procurando obtener mayor beneficio de los botines de la victoria? ¿Fue incluso involuntario, el desgraciado error de Cejas al cantar en Salta el cielito como relato de derrota en lugar de victoria al no encontrar la rima adecuada para el apellido Argota? Lo cierto es que todo esto quedará como uno de los tantos misterios de nuestra historia.

Es 1815 y Domingo Matheu duda. Escribe a Domingo Faustino Sarmiento, en San Juan y le recomienda: «Confirme por ahora a don José de San Martín en el Ejército de Cuyo. Han llegado pésimas noticias desde el Norte. Las batallas las ganan los jóvenes. Pero las guerras, mi querido maestro, las ganan los hombres».