10. Ira, miedo y velocidad

Puse una daga en ese dolor y desapareció.

—Jim Spivey

El primer gran pensador occidental que formuló la teoría cuerpo-mente de las emociones humanas fue el filósofo holandés del siglo XVII Baruch Spinoza. En un tajante alejamiento de la tradición occidental de concebir la mente y el cuerpo como entidades completamente separadas, hechas de sustancias totalmente diferentes, Spinoza definió las emociones (o afectos) como las respuestas físicas conscientemente sentidas a las influencias que afectan al bienestar del cuerpo. En su Ética escribió: «Por emoción entiendo las afecciones [cambios en el estado] del cuerpo por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo y entiendo al mismo tiempo, las ideas de esas afecciones». En otras palabras, según Spinoza, la principal fuente de los sentimientos son los cambios en el estado del cuerpo que ocurren en respuesta a algunas influencias, internas o externas.

Dos siglos después, el desarrollo de la teoría de la evolución proporcionó las herramientas conceptuales que permitieron a los pensadores iniciar el proceso de transformación del estudio de las emociones humanas desde un enfoque filosófico a uno científico. El propio Charles Darwin escribió un libro entero sobre las emociones humanas. Como puede imaginar, Darwin argumentaba que las emociones son atributos heredados que han sobrevivido al proceso de selección natural porque son útiles para los organismos que las presentan. Según la visión de Darwin, las emociones son fundamentalmente las mismas en los humanos y en otros animales. «Emociones negativas», como la ira, el miedo y el asco, son útiles porque nos impulsan a evitar y a defendernos de las amenazas y de las influencias dañinas, mientras que las «emociones positivas» nos incitan a buscar las influencias saludables. Darwin también fue un poco más allá de Spinoza a la hora de especificar los cambios en el estado del cuerpo que subyacen al aspecto experiencial de las emociones, como son un aumento del ritmo cardíaco, la transpiración y la tensión muscular en el caso de la ira.

A finales del siglo XX, los científicos desarrollaron instrumentos que les permitieron observar el funcionamiento interno del cerebro. Estos avances permitieron a los investigadores aprender mucho más sobre qué son las emociones, de dónde proceden y cómo trabajan en relación con otras funciones del cuerpo y de la mente. Uno de los grandes pioneros en este campo de investigación ha sido Antonio Damasio, un neurocientífico de la Universidad Southern California. El trabajo de Damasio le llevó a proponer que la emoción es fundamental para la propia estructura de la conciencia, que hay un aspecto emocional en cada pensamiento individual que producimos y sensación que experimentamos. En The Feeling of What Happens, Damasio argumentaba que la conciencia es básicamente una representación del estado de un organismo con relación al ambiente interno, el cuerpo, como al externo. Estas representaciones de estados son inherentemente evaluativas. En otras palabras, los múltiples sistemas que conforman el organismo, y el organismo como un todo, siempre están representados en la conciencia en cierto grado como buenos o malos, ilesos o dañados, amenazados o fortalecidos. Por tanto, la conciencia es fundamentalmente emocional. No existe una conciencia pre-emocional o a-emocional. La conciencia existe únicamente para permitir al organismo saber qué tal está y para permitir que actúe por su propio bien de formas más sofisticadas que como lo haría si no fuera consciente.

Damasio describió como «sentimientos de fondo» las emociones que sentimos cuando no estamos experimentando las emociones fuertes (miedo, alegría, ira, etc.) inducidas por intensos estímulos positivos y negativos. Estos sentimientos de fondo representan un cierto estado de equilibrio emocional. Cuando el organismo está bien, este estado es placentero. En la medida en que el organismo está mal, los sentimientos de fondo son negativos. De este modo, la felicidad debe de ser entonces el sentimiento de fondo de un grupo de sentimientos de fondo positivos como bienestar, armonía y equilibrio (el propio Damasio los mencionó) que predominan cuando el cuerpo o el cerebro están bien. Esto explicaría por qué los científicos han encontrado que el ejercicio hace que la gente esté sensiblemente más feliz.

Quizás la mayor contribución de Damasio a nuestra comprensión de las emociones fue demostrar que no hay una separación clara entre nuestras facultades emocionales y nuestras facultades de razonamiento. Dado que cada pensamiento, en los que se incluyen cosas como la ejecución de cálculos matemáticos, pasa a través de canales emocionales dentro del cerebro, no podemos pensar efectivamente si nuestras facultades emocionales intervienen de alguna forma. Resolver un problema matemático, por ejemplo, incluye el esfuerzo para superar el estrés de no saber la respuesta y esta dimensión emocional de la experiencia apresura el descubrimiento de dicha respuesta.

De hecho, hay un aspecto emocional en todo aprendizaje. Este hecho fue perfectamente demostrado en estudios en los que los sujetos eran expuestos a series de imágenes, la mayoría de las cuales eran placenteras o benignas, pero que incluían algunas inquietantes. Aunque al principio el orden de las imágenes parecía aleatorio, no lo era. Lo interesante es que los sujetos comenzaron a anticipar correctamente la imagen emocionalmente inquietante antes de que reconocieran conscientemente el patrón. En concreto, había un aumento de actividad en las regiones cerebrales asociadas con la aversión, regiones que previamente se habían activado solo después de que el sujeto viera una imagen inquietante. La enseñanza aquí es que a menudo descubrimos cosas de forma emocional antes de que las veamos conscientemente y a menudo descubrimos cosas de forma consciente solo porque antes las hemos sentido emocionalmente. Esta observación valida el método cuerpo-mente de correr que utiliza las emociones, como el disfrute y la confianza, a modo de guía del curso del entrenamiento. Estas emociones son los productos del aprendizaje intuitivo inconsciente sobre los patrones causa-efecto en el entrenamiento, aprendizaje que a menudo está muy por delante del aprendizaje consciente.

Antes he utilizado comillas en la frase que habla de las «emociones negativas» porque, aunque semejantes emociones provocan normalmente una experiencia desagradable y son negativas en este sentido, son naturales, necesarias y útiles y en este otro sentido no son realmente negativas. En este capítulo hablaré de las así llamadas emociones negativas de miedo e ira. Estas emociones desempeñan papeles en cada campo de la acción humana, entre ellas, correr. Con demasiada frecuencia la psicología deportiva tradicional trata el miedo y la ira en el deporte como algo que hay que superar con pequeñas herramientas como la respiración diafragmática y los ejercicios de visualización. Pero desde una perspectiva cuerpo-mente que está bien fundada por nuestra comprensión neurocientífica actual de la emoción, el miedo y la ira son fuentes de valiosa información sobre las amenazas percibidas hacia nuestro bienestar. Dado que el conocimiento es poder, la mejor forma de tratar con la ira o el miedo cuando está usted corriendo es identificar sus causas para luego tomar una decisión racional sobre cómo usar esta emoción para que beneficie su forma de correr. Como veremos, el mejor movimiento no siempre es aplastar la emoción por medio de la reflexión.

De qué tenemos miedo

La sede de las facultades emocionales está en una región del cerebro llamada sistema límbico, que es una de sus partes más primitivas. La estructura principal del sistema límbico, del tamaño de un guijarro, llamada amígdala, existe incluso en el animal más bobo, incluidos los peces, los roedores y los reptiles. Sabemos lo que hace la amígdala en parte gracias a la investigación sobre lesiones quirúrgicas inducidas en la amígdala de animales de laboratorio; estas lesiones perturban la capacidad de los animales para el aprendizaje emocional (esto es, para reconocer estímulos asociados con recompensas o dolor y para modificar la conducta de forma consecuente).

La respuesta de miedo a determinados tipos de estímulos parece estar definida previamente en el sistema límbico. Por ejemplo, como mucha gente, mi mujer experimenta vértigo y hormigueo en la piel cuando está cerca del borde de un lugar elevado; este es un miedo innato que no requiere ser aprendido. Pero el sistema límbico está interconectado con todas las demás partes del cerebro humano, entre ellas las partes responsables de las facultades conscientes más avanzadas, y estas conexiones nos permiten aprender a tener miedo de todo tipo de cosas que son mucho peores que los lugares altos, como no llegar a conseguir nuestros objetivos en acontecimientos deportivos.

Los miedos básicos, como el miedo a las alturas, o los miedos intangibles como el miedo al fracaso en competiciones deportivas, son diferentes en otros aspectos distintos a su relativa sencillez y concreción. La utilidad de, por ejemplo, tener miedo a las serpientes es obvia: nos ayuda a evitar que nos muerdan. Y, en la medida en que el miedo es desagradable, lo que tenemos que hacer para evitar experimentar el miedo a las serpientes es obvio: debemos alejarnos de situaciones en las que haya una alta probabilidad de encontrarlas. (Hay unas pistas para correr fabulosas cerca de mi casa que algunos corredores nunca utilizan porque son frecuentadas por serpientes). Los beneficios de algunos de los miedos más habituales en el mundo de la carrera atlética de fondo, como no alcanzar los objetivos de competición, no son tan obvios. Después de todo, este miedo específico a menudo hace que los corredores se asfixien, es decir, el miedo al fracaso precipita el fracaso. Tampoco es tan obvio qué es lo que deberíamos hacer con este miedo.

Pese a que el mecanismo del miedo generalmente actúa en nuestro propio beneficio, al igual que cualquier otro mecanismo físico del cuerpo, no es perfecto. Al igual que el sistema inmune, existe para protegernos, pero puede hacernos enfermar cuando reacciona excesivamente ante determinados estímulos físicos, algunos miedos se desarrollan como una mala adaptación a los estímulos psicológicos y se convierten en problemas mucho más importantes para nosotros que los propios estímulos. En la mayoría de los casos, sin embargo, el miedo al fracaso cuando se corre en una competición no es una mala adaptación. Sirve, en cambio, a dos propósitos específicos. En primer lugar, lo cierto es que nos prepara física y psicológicamente para tener un buen rendimiento. Los cambios fisiológicos que se producen cuando una persona ve y teme a una serpiente le permiten escapar de ella (o posiblemente luchar con ella) de forma más efectiva. Del mismo modo, la ansiedad que un corredor siente antes de una competición le permite correr más rápido. Mientras que el componente mental de esta ansiedad genera cierto riesgo de asfixia, a pesar de este riesgo, el corredor normalmente competirá mejor cuando está asustado antes de la carrera que cuando no lo está. En segundo lugar, el miedo al fracaso en todos los contextos nos disuade de correr riesgos innecesarios. Es la forma que tiene el cuerpo de preguntar: «¿Cuál es la importancia real de esto?». Si comprendemos este mensaje y decidimos que la tarea que afrontamos no merece la pena de correr el riesgo, tenemos una oportunidad de retroceder. Pero si, comprendiendo el mensaje, decidimos que la tarea es merecedora del riesgo, entonces la llevamos a cabo con un mayor sentido de su importancia, lo que nos permite esforzarnos más y actuar mejor de lo que lo haríamos sin ansiedad.

Los atletas de élite con el mayor rendimiento normalmente comprenden de forma intuitiva que el miedo que sienten antes de una competición no es el síntoma de que algo haya salido mal y que ha de ser neutralizado con técnicas de relajación, sino que es la forma natural que el cuerpo tiene de preparar la mente y el cuerpo para un esfuerzo importante. Un nadador olímpico dijo una vez, durante una sesión, al psicólogo deportivo británico Mark Nesti: «Si no estuviera ansioso antes de una competición importante, tendría mucha ansiedad».

Los atletas de élite con un elevado rendimiento también suelen comprender que la mejor forma de hacer frente al miedo es escuchar la pregunta que el miedo está planteando: «¿Estás seguro de estar preparado para esto?», y responderla de forma definitiva. En cuanto a correr, el mayor miedo además del miedo al fracaso es el miedo al sufrimiento intenso que siempre acompaña a los esfuerzos del 100 por 100 de las competiciones. Pregunté a Kara Goucher cómo afrontaba este miedo y dijo:

—Creo que es importante ser sincera. La negación te prepara para fracasar. Es poco realista pensar: «Bueno, estoy en tan buena forma y tan a punto que voy a sentirme increíblemente». No, no es así. Va a doler. Tienes que aceptar que el dolor va a surgir. Entonces sí estás más preparada. Tienes que hacer una elección: ¿Merece la pena? Yo creo que sí.

Elegir el miedo

La modalidad de afrontar directamente el miedo por la que muchos atletas de elite optan de forma natural es en gran medida existencial, o existencialista debería decir. Desarrollado por el filósofo danés del siglo XIX Soren Kierkegaard, y madurado por autores como el filósofo francés Jean-Paul Sartre, el existencialismo valora la vida auténtica sobre cualquier otro objetivo individual. En la perspectiva del existencialismo, el propósito de la vida es convertirse en el yo verdadero, que se consigue paso-a-paso enfrentándose con valor a los retos de la vida con los ojos abiertos, reconociendo las elecciones que estos retos suponen y escogiendo de forma decidida el camino que es más coherente con la persona que se desea ser. (Es muy de adultos). La ansiedad, o el miedo, tienen un lugar importante en el existencialismo, porque la ansiedad es la forma de sentir la presencia de una decisión difícil. Cuando hay ansiedad, casi siempre hay una decisión importante que yace latente.

Para mí, el lenguaje de la filosofía existencialista explica mejor al deporte que el lenguaje de la psicología deportiva. No soy el único que piensa de este modo. Mark Nesti ha escrito un par de libros sobre la aplicación del existencialismo a los deportes. Hace algunos años me explicó los aspectos fundamentales en una llamada internacional muy cara.

—La visión psicológica general —dijo— es la de que la ansiedad previa a la competición no es buena porque es desagradable y hace que el atleta malgaste energía nerviosa, pierda la concentración y tenga miedo al fracaso. La visión convencional de la psicología deportiva es que si tienes a un atleta que está temblando, sudando y se siente mal antes de una competición, debes intervenir sobre él para detenerlo. La visión existencialista es que la ansiedad a menudo es un signo de que te estás poniendo a prueba. Esa ansiedad surge porque te estás enfrentando a una situación exigente.

El existencialismo llama al atleta a reunir valor y ocuparse de la fuente de ansiedad en lugar de tomar el camino fácil e intentar simplemente que desaparezca.

—Se trata de dar la cara a la incomodidad que está asociada con la experiencia deportiva, ya sea el dolor de la competición, el machacamiento del entrenamiento, o todo el sacrificio que supone el estilo de vida —me dijo Nesti.

—¿Por qué?

—La visión existencialista entiende que el encuentro con la ansiedad que aparece cuando se afrontan los retos (afrontar repetidamente dichos retos y pasar por ellos) fortalece el núcleo de lo que eres —prosiguió Nesti—. Cada vez que existe la oportunidad de dar un paso adelante, cada vez que surge la oportunidad de llegar más lejos de donde te encuentras ahora mismo, y caes en la cuenta de que esa elección es tuya, y repetidamente dices «no» a esas oportunidades (si haces del «no» tu respuesta habitual), todo esto socava tu personalidad y carácter y te convierte en una persona menos auténtica. Eres menos tu yo real.

Piense ahora en cómo Kara Goucher se pregunta a sí misma si merece la pena el dolor de la competición al que teme, y luego decide que sí (este es un gran ejemplo de autorreconocimiento). La repugnancia que de forma natural provoca el sufrimiento en Kara Goucher y su deseo de ser la mejor corredora en que pueda convertirse forman parte de ella, pero son mutuamente excluyentes en cierto grado. Así pues, hay ocasiones en que debe elegir una o la otra y, dado que estas elecciones son repetidas, el equilibrio determina quién es en realidad: una buena corredora cobarde o una gran corredora valiente.

—La idea consiste en convertirse en alguien más y más auténtico, lo que implica involucrarse totalmente con la pregunta de por qué deberías seguir adelante —me dijo Nesti—. Cuanto más lo hagas, más auténtico serás porque habrás superado este proceso de lucha con tus propios valores y procesos de pensamiento para tomar una decisión. A menudo, lo que ocurre es que la gente toma una decisión sin tomar una decisión.

De hecho, cuando no piensas en las opciones que subyacen a tu miedo, estás casi obligado a tomar una decisión sin llegar a tomar la decisión.

Las sesiones de asesoramiento existencial con atletas son un tanto diferentes a las tradicionales sesiones de coaching. En primer lugar, no las llaman sesiones de asesoramiento, sino encuentros. Rompen con todos los términos de psicología popular y se centran de lleno en la resolución racional de problemas. El cliente describe ansiedades actuales relacionadas con el deporte o ansiedades que están afectando su práctica deportiva. El consejero en ese punto cuestiona al atleta para que identifique la decisión que subyace al miedo, considere qué curso de acción es más auténtico respecto a la persona que quiere ser y se comprometa totalmente con ese curso de acción.

Usted puede ser su propio psicólogo deportivo existencial, como lo son muchos corredores de élite. Todo lo que tiene que hacer es entrenarse gradualmente para darse cuenta de sus ansiedades, captarlas pronto y pensar en ellas en lugar de limitarse a sentirlas. Pregúntese: «¿De qué tengo miedo?». Considere todas las opciones posibles que tiene para ocuparse de la fuente de dicho miedo, desde huir hasta enfrentarse directamente. Imagínese a sí mismo tomando cada una de las opciones y luego pregúntese: «¿De qué versión de mí mismo estoy más orgulloso?». Finalmente, salga a la pista y conviértase en el yo que le haga sentir más orgullo.

Más que otras formas de terapia, el asesoramiento deportivo existencial exige valor por parte del cliente, y creo que es lo apropiado, porque, además del talento y del trabajo duro, el éxito en el deporte exige valor por encima de cualquier otra cosa. El fondo se sitúa entre los deportes más dolorosos y más temibles que hemos inventado y un corredor debe ser valiente en el sentido literal para tener éxito en él. Steve Prefontaine dijo genialmente: «Yo corro para ver quién tiene más agallas». Demostraba inteligencia al hacerlo, ya que al realizar un patente y consistente esfuerzo por ser valiente como corredor, era capaz de correr dando lo máximo de su capacidad.

Ganar con facilidad no es ni siquiera satisfactorio. Cuando pedí a Alberto Salazar que valorara su victoria en las 56 millas de la Maratón Comrades de 1994 dentro de los logros de su carrera deportiva, me dijo que se encontraba entre los dos o tres momentos más apreciados de su vida como corredor, precisamente porque fue la cosa más difícil que había conseguido hacer como corredor. Todos los corredores son iguales en este sentido. Lo que más hace que nos enganchemos a este deporte es la experiencia de cruzar la línea de meta en una carrera después de haber resistido fuertes tentaciones de disminuir la marcha o incluso de abandonar en los kilómetros precedentes. Hay algo verdaderamente único e infinitamente gratificante en demostrarnos que somos valientes.

Es bueno que se recuerde usted a sí mismo por qué se enganchó a correr en esos inevitables momentos en que se siente tentado a actuar con cobardía. Adora correr en gran medida porque demuestra su valor. Esa persona con agallas es su yo auténtico. Elija siempre ser esa persona.

Simplemente, asegúrese de no perder de vista qué es verdaderamente valiente y qué es verdaderamente cobarde. En ocasiones abandonar es lo más valiente que puede hacer. Por ejemplo, en el fútbol americano hay una tremenda presión social del equipo por «jugar duro». Los jugadores que caen al suelo y se esfuerzan con ahínco a pesar del dolor de las lesiones son ovacionados mientras que los que se sientan en el banquillo con cualquier cosa que no sea una rodilla hinchada son motivo de vergüenza. Y en ocasiones las alabanzas y las críticas son justas. Sin embargo, otras veces es simplemente estúpido jugar con dolor. En ese caso, los jugadores arriesgan su salud a largo plazo y realmente solo dañan a su equipo. Pero debido a esa enorme presión social, verdaderamente hace falta más valor para sentarse en el banquillo y soportar el desdén de los compañeros que aguantar el mero dolor físico de jugar con una lesión.

Cuando se corre ocurren situaciones similares. En una ocasión corrí una carrera 10K con la esperanza de marcar un récord personal en un momento en que estaba en gran estado de forma, pero en el que ya estaba mostrando signos de sobreentrenamiento. Corrí la primera milla a mi ritmo deseado de 5:16, pero ya sabía que me encontraba en apuros. En la cuarta milla ya estaba 25 segundos por detrás de mi ritmo deseado y seguía retrasándome. Estaba agonizando e instantes después abandoné. Actualmente si abandonara una carrera solo por sentirme en agonía, nunca me lo perdonaría. Pero en este caso sabía que físicamente estaba pasado y que solo conseguiría poner en peligro mis opciones de tener un buen rendimiento en la competición cumbre que tenía ante mí si me obstinaba imprudentemente en la creencia de que abandonar es siempre de cobardes. Sí, me sentía avergonzado de que me vieran caminando por un borde de la carretera, pero sabía que preocuparme demasiado por lo que pensaran los demás en lugar de vivir para luchar otro día es lo realmente cobarde. Recuerde siempre que en ocasiones la discreción es realmente la mejor parte del valor.

PRÁCTICA CUERPO-MENTE
El miedo es una parte natural de la experiencia de correr de forma competitiva. Como todas las emociones, el miedo da información. Tiene usted más capacidad para discernirla información codificada en sus miedos relativos a correr que para intentar eliminarlos.

Problemas de ira

De los más de 100 millones de especies animales de la Tierra, solo dos son conocidas por cazar activamente y matar a miembros de su propia especie. Una de ellas es, por supuesto, el Homo sapiens: nosotros. La otra es el chimpancé, nuestro pariente del reino animal más cercano genéticamente. Los seres humanos, en particular los varones, son criaturas excepcionalmente violentas por naturaleza y parece que hemos heredado nuestra ferocidad directamente del ancestro común que compartimos con nuestros primos los chimpancés.

Las guerras de chimpancés se parecen mucho a las modernas luchas territoriales de bandas urbanas de los humanos. Los machos de los clanes de chimpancés se reúnen y marchan al territorio ocupado por otro clan y matan a tantos machos rivales como es posible en un asalto por sorpresa. Los antropólogos creen que estas guerras sirven para expandir el área de control de los clanes de chimpancés, ofreciéndoles acceso a más recursos de comida y más hembras criadoras. Como puede ver, es bastante práctico.

Sin embargo, no es una cuestión de sangre fría. Hay un claro estado emocional que sustenta las conductas violentas de los chimpancés y también de los humanos y ese estado es la ira. Ambas especies tienen una tremenda capacidad para la ira que está programada en sus cerebros y es especialmente sensible a la activación por otros miembros de su propia especie.

La neurobiología de la ira se solapa extensamente con la del miedo. Al igual que el miedo, la ira está enraizada en el primitivo sistema límbico, particularmente en la amígdala, que básicamente decide si un estímulo particular que le llega a través de las facultades perceptivas es algo ante lo que sentir ira. Y como el miedo, la ira es una emoción de todo el cuerpo, y llega a todo el organismo mediante algunos mecanismos que son los mismos que los del miedo, incluyendo la hormona epinefrina (adrenalina). Con tanto solapamiento biológico, es fácil ver por qué hay tanta fluidez entre las emociones de miedo e ira. Esta última a menudo se manifiesta en segundo lugar tras la primera: alguna amenaza asusta a una persona y el miedo se transforma rápidamente en ira para permitir al individuo luchar contra la amenaza.

Una diferencia clave entre los humanos y los chimpancés con respecto a la ira es que los humanos tienen una mayor capacidad para controlarla y orientarla. Como con el miedo, las regiones cerebrales que generan los sentimientos de ira tienen conexiones en dos sentidos con cualquier otra zona del cerebro, incluyendo nuestras más elevadas facultades conscientes. Estas conexiones permiten que la ira se filtre en nuestros pensamientos y expresiones más sofisticadas (considere la ira que ha inspirado muchas de las tremendas e históricas discrepancias entre filósofos) y también nos permiten inhibir conscientemente la ira, al menos y según las ocasiones, hasta cierto punto. Los neurocientíficos han identificado al córtex prefrontal ventral como la zona del cerebro que es responsable de dicha inhibición. La actividad en esta área es menor de la normal en las personas propensas a ataques de ira[59].

La capacidad humana para sublimar la ira ha sido fundamental para nuestra capacidad para desarrollar grandes, estables y complejos sistemas sociales. Las poderosas naciones modernas no podrían sobrevivir, no digamos llegar a existir en primer lugar, si cada acceso de ira llevara a matar. Pero los poderosos instintos de la ira, que alimentan la violencia desenfrenada observada en las culturas de chimpancés y que se cree que ha existido en las primitivas culturas humanas, no han desaparecido exactamente. Se expresan de formas distintas. Gran parte de nuestra ira es canalizada hacia nuestro comportamiento cuando estamos al volante de un automóvil. Me atrevería a decir que la mayoría de nosotros conducimos en un estado de agitado odio dirigido hacia cualquier otro conductor en la carretera, un odio que, a la mínima provocación, brota efusivamente en forma de abiertas amenazas de violencia: maldiciones, dedo corazón extendido, toques insistentes del claxon y maniobras agresivas. Incluso las damas, que son mansas como un cordero fuera del coche, se convierten en salvajes sedientas de sangre cuando están al volante. (Usted sabe que esto es cierto). Pero quizás el mejor lugar para ver cómo estamos de preparados los humanos para odiarnos unos a otros son los foros y chats de Internet. Da igual cuál sea el tema del foro; casi siempre un hilo de mensajes que se extienda más allá de una docena de comentarios acaba degenerando en una secuencia de virulentos y repetidos ataques ad hominem. Los corredores no están precisamente por encima de este comportamiento. Cualquiera que haya pasado algún tiempo en los «paneles de discusión mundialmente famosos» de letsrun.com sabe de lo que estoy hablando.

Correr furioso

Quizás la norma más positiva en la que nuestras tendencias violentas se subliman en la sociedad moderna es a través de la competición deportiva. Los deportes no existen exclusivamente como un medio productivo de canalizar nuestros deseos de reventarnos la cabeza unos a otros, pero seguramente no existirían si estos instintos tampoco existieran. Dicho con sencillez, los deportes son, hasta cierto punto, los sustitutos de la lucha (exceptuando, evidentemente, los casos de deportes de combate como el boxeo, que al menos son sustitutos de la lucha hasta la muerte… normalmente). Ahora bien, una de las funciones de la ira es permitir a una persona pelear con eficacia cuando pelear es necesario. Por ello, en tanto en cuanto los deportes son elementos sustitutivos de la lucha, la ira debería ayudar a los atletas a tener un mayor rendimiento. ¿Esto podría ser realmente cierto? Creo que sí.

No llegaré tan lejos como para decir que la ira siempre aumenta el rendimiento atlético o que los atletas siempre rinden más cuando están furiosos que cuando no lo están. Pero creo que algunos atletas sí rinden más cuando están enfadados y que cada deportista puede canalizar de forma productiva su ira hacia la competición. Como el miedo, la ira es ampliamente considerada como una emoción negativa que debería evitarse y, si no es evitada, aniquilarse en cualquier contexto. Esta idea se vuelve absurda cuando consideramos la ciencia de la ira, que la revela como algo natural, permanente y útil. Por lo tanto, como corredores, estamos bien avisados para aceptar la inevitabilidad de la ira y para utilizarla en beneficio del rendimiento deportivo.

La psicología deportiva tradicional está dominada por la noción de que la ira es mala y que solo puede perjudicar el rendimiento, pero la investigación actual sobre esta materia ha demostrado lo contrario. En un estudio de 2008 psicólogos del Boston College y de la Universidad Stanford probaron si la ira podía ayudar a los estudiantes a tener una mejor actuación en un videojuego violento[60]. El estudio tenía dos partes. En la primera parte, se pidió a los sujetos que identificaran actividades que preferirían realizar antes de jugar a cada uno de dos videojuegos: un violento videojuego de combate y un videojuego no antagónico en el que el jugador actúa en el papel de una camarera que intenta servir a los clientes lo más rápido posible. Los sujetos identificaron listas muy diferentes de actividades preferidas con respecto a los dos juegos, citando actividades con una elevada probabilidad de generar ira, como escuchar música a un volumen alto, como las preferidas antes de jugar al juego de combate, pero no en el juego no antagónico. En la segunda parte del estudio, los sujetos fueron expuestos a las actividades generadoras de ira que habían nombrado y luego les fue asignado de forma aleatoria jugar a uno de los dos videojuegos. Su actuación fue comparada con su actuación cuando jugaron al mismo juego en una ocasión distinta sin actividades preparatorias inductoras de ira. Los investigadores encontraron que los sujetos tuvieron una actuación significativamente mejor en el juego de combate, pero no en el juego no antagónico cuando estaban furiosos.

Así pues, ¿correr es un juego antagónico o no? Creo que puede ser ambos, dependiendo del punto de vista de la persona y creo que los que suelen verlo como un deporte de rivalidad tienen mayor probabilidad de correr mejor cuando están furiosos mientras que aquellos que lo ven como un deporte no antagónico no se beneficiarán de la ira. Aun así, pienso que todo corredor puede correr mejor con ira, al menos en algunas circunstancias.

Hay, desde luego, muchos ejemplos notables de corredores a quienes nadie consideraría como personas especialmente airadas y que claramente se han beneficiado de la ira en competición. Un ejemplo así es el de Catherine Ndereba, sin lugar a dudas la mejor maratoniana de la historia, cuyo apodo es Catherine la Grande no solo por sus grandes logros como corredora, sino también por su generosidad y gran corazón que demuestra continuamente. En 1996, en su primer año de competición internacional, la joven keniata ganó 13 carreras y llegó al segundo puesto del Ránking Mundial de Atletismo en la especialidad de Track&Field por EE. UU. Ndereba parecía estar en el camino hacia la grandeza, pero ella tenía sus propias prioridades y se tomó de descanso todo el año 1997 para dar a luz a su primer hijo. Regresó a la competición en 1998 y la retomó justo en el lugar en que la había dejado. Pero la draconiana Federación Keniata de Atletismo, con una medida de aparente castigo por haberse tomado el año sabático para tener un hijo, dejó a Ndereba fuera de la lista para el Campeonato Mundial de Campo a Través de 1999.

Esto hizo que Ndereba cogiera un gran enfado.

—Estaba tan furiosa que no sabía qué hacer —dijo.

En última instancia decidió participar en el Maratón de Boston (que tuvo lugar unas semanas después del campeonato de campo a través del que había sido excluida), su primer intento en la distancia de 42,195 km. Aunque prudentemente se había marcado un objetivo conservador de correr en 2:30, su ira elevó su rendimiento por encima de las expectativas y corrió en 2:28:27 en un día duro en que consiguió la sexta plaza.

—En la meta me sentía como si hubiera ganado —dijo.

Este rendimiento convenció a Ndereba de que había nacido para el maratón y se convirtió en el trampolín de todo lo que siguió, incluyendo cuatro victorias consecutivas en el Maratón de Boston.

Ndereba es una mujer. Pese a que las mujeres son mucho menos propensas a la violencia que los hombres, no son menos propensas a la ira y no menos competitivas. En la cultura de los chimpancés, las hembras siempre ocupan posiciones definidas en una rígida jerarquía de dominación, al igual que los machos. Se emplean varias formas de competición para determinar el orden piramidal y no hay ninguna duda de que la ira empapa dichas competiciones. Todos sabemos cuán competitivas pueden ser las mujeres entre ellas y no hay duda de que la competición social entre féminas ocasiona mucha ira. Estos instintos pueden ser llevados a la competición deportiva. Así pues, las corredoras femeninas no son menos competitivas ni tienen menos probabilidad de beneficiarse de la ira que sus colegas masculinos.

Otro ejemplo notable de un corredor que se beneficia de la ira en competición es Jim Spivey, uno de los mejores corredores estadounidenses de la milla en los años 80 y principios de los 90, que consiguió un récord personal de 3:49,80. La noche previa a la final de las pruebas de selección olímpica de 1992 en 1500, el entrenador de Spivey, Mike Durkin, le dijo a Spivey que visualizara a sus principales rivales (Steve Scott, Joe Falcon y Terrence Herrington) entrando en su casa mientras él corría la última vuelta de la carrera. Al comprender los beneficios de correr enfadado, Durkin quería que Spivey recreara la ira cuando más podía beneficiarse de ella. Por muy tonta que parezca esta táctica, funcionó. A falta de 200 m para la meta y en una estrecha rivalidad con sus competidores:

—Literalmente vi cómo la gente entraba en mi casa —dijo Spivey en una entrevista para la página web Tennessee Running—. Estaba preparado para pelearme a puñetazos.

Se alejó de los demás y ganó la carrera con facilidad.

La primera vez que competí enfadado fue cuando tenía 15 años, a punto de cumplir 16. Mi mejor amigo y compañero de equipo y mi rival más cercano, Mike y yo bajamos de nuestras distancias habituales para formar un equipo de relevos de 4 x 800 m con otro par de compañeros. Ninguno de nosotros había corrido antes en una competición de 800 m ni teníamos idea de la velocidad con que podíamos correr dicha distancia. Pero los dos sabíamos una cosa: teníamos que ganar a nuestro mejor amigo.

Estaba muy claro y a la vista que éramos los mejores amigos. Nos retábamos insultándonos, competíamos para ver quién inventaba la humillación más divertida. Espero haber ganado con la humillación más divertida porque Mike me pegó una paliza en el relevo. Yo corrí en 2:12. Mike voló en 2:04. Cuando, sonriendo como un gato Cheshire, me dijo la diferencia después de la carrera, yo me sentí desolado. Recuerdo que estaba enfurruñado como un bebé grande durante el camino de vuelta a casa en el sillón trasero del coche de mis padres.

Me aseguré de poder correr de nuevo los 800 m en la primera ocasión que tuvimos unos días después. Mike me ofreció el placer de la revancha. Pero ya no estaba realmente interesado en ganarle. Acepté que simplemente ya no estaba en mi liga y le felicité por ello. Simplemente quería acercarme. Pero por poco que quería, lo deseaba como venganza. Seguía ardiendo con la humillación que había sufrido en los relevos. Así que corrí furioso y corrí en 2:07. ¡Boom! 5 segundos más rápido en sólo 5 días. Ira.

Desde entonces he competido furioso muchas veces. En ocasiones corro enfadado para demostrarle su error a la gente que me dice que no puedo conseguir mis objetivos de carrera. Los escépticos son una clásica fuente de motivación para muchos atletas. Toda la legendaria carrera en baloncesto de Michael Jordán fue un acto de venganza iracunda contra el entrenador que le apartó del equipo universitario júnior. Lance Armstrong siempre se desvivía por hacer que la gente dudara de él porque, como dijo: «La forma más segura de conseguir que haga algo es decirme que no puedo». Otras veces compito para dar rienda suelta a la frustración de percances recientes, normalmente lesiones. Esto también es bastante típico. De hecho, la ira que impulsó la victoria de Jim Spivey en las Pruebas de Clasificación para los Juegos Olímpicos de 1992 de 1500 m fue a su vez impulsada por la frustración de no haberse clasificado para los Juegos Olímpicos de 1988.

—Puse una daga en ese dolor y desapareció —dijo sobre su victoria en las Pruebas de 1992.

Cuando compito furioso, siento que puedo tolerar más dolor y eso es la causa de que pueda correr más rápido. Hay evidencia científica que apoya esta percepción. Una parte proviene de otro estudio con videojuegos, este llevado a cabo por Bryan Raudenbush de la Universidad Wheeling Jesuit en 2005. En él, los sujetos jugaron a una variedad de distintos videojuegos antes de recibir un estímulo doloroso en forma de exposición intensa al frío. Los investigadores encontraron que todos los juegos reducían la percepción del dolor si se comparaba con la situación en que el estímulo doloroso no venía precedido por ningún tipo de distracción, pero dicho dolor experimentaba la mayor reducción cuando los sujetos habían jugado a juegos que generaban mayor grado de ira[61]. Un estudio de 2009, realizado en la Universidad británica de Keele, encontró que blasfemar, una expresión habitual de la ira, reducía la sensibilidad al dolor[62]. Otra investigación ha demostrado que la ira aguda desencadena la liberación de sustancias químicas conocidas como opioides endógenos (o endorfinas) dentro del cerebro para mitigar el dolor[63]. Es evidente que la ira aumenta la tolerancia al dolor. Dado que la ira a menudo precede a la lucha, en la que es seguro que se va a producir dolor, el efecto analgésico ayuda a la persona a luchar mejor y reduce las oportunidades de resultar muerto.

Por supuesto, la ira es una espada de doble filo. Las personas propensas a la ira suelen tener una salud peor y ser menos felices que los demás y suelen morir más jóvenes. Pero liberar una cantidad normal de ira es verdaderamente más saludable que no expresar ira en absoluto; un estudio encontró que los hombres que solían reprimir su ira eran más propensos a sufrir infartos[64].

Una persona que no es capaz de sentir ira es tan vulnerable como alguien que no puede sentir dolor físico. Las reacciones normales de ira son las más sanas. Los corredores cuyas respuestas de ira están dentro de una escala normal tienen gran probabilidad de encontrarse canalizando la ira de forma natural hacia la competición en alguna ocasión. No se oponga a este fenómeno debido a la equivocada noción de que la ira siempre es mala.

PRÁCTICA CUERPO-MENTE
La ira es una parte natural de la experiencia de correr. Es una potente respuesta al miedo que aumenta más el rendimiento de los corredores. No permita que nadie te diga que no debe correr furioso.