23

Bull tiene la gorra entre las manos.

Está un poco encorvado en el asiento delantero, consciente de que si se sienta erguido, pega en el techo con la cabeza, cosa que tiende a ocurrir. Bull mantiene una actitud orgullosa, por mucho que acabe de salir bajo fianza de la cárcel del condado por un crimen que no cometió.

—Le agradezco mucho que haya ido a recogerme, doctora Kay —dice cuando Scarpetta aparca delante de su propia casa—. Lamento haberle causado tantas molestias.

—Deje de decir eso, Bull. Ahora mismo estoy furiosa.

—Ya lo sé, y lo siento mucho, porque usted no hizo nada. —Abre la puerta y tarda unos instantes en conseguir apearse del asiento delantero—. Intenté quitar la tierra de mis botas, pero se ve que ensucié un poco su felpudo, así que más vale que lo limpie, o lo sacuda un poco al menos.

—Deje de disculparse, Bull. Lleva así desde que hemos salido de la cárcel, y estoy tan furiosa que muerdo. La próxima vez que ocurra algo así, si no me llama de inmediato, también voy a estar furiosa con usted.

—Espero que no ocurra nada por el estilo. —Bull sacude el felpudo de Scarpetta y ella empieza a sospechar que es tan testarudo como ella misma.

Ha sido un largo día lleno de imágenes dolorosas, intentos que han estado a punto de irse al cuerno y malos olores, y luego ha llamado Rose. Scarpetta tenía las manos metidas hasta los codos en el cadáver medio descompuesto de Lydia Webster cuando se presentó Hollings ante la mesa de autopsias y le dijo que tenía que contarle algo urgentemente. No está claro del todo cómo se enteró Rose, pero una vecina suya que conoce a una vecina de una vecina de Scarpetta —a quien ella no conoce— oyó el rumor de que la vecina que sí conoce Scarpetta —la señora Grimball— hizo que detuvieran a Bull por allanamiento e intento de robo.

Estaba escondido tras un azarero a la izquierda del porche delantero de Scarpetta, y la señora Grimball lo vio casualmente mientras miraba por su ventana de la segunda planta. Era de noche. Scarpetta no puede echar en cara a su vecina que se alarmase al ver algo semejante, a menos que esa vecina sea la señora Grimball.

Llamar a emergencias para informar de la presencia de un merodeador no era suficiente. Tuvo que adornar su historia diciendo que Bull estaba escondido en su propiedad, no en la de Scarpetta, y en resumidas cuentas, Bull, que ya había sido detenido, fue a parar a la cárcel, donde llevaba desde mitad de semana y donde probablemente seguiría si Rose no llega a interrumpir la autopsia, después de que Scarpetta fuera agredida en un aparcamiento.

Ahora es Will Rambo quien está en la cárcel, no Bull.

Ahora la madre de Bull puede estar tranquila. No tiene que seguir mintiendo ni decir que su hijo está cogiendo ostras o que ha salido, sin más, porque lo último que desea es que vuelvan a despedirlo.

—He descongelado estofado —dice Scarpetta mientras abre la puerta principal—. Hay más que de sobra, y ya me imagino lo que ha estado comiendo estos últimos días.

Bull la sigue al vestíbulo, y entonces el paragüero llama la atención a Scarpetta, que se detiene y se siente fatal. Introduce la mano y saca la llave de la moto de Marino y el cargador de su Glock, y luego la Glock de un cajón. Está tan inquieta que casi siente náuseas. Bull no dice nada, pero ella nota su curiosidad respecto a esos objetos. Transcurre un momento antes de que ella pueda hablar. Guarda la llave, el cargador y la pistola en el interior de la misma caja de metal donde tiene la botella de cloroformo.

Calienta estofado y pan casero, pone un servicio en la mesa y sirve un buen vaso de té con hielo con sabor a melocotón al que añade una ramita de menta fresca. Le dice a Bull que se siente y coma, que ella estará en el porche de arriba con Benton, y que les llame si necesita algo. Le recuerda que con demasiada agua, la lauréola se abarquillará y marchitará en una semana, y que hay que podar los pensamientos. Bull toma asiento y ella le sirve.

—No sé por qué le digo todo esto —comenta—. Usted sabe más de jardinería que yo.

—No viene mal que se lo recuerden a uno —replica él.

—Quizá deberíamos plantar más lauréola junto a la verja delantera para que la señora Grimball disfrute de su delicioso aroma. Quizás así se vuelva un poco más simpática.

—Intentaba hacer lo correcto. —Bull despliega la servilleta y se la pone sobre la pechera de la camisa—. No debería haberme escondido, pero desde que el de la chopper se presentara con un arma en el paseo, he estado alerta. Era una corazonada.

—Yo suelo fiarme de las corazonadas.

—Yo también, desde luego. Las tenemos por alguna razón —asegura Bull, y prueba el té—. Y algo me aconsejó que esperara entre los arbustos esa noche. Estaba vigilando su puerta, pero lo curioso del asunto es que debería haber vigilado el paseo, ya que usted me dijo que probablemente el coche fúnebre estaba allí cuando fue asesinado Lucious, lo que supone que el asesino estuvo allí atrás.

—Me alegro de que no fuera así. —Piensa en isla Morris y en lo que encontraron allí.

—Bueno, pues a mí me gustaría haber estado vigilándolo —insiste.

—Habría sido muy amable por parte de la señora Grimball que se hubiera molestado en llamar a la policía con respecto al coche —dice Scarpetta—. Hace que a usted le metan en la cárcel, pero no se molesta en denunciar un coche fúnebre en el paseo detrás de mi casa a altas horas de la noche.

—Vi cómo encerraban a ese tipo —dice Bull—. Lo enchironaron y él estaba venga dar la lata con su oreja herida, y uno de los guardias le preguntó qué le había pasado, y él contestó que se la había mordido un perro y se le había infectado, y que necesitaba un médico. Dio mucho que hablar, con su Cadillac con matrícula falsa, y oí decir a un policía que ese tipo había asado a la parrilla a una mujer. —Bull bebe el té—. He estado dándole vueltas a que igual la señora Grimball vio el Cadillac y no le habló del asunto a nadie, como tampoco le dijo a nadie lo del coche fúnebre. No dijo ni palabra a la policía. Es curioso cómo la gente piensa que una cosa que ha visto es importante y otra no lo es. Se le podría haber ocurrido preguntar si un coche fúnebre en el paseo por la noche supone que alguien ha muerto y que tal vez debería avisar a la policía. No le hará ninguna gracia presentarse ante los tribunales.

—No nos hará ninguna gracia a nadie.

—Bueno, a ella menos que a nadie —insiste Bull, que levanta la cuchara, pero es demasiado educado para comer mientras hablan—. Seguro que se cree más lista que el juez. Yo me compraría entrada para verlo. Hace unos años, estaba trabajando en este mismo jardín y le vi echarle un cubo de agua a una gata escondida debajo de su casa porque acababa de tener camada.

—No me digas nada más, Bull. No lo soporto.

Sube a la primera planta y atraviesa el dormitorio hasta el pequeño balcón que da al jardín. Benton habla por teléfono y probablemente lleva hablando desde la última vez que lo viera. Viste unos pantalones amplios y un polo, y huele a limpio, con el pelo húmedo. Detrás de él hay un espaldar de tubos de cobre que construyó Scarpetta para que las pasionarias ascendieran como un amante hasta su ventana.

A sus pies queda el patio de losas, y más allá el pequeño estanque que llena con una vieja manguera que pierde agua. Dependiendo de la época del año, su jardín es una sinfonía: mirtos, camelias, lirios de canna, jacintos, hortensias, narcisos y dalias. Siempre le quedan ganas de plantar más azareros y lauréolas, porque cualquier cosa que tenga un aroma delicioso le encanta.

Ha salido el sol, y de repente está agotada, tanto así que se le nubla la vista.

—Era el capitán —dice Benton, y posa el teléfono sobre una mesa con tablero de cristal.

—¿Tienes hambre? ¿Te pongo un té? —le pregunta ella.

—¿Y si te pongo yo algo? —Benton la mira.

—Quítate las gafas para que te vea los ojos. No tengo ganas de mirarte a las gafas de sol ahora mismo. Estoy muy cansada, no sé por qué. Antes no me cansaba así.

Él se quita las gafas, dobla las patillas y las deja en la mesa.

—Paulo ha dimitido y no volverá de Italia, aunque no creo que vaya a pasarle nada. El director del hospital no ha tomado ninguna otra medida, aparte de la evaluación de daños, porque nuestra amiga la doctora Self acaba de estar en el programa de Howard Stern hablando de experimentos sacados directamente del Frankenstein de Mary Shelley. Ojalá Stern le hubiera preguntado de qué tamaño son sus pechos y si son reales. Olvídalo, se lo habría dicho, probablemente hasta se los enseñaría.

—Supongo que no hay ninguna noticia sobre Marino.

—Mira, dame tiempo, Kay. Y no te culpes. Conseguiremos superar todo esto. Quiero volver a tocarte y no pensar en él. Bueno, ya lo he dicho. Sí, me incomoda mucho. —Tiende su mano hacia la de ella—. Porque tengo la sensación de que soy culpable en parte, tal vez más que en parte. No habría ocurrido nada si yo hubiera estado presente. Voy a enmendar eso, a menos que tú no quieras.

—Claro que quiero.

—Me encantaría que Marino se quedara lejos de aquí, pero no le deseo ningún mal, y espero que no le haya ocurrido nada. Intento aceptar que le defiendas, te preocupes por él, todavía te importe.

—El patólogo de plantas va a venir dentro de una hora —dice ella—. Tenemos arañuelas rojas.

—Y yo que creía que lo que teníamos era un quebradero de cabeza…

—Si a Marino le ha ocurrido algo, sobre todo si se ha quitado la vida, no lo superaré nunca. Quizá sea mi peor defecto: perdono a quienes quiero, y luego resulta que igual vuelven a reincidir. Encuéntralo, por favor.

—Todo el mundo está intentado encontrarlo, Kay.

Un largo silencio, no se oyen sino los pájaros. Bull aparece en el jardín y empieza a desenrollar la manguera.

—Tengo que ducharme —dice Scarpetta—. Estoy hecha un asco, no pude ducharme allí. No era un vestuario privado, precisamente, y no tenía ropa de muda. No sé cómo me aguantas. No te preocupes por la doctora Self. Unos meses en la cárcel le sentarán bien.

—Grabará allí sus programas y ganará más millones. Alguna otra presa se convertirá en su esclava y le tejerá un chal.

Bull riega un macizo de pensamientos y la rociada de la manguera muestra un arco iris.

Vuelve a sonar el teléfono, y Benton suspira:

—Oh, Señor. —Y responde. Escucha porque se le da bien escuchar, y, en todo caso, no habla mucho, como suele decirle Scarpetta cuando se siente sola—. No —dice—. Lo agradezco, pero estoy de acuerdo en que no hay razón para que estemos allí. No hablo en nombre de Kay, pero creo que sólo lograríamos molestar.

Cuelga y le dice:

—El capitán, tu caballero de reluciente armadura.

—No digas eso. No seas tan cínico. No ha hecho nada para que estés enfadado con él. Deberías estarle agradecido.

—Va de camino a Nueva York. Van a registrar el ático de la doctora Self.

—¿Qué esperan encontrar?

—Drew estuvo allí la víspera de irse a Roma. ¿Quién más estuvo? Es posible que el hijo de la doctora Self. Probablemente el hombre que Hollings sugirió era el cocinero. La respuesta más prosaica suele ser la correcta —observa Benton—. He comprobado el vuelo de Alitalia. ¿Adivina quién iba en el mismo vuelo que Drew?

—¿Estás diciendo que ella le estaba esperando a él en la Scalinata di Spagna?

—No era el mimo pintado de oro. Eso fue una treta, porque ella estaba esperando a Will y no quería que sus amigas se enteraran, al menos ésa es mi teoría.

—Acababa de romper con su entrenador. —Scarpetta mira a Bull llenar el pequeño estanque—. Después del lavado de cerebro de la doctora Self. ¿Otra teoría? Will quería conocer a Drew, y su madre no sumó dos más dos y no cayó en la cuenta que era él quien le enviaba correos obsesivos con la, firma del Hombre de Arena. Sin darse cuenta, facilitó el encuentro de Drew con su asesino.

—Uno de esos detalles que tal vez no averigüemos nunca —dice Benton—. La gente no dice la verdad. Tras una temporada, ni siquiera ellos se dan cuenta.

Bull se inclina para podar los pensamientos. Levanta la vista en el mismo momento que la señora Grimball la baja desde su ventana en el piso de arriba. Bull acerca una bolsa de hojarasca y se ocupa de sus asuntos. Scarpetta ve a la entrometida de su vecina llevarse el auricular del teléfono al oído.

—Ya está bien —dice Scarpetta, que se levanta, sonríe y la saluda con la mano.

La señora Grimball los mira y levanta la ventana. Benton la observa inexpresivamente y Scarpetta sigue agitando la mano como si tuviera algo urgente que decirle.

—¡Acaba de salir de la cárcel! —le dice al fin a voz en grito—. Y si lo envía de vuelta allí, pienso quemar su casa hasta los cimientos.

La ventana se cierra de inmediato y el rostro de la señora Grimball desaparece del cristal.

—No puedes haber dicho eso —asegura Benton.

—Pienso decir lo que me venga en gana —se reafirma Scarpetta—. Vivo aquí.