Lucy repasa la lista de preparativos antes de poner en marcha el aparato.
Luces de aterrizaje, interruptor NR, límite de potencia con un motor inoperativo, válvulas de combustible. Comprueba las indicaciones de los instrumentos de vuelo, ajusta el altímetro, conecta la batería. Pone en marcha el primer motor cuando Scarpetta sale del centro de servicio del aeropuerto y cruza la pista. Abre la puerta trasera del helicóptero y deja el maletín forense y el equipo de fotografía en el suelo, y luego abre la puerta izquierda, apoya un pie en el patín y sube.
El motor número 1 está en posición de reposo en tierra, y Lucy pone en funcionamiento el 2. El ulular de las turbinas y el retumbo de las aspas se hacen más intensos, y Scarpetta se abrocha el arnés de cuatro puntos de seguridad. Un empleado del aeropuerto cruza la rampa al trote mientras hace oscilar las luces de señalización. Scarpetta se pone los auriculares.
—Anda, venga, por el amor de Dios —dice Lucy por el micrófono—. ¡Eh! —Como si el empleado pudiera oírle—. No necesitamos tu ayuda. Va a estar ahí parado un buen rato. —Lucy abre la puerta e intenta indicarle por gestos que se vaya—. No somos ningún avión. —Él no puede oírla—. No necesitamos que nos ayudes a despegar. Ya puedes largarte.
—Qué tensa estás. —La voz de Scarpetta resuena en los auriculares de Lucy—. ¿Has tenido alguna noticia de los demás implicados en la búsqueda?
—Nada. No hay ningún helicóptero en el área de Hilton Head todavía, sigue habiendo demasiada niebla. Tampoco ha habido suerte con la búsqueda en tierra. El equipo de infrarrojos está preparado —Lucy pulsa el interruptor superior de potencia—. Hacen falta unos ocho minutos para que se refrigere. Luego, en marcha. ¡Eh! —Como si el empleado del aeropuerto también llevara auriculares y pudiera oírla—. Vete. Estamos ocupadas. Maldita sea, debe de ser nuevo.
El empleado se queda allí parado, con las luces anaranjadas a los costados, sin dirigir a nadie a ninguna parte. La torre le comunica a Lucy:
—Tiene ese C-diecisiete tan pesado a favor del viento…
El reactor de carga militar es un racimo de grandes luces brillantes y apenas parece moverse, sino pender inmenso en el aire, y Lucy responde por la radio que lo tiene localizado. El «C-diecisiete tan pesado» y los «intensos vórtices que provocan los extremos de sus alas» no son un factor a tener en cuenta porque Lucy quiere dirigirse hacia el centro de la ciudad, hacia el puente del río Cooper, y luego remontarse hasta el puente de Arthur Ravenel Jr. o hacia donde le apetezca, haciendo ochos si le viene en gana, casi a ras del agua o de la tierra si le apetece, porque no pilota un avión. No es así como lo explica en la jerga radiofónica, pero es lo que quiere decir.
—He llamado a Turkington para ponerlo al corriente —le dice después a Scarpetta—. Benton me ha llamado, así que supongo que hablaste con él y te puso al corriente. Debería llegar en cualquier momento, o más le vale. No voy a quedarme aquí plantada toda la eternidad. Ya sabemos quién es ese cabrón.
—Lo que no sabemos es dónde está —le recuerda Scarpetta—. Y supongo que aún no tenemos ni idea del paradero de Marino.
—Si quieres saber mi opinión, deberíamos buscar al Hombre de Arena, no un cadáver.
—En cuestión de una hora, todo el mundo lo estará buscando. Benton ha puesto al tanto a la policía, tanto la local como la militar. Alguien tiene que buscarla a ella. Ése es mi cometido, y tengo intención de cumplirlo. ¿Has traído la red de carga? ¿Y hemos tenido alguna noticia de Marino? ¿Cualquier cosa?
—Tengo la red de carga.
—¿Llevamos el equipo habitual?
Benton camina en dirección al empleado del aeropuerto, le da una propina y Lucy se echa a reír.
—Supongo que cada vez que pregunte por Marino vas a hacer caso omiso —comenta Scarpetta a medida que se acerca Benton.
—Quizá deberías ser sincera con la persona que se supone va a ser tu marido. —Lucy observa a Benton.
—¿Qué te hace pensar que no lo he sido?
—Cómo voy a saber qué has hecho.
—Benton y yo hemos hablado —dice Scarpetta, con la mirada fija en ella—. Y tienes razón, debería ser sincera y no lo he sido.
Benton abre la puerta trasera y se monta.
—Bien, porque cuanto más confías en alguien, mayor crimen es mentir, aunque sea por omisión —afirma Lucy.
Se oyen los chasquidos y roces que provoca Benton al ponerse los auriculares.
—Tengo que superarlo —dice Lucy.
—Debería ser yo la que necesita superarlo —la corrige Scarpetta—. Y no podemos hablar de ello ahora.
—¿De qué no podemos hablar? —La voz de Benton en los auriculares de Lucy.
—De la clarividencia de tía Kay. Está convencida de saber dónde está el cadáver. Por si acaso, tenemos el equipo y los productos químicos para la descontaminación. Y bolsas para restos humanos por si nos vemos obligados a llevarla colgada en una camilla. Lamento mostrarme tan insensible, pero no pienso llevar ahí atrás un cadáver en descomposición, ni de coña.
—No es clarividencia, sino restos de disparos —concreta Scarpetta—. Y él quiere que la encontremos.
—Entonces, debería habérnoslo puesto más fácil —dice Lucy, y sube los aceleradores de potencia.
—¿Qué ocurre con los restos de disparos? —indaga Benton.
—Tengo una idea, si preguntas qué arena por esta zona puede contener restos de disparos.
—Dios santo —dice Lucy—. Ese tipo va a salir volando. Fijaos. Está ahí plantado como un arbitro zombi de la liga de fútbol. Me alegra que le hayas dado propina, Benton. Pobre tipo, se está esforzando.
—Sí, propina, aunque no un billete de cien —comenta Scarpetta, mientras Lucy espera para comunicarse por radio.
El tráfico aéreo está casi imposible porque llevan demorándose vuelos todo el día, y ahora la torre no puede mantener el ritmo.
—Cuando me fui a estudiar a la Universidad de Virginia, ¿qué hacías tú? —le dice Lucy a Scarpetta—. Me enviabas cien pavos de vez en cuando «porque sí». Eso escribías siempre al final del cheque.
—No era gran cosa. —La voz de Scarpetta entra directamente en la cabeza de Lucy.
—Libros, comida, ropa, chismes de informática.
Son micrófonos activados por voz, y la gente habla de manera truncada.
—Bueno —dice la voz de Scarpetta—. Fue muy amable por tu parte. Es mucha pasta para alguien como Ed.
—Tal vez le estaba sobornando. —Lucy se acerca a Scarpetta para comprobar la pantalla de infrarrojos—. Todo listo —dice—. Nos vamos de aquí en cuanto nos dejen. —Como si la torre pudiera oírla—. Somos un maldito helicóptero, por el amor de Dios. No necesitamos la maldita pista. Y no necesitamos que nos den vectores. Me pone de los nervios.
—Igual estás muy malhumorada para volar. —La voz de Benton.
Lucy se vuelve a poner en contacto con la torre, y al fin recibe autorización para despegar en dirección sureste.
—Vamos ahora que podemos —comenta, y el helicóptero se torna liviano sobre los patines. El empleado les hace señales como si les ayudara a aparcar—. Quizá debería trabajar de cono de tráfico —se burla Lucy mientras levanta el pájaro de tres toneladas y lo hace planear—. Vamos a seguir el río Ashley un trecho, luego iremos hacia el este y seguiremos la línea de la costa hacia Folly Beach. —Permanece suspendida en la intersección de dos pistas de rodaje—. Desplegando el equipo de infrarrojos.
Desplaza el interruptor de standby a on, y la pantalla se pone gris oscuro, salpicada de luminosos puntos blancos. El C-17 realiza una atronadora pasada rasante lanzando largas columnas de fuego blanco por los motores. La cristalera iluminada del centro de servicio del aeropuerto, las luces de las pistas, todo irreal en la pantalla de infrarrojos.
—Bajo y lento, y lo otearemos todo por el camino. ¿Cuadriculamos el terreno? —dice Lucy.
Scarpetta saca la Unidad de Control del Sistema de su funda y conecta el equipo de infrarrojos al reflector, que mantiene apagado. En el monitor de vídeo cerca de su rodilla izquierda siguen apareciendo imágenes grises acompañadas de otras de un blanco candente. Dejan atrás el puerto, sus contenedores de distintos colores amontonados como manzanas de edificios. Las grúas se alzan cual monstruosas mantis religiosas en el cielo nocturno y el helicóptero sobrevuela lentamente las luces de la ciudad como si flotara sobre ellas. Más adelante, la ensenada se ve negra. No hay estrellas y la luna es una mancha tras densas nubes lisas cual yunques por la parte superior.
—¿Hacia dónde nos dirigimos, exactamente? —pregunta Benton.
Scarpetta manipula el botón de orientación del equipo de infrarrojos, haciendo que aparezcan y desaparezcan de la pantalla las imágenes. Lucy reduce la velocidad a 80 nudos y mantiene la altitud a 500 pies.
—Imagina lo que encontrarías si hicieras un análisis microscópico de la arena de Iwo Jima, siempre y cuando se hubiera mantenido protegida todos estos años —dice Scarpetta.
—Lejos de las olas rompientes —señala Lucy—. En dunas, por ejemplo.
—¿Iwo Jima? —dice Benton con ironía—. ¿Volamos rumbo a Japón?
Por el lado de la puerta de Scarpetta están las mansiones de la Battery, sus luces brillantes manchas blancas en infrarrojos. Le viene a la cabeza Henry Hollings, y piensa en Rose. Las luces de los lugares habitados se ven cada vez más espaciadas conforme se van acercando a la costa de isla James y la dejan lentamente atrás.
—Un entorno litoral que haya permanecido intacto desde la guerra de Secesión —continúa Scarpetta—. En un lugar así, si la arena estuviera protegida, habría muchas probabilidades de encontrar restos de disparos. Creo que es ahí —le señala a Lucy—. Casi debajo de nosotros.
El aparato reduce la velocidad hasta quedar prácticamente suspendido en el aire y desciende hasta 300 pies en el extremo norte de isla Morris. Está deshabitado y sólo se puede acceder con helicóptero o barco, a menos que la marea esté tan baja que permita vadear el trecho que hay desde Folly Beach. Baja la mirada hacia las cuatrocientos hectáreas de tierra desierta declarada patrimonio histórico que durante la guerra de Secesión fue escenario de intensos enfrentamientos.
—Probablemente no es muy distinta de hace unos ciento cuarenta años —comenta Scarpetta, y Lucy desciende otro centenar de pies.
—Donde el regimiento afroamericano, el cincuenta y cuatro de Massachusetts, fue masacrado —dice la voz de Benton—. Hicieron una película sobre ello, ¿cómo se titulaba?
—Mira por tu lado —le recuerda Lucy—. Dinos si ves algo y barreremos la zona con el reflector.
—Se titulaba Tiempos de gloria —responde Scarpetta—. No enciendas el reflector aún —añade—. Interferiría con los infrarrojos.
En la pantalla de vídeo se aprecia el terreno gris moteado y una zona ondulada que es el agua, que centellea como plomo fundido, discurre suavemente hacia la orilla, rompe contra la arena en ondas festoneadas de blanco.
—No veo nada ahí abajo salvo las siluetas oscuras de las dunas y ese maldito faro que nos sigue a todas partes —dice Scarpetta.
—Deberían volver a poner la baliza para que la gente como nosotros no se estrelle contra él —murmura Lucy.
—Ahora me siento mejor —bromea Benton.
—Empiezo a cuadricular el terreno. Sesenta nudos, doscientos pies, hasta el último centímetro de lo que haya ahí abajo —asegura Lucy.
No tienen que seguir escudriñando la cuadrícula mucho tiempo.
—¿Puedes dirigirte hacia ahí? —Scarpetta señala lo que Lucy también ha visto—. Lo que acabamos de dejar atrás, sea lo que sea. Esa zona de playa. No, no, hacia atrás, por ahí. Una clara variación térmica.
Lucy hace virar el helicóptero, y el faro se ve achaparrado y a franjas en infrarrojos, rodeado por el agua plomiza que se mece en los límites exteriores de la ensenada.
Más allá, un crucero parece un barco fantasma con ventanas de un blanco candente y un largo penacho que brota de la chimenea.
—Ahí, veinte grados hacia la izquierda de esa duna —indica Scarpetta—. Creo que hay algo.
—Ya lo veo —dice Lucy.
La imagen se ve de un blanco candente en la pantalla en medio de la grisura turbia y moteada. Lucy baja la vista, intentando posicionarse como es debido. Vuela en círculos, cada vez más bajo.
Scarpetta enfoca con el zoom y la reluciente silueta blanca se convierte en un cuerpo sobrenaturalmente luminoso, radiante como una estrella, al borde de un canal de marea que reluce como cristal.
Lucy guarda el equipo de infrarrojos y enciende un reflector con la luminosidad de diez millones de velas. Las matas de avena de mar se aplastan contra el suelo y la arena se arremolina cuando toman tierra.
Una corbata negra aletea al viento que levantan las aspas, cada vez más lentas.
Scarpetta mira por la ventanilla y a cierta distancia, en la arena, una cara reluce a la luz estroboscópica, los dientes blancos componen una mueca en la masa abotargada que no es reconocible como hombre ni como mujer. Si no fuera por el traje y la corbata, no podría saberse.
—¿Qué demonios? —La voz de Benton en sus auriculares.
—No es ella —dice Lucy mientras pulsa interruptores—. No sé vosotros, pero yo tengo la pistola. Aquí hay algo raro.
Se abren las puertas y descienden a la arena mullida. El hedor es insoportable hasta que se ponen de espaldas al viento. Pistola en mano, hurgan con las linternas. El helicóptero es una enorme libélula en la playa oscura y el único sonido es el de las olas rompientes. Scarpetta desplaza el haz de luz y lo detiene al ver unas amplias marcas de arrastre que llevan hasta una duna, donde desaparecen.
—Alguien tenía un bote —señala Lucy, que ya va camino de las dunas—. Un bote de fondo plano.
Las dunas están ribeteadas de matas de avena y demás vegetación, y se extienden hasta donde alcanza la vista, ajenas a la influencia de las mareas. Scarpetta piensa en las batallas que se libraron allí e imagina las vidas perdidas por una causa diametralmente opuesta a la del Sur. Los males de la esclavitud. Soldados yanquis negros aniquilados. Imagina oír sus gemidos y susurros entre la hierba alta, y les dice a Lucy y Benton que no se vayan muy lejos. Ve cómo los haces de sus linternas escinden el terreno en penumbra cual largos filos brillantes.
—Por aquí —dice Lucy desde la oscuridad entre dos dunas—. Madre de Dios —exclama—. ¡Tía Kay, trae mascarillas!
Scarpetta abre el compartimento de equipaje y saca una maleta con material forense, la posa en la arena y hurga en busca de mascarillas: la situación debe de ser grave para que Lucy las pida.
—A éstos no podemos sacarlos. —La voz de Benton empujada por el viento.
—¿Con qué demonios nos las estamos viendo? —La voz de Lucy—. ¿Habéis oído eso?
Algo que aletea a lo lejos, entre las dunas.
Scarpetta va en dirección a sus luces, y el hedor empeora. Da la impresión de hacer el aire más denso, le escuecen los ojos y les ofrece mascarillas para luego ponerse ella una. Se reúne con Lucy y Benton en una hondonada entre dunas encaramada a una elevación que no permite divisarla desde la playa. La mujer está desnuda y muy hinchada tras varios días a la intemperie. Está infestada de gusanos, el rostro devorado, sin labios ni ojos, los dientes expuestos. A la luz de la linterna de Scarpetta se aprecia un soporte de titanio implantado, antes rematado por una corona. El cuero cabelludo está medio desprendido del cráneo, el largo cabello desparramado por la arena.
Lucy se abre paso entre la avena de mar y la hierba, en dirección al aleteo que Scarpetta también alcanza a oír, y no sabe muy bien qué hacer. Piensa en los restos de disparos y la arena y este lugar, y se pregunta qué debe de significar para él. Ha creado su propio campo de batalla, que habría quedado mucho más sembrado de cadáveres si no llega a encontrar ella ese punto concreto, gracias al bario, el antimonio y el plomo de los que probablemente nada sabía él, y percibe al asesino: su espíritu enfermizo parece flotar en el aire.
—Una tienda —grita Lucy, y se dirigen hacia ella.
Está detrás de otra duna, y las dunas son olas oscuras que se alejan de ellos, enmarañadas de maleza y hierba, y él o alguien ha levantado una tienda. Postes de aluminio y una lona alquitranada. A través de una ranura en una solapa que chasquea azotada por el viento se ve un cuchitril. El colchón está pulcramente cubierto con una sábana, y hay una lámpara. Lucy abre con el pie una nevera portátil en cuyo interior hay varios centímetros de agua, introduce el dedo y anuncia que el agua está tibia.
—Tengo una camilla de transporte en el helicóptero —dice—. ¿Cómo quieres hacerlo, tía Kay?
—Tenemos que fotografiarlo todo, tomar medidas, requerir la presencia de la policía de inmediato. —Hay mucho que hacer—. ¿Hay alguna manera de transportar a los dos a la vez?
—Con una sola camilla, no.
—Quiero examinar todo lo que hay aquí —dice Benton.
—Entonces los meteremos en bolsas y tendrás que llevarlos de uno en uno —dice Scarpetta—. ¿Dónde quieres dejarlos, Lucy? En algún lugar discreto, no puede ser en el centro de servicio del aeropuerto donde probablemente está ese empleado tan diligente indicando cómo aterrizar a los mosquitos. Voy a llamar a Hollings para ver quién puede ir a esperarte.
Luego se quedan en silencio, escuchando el aleteo de la improvisada tienda, el suave susurro de la hierba, el tenue y húmedo romper de las olas. El faro parece un inmenso peón negro en una partida de ajedrez, rodeado por la llanura inconmensurable de un mar negro cubierto de surcos. El asesino está ahí, en alguna parte, y todo parece irreal. Un soldado del infortunio, pero Scarpetta no siente la menor compasión.
—Vamos a hacerlo —dice, y prueba a llamar por el móvil.
Naturalmente, no hay cobertura.
—Tendrás que intentar ponerte en contacto con él desde el aire —le dice a Lucy—. Puedes intentarlo también con Rose.
—¿Rose?
—Tú prueba.
—¿Para qué?
—Sospecho que sabrá dónde encontrarlo.
Sacan la camilla y las bolsas para restos humanos, así como sábanas plastificadas y la protección contra residuos de riesgo biológico de que disponen. Empiezan con ella, que está lánguida porque el rigor mortis vino y se fue, como si renunciara a oponerse tercamente a su muerte, y los insectos y otras criaturas diminutas se apoderaron del cadáver. Han devorado por completo todo lo blando y herido. Tiene la cara abotargada, el cuerpo hinchado debido a los gases bacteriales, la piel cincelada de un negro verdoso siguiendo el entramado ramificado de sus vasos sanguíneos. Le han cortado a tajos irregulares la nalga y la parte posterior del muslo izquierdo, pero no hay ninguna otra señal evidente de herida o mutilación, ni indicio de qué acabó con su vida. La levantan y la colocan en medio de la sábana, y luego la introducen en un saco para restos humanos que Scarpetta cierra con la cremallera.
Dirigen su atención al hombre en la playa. Tiene un aparato dental de plástico translúcido en los dientes cubiertos de arena, y en torno a la muñeca derecha una goma elástica. El traje y la corbata son negros, y la camisa blanca tiene manchas de fluidos de purga y sangre. Múltiples hendiduras en la chaqueta tanto por delante como por detrás indican que fue acuchillado repetidamente. Los gusanos infestan las heridas y constituyen una masa en movimiento bajo su ropa. En un bolsillo del pantalón encuentran un billetero propiedad de Lucious Meddick. No parece que el asesino estuviera interesado en sus tarjetas de crédito ni en su dinero en efectivo.
Más fotografías y notas. Scarpetta y Benton afianzan el cadáver embolsado de la mujer —el cadáver embolsado de Lydia Webster— a la camilla de transporte mientras Lucy trae un cable de unos quince metros y una red de la parte trasera del helicóptero. Luego entrega a Scarpetta su arma.
—La necesitas más que yo —le dice.
Sube al aparato y pone en marcha los motores. Las aspas empiezan a emitir un ruido sordo al impulsar el aire. Destelian las luces y el helicóptero se despega del suelo con suavidad y da la vuelta en el aire. Muy lentamente, se eleva hasta que el cable se tensa y la red con su mórbida carga queda suspendida sobre la arena. Lucy se aleja por el aire y la carga se mece suavemente como un péndulo. Scarpetta y Benton se dirigen de regreso a la tienda. Si fuera de día, las moscas serían una tormenta de zumbidos y el aire estaría denso y rebosante de putrefacción.
—Duerme aquí —observa Benton—. Aunque no siempre, no necesariamente.
Hurga en la almohada con el pie. Debajo está el embozo de la sábana, y debajo de ésta el colchón. Una bolsa térmica mantiene seca una caja de cerillas, pero los libros de bolsillo no parecen tener mucha importancia para él. Están impregnados de humedad, las páginas pegadas entre sí: la clase de oscuras sagas familiares y novelas románticas que uno se compra en una tienda cualquiera cuando quiere algo que leer sin importar lo que sea. Debajo de la pequeña tienda improvisada hay un hoyo donde ha hecho hogueras sirviéndose de carbón vegetal y una parrilla herrumbrosa colocada encima de unas piedras. Hay latas de refresco. Scarpetta y Benton no tocan nada y regresan a la playa donde había aterrizado el helicóptero, las marcas de los patines profundas en la arena. Han salido más estrellas y el hedor impregna el aire, pero ya no lo satura.
—En un primer momento has pensado que era él. Te lo he notado en el gesto —le dice Benton.
—Espero que esté bien y no haya hecho ninguna tontería —responde ella—. Otra cosa de la que se puede culpar a la doctora Self: dar al traste con todo lo que teníamos, separarnos. No me has dicho cómo lo averiguaste. —Cada vez más furiosa: ira nueva mezclada con la vieja.
—Es lo que más le divierte: separar a la gente.
Esperan cerca de la orilla, en la parte de donde sopla el viento hacia el bulto con forma de capullo negro en el que se ha convertido Lucious Meddick, de manera que el hedor vaya hacia el lado contrario. Scarpetta huele el mar y lo oye respirar y romper suavemente en la orilla. El horizonte está negro y el faro ya no alerta de nada.
Un poco después, a lo lejos, luces parpadeantes. Lucy regresa y ellos se apartan de la arena que levanta al aterrizar. Con el cadáver de Lucious Meddick asegurado en la red de carga, remontan el vuelo y lo llevan a Charleston. Las luces de los coches de policía destellan en la rampa, y Henry Hollings y el capitán Poma aguardan cerca de una furgoneta sin ventanillas.
Scarpetta camina por delante, sus pies impulsados por la ira. Apenas presta oídos a la conversación a cuatro bandas. Han hallado el coche fúnebre de Lucious Meddick tras la funeraria de Hollings, con las llaves puestas. ¿Cómo ha llegado allí a menos que lo llevara el asesino, o tal vez Shandy? Bonnie y Clyde, así los llama el capitán Poma, y luego saca a colación a Bull. ¿Dónde está, qué más puede saber? La madre de Bull dice que no está en casa, lleva días repitiéndolo. No hay rastro de Marino, y ahora la policía lo busca, y Hollings asegura que los cadáveres irán directos al depósito, pero no al de Scarpetta, sino al de la Facultad de Medicina de Carolina del Sur, donde los esperan dos patólogos forenses que llevan la mayor parte de la noche ocupados con Gianni Lupano.
—Nos vendría bien su ayuda, si está dispuesta a prestárnosla —le dice Hollings a Scarpetta—. Los ha encontrado usted, así que debería ocuparse de ello, siempre y cuando no le importe.
—La policía tiene que ir a isla Morris de inmediato y acordonar el escenario —advierte ella.
—Ya hay lanchas Zodiac en camino. Más vale que le indique cómo llegar al depósito.
—Ya he ido alguna vez. Usted me dijo que la jefa de seguridad es amiga suya —dice Scarpetta—. En el hotel Charleston Place. ¿Cómo se llama?
Ya van caminando.
—Suicidio —dice Hollings—. Traumatismo por contusión directa derivado de un salto o una caída. Nada indica otra cosa. A menos que pueda acusar a alguien de haberlo abocado a hacerlo. En ese caso, habría que dirigir la acusación contra la doctora Self. Mi amiga del hotel se llama Ruth.
Las luces son brillantes en el centro de servicio del aeropuerto, y Scarpetta va al lavabo de señoras para lavarse las manos, la cara y las fosas nasales. Rocía el aire con abundante ambientador y aspira la tenue bruma, y luego se lava los dientes. Cuando vuelve a salir, Benton está allí parado, esperando.
—Deberías irte a casa —le aconseja.
—Como si pudiera dormir.
La sigue mientras la furgoneta sin ventanillas se aleja, y Hollings está hablando con el capitán Poma y Lucy.
—Tengo que hacer una cosa —dice Scarpetta.
Benton la deja marchar y ella se dirige hacia su todoterreno.
El despacho de Ruth está cerca de la cocina, donde el hotel ha sufrido numerosos hurtos.
De camarones, en particular. Astutos rateros que se hacen pasar por cocineros. Cuenta una anécdota graciosa tras otra, y Scarpetta escucha con atención porque va detrás de algo y el único modo de conseguirlo es hacer las veces de público para la jefa de seguridad. Ruth es una mujer elegante de cierta edad; tiene el rango de capitán en la Guardia Nacional pero parece más bien una recatada bibliotecaria. De hecho, guarda parecido con Rose.
—Pero bueno, no ha venido a verme para oír todo esto —dice Ruth desde detrás de una mesa que probablemente es un excedente del mobiliario del hotel—. Quiere información sobre Drew Martin, y seguro que el señor Hollings le dijo que la última vez que se alojó aquí apenas pasó por su habitación.
—Sí, eso me dijo —asiente Scarpetta, que busca un arma debajo de la chaqueta de cachemira de Ruth—. ¿Estuvo por aquí su entrenador alguna vez?
—Comía en el asador de vez en cuando. Siempre pedía lo mismo: caviar y Dom Pérignon. No tengo noticia de que ella fuera allí, pero no imagino a una tenista profesional comiendo alimentos pesados o bebiendo champán la víspera de un partido importante. Como he dicho, salta a la vista que tenía otra vida en alguna parte y nunca venía por aquí.
—Tienen otra cliente famosa alojada aquí —señala Scarpetta.
—Tenemos clientes famosos continuamente.
—Así pues, puedo ir llamando puerta por puerta.
—No se puede acceder a la planta vigilada sin llave. Aquí hay cuarenta suites. Eso son muchas puertas.
—Mi primera pregunta es si sigue aquí, y supongo que la reserva no está a su nombre. De otra manera, podría sencillamente llamarla —observa Scarpetta.
—Tenemos servicio de habitaciones las veinticuatro horas del día. Estoy tan cerca de la cocina que oigo el traqueteo del carrito al pasar —comenta Ruth.
—Entonces ella se despierta a primera hora. Mejor, no querría despertarla. —La ira brota tras los ojos de Scarpetta y empieza a descender por su cuerpo.
—Café todas las mañanas a las cinco. No deja mucha propina. No estamos precisamente encantados con ella —asegura Ruth.
La doctora Self está en una suite de la octava planta, en una esquina. Scarpetta inserta una tarjeta magnética en el ascensor y unos minutos después se encuentra delante de su puerta. La percibe vigilante tras la mirilla.
Self abre la puerta al tiempo que dice:
—Vaya, veo que alguien se ha ido de la lengua. Hola, doctora Scarpetta.
Lleva un llamativo albornoz de seda roja, holgadamente atado a la cintura, y zapatillas de seda negra.
—Qué sorpresa tan agradable. Me pregunto quién se lo dijo. Por favor. —Se hace a un lado para franquearle el paso—. Hay que ver lo que es el destino: han traído dos tazas y otra cafetera. Déjeme adivinar cómo me ha encontrado aquí, y no me refiero sólo a esta espléndida habitación. —La doctora Self se sienta en el sofá con las piernas recogidas—. Shandy. Por lo visto, otorgarle lo que deseaba tuvo como resultado una pérdida de influencia por mi parte, o al menos ése debe de ser su mezquino punto de vista.
—No he llegado a conocer a Shandy —dice Scarpetta desde una butaca orejera cerca de la ventana que ofrece una vista de la parte antigua de la ciudad.
—Querrá decir que no la ha conocido en persona —la corrige Self—. Pero creo que la ha visto: su exclusiva visita al depósito de cadáveres. Pienso en los malos tiempos ante los tribunales, Kay, y me pregunto hasta qué punto podría haber sido todo distinto si el mundo hubiera sabido cómo es usted en realidad, si hubiera sabido que ofrece visitas al depósito de cadáveres y hace un espectáculo de los cadáveres, sobre todo el del pequeño que despellejó y cortó en filetes. ¿Por qué le sacó los ojos? ¿Cuántas lesiones debía documentar antes de decidir la causa de su muerte? Los ojos, Kay. Las cosas que hay que ver…
—¿Quién le contó lo de la visita?
—Shandy alardeó de ella. Imagine lo que diría un jurado. Lo que habría dicho el jurado de Florida si hubieran sabido cómo es usted.
—El veredicto no la perjudicó a usted —replica Scarpetta—. Nada la ha perjudicado de la manera en que usted se las arregla para perjudicar a todo el mundo. ¿Ha oído que su amiga Karen se suicidó apenas veinticuatro horas después de ser dada de alta de McLean?
A la doctora Self se le ilumina la cara.
—Entonces su triste historia tendrá un final acorde. —Mira a Scarpetta a los ojos—. No crea que voy a fingir. Lo que me molestaría es que me hubiera dicho que Karen había vuelto a rehabilitación y dejado de beber otra vez. Esa masa de hombres que llevan una vida de discreta desesperación. Thoreau. En la parte del mundo de Benton. Sin embargo, usted vive aquí en el Sur. ¿Cómo se las apañarán cuando estén casados? —Busca con los ojos la alianza en la mano izquierda de Scarpetta—. ¿Seguro que van a seguir adelante? A ninguno de los dos le va mucho eso del compromiso. Bueno, a Benton sí, pero es un compromiso diferente el que se trae entre manos allá en el Norte. El pequeño experimento de Benton fue una agradable sorpresa, y me muero de ganas de hablar del asunto.
—El pleito de Florida no le arrebató a usted nada salvo dinero, que probablemente cubrió su seguro para casos de negligencia profesional. Las primas deben de ser muy elevadas. Deberían serlo en grado sumo. Me sorprende que haya aseguradoras que se arriesguen con usted —le espeta Scarpetta.
—Tengo que hacer el equipaje. Vuelvo a Nueva York, estoy otra vez en antena. ¿Se lo había dicho? Un programa nuevo centrado en la mentalidad criminal. No se preocupe. No quiero que tome parte en él.
—Probablemente Shandy mató a su hijo —dice Scarpetta—. Me pregunto qué piensa hacer usted al respecto.
—La eludí tanto como pude. Una situación muy similar a la suya, Kay. Sabía lo de Shandy. ¿Por qué se enreda la gente en los tentáculos de alguien pernicioso? Me oigo hablar, y cada comentario me sugiere un programa. Es agotador y al mismo tiempo estimulante caer en la cuenta de que nunca sé me agotarán los programas. Marino debería haber sido más espabilado. Qué simplón es. ¿Ha tenido noticias suyas?
—Usted fue el principio y el final —la acusa Scarpetta—. ¿No podía haberlo dejado en paz?
—Él fue quien se puso en contacto conmigo.
—Sus correos eran los de un hombre asustado y desdichado hasta la desesperación. Usted era su psiquiatra.
—Hace años. Apenas lo recuerdo.
—Si alguien conoce a Marino es usted, y lo utilizó. Se aprovechó de él porque quería hacerme daño. Me da igual que me haga daño a mí, pero no debería habérselo hecho a él. Luego volvió a intentarlo, ¿verdad? Para hacerle daño a Benton. ¿Por qué? ¿Para vengarse de lo de Florida? Yo creía que tendría algo mejor que hacer.
—Estoy en un impasse, Kay. La verdad es que Shandy debería recibir su merecido, y a estas alturas Paulo ya ha tenido una larga conversación con Benton, ¿me equivoco? Paulo me llamó, claro. Me las he arreglado para encontrar su sitio a algunas piezas sueltas.
—Para decirle que el Hombre de Arena es su hijo —dice Scarpetta—. Paulo llamó para decirle eso.
—Una de las piezas es Shandy. La otra es Will. Y la tercera es el pequeño Will, como siempre le llamé. Mi Will regresó de una guerra y se metió en otra mucho más atroz. ¿Cree que algo así no lo llevó más allá de todo lo imaginable? No es que fuera normal, eso lo admito. Soy la primera en reconocer que ni siquiera mis herramientas surtían el menor efecto bajo su capó. Eso fue hace más o menos un año, un año y medio, Kay. Will regresó y se encontró a su propio hijo medio muerto de hambre, magullado y molido a palos.
—Shandy —dice Scarpetta.
—Will no tuvo nada que ver en aquello. Al margen de lo que haya hecho ahora, aquello no lo hizo él. Mi hijo nunca le haría daño a un niño. Shandy probablemente pensó que era de lo más divertido maltratar al niño sencillamente porque podía. El crío era un fastidio. Seguro que ella le dice eso. Un niño que siempre padecía cólicos, un mocoso llorón.
—¿Y se las arregló para ocultarlo de todo el mundo?
—Will estaba en las Fuerzas Aéreas. Tuvo a su hijo en Charlotte hasta que murió el padre de ella. Luego la animé a que se mudara aquí, y fue entonces cuando empezó a maltratarlo, ciertamente con saña.
—¿Y se deshizo de su cadáver en las marismas? ¿De noche?
—¿Ella? Lo dudo mucho. No me la imagino. Ni siquiera tiene un bote.
—¿Cómo sabe que se utilizó un bote? No recuerdo que se verificara ese dato.
—No creo que ella conociera las ensenadas ni las mareas, así que no se habría atrevido a internarse en el agua por la noche. Un secretito: no sabe nadar. Está claro que debió de necesitar ayuda.
—¿Tiene su hijo un bote y conoce las ensenadas y mareas?
—Antes lo tenía, y le encantaba llevarse a su pequeño de aventura: meriendas campestres, acampadas en islas desiertas, descubriendo tierras de nunca jamás, ellos dos solos. Qué imaginativo y melancólico: él también era un crío, en el fondo. Al parecer, la última vez que el ejército lo destinó al extranjero, Shandy vendió un montón de cosas suyas. Qué considerado por su parte. No creo que Will tenga siquiera coche a estas alturas. Pero lo que sí tiene son recursos. Va ligero de equipaje y sabe moverse con rapidez y sin llamar la atención, eso desde luego. Probablemente lo aprendió allí. —Se refiere a Irak.
Scarpetta está pensando en el bote de fondo plano de Marino con su potente motor fueraborda, motor eléctrico retráctil en la proa y remos. Un bote que lleva meses sin usar y en el que por lo visto ya ni siquiera piensa, sobre todo de un tiempo a esta parte, sobre todo desde que conoció a Shandy. Ella debía de estar al tanto de la existencia del bote, aunque nunca hubiera salido a navegar. Quizá se lo dijo a Will y éste lo tomó prestado. Habría que buscar el bote de Marino. Scarpetta se pregunta cómo se lo explicará a la policía.
—¿Quién iba a ocuparse del pequeño inconveniente de Shandy, el cadáver? ¿Qué se supone que debía hacer mi hijo? —dice la doctora Self—. Eso es lo que ocurre, ¿verdad? El pecado de otra persona se convierte en el tuyo propio. Will quería a su hijo, pero cuando papá se va a la guerra, mamá tiene que hacer el papel de los dos, y en este caso mamá es un monstruo. Siempre la desprecié.
—La ha mantenido —le recuerda Scarpetta—. Con generosidad, diría yo.
—Veamos. ¿Y usted cómo lo sabe? A ver si lo adivino. Lucy ha invadido la intimidad de Shandy, probablemente sabe lo que tiene, o tenía, en el banco. Yo no habría llegado a enterarme de que mi nieto había fallecido si Shandy no me hubiera llamado, supongo que el mismo día que se encontró el cadáver. Quería dinero, más dinero, y que la aconsejara.
—¿Usted está aquí por ella y por lo que le dijo?
—Shandy se las ha arreglado brillantemente para chantajearme durante años. La gente no sabe que tengo un hijo, y desde luego menos que tengo un nieto. Si salen a la luz esos datos, me tendrían por negligente, me considerarían una madre horrible, una abuela horrible: todas esas cosas que dice mi querida madre sobre mí. Para cuando me hice famosa, ya era tarde para volver atrás y compensar el distanciamiento, muy deliberado por mi parte. No tuve otra opción que seguir adelante. La mamá del alma, y me refiero a Shandy, mantuvo mi secreto a cambio de cheques.
—¿Y ahora tiene intención de mantener a salvo su secreto a cambio de eso?
—Supongo que a un jurado le encantaría ver la grabación del paseo de Shandy por el depósito de cadáveres, en la nevera, echándole un vistazo a su propio hijo muerto. La asesina dentro de su depósito. Imagine qué historia tan estupenda. Yo diría, sin exagerar, que su carrera de usted se iría al garete, Kay. Teniéndolo en cuenta, debería agradecérmelo. Mi intimidad garantiza la suya.
—Entonces es que no me conoce.
—He olvidado ofrecerle un café. Servicio para dos. —Con una sonrisa.
—Yo no olvidaré lo que usted ha hecho —replica Scarpetta, y se levanta—. Lo que le ha hecho a Lucy, a Benton, a mí. No sé con seguridad lo que le ha hecho a Marino.
—Yo no sé con seguridad qué le hizo él a usted, pero sé lo suficiente. ¿Cómo lo lleva Benton? —Se sirve otro café—. Qué asunto tan peculiar. —Se reclina en los almohadones—. Cuando Marino venía a mi consulta en Florida, su lujuria no habría sido más palpable a menos que se me hubiera echado encima y me hubiese arrancado la ropa. Es edípico y lamentable. Quiere tirarse a su madre, la persona más poderosa en su vida, y seguirá buscando el otro extremo de su arco iris edípico hasta el final de sus días. No encontró ningún caldero de oro cuando se acostó con usted. Por fin, por fin. Bien por él. Es sorprendente que no se haya suicidado.
Scarpetta se queda junto a la puerta, mirándola fijamente.
—¿Qué tal es como amante? —le pregunta la doctora Self—. Benton, salta a la vista, pero ¿y Marino? Hace días que no sé nada de él. ¿Ya han solucionado lo suyo? ¿Y qué dice Benton al respecto?
—Si a usted no se lo dijo Marino, ¿quién fue? —pregunta Scarpetta en voz queda.
—¿Marino? Ah, no, desde luego que no. Él no me contó lo de su pequeña incursión. Lo siguieron hasta su casa desde, ay, querida, ¿cómo se llama ese bar? Otro de los matones de Shandy, con el encargo de hacer que se planteara seriamente, la posibilidad de cambiar de ciudad.
—Entonces eso fue cosa suya. Ya me lo parecía.
—Lo hice para ayudarla a usted.
—¿Tiene una vida tan mezquina que se ve obligada a agobiar a la gente de esa manera?
—Charleston no es buen sitio para usted, Kay.
Scarpetta cierra la puerta y se marcha del hotel. Camina por los adoquines y pasa por delante de una fuente con caballos de bronce para acceder al garaje del hotel. El sol no ha salido aún. Debería llamar a la policía, pero sólo puede pensar en toda la desdicha que es capaz de causar una sola persona. La primera sombra de pánico la alcanza en una planta desierta de hormigón y coches, y piensa en uno de los comentarios de la doctora Self.
«Es sorprendente que no se haya suicidado».
¿Fue una predicción, expresaba una esperanza o la insinuación de otro de esos horribles secretos que ella conoce? Ahora Scarpetta no puede pensar en nada más, y tampoco puede llamar a Lucy o Benton. A decir verdad, ellos no compadecen a Marino, tal vez incluso deseen que se haya metido la pistola en la boca o se haya tirado por un puente, e imagina a Marino muerto en el interior de su coche en el fondo del río Cooper.
Decide llamar a Rose y saca el móvil, pero no hay cobertura. Se dirige hacia su todoterreno, sin reparar apenas en el Cadillac blanco aparcado junto a él. Se fija en una pegatina ovalada en el parachoques trasero, reconoce las «HH» de Hilton Head y nota lo que está ocurriendo antes de ser consciente de ello. Se da la vuelta en el momento que el capitán Poma sale a la carrera desde detrás de una columna de hormigón. Ella nota que el aire se mueve a su espalda, o lo oye. Poma se lanza en plancha y ella gira sobre los talones al tiempo que algo la aferra por el brazo. Durante una fracción de segundo, el rostro de él está a la altura del suyo: un joven con la cabeza rapada y una oreja hinchada y enrojecida que la mira con ojos furiosos. El muchacho se estampa contra el coche de Scarpetta, un cuchillo cae con un tintineo a sus pies y el capitán le golpea sin dejar de gritar.