Los Laboratorios de Ciencia Forense.
El edificio principal es de ladrillo rojo y hormigón, con amplias ventanas dotadas de protección ultravioleta y acabado de espejo, de manera que el mundo exterior ve un reflejo de sí mismo y lo que hay dentro queda protegido, tanto de las miradas curiosas como de los rayos nocivos del sol. Un edificio más pequeño está aún por acabar, y la arquitectura del paisaje es mero barro. Scarpetta se sienta en el coche y ve subir una enorme puerta automática, aunque le gustaría que no fuera tan ruidosa, porque contribuye al desafortunado ambiente de depósito de cadáveres cuando roza y chirría como un puente levadizo.
En el interior, todo es nuevo e impoluto, intensamente iluminado y pintado en tonos blancos y grises. Algunos laboratorios que va dejando atrás son salas vacías, mientras que otros están totalmente equipados. Pero las encimeras no están abarrotadas, los espacios de trabajo se ven limpios, y Scarpetta imagina el día en que dé la sensación de que alguien lo considere su hogar. Naturalmente, la jornada ha concluido, pero ni siquiera en horas de trabajo hay más de veinte personas, la mitad de las cuales siguió a Lucy desde su antiguo laboratorio en Florida. Con el tiempo, tendrá las mejores instalaciones forenses del país, y Scarpetta cae en la cuenta de por qué eso le produce más inquietud que satisfacción. Desde el punto de vista profesional, Lucy tiene todo el éxito que cabría desear, pero su vida adolece de graves taras, igual que la de Scarpetta. Ninguna de las dos se las arregla para establecer o mantener relaciones personales, y hasta ahora Scarpetta se había negado a ver que es un rasgo que comparten.
A pesar de la amabilidad de Benton, lo único que en realidad consiguió su conversación con ella fue recordarle por qué necesitaba mantenerla. Lo que dijo era tristemente cierto. Ha estado corriendo tanto durante cincuenta años que apenas tiene nada de lo que jactarse aparte de una capacidad insólita para enfrentarse al dolor y el estrés, pero el resultado de ello es precisamente el problema al que se enfrenta. Es mucho más fácil limitarse a hacer su trabajo y vivir sus días con largas horas ocupadas y largos espacios vacíos. De hecho, si hace autoexamen con sinceridad, cuando Benton le dio la alianza no la hizo sentir alegre ni segura, porque el anillo simboliza lo que la asusta a muerte: que cualquier cosa que él le ofrezca, es posible que luego se la arrebate o llegue a la conclusión de que no era de corazón.
No es extraño que Marino acabara por saltar. Sí, estaba borracho y hasta las cejas de hormonas, y probablemente Shandy y la doctora Self contribuyeron a ponerlo al límite. Pero si Scarpetta hubiera estado más atenta todos estos años, probablemente habría podido salvarlo de sí mismo y evitar una violación, que fue suya también. Ella también lo violó, porque no fue una amiga sincera ni digna de confianza. No le paró los pies hasta que por fin se pasó de la raya, cuando debería haberle dicho que no veinte años atrás.
«No estoy enamorada de ti, ni lo estaré nunca, Marino. No eres mi tipo, Marino. Eso no significa que sea mejor que tú, Marino, sencillamente significa que no puedo».
Escribe mentalmente el guión de lo que debería haberle dicho y exige una respuesta a la pregunta de por qué no se lo dijo. Marino podría dejarla. Ella podría quedarse sin su presencia constante, por molesta que pueda resultar a veces. Podría infligirle a él precisamente lo que ella se ha esforzado tanto en evitar: la pérdida y el rechazo personal, y ahora ella se ha topado con las dos cosas, y él también.
Las puertas del ascensor se abren en la segunda planta y Scarpetta sigue un pasillo vacío que conduce a una serie de laboratorios individualmente aislados por puertas de metal y cámaras estancas. En una sala exterior, se pone una bata blanca desechable, redecilla y gorro, fundas para el calzado, guantes y una protección facial. Atraviesa otra área sellada que descontamina por medio de luz ultravioleta, y de allí accede a un laboratorio totalmente automatizado, donde se extraen y se reproducen con exactitud muestras de ADN, y donde Lucy, también de blanco de la cabeza a los pies, le ha dicho que se encontraría con ella por razones que aún desconoce. Está sentada al lado de una campana de vapor, hablando con un científico que también va cubierto, y por tanto le resulta irreconocible a primera vista.
—¿Tía Kay? —dice Lucy—. Seguro que recuerdas a Aaron, nuestro director interino.
El rostro tras la protección de plástico sonríe y de pronto le resulta familiar, y los tres toman asiento.
—Ya sé que es especialista forense —dice Scarpetta—, pero no sabía que ocupara un nuevo puesto. —Pregunta qué ocurrió con el anterior director de laboratorio.
—Lo dejó, por culpa de lo que colgó en internet la doctora Self —dice Lucy, con un destello de ira en los ojos.
—¿Lo dejó? —pregunta Scarpetta, pasmada—. ¿Así, sin más?
—Cree que me voy a morir y se largó en busca de otro empleo. De todas maneras, era un gilipollas, y ya tenía ganas de librarme de él. Es irónico, en cierto modo. Esa zorra me hizo un favor, pero no hemos venido a hablar de eso. Tenemos resultados de los análisis.
—Sangre, saliva, células epiteliales —dice Aaron—. Empezamos con el cepillo de dientes de Lydia Webster y la sangre en el suelo del cuarto de baño. Nos hemos hecho una buena idea de su ADN, lo que es importante sobre todo parae xcluirla, o identificarla finalmente. —Como si no hubiera duda de que está muerta—. Luego hay otro perfil procedente de las células epiteliales, la arena y la cola recuperadas de la ventana rota en el lavadero. Y el teclado de la alarma antirrobo. La camiseta sucia del cesto de la ropa. Los tres contienen ADN de ella, lo que no es de extrañar, pero también el perfil de otra persona.
—¿Qué hay de los bermudas de Madelisa Dooley? —pregunta Scarpetta—. La sangre que tenían.
—El mismo donante que las tres que acabo de mencionar —responde Aaron.
—El asesino, creemos —añade Lucy—. O la persona que entró en la casa, sea quien fuere.
—Creo que deberíamos mostrarnos precavidos al respecto —les recuerda Scarpetta—. Había pasado más gente por la casa, incluido su esposo.
—El ADN no es de él, y te diremos la razón en un momento —replica Lucy.
—Lo que hemos hecho era idea suya —explica Aaron—, hemos ido más allá de la habitual comparación de perfiles en el Sistema Combinado de Registro de ADN y ampliado la búsqueda utilizando la plataforma de tecnología para la obtención de marcadores de ADN sobre la que hablaron usted y Lucy: un análisis que se sirve de los índices de parentesco y paternidad para llegar a una probabilidad de relación parental.
—Primera pregunta —dice Lucy—. ¿Por qué iba a dejar su ex marido sangre en los bermudas de Madelisa Dooley?
—Vale —coincide Scarpetta—, buena pregunta. Y si la sangre es del Hombre de Arena, y para aclararnos voy a referirme a él así, entonces debió de hacerse una herida de alguna manera.
—Es posible que sepamos cómo —dice Lucy—. Y empezamos a hacernos una idea de quién.
Aaron coge una carpeta, saca un expediente y se lo entrega a la doctora.
—El niño sin identificar y el Hombre de Arena —explica Aaron—. Teniendo en cuenta que cada padre dona aproximadamente la mitad de su material genético al niño, cabe esperar que las muestras de un padre y un hijo indiquen su parentesco. Y en el caso del Hombre de Arena y el niño sin identificar, queda implícita una relación familiar muy cercana.
Scarpetta mira los resultados de las pruebas.
—Voy a decir lo mismo que cuando encontramos la coincidencia de huellas digitales —dice—. ¿Seguro que no hay ningún error? ¿Alguna contaminación, por ejemplo?
—No cometemos errores. No de esa clase —asegura Lucy—. Sólo hay un resultado y eso es todo.
—¿El niño era hijo del Hombre de Arena? —Scarpetta quiere asegurarse.
—Me gustaría tener más referencias y llevar a cabo una investigación, pero desde luego eso sospecho —responde Aaron—. Por lo menos, tal como he dicho, tienen un parentesco muy cercano.
—Has mencionado lo de la herida —dice Lucy—. ¿La sangre del Hombre de Arena en los bermudas? También está en la corona rota encontrada en la bañera de Lydia Webster.
—Tal vez le mordió —aventura Scarpetta.
—Hay muchas probabilidades —coincide Lucy.
—Volvamos al niño —replica Scarpetta—. Si suponemos que el Hombre de Arena mató a su propio hijo, no sé qué pensar. Los malos tratos se prolongaron durante una buena temporada. El niño estaba a cargo de alguien mientras el Hombre de Arena estaba en Irak e Italia, si la información que tenemos es correcta.
—Bueno, puedo hablarte de la madre del niño —dice Lucy—. Esa referencia la tenemos, a menos que el ADN de la ropa interior de Shandy Snooks proviniera de alguna otra persona. Quizás ahora cobra más sentido que tuviera tantas ganas de entrar en el depósito, echar un vistazo al cadáver y averiguar qué sabías tú del caso; averiguar qué sabía Marino.
—¿Se lo has contado a la policía? —indaga Scarpetta—. Y¿debería preguntarte cómo pudiste obtener su ropa interior?
Aaron sonríe y Scarpetta cae en la cuenta de que la pregunta podría considerarse graciosa en cierto modo.
—Marino —responde Lucy—. Y desde luego el ADN no es de él. Tenemos su perfil para poder excluirlo, de la misma manera que tenemos el tuyo y el mío. A la policía le hará falta algo más que ropa interior encontrada en el suelo de Marino para seguir adelante, pero incluso si ella no golpeó a su hijo hasta matarlo, tiene que saber quién lo hizo.
—No puedo por menos de preguntarme si lo sabría Marino —comenta Scarpetta.
—Viste la grabación de su recorrido por el depósito de cadáveres con ella —le recuerda Lucy—. Desde luego, no parecía que tuviera la menor idea. Además, es posible que Marino sea muchas cosas, pero nunca protegería a alguien que le hiciera algo así a un crío.
Hay otras coincidencias, todas las cuales señalan al Hombre de Arena y ponen en evidencia otro hecho asombroso: las dos fuentes de ADN recuperadas de las raspaduras de las uñas de Drew Martin son del Hombre de Arena y de otra persona que es un pariente cercano.
—Hombre —explica Aaron—. Según los análisis italianos, europeo en un noventa y nueve por ciento. ¿Otro hijo, tal vez? ¿Quizás el hermano del Hombre de Arena? ¿Tal vez su padre?
—¿Tres fuentes de ADN de una sola familia? —Scarpetta está asombrada.
—Y otro crimen —dice Lucy.
Aaron entrega a Scarpetta otro informe y dice:
—Hay una coincidencia con una muestra biológica dejada en un delito sin resolver que nadie ha vinculado con Drew, Lydia ni ningún otro caso.
—De una violación en dos mil cuatro —le informa Lucy—. Por lo visto, el tipo que se coló en la casa de Lydia Webster y probablemente también asesinó a Drew Martin, también violó a una turista en Venecia hace tres años. El perfil de ADN de esas pruebas está en la base de datos italiana, que decidimos revisar. Como es natural, no hay coincidencia con ningún sospechoso, porque no pueden introducir los perfiles de individuos conocidos. En otras palabras, no tenemos un nombre, sólo semen.
—Por supuesto, hay que proteger la intimidad de violadores y asesinos —se mofa Aaron.
—Las referencias en las noticias no dan muchos detalles —explica Lucy—. Una estudiante de veintidós años en Venecia, un programa de verano para estudiar arte. Estaba en un bar a altas horas de la noche, regresó caminando hacia su hotel en el Puente de los Suspiros y fue atacada. Hasta el momento, eso es lo único que sabemos del caso, pero puesto que lo llevaron los Carabinieri, tu amigo el capitán debería tener acceso a la información.
—Posiblemente fuera el primer delito con violencia del Hombre de Arena —señala Scarpetta—. Al menos de civil, suponiendo que sea cierto que sirvió en Irak. Con frecuencia, un principiante deja pruebas y luego espabila. Este tipo es listo y su modus operandi ha sufrido una evolución considerable. Tiene cuidado con las pruebas, tiene tendencias rituales y es mucho más violento, y sus víctimas no quedan con vida para contarlo. Por suerte, no se le ocurrió que podía dejar su ADN en la cola quirúrgica. ¿Lo sabe Benton? —pregunta.
—Sí, y sabe que tenemos un problema con tu moneda de oro —dice Lucy, que estaba a punto de abordar el asunto—. El ADN en la moneda y la cadena también son del Hombre de Arena, y eso lo sitúa detrás de tu casa la noche que tú y Bull encontrasteis el arma en el paseo. Cabría preguntar qué indica eso acerca de Bull. El colgante podría haber sido suyo. Ya he planteado esa pregunta, pero no disponemos del ADN de Bull para que nos lo confirme.
—¿Que Bull es el Hombre de Arena? —Scarpetta no lo cree.
—Lo único que digo es que no tenemos su ADN —insiste Lucy.
—¿Y el arma? ¿Los proyectiles? —indaga Scarpetta.
—No hemos encontrado el ADN del Hombre de Arena en ninguno de los frotis —responde Lucy—, pero eso no significa nada. Su ADN en un colgante es una cosa, dejarlo en un arma otra muy distinta, porque podría haber obtenido el arma de otra persona. Es posible que hubiera tenido buen cuidado de dejar su ADN o sus huellas en el arma por la historia que te contó: que el gilipollas que te amenazó es el que la dejó caer, cuando no tenemos ninguna prueba de que ese tipo se acercara siquiera a tu casa. Es la palabra de Bull, porque no hubo más testigos.
—Lo que sugieres es que Bull, suponiendo que sea el Hombre de Arena, cosa que no creo, pudo haber perdido deliberadamente, y cito tus palabras, el arma pero no tenía intención de perder el colgante —dice Scarpetta—. Eso no tiene mucho sentido por dos razones. ¿Por qué se rompió el colgante? Y en segundo lugar, si no sabía que se había roto y se le había caído hasta que lo encontró, ¿por qué habría de ponerme sobre aviso? ¿Por qué no se lo metió en el bolsillo? Podría añadir la tercera noción, más bien extraña, de que tuviera un colgante con una moneda de oro que recuerda al colgante con un dólar de plata que le regaló Shandy a Marino.
—Desde luego, estaría bien obtener las huellas de Bull —dice Aaron—. Y hacerle un frotis. Me inquieta que parezca haber desaparecido.
—Eso es todo por el momento —concluye Lucy—. Estamos ocupándonos de clonarlo. Vamos a crear una copia suya en una placa de Petri para saber quién es —dice en tono despreocupado.
—Recuerdo que hace no mucho había que esperar semanas, meses incluso para tener resultados de ADN. —Scarpetta lamenta aquellos tiempos, acompañados del recuerdo doloroso de cuánta gente fue brutalmente golpeada y asesinada debido a la imposibilidad de identificar rápidamente a un agresor violento.
—Hay visibilidad a dos mil quinientos pies y cada vez va a mejor —le indica Lucy—. Hay condiciones para el vuelo visual. Nos vemos en el aeropuerto.
En el despacho de Marino, sus trofeos de bolos destacan en contraste con la vieja pared enlucida y hay una suerte de vacío en el aire.
Benton cierra la puerta y no enciende la luz. Se sienta en la oscuridad a la mesa de Marino y por primera vez cae en la cuenta de que, al margen de lo que haya dicho, nunca se ha tomado a Marino en serio ni se ha preocupado especialmente por él. Si ha de ser sincero, siempre lo ha considerado el secuaz de Scarpetta: un poli ignorante, grosero y cargado de prejuicios que está fuera de lugar en el mundo moderno. Como resultado de ello y de otra serie de factores, es una compañía desagradable y tampoco resulta del todo útil. Benton lo ha soportado. Lo ha infravalorado en ciertos aspectos y comprendido a la perfección en otros, pero no ha reconocido lo evidente. Sentado a la mesa de Marino, mientras contempla por la ventana las luces de Charleston, piensa que ojalá le hubiera prestado más atención, ojalá hubiera prestado más atención a todo. Lo que necesita saber está a su alcance y siempre lo ha estado.
En Venecia son casi las cuatro de la madrugada. No es de extrañar que Paulo Maroni se fuera de McLean y ahora se haya ido de Roma.
—Pronto —responde al teléfono.
—¿Estabas durmiendo? —le pregunta Benton.
—Si te importara, no habrías llamado. ¿Qué ocurre que tienes necesidad de llamarme a semejantes horas? Alguna novedad en el caso, espero.
—Pero no necesariamente buena.
—Entonces ¿qué? —La voz de Maroni tiene un deje de renuencia, o quizá resignación.
—El paciente que tenías.
—Ya te lo he contado todo.
—Me has contado lo que querías contarme, Paulo.
—¿Cómo más puedo ayudarte? Además de lo que te he contado, ya has leído mis notas. Me he portado como un amigo y no te he preguntado lo que ocurrió. No he culpado a Lucy, por ejemplo.
—Tal vez deberías culparte a ti mismo. ¿Crees que no he llegado a la conclusión de que querías que accediéramos al archivo de tu paciente? Lo dejaste en la red del hospital. Dejaste el programa para compartir archivos activado, lo que supone que cualquiera que pudiera deducir dónde estaba también podía acceder a él. Para Lucy, desde luego, no supondría el menor esfuerzo. No fue un error por tu parte, eres muy listo para eso.
—De manera que reconoces que Lucy accedió a mis archivos confidenciales.
—Ya sabías que querríamos ver las notas de tu paciente, así que lo dejaste todo preparado antes de irte a Roma, por cierto antes de lo previsto. Muy convenientemente, justo después de averiguar que la doctora Self iba a ingresar en McLean. Lo autorizaste. No la habrían admitido en el Pabellón sin tu consentimiento.
—Se encontraba en un estado maníaco.
—Su actitud era calculadora. ¿Lo sabe ella?
—Si sabe qué.
—No me mientas.
—Es curioso que creas que te miento —responde Maroni.
—He hablado con la madre de la doctora Self.
—¿Sigue siendo tan desagradable esa mujer?
—Imagino que no ha cambiado —dice Benton.
—La gente como ella rara vez cambia. A veces se agotan conforme envejecen. En su caso, probablemente ha empeorado. Igual que Marilyn, que ya va a peor.
—Yo creo que tampoco ha cambiado mucho, aunque su madre te achaca el trastorno de personalidad de su hija —dice Benton.
—Y ya sabemos que no se trata de eso. No padece un trastorno de personalidad inducido por Paulo, sino que lo contrajo por su cuenta y riesgo.
—Esto no tiene gracia.
—Desde luego que no.
—¿Dónde está ése? —pregunta Benton—. Y sabes exactamente a quién me refiero.
—En aquellos tiempos tan lejanos, una persona seguía siendo menor a los dieciséis años, ¿lo entiendes?
—Y tú tenías veintinueve.
—Veintidós. Gladys me insultaba poniéndome tantos años. Seguro que entiendes por qué tuve que marcharme —dice Maroni.
—¿Marcharte o huir? Si se lo preguntas a la doctora Self, recurre a esto último para describir tu precipitada salida de hace unas semanas. Tuviste una actitud inadecuada con ella y te largaste a Italia. ¿Dónde está ése, Paulo? No te hagas esto, ni se lo hagas a nadie más.
—¿Me creerías si te dijese que ella tuvo una actitud inadecuada conmigo?
—Da igual. Eso me trae sin cuidado. ¿Dónde está? —insiste Benton.
—Me habrían acusado de mantener relaciones con una menor, ya lo sabes. Su madre me amenazó con hacerlo y, desde luego, no estaba dispuesta a creer que Marilyn se hubiera acostado con un hombre al que conoció por casualidad en las vacaciones de primavera. Era tan hermosa y fascinante… Me ofreció su virginidad y la acepté. La amaba, de veras. Huí de ella, eso es verdad. Me di cuenta de que era nociva ya entonces, pero no regresé a Italia como le hice creer, sino que volví a Harvard para terminar mis estudios de medicina, y ella no supo en ningún momento que yo seguía en Norteamérica.
—Hemos llevado a cabo análisis de ADN, Paulo.
—Después de que naciera el niño, ella seguía sin saberlo. Le escribía cartas, ¿sabes?, y hacía que se las enviaran desde Roma.
—¿Dónde está, Paulo? ¿Dónde está tu hijo?
—Le supliqué que no abortara, porque va contra mis creencias religiosas. Dijo que si tenía la criatura, yo tendría que criarla. E hice lo mejor que pude con lo que resultó ser un sinvergüenza, un diablo con un alto cociente intelectual. Pasó la mayor parte de su vida en Italia, y algunas temporadas con ella hasta que cumplió los dieciocho. Es él quien tiene veintinueve años. Igual Gladys estaba incurriendo en sus típicos jueguecillos… Bueno, en muchos aspectos, no es de ninguno de los dos y nos aborrece a ambos. A Marilyn más que a mí, aunque la última vez que le vi, temí por mi seguridad; tal vez por mi vida. Creí que iba a atacarme con un trozo de una escultura antigua, pero me las arreglé para aplacarlo.
—¿Cuándo fue eso?
—Justo después de llegar aquí. Él estaba en Roma.
—Y estaba en Roma cuando Drew Martin fue asesinada. En cierto momento, regresó a Charleston. Sabemos que acaba de estar en Hilton Head.
—¿Qué quieres que diga, Benton? Ya sabes la respuesta. La bañera de la fotografía es la de mi apartamento en la Piazza Navona, pero también es cierto que tú no sabías que vivo allí. Si lo hubieras sabido, es posible que me hubieras hecho preguntas acerca de mi apartamento tan cerca del solar en construcción donde fue hallado el cadáver de Drew. Te habría dado que pensar la coincidencia de que yo tenga un Lancia negro allí. Probablemente la mató en mi apartamento y la trasladó en mi coche, no muy lejos, tal vez a una manzana. De hecho, estoy convencido de que así fue. De manera que quizás hubiera sido mejor que él me hubiese abierto la cabeza con aquel antiguo pie esculpido. Lo que ha hecho es censurable hasta límites impensables, aunque también es cierto que estamos hablando del hijo de Marilyn.
—Es hijo tuyo.
—Es un ciudadano estadounidense que no quiso ir a la universidad e insistió en su estupidez alistándose en las Fuerzas Aéreas para ir como fotógrafo a vuestra guerra fascista, donde resultó herido en el pie. Creo que la herida se la infligió él mismo tras aliviar el sufrimiento de su amigo pegándole un tiro en la cabeza. Pero al margen de eso, si ya estaba desequilibrado antes de ir, cuando regresó estaba cognitiva y psicológicamente irreconocible. He de admitir que no fui el padre que debería. Le enviaba víveres, herramientas, pilas, artículos médicos básicos, pero no fui a verle una vez que acabó todo. Me traía sin cuidado, lo reconozco.
—¿Dónde está?
—Después de alistarse en las Fuerzas Aéreas, me lavé las manos, lo reconozco. No era nadie para mí. Después de todo lo que hice, después de sacrificarme tanto para mantenerlo con vida cuando Marilyn hubiera preferido deshacerse de él, no era nadie para mí. Qué irónico. Le salvé la vida porque la Iglesia dice que el aborto es un asesinato, y mira lo que hace él: mata gente. Los mató allí porque era su trabajo y ahora los mata aquí porque es su locura.
—¿Y su hijo?
—Marilyn y sus pautas. Una vez que establece una pauta, no hay manera de romperla… Le dijo a la madre que tuviera el niño tal como yo le dije a Marilyn que tuviera nuestro hijo. Probablemente fue un error. Nuestro hijo no está hecho para ser padre, por mucho que quisiera con locura a su hijo.
—Su pequeño está muerto —señala Benton—. Lo dejaron morirse de hambre, lo molieron a palos y lo abandonaron en las marismas para que se lo comieran los gusanos y los cangrejos.
—Lamento oírlo. No llegué a conocer al niño.
—Qué compasivo te muestras ahora, Paulo. ¿Dónde está tu hijo?
—No lo sé.
—Supongo que ya sabes lo grave que es esto. ¿Quieres ir aparar a la cárcel?
—La última vez que estuvo aquí, le acompañé a la salida, y en la calle, donde no corría peligro, le dije que no quería volver a verle. Había turistas en el solar en construcción donde se encontró el cadáver de Drew. Había montones de flores y animales de peluche. Lo tenía todo ante mis ojos mientras le decía que se marchara y no regresara, y que si no se atenía a mis deseos, pensaba acudir a la policía. Luego hice que me limpiaran el apartamento a fondo y me deshice del coche. Y llamé a Otto para ofrecerle mi ayuda en el caso, porque para mí era importante averiguar qué sabía la policía.
—No me creo que no sepas dónde está —responde Benton—, que no sepas dónde se aloja o vive, dónde se esconde. No quiero acudir a tu esposa. Doy por sentado que ella no tiene ni idea.
—Haz el favor de dejar a mi esposa al margen. Ella no sabe nada.
—¿Sigue con tu hijo la madre de tu nieto fallecido? —pregunta Benton.
—Es como lo que tuve yo con Marilyn. A veces pagamos el precio de toda una vida por pasar un rato agradable en la cama con alguien. ¿Esas mujeres? Se quedan embarazadas a propósito, ¿sabes? Para tenerte bien atado. Es curioso, lo hacen y luego no quieren el crío porque en realidad te querían a ti.
—No te he preguntado eso.
—Nunca he llegado a conocerla. Marilyn me dice que se llama Shandy o Sandy, y que es una puta, además de estúpida.
—¿Sigue tu hijo con ella? Eso es lo que te he preguntado.
—Tenían un hijo en común, pero nada más. La misma historia otra vez. Los pecados del padre, acontecimientos que se repiten. Ahora puedo decirlo sin asomo de duda: ojalá nunca hubiera nacido mi hijo.
—Marilyn conoce a Shandy, a todas luces —dice Benton—. Eso me lleva hasta Marino.
—No lo conozco, ni sé qué tiene que ver con todo esto.
Benton se lo cuenta y le pone al tanto de todo, salvo de lo que le hizo Marino a Scarpetta.
—Así que quieres que te haga un análisis de la situación —dice el doctor Maroni—. Conociendo a Marilyn como la conozco, y sobre la base de lo que acabas de contarme, yo me atrevería a decir que Marino cometió un grave error al enviarle un correo a Marilyn. Le planteó posibilidades que no tenían nada que ver con los motivos de su ingreso en McLean. Ahora puede vengarse de la persona a quien odia de veras: Kay, claro. Y qué mejor manera que atormentar a sus seres queridos.
—¿Por eso conoció Marino a Shandy?
—Yo diría que sí, pero no es la única razón de que Shandy se interesara tanto por él. También está el niño. Marilyn no lo sabe. O no lo sabía, porque me lo habría dicho. No le hubiera parecido bien que alguien hiciera algo semejante.
—Ésa tiene tanta compasión como tú —se mofa Benton—. Está aquí, por cierto.
—Quieres decir en Nueva York.
—Quiero decir en Charleston. Recibí un correo electrónico anónimo con información de la que no voy a hablar, y rastreé la dirección IP hasta el hotel Charleston Place. Adivina quién se aloja allí.
—Te advierto que tengas cuidado con lo que le cuentas. No sabe lo de Will.
—¿Will?
—Will Rambo. Cuando Marilyn empezó a hacerse famosa, él se cambió el nombre de Willard Self a Will Rambo. Escogió Rambo, un apellido sueco bastante bonito. Will es cualquier cosa menos un «Rambo», y de ahí se derivan al menos parte de sus problemas. Es más bien pequeño, un chico atractivo pero pequeño.
—Cuando ella recibió correos electrónicos del Hombre de Arena, ¿no tenía idea de que era su hijo? —dice Benton, y le sorprende que alguien se refiera al Hombre de Arena como un chico.
—No lo sabía, al menos conscientemente. Por lo que sé, sigue sin saberlo. No de manera consciente, pero ¿qué puedo decir yo sobre lo que sabe en los lugares más recónditos de su mente? Cuando ingresó en McLean y me contó lo del correo, la imagen de Drew Martin…
—¿Te lo contó?
—Claro.
Benton siente deseos de abalanzarse a través de la línea y echarle las manos al cuello. Maroni debería ir a la cárcel. Debería acabar en el infierno.
—Al volver la vista atrás, resulta trágicamente claro. Como es natural, tenía mis sospechas desde el principio, pero nunca se las mencioné. Bueno, desde el primer momento, cuando me llamó para remitirme el paciente, y Will era consciente de que Marilyn haría precisamente eso. Le tendió una trampa. Él tenía la dirección de correo electrónico de su madre, claro. Marilyn se muestra muy generosa a la hora de enviar algún que otro correo a gente que no tiene tiempo de ver. Él empezó a enviarle esos correos más bien extraños que estaba convencido la cautivarían, porque está lo bastante tarado para entenderla a la perfección. Seguro que se alegró cuando ella me remitió a mí el paciente, y luego cuando llamó a mi consulta en Roma para pedir una cita que, como es natural, derivó en que cenáramos juntos en vez de en una entrevista de carácter médico. Me preocupó su salud mental, pero no pensé que pudiera llegar a matar a alguien. Cuando oí lo de la turista asesinada en Bari, me negué a creerlo.
—También violó a una mujer en Venecia, otra turista.
—No me sorprende. Después de empezar la guerra debió de empeorar.
—Entonces, las notas del caso no eran de las visitas a tu consulta. A todas luces es tu hijo, y nunca fue paciente tuyo.
—Falsifiqué las notas. Esperaba que lo averiguaras.
—¿Por qué?
—Para que hicieras esto: encontrarlo por ti mismo, porque yo no sería capaz de entregarlo. Necesitaba que plantearas las preguntas para poder responderlas, y ahora lo he hecho.
—Si no lo encontramos enseguida, Paulo, volverá a matar. Tienes que saber algo más. Tienes alguna foto suya, ¿no?
—Ninguna reciente.
—Envíame por correo lo que tengas.
—Las Fuerzas Aéreas deberían tener lo que necesitas. Tal vez sus huellas dactilares y su ADN. Y sin duda fotos. Es mejor que obtengas todo eso de ellos.
—Y para cuando haya pasado por todos esos aros —responde Benton—, ya será tarde, maldita sea.
—No pienso regresar, por cierto. Estoy seguro de que no me obligarás, sino que me dejarás en paz, porque te he mostrado respeto, y tú me pagarás con la misma moneda. Sería en vano, de todas maneras —añade—. Tengo muchos amigos allí.