20

Ed, el portero, no está en su puesto cuando Scarpetta entra en el edificio de apartamentos de Rose casi a las diez. Cae una fina llovizna y la densa niebla está levantando; las nubes se precipitan a través del cielo conforme el frente avanza mar adentro.

Entra en el cubículo de Ed y echa un vistazo. No hay gran cosa en la mesa: una agenda giratoria, un libro de anotaciones con el título «Inquilinos», un montón de correo sin abrir —el de Ed y también el de otros dos porteros—, bolígrafos, una grapadora, objetos personales, un trofeo de un club de pesca, un teléfono móvil, un manojo de llaves y un billetero. Mira el billetero, que es de Ed. Esta noche está de servicio con una suma que, por lo visto, asciende a tres dólares.

Scarpetta sale, mira alrededor, sigue sin haber la menor señal de Ed. Regresa a su despacho y hojea «Inquilinos» hasta que encuentra el apartamento de Gianni Lupano en la planta superior. Toma el ascensor y cuando llega aguza el oído delante de su puerta. Hay música puesta, pero no muy alta. Llama al timbre y entonces oye pasos en el interior, pero nadie abre. Vuelve a llamar al timbre y después con los nudillos. Unos pasos, se abre la puerta y se encuentra cara a cara con Ed.

—¿Dónde está Gianni Lupano?

Pasa junto a Ed y accede al apartamento, donde suena Santana en un aparato surround.

El viento sopla por la ventana del salón, abierta de par en par.

El pánico asoma a los ojos de Ed mientras habla frenético:

—No sabía qué hacer. Esto es terrible. No sabía qué hacer…

Scarpetta se asoma a la ventana abierta y mira hacia abajo. No alcanza a distinguir nada en la oscuridad, sólo los tupidos arbustos y una acera, y la calle más allá. Retrocede y echa un vistazo al lujoso apartamento de mármol y enlucido de tonos pastel, molduras ricamente decoradas, mobiliario de cuero italiano y llamativas obras de arte. Las estanterías están llenas de libros antiguos espléndidamente encuadernados que sin duda algún decorador compró por metros, y toda una pared está ocupada por un equipo multimedia demasiado complicado para un espacio tan pequeño.

—¿Qué ha ocurrido? —le pregunta a Ed.

—Recibo una llamada del señor Lupano hará unos veinte minutos. —Con excitación—. Primero me dice: «Oye, Ed, ¿pusiste en marcha mi coche?». Y yo le digo: «Claro, ¿por qué lo pregunta?». Y me da mala espina.

Scarpetta se fija en una media docena de raquetas de tenis enfundadas y apoyadas contra la pared detrás del sofá, y en un montón de zapatillas de tenis aún en las cajas. En una mesa de centro de cristal con pie de vidrio italiano hay revistas de tenis. En la portada de la que está encima se ve a Drew Martin a punto de restar una volea.

—Mala espina por qué —le pregunta.

—Esa joven, Lucy. Puso en marcha su coche porque quería echarle un vistazo a algo, y me he temido que de alguna manera él se hubiera enterado. Pero no se trataba de eso, creo que no, porque luego me dice: «Bueno, has cuidado siempre tan bien de él que me gustaría que te lo quedaras». Y yo digo: «¿Qué? ¿De qué está hablando, señor Lupano? No puedo quedarme con su coche. ¿Por qué quiere deshacerse de ese coche tan precioso?». Y entonces él me dice: «Ed, voy a anotarlo en un papel para que la gente sepa que te di el coche».

Así que subo aquí tan rápido como puedo y me encuentro la puerta abierta, como si quisiera facilitar la entrada a cualquiera. Y luego me encuentro la ventana abierta.

Se acerca a ella y la señala, como si Scarpetta no pudiera verla por sí misma.

Llama a emergencias mientras van pasillo adelante; le explica a la operadora que es posible que alguien haya saltado por una ventana y le da la dirección. En el ascensor, Ed sigue hablando de forma incoherente acerca de cómo ha rebuscado por el apartamento, sólo para asegurarse, y ha encontrado el papel, pero lo ha dejado donde estaba, en la cama, y ha llamado a gritos a Lupano. Estaba a punto de telefonear a la policía cuando ha aparecido Scarpetta.

En el vestíbulo, una anciana con bastón avanza por el suelo de mármol a fuerza de chasquidos. Scarpetta y Ed pasan por su lado a toda prisa y salen del edificio, doblan la esquina a la carrera en plena oscuridad y se detienen directamente debajo de la ventana abierta de Lupano, iluminada en la parte superior del edificio. Scarpetta se abre paso a través de un alto seto, quiebra ramas y se hace rozaduras, y encuentra lo que temía. El cuerpo está desnudo y retorcido, las extremidades y el cuello doblados en ángulos forzados contra la fachada de ladrillo, la sangre reluciente en la penumbra. Le pone dos dedos en la carótida y no nota pulso, así que vuelve a dejar el cuerpo boca arriba y empieza a hacerle la resucitación cardiorrespiratoria. Cada poco se limpia la sangre de la cara y la boca. A unas manzanas de distancia, en East Bay, ululan sirenas y destellan luces azules y rojas. Se pone en pie y vuelve a abrirse paso por el seto.

—Venga —le dice Scarpetta a Ed—. Eche un vistazo y dígame si es él.

—¿Está…?

—Eche un vistazo, venga.

Ed avanza entre los arbustos y luego recula precipitadamente.

—Dios santo —dice—. Ay, no. Ay, Señor.

—¿Es él? —insiste Scarpetta, y Ed asiente—. Justo antes de que le llamara por lo del Porsche, ¿dónde estaba usted?

—Sentado a mi mesa. —Ed está asustado y mira de un lado a otro. Está sudando y se humedece los labios y carraspea una y otra vez.

—¿Ha entrado alguien más en el edificio a esa hora, o tal vez poco antes de que Lupano llamara?

Las sirenas atruenan cuando los coches de policía y una ambulancia se detienen en la calle, los destellos azules y rojos pulsantes sobre el rostro de Ed.

—No —dice—, salvo algún que otro inquilino, no he visto a nadie.

Puertas que se cierran de golpe, el crepitar de las radios, el resonar de los motores. Los agentes y los sanitarios se acercan.

Scarpetta le dice a Ed:

—Su billetero está encima de la mesa. ¿Igual acababa de sacarlo cuando recibió la llamada? ¿Estoy en lo cierto? —Y a un poli de paisano le indica—: Por aquí. —Señala el seto—. Ha caído desde allí. —Señala la ventana abierta iluminada en el piso superior.

—¿Es usted la nueva forense? —El detective no parece del todo seguro.

—Sí.

—¿Ha certificado su muerte?

—Eso debe hacerlo el juez de instrucción.

El detective echa a andar hacia los arbustos.

—Voy a necesitar su declaración, así que no vaya a ninguna parte —le advierte ella por encima del hombro a Ed. Los arbustos crujen y susurran cuando se abre paso entre ellos.

—No entiendo qué tiene que ver mi billetero —dice el portero.

Scarpetta se aparta de en medio para que los sanitarios puedan pasar con la camilla y el equipo en dirección a la esquina del edificio para poder maniobrar por detrás del seto en vez de atravesarlo.

—Su billetero está en la mesa. Ahí encima con la puerta abierta. ¿Tiene costumbre de dejarlo así? —le pregunta a Ed.

—¿Podemos hablar dentro?

—Vamos a prestar declaración ante el investigador aquí mismo —dice ella—. Luego hablaremos dentro.

Scarpetta repara en que alguien se acerca por la acera, una mujer en bata. Su andar le resulta familiar, y entonces cae en la cuenta de que se trata de Rose. Sale a su encuentro a toda prisa.

—No es un espectáculo agradable —le advierte Scarpetta.

—Como si nunca hubiera visto nada parecido. —Rose levanta la mirada hacia la ventana abierta—. Vivía ahí, ¿verdad?

—¿Quién?

—¿Qué cabía esperar después de lo ocurrido? —comenta Rose, y carraspea y respira hondo—. ¿Qué le quedaba en este mundo?

—La cuestión es el momento escogido.

—Lo de Lydia Webster acabó con el pobre. Lo han proclamado a los cuatro vientos. Tú y yo sabemos que está muerta —aventura Rose.

Scarpetta se limita a escuchar, sopesando lo evidente. ¿Por qué habría de suponer Rose que Lupano se sentiría tan afectado por lo ocurrido a Lydia Webster? ¿Por qué habría de saber que él está muerto?

—Estaba muy orgulloso de sí mismo cuando nos conocimos —dice Rose, y echa a andar hacia los arbustos en penumbra bajo la ventana.

—No sabía que hubierais coincidido.

—Sólo una vez. No sabía que era él hasta que Ed hizo un comentario. Estaba hablando con Ed en el vestíbulo cuando lo vi. De esto hace una buena temporada. Un tipo de aspecto bastante duro. Supuse que era alguien de mantenimiento; no tenía idea de que fuera el entrenador de Drew Martin.

Scarpetta mira acera adelante y ve que Ed está hablando con el detective. Los sanitarios introducen la camilla en la ambulancia mientras las luces destellan y los polis fisgonean con sus linternas.

—Alguien como Drew Martin sólo aparece una vez en la vida. ¿Qué le quedaba? —insiste Rose—. Posiblemente nada. La gente muere cuando ya no le queda nada. No se les puede culpar por ello.

—Venga. No deberías estar a la intemperie con la humedad que hay. Te acompaño dentro —se ofrece Scarpetta.

Doblan la esquina del edificio en el momento que Henry Hollings desciende por las escaleras. No las mira, sino que camina aprisa y con decisión. Scarpetta lo ve diluirse en la oscuridad siguiendo el malecón en dirección a East Bay Street.

—¿Ha llegado antes que la policía? —pregunta Scarpetta.

—Vive a escasos cinco minutos de aquí —responde Rose—. Tiene una casa estupenda en la Battery.

Scarpetta mira en la dirección que ha tomado Hollings. En el horizonte del puerto, dos barcos iluminados tienen todo el aspecto de juguetes Lego amarillos. El tiempo está despejando, y alcanza a ver alguna que otra estrella. No le comenta a Rose que el juez de instrucción del condado de Charleston acaba de pasar por delante de un cadáver y no se ha molestado en echar un vistazo, no ha certificado su muerte, no ha hecho nada. En el interior del edificio, sube al ascensor con Rose, que disimula muy mal lo poco que le apetece que Scarpetta la acompañe.

—Estoy bien —dice Rose, que mantiene las puertas abiertas para que el ascensor no vaya a ninguna parte—. Ahora vuelvo a acostarme. Seguro que hay gente que querrá hablar contigo ahí fuera.

—No es uno de mis casos.

—La gente siempre quiere hablar contigo.

—Cuando me asegure de que estás a salvo en tu apartamento.

—Puesto que estabas aquí, tal vez ha dado por supuesto que te ocuparías tú del asunto —dice Rose mientras las puertas se cierran y Scarpetta pulsa el botón de su planta.

—Te refieres al juez de instrucción, ¿no?

A Rose le falta resuello para hablar mientras recorren el pasillo hasta su apartamento. Una vez delante de la puerta le da unas palmaditas en el brazo a Scarpetta.

—Abre la puerta y me marcho —dice ésta.

Rose saca la llave. No quiere abrir la puerta con Scarpetta allí plantada.

—Entra —la insta.

Rose no lo hace. Cuanto más reacia se muestra, más terca se pone Scarpetta. Al cabo, Scarpetta le coge la llave y abre la puerta. Hay dos sillas junto a la ventana que da al puerto, y entre ellas, en una mesilla, hay dos copas de vino y un cuenco de frutos secos.

—La persona con que te estás viendo —dice Scarpetta y se invita a entrar— es Henry Hollings. —Cierra la puerta y mira a Rose a los ojos—. Por eso se ha marchado a toda prisa. La policía le ha llamado por lo de Lupano y él te lo ha contado, y luego se ha ido para poder regresar sin que nadie supiera que ya estaba aquí.

Se acerca a la ventana como si fuera a verlo en la calle. Baja la mirada: el apartamento de Rose no está muy lejos del de Lupano.

—Es un cargo público y tiene que andarse con cuidado —lo justifica Rose, que se sienta en el sofá, agotada y pálida—. No tenemos un lío. Su esposa murió.

—¿Por eso anda escabullándose? —Scarpetta se sienta a su lado—. Lo lamento, pero no tiene sentido.

—Para protegerme. —Respira hondo.

—¿De qué?

—Si corriera la voz de que el juez de instrucción se está viendo con tu secretaria, alguien podría sacarle partido. Como mínimo, trascendería a la prensa.

—Ya veo.

—No, no lo ves —dice Rose.

—Si te hace feliz a ti, a mí también.

—Hasta que fuiste a verlo, estaba convencido de que lo aborrecías. Eso no ha sido de gran ayuda —señala Rose.

—Entonces es culpa mía por no ofrecerle una oportunidad.

—Yo no estaba en posición de asegurarle lo contrario, ¿no? Habías dado por sentado lo peor acerca de él, tal como él había supuesto lo peor sobre ti. —Rose se esfuerza por respirar y cada vez se encuentra peor. El cáncer la está destrozando delante de los ojos de Scarpetta.

—Ahora será diferente —le asegura ésta.

—Se alegró muchísimo de que fueras a verlo —insiste Rose, que tose y busca un pañuelo de papel—. Por eso había venido esta noche, para contármelo. No hablaba de otra cosa. Le caes muy bien. Quiere que trabajéis juntos, no uno contra el otro. —Tose un poco más y deja el pañuelo moteado de sangre.

—¿Lo sabe?

—Claro, desde el principio. —Su rostro adquiere un semblante afligido—. En aquella bodeguita en East Bay. Fue instantáneo. Cuando nos conocimos, empezamos a hablar de las virtudes del borgoña frente al burdeos, como si yo tuviera la menor idea. Así sin más, sugirió que probáramos algún vino. No sabía dónde trabajo, así que no fue eso. No averiguó que trabajo para ti hasta más adelante.

—Da igual lo que supiera, me trae sin cuidado.

—Me quiere. Yo le digo que no me quiera. Dice que si amas a alguien, no hay remedio. Y que quién puede saber cuánto tiempo vamos a seguir en este mundo. Así explica la vida Henry.

—Entonces, me considero amiga suya —asegura Scarpetta.

Sé despide de Rose, baja y se encuentra con que Hollings está hablando con el detective, los dos cerca de los arbustos donde estaba el cadáver. La ambulancia y los demás vehículos se han ido, no hay nada aparcado cerca salvo un vehículo sin distintivos y un coche patrulla.

—Creía que nos había dado esquinazo —le dice el detective cuando Scarpetta se dirige hacia ellos.

—Me estaba asegurando de que Rose regresara sin novedad a su apartamento —le dice a Hollings.

—Permítame que la ponga al corriente de todo —se ofrece Hollings—. El cadáver va camino de la Facultad de Medicina de Carolina del Sur y se le practicará una autopsia por la mañana. Será bienvenida si quiere estar presente y tomar parte como mejor crea conveniente.

—Hasta el momento, nada indica que la causa no sea suicidio —explica el detective—. Lo único que me preocupa es su desnudez. Si saltó, ¿por qué se quitó antes la ropa?

—Quizá respondan a eso en Toxicología —señala Scarpetta—. El portero dice que Lupano parecía ebrio cuando le llamó poco antes de morir. Creo que todos hemos visto suficiente para saber que cuando alguien decide suicidarse, puede hacer muchas cosas ilógicas, incluso sospechosas. ¿Han encontrado dentro prendas de vestir que pudieran ser las que se quitó?

—Tenemos unos cuantos hombres allí arriba ahora mismo. Había ropa encima de la cama: vaqueros, camisa. Nada fuera de lo normal en ese sentido. No hay indicio de que hubiera nadie más con él cuando se tiró por la ventana.

—¿Ha dicho algo Ed acerca de que entrara algún desconocido en el edificio esta noche? —le pregunta Hollings—. ¿O tal vez alguien que venía a ver a Lupano? Ed se anda con mucho ojo a la hora de dejar pasar desconocidos.

—No he llegado a hablar de eso con él —dice Scarpetta—. Le he preguntado por qué tenía el billetero a la vista encima de la mesa. Asegura que lo tenía allí cuando recibió la llamada de Lupano y subió a toda prisa.

—Me ha contado que pidió una pizza —les informa el detective—, y que acababa de sacar un billete de cien del billetero cuando llamó Lupano. La pidió a Mamma Mia’s. No estaba en su cubículo al llegar el repartidor, y el tipo se marchó. Me cuesta creerme lo del billete de cien. ¿Se pensaba que un repartidor de pizza iba a traer tanto cambio?

—Tal vez debería preguntarle quién llamó primero.

—Buena idea —dice Hollings—. A Lupano se le conocía por su estilo de vida ostentoso, por tener gustos caros y llevar encima un montón de pasta. Si regresó al edificio durante el turno de Ed, el portero sabría que estaba en casa. Pide una pizza por teléfono y luego cae en la cuenta de que no tiene más que tres dólares y un billete de cien.

Scarpetta no va a decirles que la víspera Lucy estuvo husmeando en el coche de Lupano, mirando su GPS.

—Es posible que así haya ocurrido —conjetura—: Ed llamó a Lupano para pedirle cambio, y para entonces Lupano ya estaba borracho, tal vez drogado, irracional. Ed se preocupó y subió.

—O quizá subió directamente para pedirle cambio —sugiere Hollings.

—Lo que sigue implicando que Ed lo llamó primero.

El detective se aleja y dice:

—Se lo voy a preguntar.

—Me da la impresión de que usted y yo tenemos algunos puntos que aclarar —le dice Hollings a Scarpetta.

Ella levanta la vista al cielo y piensa en remontar el vuelo.

—¿Y si buscamos un sitio más privado para hablar? —propone él.

Al otro lado de la calle están los jardines de White Point, varias hectáreas de monumentos de la guerra de Secesión y robles, así como un cañón inutilizado que apunta hacia Fort Sumter.

Scarpetta y Hollings toman asiento en un banco.

—Sé lo de Rose —empieza ella.

—Ya lo imaginaba.

—Mientras usted cuide de ella…

—Me parece que a usted se le da muy bien cuidarla. Esta noche he probado su estofado.

—Antes de marcharse y regresar, para que nadie supiera que ya estaba en el edificio —añade Scarpetta.

—Así que no le parece mal —dice él, como si necesitara su aprobación.

—Siempre y cuando se porte bien con ella, porque en caso contrario, haré algo al respecto.

—No lo dudo.

—Tengo que plantearle una duda sobre Lupano —dice ella—. Me preguntaba si tal vez se puso en contacto con él hoy después de que yo me fuera de la funeraria.

—¿Puedo preguntarle qué le lleva a pensar algo semejante?

—Usted y yo hablamos de él. Le pregunté por qué habría asistido al funeral de Holly Webster. Creo que ya sabe lo que me ha pasado por la cabeza.

—Que le pregunté al respecto.

—¿Es así?

—Sí.

—En las noticias han dicho que Lydia Webster ha desaparecido y se la da por muerta —señala Scarpetta.

—Él la conocía. Sí, hemos hablado durante un rato. Estaba muy trastornado.

—¿Era Lydia su razón para tener un apartamento aquí?

—Kay, espero que no le importe que la llame así… yo estaba perfectamente al tanto de que Gianni asistió al funeral de Holly el verano pasado, pero no podía darle a entender que así era, porque eso habría sido abusar de la confianza depositada en mí.

—Estoy harto de la gente y su noción de la confianza.

—No he intentado interponerme en su camino. Si lo averiguaba por su cuenta…

—También me estoy hartando de eso, de averiguar las cosas por mi cuenta.

—Si averiguaba por su cuenta que él asistió al funeral de Holly, no había nada de malo en ello. Así que le facilité el registro. Comprendo su frustración, pero usted habría hecho lo mismo. No habría abusado de la confianza depositada en usted, ¿verdad que no?

—Depende.

Hollings levanta la mirada hacia las ventanas iluminadas del edificio de apartamentos, y dice:

—Ahora me preocupa ser responsable en cierta medida.

—¿Qué confianza tenía depositada en usted? —le pregunta Scarpetta—. Ya que estamos hablando de ello y parece que guarda algún secreto.

—Lupano conoció a Lydia hace varios años, cuando la copa del Círculo Familiar se disputaba en Hilton Head. Mantuvieron un romance, un romance que se prolongó, y por eso tenía él un apartamento aquí. Luego, aquel día de julio: su castigo. Él y Lydia estaban en el dormitorio de ella, el resto ya se lo puede imaginar. Nadie vigilaba a Holly, y se ahogó. Se separaron, y su marido la abandonó. Lydia se vino abajo, por completo.

—¿Y él empezó a acostarse con Drew?

—Dios sabe con cuánta gente se acostaba, Kay.

—¿Por qué seguía teniendo el apartamento si su relación con Lydia había tocado a su fin?

—Tal vez para tener un lugar clandestino donde encontrarse con Drew, so pretexto de entrenarla. Quizá porque decía que el follaje lleno de colorido, el tiempo, el hierro forjado y las antiguas casas de estuco le recordaban a Italia. Seguía manteniendo su amistad con Lydia, según él. Iba a verla de vez en cuando.

—¿Cuándo fue la última vez? ¿Lo dij o?

—Hace varias semanas. Se fue de Charleston después de que Drew ganase el torneo aquí, y luego regresó.

—Quizá no estoy colocando las piezas en su sitio. —Su teléfono móvil empieza a sonar—. ¿Qué le impulsó a regresar? ¿Por qué no se fue a Roma con Drew? ¿O sí se fue? Drew tenía por delante el Open italiano y Wimbledon. No he llegado a entender por qué, de repente, decidió largarse con sus amigas en vez de entrenar para lo que podrían haber sido las mayores victorias de su carrera. ¿Se fue a Roma no para entrenarse con vistas al Open italiano, sino para correrse una juerga? No lo entiendo. —Scarpetta no responde el teléfono. Ni siquiera mira quién es—. Lupano dijo que se fue a Nueva York justo después de haber ganado el torneo aquí. No hace ni un mes. Resulta casi imposible creerlo. —El móvil deja de sonar.

—Gianni no fue con Drew, porque ella acababa de despedirlo —dice Hollings.

—¿Lo despidió? —pregunta Scarpetta—. ¿Eso se sabe?

—No, no se sabe.

—¿Por qué lo despidió? —Vuelve a sonar el teléfono.

—Porque la doctora Self se lo aconsejó —responde Hollings—. Por eso se fue Lupano a Nueva York, para encararse con ella, para intentar que Drew cambiara de parecer.

—Más vale que vea quién es. —Scarpetta responde a la llamada.

—Tienes que pasar por aquí de camino al aeropuerto —le dice Lucy.

—No me queda exactamente de camino.

—Otra hora, una hora y media, y creo que podremos irnos. Para entonces ya debería de haber despejado. Tienes que venir al laboratorio. —Lucy le dice a Scarpetta dónde encontrarse, y añade—: No quiero hablar de ello por teléfono.

Scarpetta le asegura que se pasará por allí, y luego le dice a Henry Hollings:

—Doy por sentado que Drew no cambió de parecer.

—Ni siquiera se dignó hablar con él.

—¿Y la doctora Self?

—Con ella sí que habló, en su apartamento. O al menos eso me contó Lupano. Y ella le dijo que era perjudicial para Drew, una influencia poco saludable, y que pensaba seguir aconsejándole que se mantuviera alejada de él. Gianni estaba cada vez más inquieto y furioso a medida que me lo contaba, y debería haberme dado cuenta. Debería haber venido de inmediato, haber charlado con él. Tendría que haber hecho algo.

—¿Qué más ocurrió con la doctora Self? —pregunta Scarpetta—. Drew se fue a Nueva York, luego se marchó a Roma al día siguiente. Apenas veinticuatro horas después, desapareció y acabó asesinada, posiblemente a manos de la misma persona que mató a Lydia. Y ahora tengo que irme al aeropuerto. Puede acompañarme si quiere. Con un poco de suerte, nos harán falta sus servicios.

—¿Al aeropuerto? —Se levanta del banco—. ¿Ahora?

—No quiero esperar ni un solo día más. El estado del cadáver empeora cada hora que pasa.

Echan a andar.

—Y se supone que tengo que acompañarla en plena noche, sin tener la menor idea de qué está hablando. —Hollings está perplejo.

—Señales de calor —explica ella—. Infrarrojos. Cualquier variación térmica se apreciará mejor en la oscuridad, y los gusanos pueden hacer que ascienda la temperatura de un cadáver en descomposición hasta veinte grados centígrados. Ocurrió hace más de dos días, porque cuando Lupano se fue de casa de ella, estoy casi convencida de que no estaba viva, al menos no sobre la base de lo que encontramos. ¿Qué más pasó con la doctora Self? ¿Le contó algo más Lupano?

Están casi a la altura del coche de Scarpetta.

—Dijo que se sintió extraordinariamente humillado —responde Hollings—. La doctora Self le lanzó acusaciones muy degradantes y no quiso indicarle cómo ponerse en contacto con Drew. Después de marcharse, Lupano volvió a llamar a la doctora. Ése tenía que ser el momento cumbre de su carrera y ella lo había estropeado, y luego el golpe final. La doctora le dijo que Drew estaba con ella, que había estado en el mismo apartamento mientras él le suplicaba a ella que diera marcha atrás en lo que había hecho. No voy a ir con usted. No me necesita, y yo, bueno, quiero ver qué tal está Rose.

Scarpetta abre la puerta del coche mientras piensa en la secuencia temporal de los hechos. Drew pasó la noche en el ático de la doctora Self y al día siguiente se fue a Roma. Al otro día, el 17, desapareció. El 18 fue encontrado su cadáver. El 27, Scarpetta y Benton estaban en Roma investigando el asesinato de Drew. Ese mismo día, la doctora Self ingresó en McLean, y el doctor Maroni falsificó el archivo que en teoría eran las notas que tomó cuando el Hombre de Arena fue a su consulta, cosa que Benton no tiene duda de que es mentira.

Scarpetta se pone al volante. Hollings es un caballero y no se irá hasta que encienda el motor y cierre la puerta.

—Cuando Lupano estuvo en el apartamento de la doctora Self, ¿había alguien más? —le pregunta ella.

—Drew.

—Me refiero a alguien de cuya presencia estuviera al tanto Lupano.

Hollings piensa un momento y dice:

—Es posible. —Vacila—. Dijo que almorzó en el apartamento de la doctora. Y creo que hizo un comentario acerca del cocinero de la doctora.