19

Complejo de Seguridad Nacional Y—12.

Scarpetta detiene el coche de alquiler ante un control de seguridad en medio de barreras de hormigón antiexplosivos y verjas coronadas de alambre de espino.

Baja la ventanilla por segunda vez en los últimos cinco minutos y enseña su identificación. El guardia vuelve a meterse en la garita para hacer una llamada. Otro guardia registra el maletero del Dodge Stratus rojo que Scarpetta se ha llevado el chasco de encontrar esperándola en Hertz al aterrizar en Knoxville una hora antes. Había pedido un todoterreno, y ni siquiera le gusta vestirse de rojo. Los guardias parecen más alerta que en otras ocasiones, como si el coche les hiciera recelar, y ya están bastante recelosos. El Y-12 tiene las mayores reservas de uranio enriquecido de todo el país. La seguridad es inflexible y Scarpetta nunca molesta a los científicos a menos que le surja una necesidad especial que haya alcanzado, en sus propias palabras, «nivel de masa crítica».

En la parte trasera del coche lleva la ventana envuelta en papel marrón del lavadero de Lydia Webster y una cajita que contiene la moneda de oro con la huella del niño asesinado. Al otro extremo del complejo hay un edificio de laboratorios de ladrillo rojo que tiene el mismo aspecto que los demás, aunque en su interior está el microscopio de barrido electrónico más grande del planeta.

—Puede aparcar ahí mismo. —El guardia señala—. Él vendrá hasta aquí. Luego puede seguirle al interior.

Avanza y aparca, a la espera del Tahoe negro conducido por el doctor Franz, el director del laboratorio de ciencia de los materiales. Siempre tiene que seguirle, da igual cuántas veces haya estado allí. Ella no sólo no podría encontrar el camino, sino que ni siquiera se atrevería a intentarlo: perderse en unas instalaciones donde se fabrican armas nucleares no es una opción. El Tahoe se acerca lentamente y gira, y el doctor Franz saca el brazo por la ventanilla para saludar e indicarle que continúe. Scarpetta lo sigue por delante de edificios corrientes con nombres corrientes. Luego el terreno sufre un cambio drástico dejando paso a bosques y campos abiertos, y, por fin, a los laboratorios de una sola planta conocidos como Tecnología 2020. El paisaje es engañosamente bucólico. Scarpetta y el doctor Franz se apean de sus vehículos y ella recoge la ventana envuelta en papel marrón de la parte trasera, donde iba sujeta con un cinturón de seguridad.

—Qué cosas tan curiosas nos trae —comenta él—. La última vez fue una puerta entera.

—Y encontramos una huella de bota, ¿verdad?, aunque nadie creía que hubiera nada ahí.

—Siempre hay algo. —Ése es el lema del doctor Franz.

Más o menos de la edad de Scarpetta, vestido con un polo y vaqueros holgados, no es lo que a uno le viene a la cabeza cuando se imagina a un ingeniero metalúrgico nuclear al que le fascina pasar el rato ampliando imágenes de un trozo de herramienta molido o un pezón hilador de araña, o trozos y piezas de una lanzadera espacial o un submarino. Le sigue al interior de lo que podría parecer un laboratorio normal, si no fuera por la inmensa cámara de metal sostenida por cuatro columnas de amortiguación del diámetro de árboles. La Gran Cámara VisiTech del Microscopio de Barrido Electrónico —GC-MBE— pesa diez toneladas, e hizo falta una carretilla elevadora de cuarenta toneladas para instalarlo. Hablando claro, es el microscopio más grande de la Tierra, y el fin para el que fue creado no es la ciencia forense, sino el análisis de fallo de materiales como los metales utilizados en las armas. Pero la tecnología es la tecnología, por lo que a Scarpetta respecta, y a estas alturas el Y—12 se utiliza en respuesta a sus desvergonzadas súplicas.

El doctor Franz desenvuelve la ventana. La coloca junto a la moneda encima de una placa giratoria de acero de siete centímetros y medio de grosor y empieza a ajustar un cañón de electrones del tamaño de un misil pequeño, así como los detectores que acechan detrás de aquél, ubicándolos tan cerca como puede de las áreas sospechosas donde se aprecia arena, pegamento y vidrio roto. Con un control a distancia del eje, desliza y ladea, provoca zumbidos y chasquidos, se detiene en los extremos —o cambia de dirección— para evitar que las preciadas piezas del mecanismo golpeen las muestras, colisionen entre sí o se pasen de la raya. Cierra la puerta para crear en la cámara una presión subatmosférica de diez a menos seis, le explica. Luego volverá a llenar el resto hasta diez a menos dos, añade, y no se podría abrir la puerta por mucho que uno lo intentara, dice, al tiempo que se lo demuestra. Básicamente, lo que se obtiene son las mismas condiciones que en el espacio exterior, le explica: nada de humedad ni oxígeno, sólo las moléculas de un crimen.

Se oye el sonido de las bombas de succión y se aprecia un olor eléctrico, y la pulcra sala empieza a calentarse. Scarpetta y el doctor Franz salen y cierran una puerta exterior de regreso al laboratorio. Una columna de luces rojas, amarillas, verdes y blancas les recuerda que no hay ningún ser humano dentro de la cámara, porque eso supondría una muerte casi instantánea. Sería como pasearse por el espacio sin traje, dice el doctor Franz.

Toma asiento ante una consola de ordenador con múltiples pantallas de vídeo planas de gran tamaño y le dice a Scarpetta:

—Vamos a ver. ¿Qué aumento? Podemos llegar a doscientos mil X. —Podrían, pero se está haciendo el gracioso.

—Y un grano de arena tendría el aspecto de un planeta, y tal vez hasta descubriríamos gente en miniatura viviendo en él —bromea ella.

—Exactamente. —Se abre paso a golpe de ratón a través de diversos estratos de menús.

Ella está sentada a su lado, y las roncas y enormes bombas de vacío recuerdan a Scarpetta a un escáner por resonancia magnética, y luego entra en funcionamiento la turbobomba, seguida por un silencio interrumpido a intervalos cuando el secador de aire emite un inmenso y sentido suspiro que suena como una ballena. Esperan un rato, y al encenderse una luz verde, empiezan a mirar lo que ve el instrumento cuando el haz de electrones alcanza una zona del vidrio de la ventana.

—Arena —comenta el doctor.

Mezcladas con los granos de arena de diferentes formas y tamaños con aspecto de fragmentos y lascas de piedra hay esferas con cráteres que parecen lunas y meteoritos microscópicos. Un análisis elemental confirma la presencia de bario, antimonio y plomo además del silicio de la arena.

—¿Hubo un tiroteo en este caso?

—No que yo sepa —responde Scarpetta, y añade—: Es como lo de Roma.

—Podrían ser partículas de carácter ambiental u ocupacional —conjetura—. El pico más elevado, naturalmente, es silicio, además de restos de potasio, sodio, calcio y, no sé por qué, pero también un rastro de aluminio. Voy a sustraer el fondo, que es el vidrio. —Ahora habla consigo mismo.

—Esto es similar, muy similar, a lo que encontraron en Roma. La arena en las cuencas de los ojos de Drew Martin. Lo mismo, y me repito porque apenas puedo creerlo. Desde luego, no lo entiendo: parecen residuos de un disparo. ¿Y estas zonas intensamente sombreadas de aquí? —Las señala—. ¿Son estratos?

—Pegamento —responde él—. Yo me atrevería a decir que la arena no es de allí, de Roma o sus inmediaciones. ¿Qué se sabe de la arena en el caso de Drew Martin? Puesto que no había basalto, nada indica actividad volcánica, como cabría esperar en esa zona. ¿Así que se llevó su propia arena a Roma?

—Soy consciente de que nunca se ha dado por sentado que la arena fuera de allí. Al menos no de las playas cercanas de Ostia. No sé lo que hizo. Tal vez la arena sea simbólica, tenga un significado, pero he visto arena aumentada, he visto tierra aumentada, y nunca había visto nada parecido a esto.

El doctor Franz manipula un poco más el contraste y la ampliación.

—Y ahora se vuelve más raro todavía —comenta.

—Quizá sean células epiteliales. ¿Piel? —Scarpetta escudriña lo que aparece en pantalla—. No se mencionó nada parecido en el caso Drew Martin. Tengo que llamar al capitán Poma. Todo depende de lo que se consideró importante, o de lo que se vio. Y por muy sofisticado que fuera el laboratorio de la policía, seguro que no tienen instrumentos de investigación y desarrollo de calidad. Seguro que no tienen esto. —Se refiere al GC-MBE.

—Bueno, espero que no optaran por la espectromía de masa y diluyeran toda la muestra en ácido, o no quedará nada para que volvamos a realizar la prueba.

—No lo hicieron —dice ella—. Análisis por rayos X en fase sólida. Raman. Cualquier célula epitelial debería seguir en la arena, pero como decía, no tengo noticia de que las hubiera. No se dice nada en el informe. Nadie lo mencionó. Tengo que llamar al capitán Poma.

—Allí ya son las siete de la tarde.

—Está aquí. Bueno, en Charleston.

—Ahora sí me pierdo. Creía que me había dicho que es Carabinieri, no de la policía de Charleston.

—Apareció por sorpresa anoche en Charleston. No me haga preguntas, estoy más confusa que usted.

Sigue molesta. No le sorprendió agradablemente que Benton se presentara en su casa anoche acompañado del capitán Poma. Por un momento se quedó muda de pasmo, y tras tomarse una sopa y un café, se fueron tan repentinamente como habían llegado. No ha visto a Benton desde entonces, y está triste y dolida; ni siquiera sabe qué le dirá cuando vuelva a verle, sea cuando sea. Antes de abordar el avión esa misma mañana, se planteó quitarse la alianza.

—ADN —dice el doctor Franz—. Así que más vale que no lo fastidiemos con lejía. Pero la señal sería más clara si pudiéramos librarnos de los restos de piel y grasas, si es que se trata de eso.

Es como contemplar constelaciones de estrellas. ¿Se parecen a animales o a la Osa Mayor siquiera? ¿Tiene rostro la Luna? ¿Qué es lo que ve en realidad? E intenta alejar a Benton de sus pensamientos para concentrarse.

—Nada de lejía, y para cubrirnos las espaldas deberíamos hacer análisis de ADN, desde luego —dice—. Y aunque las células epiteliales son comunes en los restos de disparos, eso sólo ocurre cuando se unta las manos del sospechoso con cinta engomada de carbono de doble cara. De manera que lo que estamos viendo, si es que es piel, no tiene sentido a menos que las células epiteliales fueran transferidas por las manos del asesino. O que las células ya estuvieran en el vidrio de la ventana. Pero lo que resultaría peculiar en ese caso es que el vidrio fue limpiado, y estamos viendo las fibras resultantes, que coinciden con algodón blanco, y la camiseta sucia que encontré en el cesto de la ropa es de algodón blanco, pero ¿qué significa eso? La verdad es que no mucho. El lavadero debía de ser un vertedero de fibras microscópicas.

—Con este aumento, todo se convierte en un vertedero. —Franz hace chasquear el ratón, manipula y recoloca, y el haz de electrones alcanza una zona de vidrio roto.

Debajo de la espuma de poliuretano, clara al secarse, las grietas parecen cañones. Las borrosas siluetas blancas podrían ser más células epiteliales, y las líneas y poros son una huella de piel de alguna parte del cuerpo que golpeó el cristal. También hay fragmentos de pelo.

—¿Alguien chocó con el vidrio o lo golpeó? —pregunta el doctor—. ¿Tal vez fue así como se rompió?

—No con una mano ni con la planta de un pie. No se observan detalles de estrías de fricción. —No puede dejar de pensar en Roma, y dice—: Tal vez los residuos de disparos, en vez de haberse transferido de las manos de alguien, ya estaban en la arena.

—¿Quiere decir antes de que él la tocara?

—Es posible. Drew Martin no recibió ningún disparo. Eso lo sabemos a ciencia cierta. Sin embargo, hay restos de bario, antimonio y plomo en la arena encontrada en las cuencas de sus ojos. —Lo repasa todo de nuevo en un intento de ordenar sus ideas—. Puso allí la arena y luego le pegó los párpados con cola. Así que los supuestos restos de disparos podrían haber estado en sus manos y se transfirieron a la arena, porque sin duda la tocó. Pero ¿y si esos restos estaban allí porque ya se encontraban allí?

—Es la primera vez que oigo hablar de que alguien haga algo semejante. ¿En qué mundo vivimos?

—Espero que sea la última vez que oigamos hablar de alguien haciendo algo semejante, y llevo haciéndome esa misma pregunta la mayor parte de mi vida —comenta Scarpetta.

—Nada indica que no estuviera ya allí. En otras palabras, en este caso —indica las imágenes en la pantalla—, ¿se trata de arena en la cola o de cola en la arena? ¿Y estaba la arena en sus manos o estuvieron sus manos en la arena? La cola en Roma. Ha dicho que no utilizaron espectromía de masas. ¿La analizaron mediante espectroscopia infrarroja?

—No lo creo. Es cianocrilato. Eso es todo lo que sé —responde ella—. Podemos probar con la espectroscopia infrarroja a ver qué huella digital molecular obtenemos.

—Muy bien.

—¿En la cola de la ventana y también en la de la moneda?

—Desde luego.

La Espectroscopia Infrarroja por Transformada de Fourier es un concepto más sencillo de lo que podría sugerir su nombre. Los vínculos químicos de una molécula absorben longitudes de onda luminosas y producen un espectro anotado tan característico como una huella digital. A primera vista, lo que encuentran no es ninguna sorpresa. Los espectros son iguales para la cola utilizada en la ventana y la cola en la moneda: ambas son un cianocrilato, aunque ni Scarpetta ni Franz lo reconocen. La estructura molecular no es la del etilcianocrilato de la supercola corriente.

—Dosoctilcianocrilato —dice él, y el día se les está escapando. Son las dos y media—. No tengo ni idea de lo que es, salvo un adhesivo. ¿Y la cola de Roma? ¿Qué estructura molecular tenía?

—No estoy segura de que nadie lo preguntara.

Edificios históricos suavemente iluminados y la aguja blanca de Saint Michael que apunta hacia la luna con toda claridad.

Desde su espléndida habitación, la doctora Self no alcanza a distinguir el puerto y el océano del cielo porque no hay estrellas. Ha dejado de llover, pero no por mucho rato.

—Me encanta la fuente de piña, aunque no se puede ver desde aquí. —Habla con las luces de la ciudad del otro lado de la ventana porque es más agradable que hablar con Shandy—. Allá abajo en el agua, debajo del mercado. Los niños, muchos de ellos desfavorecidos, chapotean en ella en verano. Yo diría que si tienes uno de esos apartamentos tan caros, seguro que el ruido te fastidia el estado de ánimo. Escucha, oigo un helicóptero. ¿Lo oyes? —dice la doctora Self—. La Guardia Costera. Y esos inmensos aviones que tienen las Fuerzas Aéreas. Parecen acorazados volantes que sobrevuelan la zona cada dos minutos, pero ya sabes lo de los grandes aviones. Es un derroche de dinero de los contribuyentes, ¿y para qué?

—No te lo habría dicho si hubiera creído que dejarías de pagarme —dice Shandy desde su butaca cerca de una ventana, donde la vista no le despierta el menor interés.

—Para seguir derrochando, seguir matando —continúa la doctora Self—. Ya sabemos lo que ocurre cuando regresan a casa esos chicos y chicas. Lo sabemos pero que muy bien, ¿verdad, Shandy?

—Dame lo que acordamos y tal vez te deje en paz. Sencillamente quiero lo que todo el mundo. Eso no tiene nada de malo. Irak me importa una mierda —le espeta Shandy—. No estoy interesada en tirarme horas aquí hablando de política. Si quieres oír hablar de auténtica política, vente al bar. —Ríe de una manera francamente desagradable—. Eso sí que tiene gracia, tú en el bar. Una «cerda» vieja como tú. —Hace tintinear el hielo en la copa—. Una exploradora perdida entre los arbustos en tierra del presi Arbusto. —Bush significa «arbusto».

—Igual resulta que no sois más que mala hierba.

—Porque odiamos a los moros y los maricas y no creemos en eso de tirar bebés por el retrete o venderlos troceados para experimentos médicos. Nos encanta la tarta de manzana, las alitas de pollo, la Budweiser y Jesucristo. Ah, sí, y también follar. Si me das lo que he venido a buscar, me callaré de una vez y me iré a casa.

—En tanto que psiquiatra, siempre he dicho: «Conócete a ti mismo». Pero no en tu caso, querida. Te recomiendo que no te conozcas a ti misma en absoluto.

—Una cosa sí que está clara —dice Shandy en tono sarcástico—: Marino superó lo que tenía contigo cuando se lo montó conmigo.

—Hizo exactamente lo que predije. Tomó la opción más equivocada —dice la doctora Self.

—Es posible que seas tan rica y famosa como Oprah, pero ni con todo el poder y la gloria del mundo serías capaz de camelarte a un tío como sé hacer yo. Soy joven y dulce y sé lo que quieren, y puedo seguir adelante tanto como ellos y hacerles que sigan dale que te pego mucho más tiempo de lo que nunca soñaron —se jacta Shandy.

—¿Estás hablando de sexo o del derbi de Kentucky?

—Estoy hablando de que eres vieja.

—Tal vez debería invitarte a mi programa. Podría plantearte preguntas fascinantes. Qué ven en ti los hombres. Qué perfume de almizcle exudas para que te vayan detrás de ese culito torneado que tienes. Te sacaríamos tal como estás ahora, con pantalones de cuero negro ceñidos como la piel de una ciruela, y cazadora vaquera sin nada debajo. Las botas, claro. Y el toque maestro: un pañuelo que parece en llamas. Deteriorado, por decirlo con delicadeza, pero es de tu pobre amigo, el que ha tenido ese horrible accidente. A mi público le resultaría enternecedor que llevaras su pañuelo al cuello y digas que no te lo quitarás hasta que se recupere. No sé si decirte que cuando alguien se abre la cabeza como un huevo y el cerebro queda expuesto al entorno, el asunto es bastante grave.

Shandy toma un trago.

—Sospecho que en el transcurso de una hora, y no veo material para toda una serie, sólo un pequeño segmento de un programa, llegaremos a la conclusión de que eres atractiva y seductora, con una tersura y un encanto innegables —dice la doctora Self—. Lo más probable es que puedas satisfacer tus viles preferencias por el momento, pero cuando te hagas tan vieja como crees que soy yo, la gravedad hará de ti una persona sincera. La gravedad te dará alcance. La vida tiene tendencia a la caída, no a permanecer en pie o remontar el vuelo, ni siquiera a mantenerse sentada, sino a caer con tanta dureza como cayó Marino. Cuando te insté a buscarle después de que él hubiera sido lo bastante necio como para buscarme a mí, el desplome en potencia parecía mínimo. Apenas los problemas que pudieras causar tú, querida. ¿Y hasta dónde podría caer Marino, después de todo, cuando nunca ha llegado a nada?

—Dame el dinero —dice Shandy—. O igual debería pagarte yo para no tener que seguir escuchándote. No me extraña que tu…

—No ló digas —salta la doctora Self, pero con una sonrisa—. Ya acordamos sobre quién no hablamos y qué nombres no debemos pronunciar nunca. Es por tu propio bien. Esa parte no debes olvidarla. Tienes mayores motivos de preocupación que yo.

—Pues deberías alegrarte. Te hice un favor y ahora ya no tendrás que seguir tratando conmigo. Probablemente te caigo más o menos tan bien como el doctor Phil, el psicólogo de los famosos.

—Él ha estado en mi programa.

—Bueno, pídele un autógrafo de mi parte.

—No me alegro —replica la doctora Self—. Ojalá no me hubieras llamado con esa noticia tan asquerosa. Me la contaste para que te untara y te ayudara a no acabar en la cárcel. Eres una chica lista. No me conviene que estés en la cárcel.

—Ojalá no te hubiera llamado. No sabía que dejarías de enviarme cheques por…

—¿Por qué? ¿Por qué crees que te pagaba? Lo que estaba costeando ya no necesita ser costeado.

—No debería habértelo contado, pero siempre me dijiste que tenía que ser sincera.

—Si lo hice, fue una pérdida de tiempo —asegura la doctora Self.

—¿Y te preguntas por qué…?

—Me pregunto por qué quieres fastidiarme rompiendo nuestra norma. Hay ciertos temas que no sacamos a colación.

—Puedo sacar a Marino. Y desde luego lo he hecho más de una vez. —Shandy esboza una media sonrisa—. ¿Te lo he dicho? Aún quiere follarse a la Gran Jefa. Eso debería cabrearte, porque las dos sois más o menos de la misma edad.

Shandy devora los entremeses como si fueran pollo frito Kentucky.

—Igual te echaría un polvo si se lo pidieras amablemente, pero a ella se la tiraría antes incluso que a mí, si tuviese la oportunidad. ¿Te lo imaginas? —dice.

Si el bourbon fuera aire, no quedaría nada que respirar en la habitación. Shandy ha hecho tanto acopio en el salón del bar privado que ha tenido que pedirle al conserje una bandeja mientras la doctora Self se preparaba una taza de manzanilla caliente y miraba hacia otra parte.

—Debe de ser una mujer especial —insiste Shandy—. No me extraña que la odies tanto.

Fue metafórico. Todo lo que representa Shandy lleva a la doctora Self a apartar la mirada, y llevaba tanto tiempo mirando a otra parte que no vio venir la colisión.

—Lo que vamos a hacer es lo siguiente —dice ahora—. Vas a largarte de esta ciudad tan bonita para no regresar nunca. Sé que echarás de menos tu casa de la playa, pero puesto que sólo digo que es tuya por ser amable, predigo que lo superarás rápidamente. Antes de hacer el equipaje, la despejarás hasta dejar sólo el esqueleto. ¿Recuerdas las historias sobre el apartamento de Lady Di? ¿Lo que ocurrió después de su muerte? La moqueta y el papel pintado arrancados, hasta las bombillas desaparecieron, y su coche quedó reducido a un cubo de metal.

—Nadie va a tocar mi BMW ni mi moto.

—Empezarás esta misma noche: frota, pinta, usa lejía, quémalo todo, me trae sin cuidado. Pero que no quede ni una gota de sangre, semen o saliva, ni una sola prenda, ni un solo cabello, fibra o miga. Deberías volver a Charlotte, el sitio que te corresponde. Únete a la Santa Iglesia del Bar Deportivo y adora al dios del dinero. Tu difunto padre era más listo que yo: no te dejó nada, y yo desde luego tengo algo que dejarte. Lo llevo en el bolsillo. Así me libraré de ti.

—Fuiste tú quien dijo que debía vivir aquí en Charleston para poder estar…

—Y ahora tengo el privilegio de cambiar de opinión.

—No puedes obligarme a nada, joder. Me importa una mierda quién seas, y estoy harta de que me digas lo que tengo que decir. O no decir.

—Soy quien soy y puedo obligarte a hacer lo que me venga en gana —replica la doctora Self—. Ahora mismo es un buen momento para mostrarte agradable conmigo. Me has pedido ayuda y aquí estoy. Acabo de decirte lo que tienes que hacer para quedar impune de tus pecados. Deberías decir: «Gracias» y «Tus deseos son órdenes» y «Nunca volveré a hacer nada que te incomode o cause molestias».

—Entonces, dámelo. Me he quedado sin bourbon y se me está yendo la cabeza. Haces que me ponga como loca, igual que una rata de cloaca.

—No tan rápido. No hemos terminado con nuestra charla hogareña. ¿Qué hiciste con Marino?

—Está pirado, en plan gonzo.

Gonzo. Entonces resulta que eres una persona instruida, después de todo. La ficción es sin lugar a dudas la mejor realidad, y el periodismo gonzo es más real que la realidad misma. La excepción es la guerra, puesto que su causa fue la ficción. Y eso condujo a lo que hiciste, aquello tan atroz que hiciste. Es asombroso pensarlo —dice la doctora Self—. Estás aquí sentada en este mismo instante, justo en esa silla, por causa de George W. Bush. Y yo también. Darte audiencia es rebajarme, y te aseguro que es la última vez que acudo en tu ayuda.

—Me hará falta otra casa. No puedo mudarme a otra parte sin disponer de una casa —dice Shandy.

—Este asunto es demasiado irónico. Te pedí que te divirtieras un poco con Marino porque yo quería divertirme un poco con la Gran Jefa, como la llamas. No te pedí todo lo demás. No estaba al tanto de todo lo demás. Bueno, ahora sí lo estoy. La verdad, no he conocido a nadie peor que tú. Antes de que hagas el equipaje, limpies y te vayas a donde sea que vaya la gente como tú, una última pregunta. ¿Te preocupó, aunque sólo fuera un instante? No estamos hablando de un problemilla de control de los impulsos, querida, no cuando ocurrió una y otra vez algo tan horrible. ¿Cómo soportabas verlo día tras día? Yo ni siquiera puedo ver un perro maltratado.

—Dame lo que he venido a buscar, ¿vale? —dice Shandy—. Marino está pirado. —Esta vez no hace la comparación con un gonzo—. Hice lo que me dijiste…

—Yo no te dije que hicieras eso que me ha obligado a venir a Charleston, cuando tengo cosas infinitamente mejores que hacer. Y no voy a marcharme hasta que me asegure de que te marchas tú.

—Me lo debes.

—¿Quieres que hagamos el cálculo de lo que me has costado a lo largo de los años?

—Sí, me lo debes porque yo no quería tenerlo pero me obligaste. Estoy harta de vivir tu pasado, de tener que hacer qué sé qué hostias para que te sientas mejor respecto de tu propia mierda. Podrías habérmelo quitado de las manos en cualquier momento, pero no quisiste. Por eso, al final, tuve que apañármelas. Tú tampoco lo querías. ¿Por qué tenía que sufrir yo?

—¿Te das cuenta de que este maravilloso hotel está en Meeting Street, y si mi suite estuviera orientada hacia el este, casi veríamos el depósito de cadáveres?

—Ella sí que es una nazi, y estoy casi convencida de que Marino se la tiró. No sólo lo deseaba, sino que llegó a hacerlo de verdad. Me mintió para poder pasar la noche en su casa. Y bien, ¿cómo te sienta eso? Tiene que ser una tía de cuidado. Él está colado por ella, ladraría o haría caca en un cajoncito de tierra si ella se lo ordenara. Estás en deuda conmigo por haber tenido que aguantar todo eso. No habría ocurrido si no hubieras recurrido a uno de tus trucos y me hubieses dicho: «Shandy, se trata de un poli grandote y bobo. ¿Me haces un favor?».

—El favor te lo hiciste a ti misma. Obtuviste información que no sabía que necesitaras —responde la doctora Self—. Así que te hice una sugerencia, pero desde luego tú no me obedeciste pensando en mi propio bien. Fue una oportunidad. Siempre has tenido una gran habilidad para aprovechar las oportunidades. De hecho, yo diría que eres brillante en ese aspecto. Y ahora, esta maravillosa revelación. Tal vez sea mi recompensa por todo lo que me has costado. ¿Fue infiel? ¿La doctora Kay Scarpetta fue infiel? Me pregunto si lo sabrá su prometido.

—¿Y qué hay de mí? Ese gilipollas me engañó, y eso no se lo permito a nadie. Con todos los tíos que podría ligarme, ¿y ese puto gordo me engaña a mí?

—Te diré qué hacer al respecto. —La doctora Self saca un sobre del bolsillo de su albornoz de seda roja—. Vas a contárselo a Benton Wesley.

—Eres de lo que no hay.

—Es justo que él lo sepa. Tu cheque bancario, antes de que se me olvide. —Le tiende el sobre.

—Así que quieres poner en práctica otro jueguecito de los tuyos valiéndote de mí.

—Ah, no es un juego, querida. Y resulta que tengo la dirección de correo electrónico de Benton —replica la doctora Self—. El ordenador portátil está en la mesa.

La sala de reuniones de Scarpetta.

—Nada fuera de lo normal —dice Lucy—. Tenía el mismo aspecto.

—¿El mismo? —pregunta Benton—. ¿El mismo que qué?

Los cuatro están sentados en torno a una mesita en lo que antaño fueran las dependencias del servicio, posiblemente ocupados por una joven llamada Mary, una esclava liberta que no quiso dejar a la familia tras la guerra. Aunque Scarpetta se ha tomado muchas molestias para averiguar la historia de su edificio, ahora mismo desearía no haberlo comprado.

—Voy a preguntarlo de nuevo —dice el capitán Poma—. ¿Ha planteado alguna dificultad? ¿Tal vez un problema en su trabajo?

—¿Cuándo no ha tenido problemas en algún trabajo? —se burla Lucy.

Nadie ha tenido noticias de Marino. Scarpetta le ha llamado una docena de veces, tal vez más, pero él no le ha devuelto las llamadas. De camino, Lucy ha pasado por su cabaña de pescador. La moto estaba aparcada debajo del alero, pero la camioneta había desaparecido. Nadie respondió cuando Lucy llamó a la puerta, no estaba en casa. Dice que fisgó por una ventana, pero Scarpetta sabe que hizo algo más; ya conoce a Lucy.

—Sí, yo diría que sí —responde Scarpetta—. Yo diría que estaba desanimado. Echa de menos Florida y lamenta haberse mudado aquí, y probablemente no le gusta trabajar para mí. Pero no es buen momento para ocuparnos de las tribulaciones de Marino.

Advierte que Benton la mira fijamente. Scarpetta toma notas en un bloc y comprueba otras anotaciones anteriores. Revisa los informes de laboratorio preliminares a pesar de que sabe exactamente lo que dicen.

—No se ha mudado a otra parte —dice Lucy—. O si lo ha hecho, ha dejado atrás todas sus posesiones.

—¿Eso lo ha confirmado mirando por la ventana? —pregunta el capitán Poma, que muestra una gran curiosidad por Lucy.

Lleva observándola desde que se han reunido en la habitación. Parece que le cae en gracia, pero ella responde no haciéndole el menor caso. Por lo demás, su manera de mirar a Scarpetta es la misma que en Roma.

—A mí me parece mucho para haberlo visto por la ventana —le comenta a Scarpetta, aunque está hablando con Lucy.

—Tampoco ha entrado en su cuenta de correo —continúa Lucy—. Quizá sospeche que la tengo controlada. No hay nada entre él y la doctora Self.

—En otras palabras —dice Scarpetta—, ha desaparecido de la pantalla del radar, por completo.

Se levanta y baja las persianas porque ya ha oscurecido. Está lloviendo otra vez; la lluvia no ha cesado desde que Lucy la recogió en Knoxville, cuando la niebla era tan densa que daba la impresión de que las montañas habían desaparecido. Lucy tuvo que cambiar de rumbo allí donde podía, volando muy lentamente, siguiendo ríos atenta a las elevaciones más bajas. Si no se perdieron fue por suerte, o quizá por la gracia divina. Los intentos de búsqueda se han interrumpido, salvo los que se realizan en tierra. No han encontrado a Lydia Webster viva ni muerta. Nadie ha visto su Cadillac.

—Vamos a ordenar las ideas —propone Scarpetta, porque no quiere hablar de Marino. Teme que Benton perciba cómo se siente.

Culpable y furiosa, y cada vez más asustada. Parece que Marino ha decidido montar un numerito de escapismo: subió a la camioneta y se largó sin avisar a nadie, sin hacer el menor esfuerzo por resarcir el daño que hizo. Nunca se le han dado bien las palabras y nunca ha hecho un gran esfuerzo por entender sus complicadas emociones, y esta vez lo que tiene que enmendar lo supera. Ella intenta desecharlo, no darle importancia, pero es como una niebla persistente: los pensamientos relacionados con Marino oscurecen lo que hay a su alrededor, y una mentira se convierte en otra. Le contó a Benton que las magulladuras se las había hecho la puerta trasera del todoterreno, cerrándose sobre sus muñecas por accidente. No se ha desnudado delante de él.

—Intentemos encontrar algún sentido a lo que sabemos hasta ahora —dice—. Me gustaría hablar de la arena. Sílice, o cuarzo, y caliza, y también, con un aumento muy elevado, fragmentos de conchas y coral, típico de la arena en áreas subtropicales como ésta. Y lo más interesante y desconcertante: los componentes de restos de disparos. De hecho, voy a limitarme a llamarlo residuos de disparo, porque no se nos ocurre otra explicación para la presencia de bario, antimonio y plomo en la arena de playa.

—Si es que es arena de playa —le recuerda el capitán Poma—. Quizá no lo sea. El doctor Maroni dice que el paciente que fue a verle aseguraba haber regresado recientemente de Irak. Seguro que en todo Irak hay residuos de disparos. Tal vez se trajo arena de Irak porque fue allí donde perdió la razón, y la arena es una suerte de recordatorio.

—No hemos encontrado yeso, un elemento común en la arena del desierto —dice Scarpetta—. Pero lo cierto es que depende de qué zona de Irak se trate, y no creo que el doctor Maroni sepa la respuesta a esa incógnita.

—No me dijo exactamente dónde —corrobora Benton.

—¿Y en sus notas? —pregunta Lucy.

—No hay nada al respecto.

—La arena en las diferentes regiones de Irak tiene distinta composición y morfología —explica Scarpetta—. Todo depende de cómo se depositaran los sedimentos, y aunque un elevado contenido salino no garantiza que la arena sea de playa, las dos muestras que tenemos, del cadáver de Drew Martin y de la casa de Lydia Webster, poseen un elevado contenido salino. En otras palabras, sal.

—Creo que lo importante es saber por qué la arena es tan importante para él —dice Benton—. ¿Qué nos dice de él la arena? Se refiere a sí mismo como el Hombre de Arena. ¿Un simbolismo que hace alusión al hombre que ayuda a conciliar el sueño? Tal vez. ¿Un tipo de eutanasia quizá relacionado con la cola, con algún componente médico? Quizá.

La cola. Dosoctilcianocrilato. Cola quirúrgica, utilizada mayormente por los cirujanos plásticos y otros médicos para cerrar pequeñas incisiones o cortes, y en el ejército para tratar las ampollas debidas a la fricción.

—En vez de ser un mero simbolismo, la cola quirúrgica podría estar en su poder porque tiene relación con lo que hace y quién es —dice Scarpetta.

—¿Ofrece alguna ventaja? —pregunta el capitán Poma—. ¿Cola quirúrgica en vez de supercola corriente? No estoy muy familiarizado con la labor de los cirujanos plásticos.

—Una cola quirúrgica es biodegradable —responde Scarpetta—. No carcinógena.

—Una cola sana —comenta él, y le dirige una sonrisa.

—Podría decirse así.

—¿Está convencido de que alivia el sufrimiento? Tal vez. —Benton reanuda el discurso como si no les prestara atención.

—Dijeron que era un asunto sexual —señala el capitán Poma.

Lleva traje azul marino y camisa y corbata negras, y tiene el mismo aspecto que si hubiera salido de un estreno de Hollywood o un anuncio de Armani. De lo que no tiene aspecto es de oriundo de Charleston, y a Benton no le cae mejor de lo que le caía en Roma.

—Yo no dije que fuera sólo sexual —replica Benton—. Dije que hay un componente sexual. También diría que es posible que él no sea consciente del mismo, y no sabemos si agrede sexualmente a sus víctimas, sólo que las tortura.

—Y no estoy seguro de que logremos saberlo a ciencia cierta.

—Ya vio las fotografías que envió a la doctora Self. ¿Cómo considera usted que alguien obligue a una mujer a meterse desnuda en una bañera con agua fría? ¿Y que probablemente la golpee?

—No sé cómo lo consideraría, ya que yo no estaba presente cuando lo hizo —responde Poma.

—De haber estado presente, supongo que no estaríamos aquí, porque los casos ya estarían resueltos. —Benton le lanza una mirada con ojos de acero.

—Pensar que cree estar aliviando el sufrimiento de sus víctimas me parece más bien fantasioso —replica el capitán—. Sobre todo si su teoría es correcta y las tortura. Cabría pensar que provoca sufrimiento, no que lo alivia.

—A todas luces, lo provoca, pero no nos enfrentamos a una mente racional, sólo con una mente organizada. Es calculador y prudente, inteligente y sofisticado. Sabe lo que es cometer un allanamiento de morada y no dejar el menor rastro. Es posible que cometa actos de canibalismo y posiblemente cree que comulga con sus víctimas, que las hace parte de sí mismo, que tiene una relación trascendente con ellas y se muestra misericordioso.

—Las pruebas. —Lucy está más interesada en eso—. ¿Cabe la posibilidad de que sepa que hay residuos de disparos en la arena?

—Es posible —dice Benton.

—Lo dudo mucho —salta Scarpetta—. Aunque la arena procediera de un campo de batalla, por así decirlo, de algún lugar importante para él, eso no significa que esté al tanto de su composición. ¿Por qué habría de estarlo?

—Yo diría que es probable que traiga la arena consigo —dice Benton—. Es muy probable que lleve sus propias herramientas e instrumental para cortar. Todo lo que lleva consigo no tiene un fin meramente utilitario. En su mundo abundan los símbolos, y se mueve por impulsos que cobran sentido únicamente si entendemos esos símbolos.

—La verdad es que me traen sin cuidado sus símbolos —dice Lucy—. Lo que me importa es que envió correos electrónicos a la doctora Self. Ése es el eje del asunto, a mi modo de ver. ¿Por qué a ella? ¿Y por qué colarse en la red inalámbrica del puerto? ¿Por qué saltar una valla, pongamos por caso, y servirse de un contenedor abandonado?

Lucy se ha comportado como de costumbre. Saltó la valla de los astilleros a primera hora de la noche para echar un vistazo porque tenía una corazonada. ¿Desde dónde podría alguien conectarse a la red del puerto sin que lo vieran? Encontró la respuesta en el interior de un contenedor abollado, donde había una mesa con una silla y un router inalámbrico. Scarpetta ha pensado mucho en Bull, en la noche que decidió fumar hierba cerca de los contenedores abandonados y fue acuchillado. ¿Estaba allí el Hombre de Arena? ¿Se acercó Bull más de la cuenta? Querría preguntárselo pero no ha vuelto a verlo desde que registraron el paseo juntos y encontraron el arma y la moneda de oro.

—Lo dejé todo tal cual estaba —asegura Lucy—, pero tal vez ha advertido que estuve allí. Esta noche no ha enviado ningún correo desde el puerto, aunque también es verdad que hace tiempo que no los envía.

—¿Y qué hay del tiempo? —pregunta Scarpetta, que empieza a preocuparse por la hora.

—Debería despejar para medianoche. Voy a pasar por el laboratorio y luego me iré al aeropuerto —anuncia Lucy.

Se levanta, y el capitán Poma la imita, pero Benton permanece sentado. Scarpetta se topa con su mirada y vuelve a experimentar sus fobias.

—Tengo que hablar un momento contigo —le dice él.

Lucy y Poma se marchan. Scarpetta cierra la puerta.

—Quizá debería empezar yo. Apareciste en Charleston sin avisar —dice—. No llamaste. Hacía días que no tenía noticias tuyas, y anoche te presentas de improviso con él…

—Kay —replica él, al tiempo que coge el maletín y se lo pone en el regazo—. No deberíamos…

—Apenas me has dirigido la palabra.

—¿Podemos…?

—No, no podemos dejarlo para más tarde. Apenas soy capaz de concentrarme. Tenemos que ir al edificio de Rose, tenemos muchas cosas que hacer, y todo se está viniendo abajo y ya sé de qué quieres hablarme. No puedo decirte cómo me siento, de veras que no. No te culpo si has tomado una decisión. Lo entiendo, desde luego.

—No iba a sugerir que lo dejáramos para más tarde —responde Benton—. Iba a sugerir que dejáramos de quitarnos la palabra el uno al otro.

Eso la confunde, esa luz en sus ojos. Siempre ha creído que lo que hay en los ojos de Benton es sólo para ella, y ahora teme que no sea así y no lo haya sido nunca. Benton la está mirando y ella desvía los ojos.

—¿De qué quieres hablar, Benton?

—De él.

—¿De Otto?

—No confío en él. ¿Crees de verdad que estaba esperando a que el Hombre de Arena se presentara para enviar más correos? ¿A pie? ¿Bajo la lluvia? ¿En la oscuridad? ¿Te dijo que ésa era su intención?

—Supongo que alguien le informó de lo que ha estado ocurriendo. Una vinculación del caso de Drew Martin con Charleston, con Hilton Head.

—Tal vez habló con él el doctor Maroni —se plantea Benton—. No lo sé. Es como un fantasma. —Se refiere al capitán—. Está por todas partes. No confío en él.

—Quizás es en mí en quien no confías —dice ella—. Quizá deberías decirlo y liberarte.

—No me fío de él en absoluto.

—Entonces no deberías pasar tanto tiempo con él.

—No lo hago. No sé qué hace ni dónde, salvo que creo que vino a Charleston por ti. Salta a la vista lo que quiere: ser el héroe, impresionarte, hacerte el amor. No puedo decir que te lo echaría en cara. Es atractivo y encantador, lo admito.

—¿Por qué estás celoso de él? Es tan poca cosa en comparación contigo. No he hecho nada que le dé esperanzas. Eres tú el que vive en el norte y me deja aquí sola. Entiendo que no quieras seguir involucrado en esta relación. Dímelo y acaba con el asunto de una vez. —Se mira la mano izquierda, la alianza—. ¿Me la quito? —Empieza a sacársela.

—No —la detiene Benton—. No, por favor. No creo que quieras hacerlo.

—No es cuestión de que quiera o no quiera, sino de lo que me merezco.

—No culpo a los hombres por enamorarse de ti, o por querer acostarse contigo. ¿Sabes lo que ocurre?

—Debería darte el anillo.

—Deja que te cuente lo que ocurre —insiste Benton—. Ya es hora de que lo sepas. Cuando murió tu padre, se llevó parte de ti consigo.

—No seas cruel, por favor.

—Porque te adoraba —continúa Benton—. ¿Cómo no iba a adorarte? Su preciosa pequeña. Su brillante pequeña. Su buena hijita.

—No me hagas daño.

—Te estoy diciendo una verdad, Kay, una verdad muy importante. —Otra vez esa luz en sus ojos.

Ella no puede mirarle.

—A partir de aquel día, parte de ti decidió que era demasiado peligroso darse cuenta de cómo te mira alguien si te adora o te desea. Porque si te adora podría morir, y crees que serías incapaz de volver a soportarlo. Y si te desean, entonces no podrías trabajar con polis y abogados, ya que ellos pasarían el rato imaginando lo que hay debajo de tu ropa y lo mucho que podrían disfrutarlo. Así que cierras los ojos. No quieres verlo.

—Basta, no me lo merezco.

—No lo mereciste nunca.

—Sólo porque preferí no darme cuenta no significa que me mereciera lo que hizo.

—Desde luego que no.

—No quiero seguir viviendo aquí —dice ella—. Debería devolverte el anillo, era de tu bisabuela.

—¿Y huir de casa? ¿Cómo hiciste cuando ya no quedaban más que tu madre y Dorothy? Huiste sin ir a ninguna parte. Te perdiste en los estudios y los logros académicos, demasiado ocupada para sentir nada. Ahora quieres huir tal como hizo Marino.

—No debería haberle dejado entrar en casa.

—Le dejaste durante veinte años. ¿Por qué ibas a impedírselo esa noche? Sobre todo teniendo en cuenta que estaba borracho y era un peligro para sí mismo. Si algo te caracteriza es la amabilidad.

—Te lo contó Rose. Tal vez Lucy.

—Un correo de la doctora Self, de manera indirecta. Tú y Marino estáis liados. El resto lo averigüé por Lucy. Mírame, Kay. Yo te estoy mirando.

—Prométeme que no le harás nada que empeore el asunto, porque entonces serías igual que él. Por eso me has estado evitando y no me has dicho que venías a Charleston. Apenas me has llamado.

—No he estado evitándote. ¿Por dónde empiezo? Hay tanto…

—¿Qué más hay?

—Teníamos una paciente —le explica—. La doctora Self trabó amistad con ella, aunque no es el término más correcto. En resumidas cuentas, dijo que la paciente era una imbécil, y viniendo de la doctora Self no es un insulto ni una broma, sino un juicio de valor, un diagnóstico. Fue peor porque la doctora se lo dijo justo cuando la paciente se marchaba a casa. Así que la pobre mujer se pasó por la primera licorería que encontró. Por lo visto, se bebió casi una botella de vodka y se ahorcó. Así pues, he tenido que vérmelas con eso. Y mucho más de lo que no estás al corriente. Por eso me he mostrado distante y no he hablado mucho contigo estos últimos días.

Hace saltar los cierres del maletín con un chasquido y saca el ordenador portátil.

—Me he cuidado de utilizar los teléfonos del hospital, su red inalámbrica. He tenido cuidado en todos los frentes, incluso en el doméstico. Ésa es una de las razones de que prefiriera marcharme de allí. Seguramente estás a punto de preguntarme qué está ocurriendo. Pues no lo sé, pero tiene que ver con los archivos electrónicos de Paulo, los mismos que obtuvo Lucy gracias a que él los dejó en una situación sorprendentemente vulnerable a cualquiera que quisiera colarse en ellos.

—Vulnerable si sabías dónde buscar. Lucy no es exactamente cualquiera.

—También estaba limitada porque tuvo que introducirse en el ordenador a distancia en vez de tener acceso al aparato. —Conecta el portátil e inserta un CD en la unidad correspondiente—. Acércate.

Scarpetta arrastra la silla junto a Benton y observa lo que hace. Poco después, aparece un documento en la pantalla.

—Las notas que ya hemos revisado —dice ella, al reconocer el archivo electrónico que encontró Lucy.

—No exactamente. Con el debido respeto a Lucy, yo también tengo acceso a unas cuantas mentes brillantes, no tanto como la suya pero saben apañárselas en caso de apuro. Lo que tienes ante tus ojos es un archivo que ha sido borrado y posteriormente recuperado. No es el que visteis, el que encontró Lucy tras sacarle la clave del administrador del sistema a Josh. Ese archivo en particular era posterior a éste.

Scarpetta pulsa la flecha para que el documento vaya subiendo y lo lee.

—A mí me parece igual.

—No es el texto lo diferente, sino esto. —Benton pulsa el nombre del archivo en la parte superior de la pantalla—. ¿Veslo mismo que vi yo la primera vez que me enseñó esto Josh?

—¿Josh? Espero que sea de tu confianza.

—Lo es, y por una buena razón: hizo lo mismo que Lucy. Se metió en algo en que no debería haberse metido, y son lobos de una misma carnada. Por suerte, son aliados y él la perdona por haberle engañado. De hecho, quedó impresionado.

—El nombre del archivo es NotaMS-veinte-diez-cero-seis —dice Scarpetta—. De lo que deduzco que NotasMS son las iniciales del paciente y las notas que tomó el doctor Maroni, y veinte-diez-cero-seis es el veinte de octubre de dos mil seis.

—Tú lo has dicho. Has dicho NotasMS y el nombre del archivo es NotaMS. —Vuelve a tocar la pantalla—. Un archivo que ha sido copiado al menos una vez, y el nombre se cambió sin querer, una errata, no sé exactamente cómo. O tal vez fue deliberado, para no seguir copiando el mismo archivo. A veces yo lo hago, si no quiero perder un borrador previo. Lo importante es que cuando Josh recuperó todos los archivos pertenecientes al paciente en cuestión, nos encontramos con que el primer borrador se escribió hace dos semanas.

—Igual se trata sólo del primer borrador que guardó en ese disco duro en particular —sugiere ella—. O tal vez abrió el archivo hace dos semanas y lo guardó, lo que habría cambiado la fecha. Pero supongo que eso plantea la pregunta de por qué revisó esas notas antes de que supiéramos siquiera que había tenido al Hombre de Arena por paciente. Cuando el doctor Maroni se fue a Roma, no habíamos oído hablar del Hombre de Arena.

—Eso por un lado —dice Benton—. Pero también está la falsificación del archivo, porque es una falsificación. Sí, Paulo redactó esas notas justo antes de partir hacia Roma. Las redactó el mismo día que la doctora Self ingresó en McLean, el veintisiete de abril. De hecho, varias horas antes de que llegara al hospital. Y si puedo afirmarlo con un grado de certeza razonable es porque tal vez Paulo vació la papelera, pero ni siquiera esos documentos han desaparecido del todo. Josh los recuperó.

Abre otro archivo, un borrador de las notas con que Scarpetta está familiarizada, pero en esta versión las iniciales del paciente no son MS sino WR.

—Entonces, cabría pensar que la doctora Self debió de llamar a Paulo. Eso ya lo dábamos por sentado, porque no pudo presentarse en el hospital así sin más. Lo que le dijo por teléfono, fuera lo que fuese, le hizo ponerse a redactar estas notas —dice Scarpetta.

—Otro indicio de falsificación —señala Benton—. Utilizar las iniciales de un paciente en un archivo. No se debe hacer tal cosa. Aunque uno se aleje del protocolo y el buen juicio, no tiene sentido que cambiara las iniciales de su paciente. ¿Por qué? ¿Para darle un nuevo nombre? ¿Para ponerle un apodo? Paulo no haría tal cosa.

—Igual el paciente no existe.

—Ahora ves adónde quiero llegar —coincide Benton—. Creo que el Hombre de Arena nunca fue paciente de Paulo.