Las nueve de la noche. Una intensa lluvia azota la calle delante de la cabaña de pescador de Marino.
Lucy está empapada hasta los huesos mientras conecta una grabadora Mini Disc de receptor inalámbrico con apariencia de iPod. Dentro de seis minutos exactamente, Scarpetta va a llamar a Marino. Ahora mismo él está discutiendo con Shandy, y todas y cada una de sus palabras están siendo recogidas por el micrófono multidireccional oculto en la memoria USB de su ordenador.
Los pasos pesados de Marino, la puerta de la nevera al abrirse, el tenue burbujeo de una lata recién abierta, probablemente de cerveza.
La voz furiosa de Shandy resuena en el auricular de Lucy:
—No me mientas. Te lo advierto. ¿Así, de repente? ¿De repente decides que no quieres comprometerte en una relación? Y por cierto, ¿quién te ha dicho que yo me he comprometido contigo? El único compromiso que debería haber aquí es el tuyo con un puto manicomio. Igual el prometido de la Gran Jefa puede hacerte descuento en una habitación de su hospital.
Él le ha contado que Scarpetta y Benton tienen previsto casarse. Y ella le está dando a Marino donde le duele, lo que significa que sabe dónde le duele. Lucy se pregunta hasta qué punto ella lo ha utilizado contra él, lo ha zaherido con ello.
—No soy de tu propiedad. ¡No puedes poseerme hasta que ya no te convenga, así que igual me libro yo de ti antes! —grita Marino—. Me resultas perjudicial. Me obligas a ponerme esa mierda de hormonas, es un milagro que no me haya dado un infarto o algo peor. Y sólo llevo una semana. ¿Qué pasará de aquí a un mes, eh? ¿Ya has escogido un puto cementerio? O igual voy a parar a la puta trena porque se me va la olla y hago algo.
—Igual ya has hecho algo.
—Vete a la mierda.
—¿Por qué iba a comprometerme con un puto viejo seboso como tú, que ni siquiera se empalma con esa «mierda de hormonas»?
—Ya te vale, Shandy. Estoy harto de que me machaques, ¿me has oído? Si soy un pringado, ¿por qué estás aquí? Necesito espacio, tiempo para pensar. Ahora mismo todo está patas arriba. El trabajo se ha convertido en una mierda. Estoy fumando, no voy al gimnasio, bebo más de la cuenta, me coloco. Todo se ha ido a la mierda, y lo único que haces tú es meterme en líos cada vez más graves.
Le suena el móvil pero no responde, y el teléfono sigue sonando una y otra vez.
—¡Contesta! —exclama Lucy bajo la lluvia intensa y constante.
—¿Sí? —suena la voz de Marino en el auricular de Lucy.
«Gracias a Dios». Marino guarda silencio un momento, a la escucha, y luego contesta a Scarpetta:
—No puede ser.
Lucy no alcanza a oír la parte de la conversación a cargo de Scarpetta pero sabe lo que está diciendo. Le está diciendo a Marino que no se han hallado concordancias en la RNIIB ni en el SIHAI del número de serie del Colt 38, ni de ninguna de las huellas completas o parciales recuperadas del arma y los proyectiles que encontró Bull en el paseo detrás de su casa.
—¿Qué hay de él? —pregunta Marino.
Se refiere a Bull. Scarpetta no puede responder a eso. Las huellas de Bull no aparecerían en el SIHAI, porque no ha sido condenado por ningún delito y su detención hace unas semanas no cuenta. Si el Colt es suyo pero no es robado ni fue utilizado en un delito y luego acabó otra vez en circulación, no estará en la RNIIB. Scarpetta ya le ha dicho a Bull que sería útil tomar sus huellas dactilares para poder excluirle, pero aún no se ha sometido al proceso, y no puede recordárselo porque no consigue ponerse en contacto con él. Tanto ella como Lucy lo han intentado en varias ocasiones después de salir de la casa de Lydia Webster. La madre de Bull dice que salió en su barca a recoger ostras. Teniendo en cuenta el mal tiempo, es incomprensible que haya hecho algo semejante.
—Ajá, ajá. —La voz de Marino colma el oído de Lucy, y otra vez está caminando de aquí para allá, cauteloso a todas luces de lo que dice delante de Shandy.
Scarpetta también va a contarle a Marino lo de la huella parcial en la moneda de oro. Tal vez eso es lo que le está diciendo ahora mismo, porque Marino lanza una exclamación de sorpresa.
Luego añade:
—Me alegra saberlo.
Después vuelve a guardar silencio. Lucy le oye caminar. Se acerca más al ordenador, a la memoria USB, y una silla roza contra el entarimado como si estuviera tomando asiento. Shandy está callada, probablemente intentando averiguar de qué habla y con quién.
—De acuerdo —dice Marino, al cabo—. ¿Nos podemos ocupar de esto un poco más tarde? Ahora mismo tengo algo entre manos.
Lucy está segura de que su tía va a obligarle a abordar lo que ella quiere, o al menos a escucharla. Scarpetta no va a colgar sin recordarle que, en algún momento de la semana anterior, Marino empezó a llevar al cuello un antiguo dólar estadounidense de plata. Es posible que no esté relacionado con el colgante de la moneda de oro que como mínimo tocó, en algún momento, el niño muerto en la cámara frigorífica de Scarpetta, pero ¿de dónde sacó Marino ese colgante tan llamativo? Si le está planteando la pregunta, él no responde. No puede: Shandy está allí mismo, a la escucha. Y mientras Lucy permanece en la oscuridad, bajo la lluvia, y la lluvia le empapa la capucha y le cae por el cuello del chubasquero, piensa en lo que Marino le hizo a su tía, y vuelve a tener aquella sensación: una sensación rotunda, audaz.
—Sí, sí, no hay problema —dice Marino—. Eso cayó por su propio peso.
Lucy deduce que su tía le está dando las gracias. Qué irónico que sea ella quien le dé las gracias. ¿Cómo hostias puede agradecerle nada? Lucy sabe la razón, pero aun así lo encuentra asqueroso. Scarpetta le está dando las gracias por hablar con Madelisa, de lo que se derivó su confesión de que se había llevado el basset; luego le enseñó unos pantalones cortos con manchas de sangre, la misma sangre que llevaba el perro. Madelisa se la limpió en los pantalones, lo que indica que debió de llegar al escenario muy poco después de que alguien fuera herido o asesinado, porque la sangre en el pelaje del perro seguía húmeda. Marino se llevó los pantalones y dejó que la mujer se quedara con el perro. Su versión, según le aseguró a Madelisa, será que el asesino secuestró el perro, probablemente lo mató y lo enterró en alguna parte. Es asombroso lo amable que es Marino con mujeres que no conoce.
La lluvia es como un tamborileo incesante de dedos fríos sobre la coronilla de Lucy. Echa a andar, manteniéndose fuera del campo de visión de Marino o Shandy en caso de que se acercaran a la ventana. Quizás esté oscuro, pero Lucy no se arriesga. Marino ya ha colgado.
—¿Crees que soy tan estúpida que no sé con quién cono estabas hablando? ¿Te parece que has tenido buen cuidado de que no me enterara de lo que decías? Que hablabas en clave, por así decirlo —le increpa Shandy—. Como si fuera tan estúpida para tragarme algo así. ¡Estabas hablando con la Gran Jefa, ni más ni menos!
—No es asunto tuyo, maldita sea. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Puedo hablar con quien me dé la puta gana.
—¡Todo es asunto mío! ¡Pasaste la noche con ella, fulero de mierda! ¡Vi la maldita moto a primera hora de la mañana siguiente! ¿Te piensas que soy tonta? ¿Mereció la pena? ¡Ya sé que llevabas media vida esperándolo! ¿Mereció la pena, puto cabrón seboso?
—No sé quién demonios te ha metido en esa cabecita de niña mimada que todo en esta vida es asunto tuyo, pero escúchame bien: no lo es.
Tras unos cuantos «vete a tomar por culo» y demás juramentos y amenazas, Shandy sale encolerizada y da un portazo a su espalda. Desde donde se oculta, Lucy la ve ir a zancadas enfurecidas hasta debajo del alero de la cabaña, donde tiene la moto. Arranca y cruza hecha una furia la estrecha franja arenosa que es el patio delantero de Marino, y luego acelera estruendosa en dirección al puente de Ben Sawyer. Lucy espera unos minutos, con el oído atento para asegurarse de que Shandy no regresa. Nada salvo el sonido lejano del tráfico y el sonoro repiqueteo de la lluvia. Una vez en el porche delantero de Marino, llama a la puerta. Él la abre de golpe, su rostro furioso repentinamente neutro, luego incómodo, su semblante pasando de una emoción a la siguiente como una máquina tragaperras.
—¿Qué haces aquí? —pregunta, aunque mira más allá, como si le preocupara que Shandy fuera a regresar.
Lucy entra en el miserable refugio que conoce mejor de lo que él se piensa. Se fija en el ordenador, con el lápiz de memoria todavía conectado. Lleva el falso iPod y el auricular en un bolsillo del impermeable. Marino cierra la puerta y se queda delante de ella, más incómodo cada segundo que pasa, mientras ella toma asiento en un sofá con funda a cuadros que huele a moho.
—Tengo entendido que nos espiabas a Shandy y a mí cuando estuvimos en el depósito, como si hubieras decidido recortar las libertades ciudadanas por tu cuenta y riesgo. —Es él quien toma la iniciativa, dando por supuesto tal vez que ésa es la razón de su visita—. A estas alturas, ¿no sabes que es mejor no putearme de esa manera?
Intenta intimidarla como un bobo, cuando sabe perfectamente que nunca la ha intimidado, ni siquiera cuando era niña. Ni siquiera cuando era adolescente y se reía de ella —a veces hasta el extremo de la burla y el desprecio— por quién era y lo que era.
—Ya hablé del asunto con la doctora —continúa—. No queda nada por decir, así que no empieces con eso.
—¿Y eso es todo lo que hiciste con ella? ¿Hablar? —Lucy se inclina hacia delante, saca la Glock de la funda sujeta al tobillo y le apunta—. Dame una buena razón para que no te pegue un tiro —le dice sin asomo de emoción.
Marino no responde.
—Una buena razón —insiste Lucy—. Tú y Shandy teníais una pelea de la hostia. Se os oía gritar desde la calle.
Se levanta del sofá, se acerca a una mesa y abre el cajón. Saca el Smith & Wesson 357 qué vio la noche anterior, vuelve a sentarse y guarda la Glock en la funda para luego apuntar a Marino con su propia arma.
—Las huellas de Shandy están por todas partes. Supongo que también hay ADN suyo más que de sobra. Tenéis una pelea, ella te dispara y se larga a toda prisa en su moto. Vaya celosa patológica está hecha esa zorra.
Amartilla el revólver. Marino ni se inmuta; no parece importarle.
—Una buena razón —repite ella.
—No tengo ninguna; adelante. La deseaba y ella no quería. —Se refiere a Scarpetta—. Debería haber querido. No quería, así que, adelante. Me la trae floja que culpen a Shandy. Hasta voy a ayudarte. Hay ropa interior suya en mi cuarto. Puedes obtener su ADN. Si encuentran su ADN en esa arma, no necesitan más. Todo el mundo en el bar la conoce. Basta con que le preguntes a Jess. No le sorprendería a nadie.
Luego calla. Por un momento, los dos permanecen inmóviles. Él delante de la puerta, con las manos a los costados.
Lucy en el sofá, el revólver apuntando a la cabeza de Marino. No necesita un objetivo más grande. Marino es perfectamente consciente de ello.
Lucy baja el arma.
—Siéntate —le indica.
Él lo hace en la silla al lado del ordenador.
—Supongo que debería haber previsto que te lo contaría —dice.
—Supongo que el que no lo haya hecho, el que no haya dicho ni una palabra a nadie, debería darte una idea de por dónde van los tiros: sigue protegiéndote. ¿No es increíble? ¿Has visto lo que le hiciste en las muñecas?
Su respuesta es un súbito brillo en los ojos inyectados en sangre. Lucy no le había visto nunca llorar.
—Rose se dio cuenta —continúa ella—. Me lo dijo. Esta mañana en el laboratorio lo he visto con mis propios ojos: las magulladuras en las muñecas de tía Kay. Como te decía, ¿qué vas a hacer al respecto?
Lucy intenta alejar de su mente las imágenes de lo que se figura que le hizo a su tía. La idea de Marino viéndola, tocándola, hace sentir a Lucy más violentada que si ella misma hubiera sido la víctima. Le mira los enormes brazos y las manazas, la boca, e intenta alejar de su mente lo que imagina que hizo.
—Lo hecho, hecho está —dice él—. Es así de sencillo. Te prometo que no tendrá que volver a estar cerca de mí nunca más. Ninguno tendréis que verme. O puedes pegarme un tiro tal como has dicho y salirte con la tuya como haces siempre; como has hecho en otras ocasiones. Puedes salir bien parada de todo lo que te propongas, adelante. Si alguien le hubiera hecho a mi tía lo que le hice yo a la tuya, lo mataría. Ya estaría muerto.
—Cobarde de mierda. Al menos dile que lo sientes, en vez de largarte o suicidarte dejando que te pegue un tiro un poli.
—¿Qué bien le haría a Kay? Esto ha terminado. Por eso me entero de todo después de que ocurra. A mí nadie me llamó para que fuera a Hilton Head.
—No seas llorica. Tía Kay te pidió que fueras a ver a Madelisa Dooley. No me lo podía creer. Es asqueroso.
—No volverá a pedirme nada. No después de tu visita. No quiero que ninguna de las dos me pida nada —dice Marino—. Hasta aquí hemos llegado.
—¿Recuerdas lo que hiciste?
Él no responde. Lo recuerda.
—Di que lo sientes —le insta—. Dile que no estabas tan borracho como para no acordarte de lo que hiciste. Dile que lo recuerdas y lo lamentas, y que no puedes dar marcha atrás pero lo sientes. A ver qué hace ella. No te pegará un tiro. Ni siquiera te despedirá. Es mejor persona que yo. —Lucy sujeta el arma con más fuerza—. ¿Por qué? Sólo dime por qué. En otras ocasiones ya la habías visto estando borracho. Has estado a solas con ella un millón de veces, incluso en habitaciones de hotel. ¿Por qué? ¿Cómo pudiste?
Marino enciende un pitillo con manos temblorosas.
—Sé que no tengo excusa. He estado medio loco. Es todo lo que puedo alegar, y sé que no vale. Ella volvió con la alianza y no sé…
—Sí que lo sabes.
—No debería haberme puesto en contacto con la doctora Self. Ella me comió el tarro. Luego Shandy, las pastillas, la bebida. Es como si se hubiera mudado un monstruo al interior de mi cuerpo. No sé de dónde ha salido.
Asqueada, Lucy se levanta, tira el revólver al sofá y pasa por su lado camino de la puerta.
—Escúchame —le dice él—. Shandy me pasó un producto. No soy el primer tipo al que se lo da. El último estuvo empalmado durante tres días. A ella le pareció que tenía gracia.
—¿Qué producto?
—Un gel hormonal. Está haciendo que se me vaya la olla, como si quisiera follarme a todo el mundo, matar a todo el mundo. Ella nunca tiene suficiente. Nunca había estado con una mujer que no tenga suficiente.
Lucy se apoya en la puerta y cruza los brazos.
—Testosterona recetada por un proctólogo de baratillo en Charlotte.
Marino parece perplejo.
—¿Cómo has…? —Se le ensombrece el gesto—. Ya lo entiendo. Has estado aquí. Debería habérmelo imaginado, joder.
—¿Quién es el gilipollas de la chopper, Marino? ¿Quién es el imbécil al que casi te cargas en el aparcamiento del Kick’N Horse? ¿El que supuestamente quiere ver muerta a tía Kay, o que se marche de la ciudad?
—Ojalá lo supiera.
—Yo creo que lo sabes.
—Te digo la verdad, lo juro. Shandy debe de conocerle. Debe de ser ella la que está intentando echar a la doctora de la ciudad. Esa puta zorra celosa.
—O quizá sea la doctora Self.
—No tengo ni idea.
—Igual deberías haber comprobado los antecedentes de esa puta zorra celosa —señala Lucy—. Igual enviar correos electrónicos a la doctora Self para poner celosa a tía Kay fue como azuzar una serpiente con un palo. Pero supongo que estabas muy ocupado follando hasta las cejas de testosterona y violando a mi tía.
—No la violé.
—¿Cómo lo consideras tú?
—Lo peor que he hecho en mi vida —admite Marino.
Lucy no aparta la mirada de la suya.
—¿Y ese colgante con un dólar de plata que llevas? ¿De dónde lo sacaste?
—Ya sabes de dónde.
—¿Te contó Shandy que la casa de su papi, el de las patatas fritas, fue robada no mucho antes de que ella se mudara aquí? Fue robada justo después de que él muriera, a decir verdad. Tenía una colección de monedas y algo de pasta en efectivo. Desapareció todo. La policía sospechó que era un trabajo planeado desde dentro, pero no pudieron probarlo.
—La moneda de oro que encontró Bull —dice Marino—. No me dijo nada de ninguna moneda de oro. La única moneda que he visto es el dólar de plata. ¿Cómo sabes que no fue Bull quien lo perdió? Fue él quien encontró al crío aquél, y la moneda tiene la huella del crío, ¿no es así?
—¿Y si la moneda se la robaron al papi muerto de Shandy? ¿Qué te dice eso?
—Ella no mató al crío —replica Marino sin asomo de duda—. Bueno, nunca ha dicho nada de tener niños. Si la moneda tiene algo que ver con ella, probablemente se la dio a alguien. Cuando me dio a mí la mía, lo hizo entre risas, dijo que era una placa de identificación para que tuviera bien presente que soy uno de sus soldados, que le pertenezco. No imaginaba que lo decía literalmente.
—Obtener su ADN es una idea estupenda —dice Lucy.
Marino se levanta y va a buscar las bragas rojas. Las mete en una bolsa para sandwiches y se las entrega a Lucy.
—Es un tanto raro que no sepas dónde vive —señala ella.
—No sé nada de ella. La verdad es ésa, maldita sea —reconoce Marino.
—Te diré exactamente dónde vive: en esta misma isla, en una casita acogedora a la orilla del mar, un sitio de aspecto romántico. Ah, se me olvidaba: cuando fui a echar un vistazo, me fijé en que había una moto, una vieja chopper con matrícula de cartón, bajo una funda en la cochera. No había nadie en casa.
—No lo vi venir. Yo antes no era así.
—Ése no va a volver a acercarse a un millón de kilómetros de tía Kay. Me he ocupado de él, porque no confiaba en que lo hicieras tú. Esa chopper es vieja, un trasto con manillares altos. No creo que sea segura.
Marino ni siquiera la mira.
—Yo antes no era así —repite.
Lucy abre la puerta de entrada.
—¿Por qué no te largas de una puta vez de nuestras vidas? —dice desde el porche, bajo la lluvia—. Ya no me importas una mierda.
El viejo edificio de ladrillo observa a Benton con ojos vacíos, muchas de sus ventanas rotas. La tabacalera abandonada no tiene iluminación y el aparcamiento está completamente a oscuras.
Benton tiene el ordenador portátil en equilibrio sobre los muslos mientras se conecta a la red inalámbrica del puerto, se introduce ilegalmente y aguarda en el interior del todoterreno Subaru negro de Lucy, un coche que la gente no suele asociar con la policía. De tanto en tanto, echa un vistazo por el parabrisas. La lluvia resbala suavemente por el vidrio, como si la noche llorara. Observa la valla de tela metálica en torno al astillero vacío al otro lado de la calle, contempla las siluetas de los contenedores abandonados cual vagones de tren descarrilados.
—No hay actividad —dice.
La voz de Lucy resuena en su auricular:
—Mantente a la espera tanto como puedas.
La frecuencia de radio es segura. Las habilidades tecnológicas de Lucy le resultan incomprensibles a Benton, y no es ningún ingenuo. Lo único que sabe es que Lucy conoce los medios para protegerse, y tiene emisores de interferencias, y está convencida de que es estupendo poder espiar a otros sin que la espíen a ella. Él confía en que esté en lo cierto, tanto sobre eso como sobre muchas otras cosas, incluida su tía, Cuando le pidió a Lucy que le enviara su avión, especificó que no quería que Scarpetta lo supiera.
—¿Por qué? —le preguntó Lucy.
—Porque probablemente tenga que pasarme la noche en un coche aparcado, vigilando el maldito puerto —contestó él.
El que Scarpetta supiera que está allí, a escasos kilómetros de la casa de Kay, no haría sino empeorar las cosas. Tal vez insistiría en ir con él. A lo que Lucy le respondió que su tía no realizaría labores de vigilancia con él en el puerto ni loca. En palabras de Lucy, ése no es el trabajo de su tía, no es agente secreta y las armas no le gustan especialmente, aunque desde luego sabe utilizarlas; ella prefiere ocuparse de las víctimas y dejar que Lucy y Benton se ocupen de todos los demás. Lo que Lucy quería decir en realidad era que estar allí en el puerto podía resultar peligroso, y no quería que Scarpetta lo hiciera.
Es curioso que Lucy no mencionara que Marino podría haber echado una mano.
Benton permanece sentado a oscuras en el Subaru, que huele a nuevo, a cuero. Contempla la lluvia y mira más allá, hacia el otro lado de la calle, mientras comprueba la pantalla del portátil para asegurarse de que el maldito Hombre de Arena no se ha colado en la red inalámbrica del puerto para conectarse. Pero ¿dónde lo haría? Desde ese aparcamiento no, claro. Ni desde la calle, porque no se atrevería a aparcar su coche en plena calle y quedarse ahí en medio para enviarle otro correo infernal a la infernal doctora Self, la cual probablemente ya está de regreso en Nueva York, en su apartamento en un ático de West Central Park. Resulta mortificante. Es lo más injusto que alcanza a imaginar. Por mucho que, al cabo, el Hombre de Arena no salga impune de los asesinatos cometidos, sin duda la doctora Self se irá de rositas, y es tan culpable de los crímenes como el Hombre de Arena, porque ocultó información, no se molestó en investigar, le trae sin cuidado. Benton la aborrece. Ojalá no lo hiciera, pero la aborrece más que a nadie en toda su vida.
La lluvia aporrea el techo del todoterreno y la niebla difumina las farolas lejanas, y Benton no distingue el horizonte del cielo, el puerto del cielo. No alcanza a distinguir nada de nada con ese tiempo, hasta que algo se mueve. Se queda muy quieto, y el corazón empieza a latirle con fuerza cuando una figura oscura avanza lentamente siguiendo la valla de tela metálica al otro lado de la calle.
—He detectado actividad —le transmite a Lucy—. ¿Hay alguien por ahí? Porque yo no veo nada.
—No hay nadie conectado —responde la voz de Lucy en su auricular, y le está confirmando que el Hombre de Arena no se ha conectado a la red inalámbrica del puerto—. ¿Qué clase de actividad?
—En la valla. Hacia las tres en punto, ahora no se mueve. Se mantiene a las tres en punto.
—Estoy a diez minutos. Menos incluso.
—Voy a salir —dice Benton, y abre lentamente la puerta del coche, que tiene la luz interior desconectada. La oscuridad es plena y la lluvia repiquetea con más fuerza.
Mete la mano debajo de la chaqueta y saca el arma, y no cierra del todo la puerta del vehículo. No hace el menor sonido. Sabe cómo conducirse, ha tenido que hacerlo más veces de las que podría recordar. Se mueve como un fantasma, oscuro y silencioso, a través de los charcos y la lluvia. Cada pocos pasos se detiene para asegurarse de que la persona al otro lado de la calle no le ve. «¿Qué está haciendo?». Permanece ahí parado junto a la valla, sin moverse. Benton se acerca y la figura no se mueve. Benton apenas ve la silueta entre los velos de lluvia azotados por el viento, y sólo alcanza a oír el chapaleo del agua.
—¿Estás bien? —La voz de Lucy en su oído.
No responde. Se detiene detrás de un poste de teléfono y huele a creosota. La figura junto a la valla se desplaza hacia la izquierda, hacia una ubicación a la una en punto, y empieza a cruzar la calle.
—¿Todo bien? —insiste Lucy.
Benton no responde. La figura está tan cerca que ve la sombra oscura de una cara y el contorno definido de un sombrero, luego brazos y piernas en movimiento. Benton sale al descubierto y le apunta con la pistola.
—No te muevas —dice en un tono quedo con el que se impone de inmediato—. Tengo una nueve milímetros apuntándote a la cabeza, así que quédate bien quieto.
El hombre —Benton está seguro de que es un hombre— se ha convertido en una estatua. No emite el menor sonido.
—Apártate de la calzada, pero no hacia mí. Ve hacia tu izquierda, muy lentamente. Ahora arrodíllate y pon las manos encima de la cabeza. —Luego le dice a Lucy—: Lo tengo. Ya puedes acercarte.
Como si Lucy estuviera a tiro de piedra.
—Un momento. —Su voz suena tensa—. Aguanta. Estoy en camino.
Benton sabe que está lejos, demasiado lejos para ayudarle si surgen problemas.
El hombre tiene las manos encima de la cabeza y está arrodillado en el asfalto húmedo y agrietado, y dice:
—No dispare, por favor.
—¿Quién eres? —pregunta Benton—. Dime quién eres.
—No dispare.
—¿Quién eres? —Benton levanta la voz para hacerse oír entre la lluvia—. ¿Qué haces aquí? Dime quién eres.
—No dispare.
—Maldita sea. Dime quién eres. ¿Qué estás haciendo en el puerto? No me obligues a preguntarlo otra vez.
—Sé quién es usted. Lo reconozco. Tengo las manos encima de la cabeza, así que no hay necesidad de disparar —dice la voz mientras la lluvia repiquetea, y Benton detecta un acento—. Estoy aquí para atrapar al asesino, igual que usted. ¿No es así, Benton Wesley? Haga el favor de apartar el arma. Soy Otto Poma. He venido por la misma razón que usted. Soy el capitán Otto Poma. Aparte el arma, por favor.
La Taberna de Poe, a unos minutos en coche desde la cabaña de pescador de Marino. Le vendría bien tomarse un par de cervezas.
La calle se ve húmeda y de un negro lustroso, y el viento arrastra el olor a lluvia y el aroma del mar y los pantanos. Se nota relajado mientras va a lomos de su Roadmaster a través de la noche oscura y lluviosa, consciente de que no debería beber, aunque no sabe cómo dejar de hacerlo. De todas mañeras, ¿qué importa? Desde que ocurrió aquello, nota una especie de náusea en el alma, una sensación de terror. La bestia que llevaba dentro ha asomado, el monstruo se ha dejado ver, y tiene delante de sí lo que siempre había temido.
Peter Rocco Marino no es una buena persona. Como podría decirse de casi todos los criminales que ha detenido, siempre ha creído que muy poco de lo que ocurría en su vida era culpa suya, de que es inherentemente bueno, valiente y bienintencionado, cuando en realidad es todo lo contrario. Es un tipo egoísta, retorcido y malo. Malo, pero que muy malo. Por eso le dejó su mujer. Por eso se ha ido al garete su carrera. Por eso lo detesta Lucy. Por eso ha dado al traste con lo mejor que había tenido en la vida: su relación con Scarpetta. Se la ha cargado él. La ha destrozado. La traicionó una y otra vez por algo que Scarpetta no podía evitar. Ella nunca lo deseó, ¿y por qué iba a desearlo? Nunca se sintió atraída por él. ¿Cómo iba a sentirse atraída? Así que la castigó.
Mete una marcha más alta al tiempo que acelera. Va demasiado aprisa, tanto así que las gotas de lluvia le producen dolorosas punzadas en la piel, a toda velocidad rumbo a la franja, como llama él la zona de garitos de isla Sullivan. Se ven coches aparcados allí donde hay sitio, pero ninguna moto, sólo la suya, por causa del mal tiempo. Está helado, tiene las manos entumecidas y siente un dolor y una vergüenza insoportables, con las que se entrevera una furia venenosa. Se desabrocha el trasto inútil que lleva por casco, lo cuelga del manillar y pone el candado en la horquilla delantera de la moto. Las prendas para la lluvia emiten un suave roce cuando entra en un restaurante de madera desbastada. Hay ventiladores en el techo y pósteres enmarcados de cuervos y probablemente todas y cada una de las películas filmadas a partir de relatos de Edgar Allan Poe. La barra está llena a rebosar, y el corazón le da un vuelco y luego empieza a palpitarle cuando ve a Shandy entre dos hombres, uno de ellos con un pañuelo en la cabeza, el tipo al que Marino estuvo a punto de pegarle un tiro la otra noche. Ella está hablando con él y restriega su cuerpo contra el brazo del tipo.
Marino se queda cerca de la puerta, goteando agua sobre el suelo surcado de rozaduras, y se pregunta qué hacer mientras sus heridas interiores se reabren y el corazón le late desbocado, como si le galoparan caballos en el cuello. Shandy y el tipo del pañuelo beben cerveza y chupitos de tequila y pican nachos con chile y queso, lo mismo que piden ella y Marino siempre que van allí. Bueno, pedían, en tiempos que ya han quedado atrás. Esta mañana no se ha puesto el gel hormonal. Lo ha tirado a regañadientes mientras la vil criatura en su interior le susurraba burlas. No puede creer que Shandy tenga el descaro de estar allí con ese tipo, y el sentido que adquiere todo es evidente. Ella lo indujo a amenazar a la doctora. Con todo lo mala que es Shandy, con todo lo malo que es ese tipo, con todo lo malos que son juntos, Marino es peor.
Lo que intentaron hacerle a la doctora no es nada en comparación con lo que le hizo él.
Se acerca a la barra sin mirar en dirección a ellos, finge no verlos y se pregunta cómo es que no ha visto el BMW de Shandy. Probablemente lo tiene aparcado en una bocacalle, siempre preocupada porque alguien le abolle alguna puerta. Se pregunta dónde estará la chopper del tipo del pañuelo y recuerda lo que le dijo Lucy, que la moto le parecía peligrosa y que había hecho algo al respecto. Lo más probable es que a continuación le haga algo a la moto de Marino.
—¿Qué vas a tomar, guapo? ¿Dónde has estado metido? —La camarera aparenta unos quince años, más o menos el aspecto que tienen todos los jóvenes para Marino de un tiempo a esta parte.
Está tan deprimido y distraído que no recuerda su nombre, le parece que es Shelly, pero teme decirlo. Tal vez sea Kelly.
—Una Bud Lite. —Se inclina hacia ella—. No mires, pero ese tipo de ahí con Shandy… ¿lo ves?
—Sí, ya habían estado aquí.
—¿Desde cuándo? —pregunta Marino mientras ella le desliza una cerveza de barril sobre la barra y él hace lo propio con un billete de cinco dólares.
—Dos por el precio de una, guapo, así que tienes otra esperando. Bueno, cielos, de vez en cuando desde que yo estoy aquí, guapo. El año pasado, supongo. No me cae bien ninguno de los dos, y eso que quede entre tú y yo. No me preguntes cómo se llama él, no lo sé. No es el único con el que viene ésa por aquí. Creo que está casada.
—No jodas.
—Espero que tú y ella os estéis tomando un descanso, de una vez por todas, guapo.
—He terminado con ella —asegura Marino, y echa un trago de cerveza—. No era nada serio.
—Eran problemas, diría yo —replica Shelly o Kelly.
Marino nota que Shandy le mira. Ha dejado de hablar con el tipo del pañuelo, y ahora Marino no puede por menos de preguntarse si habrá estado acostándose con él todo este tiempo. Y se pregunta por las monedas robadas y de dónde saca ella la pasta. Quizá su papaíto no le dejó nada y se sintió con derecho a robar. Marino se pregunta un montón de cosas y piensa que ojalá se las hubiera preguntado antes. Shandy lo observa mientras él levanta la jarra de cerveza y echa un trago. Su mirada feroz tiene algo de demente. Le pasa por la cabeza llegarse hasta donde está Shandy, pero no logra decidirse.
Sabe que no van a decirle nada. Seguro que se ríen de él. Shandy le da un codazo al tipo del pañuelo, que mira a Marino y sonríe satisfecho, debe de parecerle de lo más divertido estar ahí sentado sobando a Shandy, consciente de que en ningún momento ha sido la mujer de Marino. ¿Con quién coño más se acuesta?
Marino se arranca el colgante del dólar de plata y lo deja caer dentro de la cerveza. La moneda emite un leve chapoteo y se hunde hasta el fondo. Lanza la jarra deslizándola sobre la barra de manera que se detenga cerca de ellos, y sale a la calle, con la esperanza de que le sigan. La lluvia ha amainado y la calzada se ve humeante bajo las farolas. Marino se monta en el asiento húmedo de la moto y espera a que salgan. Observa la puerta de la Taberna de Poe, expectante. Igual puede provocar una pelea. Igual puede acabarla. Ojalá no le latiera tan aprisa el corazón y dejara de dolerle el pecho. Igual está a punto de tener un infarto. Su propio corazón debería atacarlo, teniendo en cuenta lo malo que es. Sigue con la mirada fija en la puerta, viendo a la gente al otro lado de las ventanas, todo el mundo contento menos él. Aguarda y enciende un pitillo, sentado en la moto húmeda con la ropa de lluvia mojada; fuma y espera.
No es más que un don nadie, ya ni siquiera es capaz de cabrear a la gente. No consigue que nadie pelee con él. Es un don nadie, ahí sentado en la oscuridad lluviosa, fumando y mirando la puerta con la esperanza de que Shandy o el tipo del pañuelo, o los dos, salgan y le hagan sentir que aún conserva algo que vale la pena. Pero la puerta no se abre. Les trae sin cuidado. No están asustados. Creen que Marino es un pringado. Él espera y fuma. Quita el candado de la horquilla delantera y pone en marcha el motor.
Acelera, hace chirriar las llantas y se marcha a toda velocidad. Deja la moto debajo de la cabaña de pescador, con la llave puesta porque ya no la necesitará. Allí adónde se dirige no conducirá ninguna moto. Va aprisa pero no tanto como el latir de su corazón, y en la oscuridad sube las escaleras hasta el embarcadero y piensa en Shandy riéndose de su viejo y desvencijado embarcadero, comentando que es largo y escuchimizado, retorcido como un «insecto palo». A él le pareció que era graciosa y se le daban bien los juegos de palabras cuando lo dijo la primera vez que la llevó allí, e hicieron el amor toda la noche. De eso hace diez días. Eso fue todo. No puede por menos de plantearse que Shandy le tendió una trampa, que no es una coincidencia que flirteara con él la misma noche del día en que fue encontrado el niño muerto. Igual quería servirse de Marino para obtener información. Él se lo permitió. Todo por culpa de una alianza. La doctora llegó con una alianza y Marino perdió la cabeza. Sus botazas resuenan en el embarcadero y la madera envejecida tiembla bajo su peso; ahora que ha amainado la lluvia, los mosquitos revolotean en torno a él como una criatura salida de unos dibujos animados.
Al cabo del embarcadero se detiene, sin resuello, comido vivo por lo que parece un millón de dientes invisibles mientras las lágrimas le inundan los ojos y el pecho le palpita rápidamente, tal como ha visto palpitar el pecho de un hombre nada más recibir la inyección letal, justo antes de que la cara se le ponga azul oscuro y fallezca. Está tan oscuro y nublado que el agua y el cielo son uno y lo mismo, y a sus pies topetean las boyas y el agua lame suavemente los pilares.
Grita algo que no parece provenir de su interior, al tiempo que lanza el móvil y el auricular inalámbrico con todas sus fuerzas. Los tira tan lejos que no alcanza a oírlos caer.