Pinos de mar, la plantación más selecta en la isla de Hilton Head.
Por cinco dólares se puede adquirir un pase para todo el día en la garita de seguridad, y los guardias, de uniforme azul y gris, no piden identificación. Scarpetta solía quejarse al respecto cuando Benton y ella tenían un adosado allí, y los recuerdos de aquellos tiempos siguen siendo dolorosos.
—Compró el Cadillac en Savannah —dice el investigador Turkington, que lleva a Scarpetta y Lucy en su coche patrulla sin distintivos—. Blanco, lo que no es de gran ayuda. ¿Se imaginan cuántos Cadillac y Lincoln blancos hay por aquí? Probablemente dos de cada tres coches de alquiler son blancos.
—¿Y los guardias a la entrada no recuerdan haberlo visto, tal vez a una hora fuera de lo normal? ¿Grabaron algo las cámaras? —pregunta Lucy, en el asiento del pasajero.
—Nada útil. Ya saben cómo va eso. Una persona dice que tal vez lo vio y otra persona dice que no. Yo creo que salió al volante del coche pero no regresó, de manera que no hubieran reparado en él de todos modos.
—Depende de cuándo lo cogió —señala Lucy—. ¿Lo guardaba en el garaje esa mujer?
—Solían verlo aparcado en el sendero de entrada, por lo general. De modo que no me parece probable que ese tipo lo haya tenido mucho tiempo. ¿Qué? —Mira de soslayo a Lucy mientras conduce—. ¿Se las arregló para robarle las llaves, llevarse el coche y ella no se dio cuenta?
—No hay manera de saber de qué se dio cuenta o no.
—Continúa convencida de que ocurrió lo peor, ¿verdad? —comenta Turkington.
—Sí, lo estoy, remitiéndome a los hechos y al sentido común. —Lucy lleva tomándole el pelo desde que al recogerlas en el aeropuerto hizo un comentario en plan listillo acerca del helicóptero, llamándolo «batidora». Ella le tildó de ludita. El agente no sabía qué era un ludita, y sigue sin saberlo. Lucy no se lo ha explicado—. Pero eso no descarta que haya sido secuestrada para pedir un rescate. No digo que sea imposible. No lo creo, pero desde luego cabe esa posibilidad. Deberíamos hacer exactamente lo que estamos haciendo: involucrar en la investigación a todos los organismos policiales.
—Ojalá hubiéramos podido evitar que trascendiera a los medios. Becky dice que llevan toda la mañana echando gente de la casa.
—¿Quién es Becky? —pregunta Lucy.
—La jefa del equipo de investigación científica. Al igual que yo, tiene otro empleo como técnico de emergencias.
Scarpetta se pregunta a qué viene ese comentario. Quizá no lleva bien lo de estar pluriempleado.
—Aunque, claro, supongo que ustedes no tienen que preocuparse por el alquiler —comenta.
—Claro que sí. Sólo que el mío es un poco más elevado que el suyo —replica Lucy.
—Sí, un poco. Ni me imagino cuánto le cuesta ese laboratorio. O las cincuenta casas y los Ferrari.
—No llegan a cincuenta, ¿y cómo sabe lo que tengo?
—¿Han empezado a utilizar su laboratorio muchos departamentos? —pregunta él.
—Alguno que otro. Aún estamos terminando de instalarnos, pero tenemos lo básico. Y estamos acreditados. Se puede elegir entre nosotros o la DPCS. —La División Policial de Carolina del Sur—. Somos más rápidos —añade—. Si necesita algo que no está en el menú, tenemos amigos en lugares con tecnología punta como Oak Ridge y Y-Twelve.
—Creía que en esos sitios se dedicaban a la fabricación de armas nucleares.
—No es lo único que hacen.
—Me está tomando el pelo. ¿Se dedican a asuntos forenses? ¿Como qué?
—Es un secreto.
—Da igual —refunfuña el policía—. Nosotros no podemos permitirnos contar con sus servicios.
—No, no pueden, lo que no significa que no vayamos a prestárselos.
Las gafas oscuras de Turkington se reflejan en el espejo retrovisor. Entonces le dice a Scarpetta, probablemente porque ya está un poco harto de Lucy:
—Qué, ¿sigue con nosotros?
El investigador lleva un traje color crema, y Scarpetta se pregunta cómo hace para no ensuciarse en un escenario del crimen. Vuelve sobre los asuntos más importantes que él y Lucy venían discutiendo, y les recuerda que nadie debe dar nada por sentado, incluido el momento de la desaparición del Cadillac de Lydia Webster, porque parece que apenas conducía y sólo se ponía rara vez al volante para ir en busca de tabaco, bebida o algo de comer. Por desgracia, conducir no fue buena idea por su parte, teniendo en cuenta lo afectada que estaba. De manera que alguien podía haberse llevado el automóvil días atrás, y es posible que su desaparición no tuviera nada que ver con la del perro. Luego están las imágenes que envió el Hombre de Arena por correo electrónico a la doctora Self. Tanto Drew Martin como Lydia Webster fueron fotografiadas en bañeras que parecían llenas de agua fría. Las dos parecían drogadas, ¿y qué hay de lo que vio la señora Dooley? El caso debería abordarse como un homicidio, al margen de cuál pueda ser la realidad. Porque —y Scarpetta lleva predicándolo más de veinte años— no se puede volver atrás.
Pero luego se refugia en su propio ámbito privado, no puede evitarlo: sus pensamientos se remontan a la última vez que estuvo en Hilton Head, cuando vació el adosado de Benton. En ningún momento de aquella época, la más oscura de su vida, le pasó por la cabeza que el asesinato de Benton pudiera haber sido pergeñado para ocultarlo de quienes sin duda lo habrían asesinado de haber tenido oportunidad. ¿Dónde están ahora esos supuestos asesinos a sueldo? ¿Perdieron interés y decidieron que Benton ya no constituía una amenaza o no valía la pena matarlo? Se lo ha preguntado al propio Benton, pero no está dispuesto a hablar de ello, asegura que no puede. Baja la ventanilla del coche y su alianza reluce al sol, pero eso no la tranquiliza, y el buen tiempo seguro que no durará mucho. Está previsto que descargue otra tormenta ese mismo día.
La carretera serpentea entre campos de golf y por encima de breves puentes que cruzan fugazmente angostos canales y estanques. En una ribera terraplenada y cubierta de hierba, un caimán parece un tronco, y las tortugas permanecen inmóviles entre el fango mientras una garceta blanca se yergue sobre sus patas de palillo en aguas poco profundas. La conversación en el asiento delantero se centra en la doctora Self durante un rato, y la luz se convierte en penumbra a la sombra de los inmensos robles. El musgo español semeja cabello gris y muerto. Apenas ha cambiado nada. Se ha construido alguna que otra casa nueva, y Scarpetta recuerda largos paseos y el aire y la brisa salados, las puestas de sol en la galería y el momento en que todo tocó a su fin. Imagina lo que creyó el cadáver de Benton entre las ruinas carbonizadas del edificio donde supuestamente había muerto. Ve su pelo plateado y la carne incinerada entre la madera ennegrecida y la mugre de un fuego del que aún quedaban rescoldos a su llegada. Su rostro había desaparecido, no era más que hueso quemado, y los informes de la autopsia eran falsos. La habían engañado. Quedó desolada, destruida, y ahora siempre será una persona distinta por causa de lo que hizo Benton, mucho más distinta que por culpa de Marino.
Aparcan en el sendero de entrada de la enorme casa blanca de Lydia Webster. Scarpetta recuerda haberla visto con anterioridad desde la playa, y le parece irreal debido al motivo que los lleva allí. Hay coches de policía aparcados uno detrás de otro en la calle.
—Adquirieron la casa hará cosa de un año. Antes la tenía algún magnate de Dubai —les informa Turkington, al tiempo que abre la puerta del conductor—. Qué triste. Justo habían terminado una renovación general y se habían instalado cuando la niña se ahogó. No sé cómo aguantaba seguir viviendo en este sitio la señora Webster.
—A veces la gente es incapaz de soltar amarras —dice Scarpetta a medida que sortean los adoquines camino de las puertas de teca de doble hoja al final de las escaleras de piedra—. Se quedan varados en un lugar entre sus recuerdos.
—¿Le correspondió en el acuerdo de separación? —pregunta Lucy.
—Es probable que le hubiera correspondido. —Como si, en realidad, no hubiera duda de que está muerta—. Seguían en trámites de divorcio. Su marido se dedica a los fondos de cobertura, inversiones, lo que sea, es casi tan rico como usted.
—¿Por qué no dejamos de hablar del asunto? —rezonga Lucy, molesta.
Turkington abre la puerta principal. Los investigadores científicos están dentro. En el vestíbulo, apoyada en una pared de estuco, hay una ventana con un vidrio roto.
—La señora que estaba de vacaciones —le dice Turkington a Scarpetta—, Madelisa Dooley. Según su declaración, el vidrio ya no estaba en la ventana cuando ella entró por la puerta del lavadero. Este cristal de aquí —se agacha y señala un vidrio en la parte inferior derecha de la ventana— es el que ese tipo retiró y volvió a pegar. Si se mira, apenas se aprecia el pegamento. Le he hecho creer a la señora Dooley que no encontramos cristales rotos cuando entraron los agentes. Quería ver si cambiaba su versión, así que le dije que no había vidrios rotos.
—Supongo que no lo han rociado con espuma primero —dice Scarpetta.
—He oído hablar de ello —reconoce Turkington—. Tenemos que empezar a hacerlo. Yo tengo la teoría de que si la versión de la señora Dooley es correcta, después de que ella se fuera ocurrió algo en la casa.
—Lo rociaremos con espuma antes de envolverlo para su transporte —dice Scarpetta—, para estabilizar el vidrio roto.
—Como prefiera. —Se llega hasta la sala de estar, donde un investigador saca fotografías del desorden sobre la mesa de centro y otro levanta cojines del sofá.
Scarpetta y Lucy abren los maletines negros. Se ponen fundas para el calzado y guantes. Una mujer con pantalones vaqueros y un polo con la leyenda «Forense» a la espalda sale de la sala. Probablemente tiene unos cuarenta y tantos, con ojos castaños y el pelo moreno y corto. Es menuda, y a Scarpetta le resulta difícil imaginar que una mujer tan pequeña y liviana quisiera entrar a formar parte de un organismo policial.
—Usted debe de ser Becky —dice, y hace las presentaciones.
Becky indica la ventana apoyada contra la pared y dice:
—El vidrio inferior derecho. Tommy debe de habérselo explicado ya. —Se refiere a Turkington, y señala con un dedo enguantado—. Se utilizó un cortavidrios y luego se volvió a pegar el cristal. ¿Que por qué me fijé? —Se le nota orgullosa de sí misma—. Había arena pegada a la cola. ¿Ven?
Miran, y alcanzan a verlo.
—Parece que cuando la señora Dooley entró en busca del propietario —explica Becky—, el vidrio debía de estar desprendido de la ventana y en el suelo. A mí me resulta verosímil que hiciera lo que dice. Salió de aquí por piernas, y luego el asesino lo ordenó todo antes de marcharse.
Lucy inserta dos recipientes presurizados en una funda a la que va unida una pistola mezcladora.
—Sólo pensarlo hace que se te pongan los pelos de punta —dice Becky—. Esa pobre señora probablemente estaba aquí a la vez que él. Dijo tener la sensación de que alguien la estaba observando. ¿Es eso aerosol de cola? He oído hablar de ello. Fija en su lugar el vidrio roto. ¿De qué está hecho?
—Mayormente de poliuretano y gas comprimido —dice Scarpetta—. ¿Han tomado fotografías? ¿Han espolvoreado en busca de huellas? ¿Han hecho frotis para ver si hay ADN?
Lucy fotografía la ventana desde distintos ángulos, con escala y sin ella.
—Fotos y frotis, pero no huellas. A ver si encontramos restos de ADN, pero me sorprendería, teniendo en cuenta lo limpio que está todo —asegura Becky—. Está claro que limpió la ventana, toda. No sé cómo se rompió. Quizá se estrelló contra ella algún pajarraco, como un pelícano o un buitre.
Scarpetta empieza a tomar notas, documenta las zonas donde el vidrio está dañado y las mide.
Lucy protege con cinta adhesiva los bordes del marco de la ventana y pregunta:
—¿Desde qué lado te parece a ti?
—Yo diría que lo rompieron desde dentro —contesta Scarpetta—. ¿Podemos darle la vuelta? Tengo que rociar con aerosol el otro lado.
Ella y Lucy levantan la ventana con cuidado y le dan la vuelta de manera que se vea el reverso, la apoyan contra la pared y toman más fotografías y notas mientras Becky se mantiene aparte y las observa.
—Necesito que me eche una mano —le dice Scarpetta—. ¿Puede acercarse?
Becky se coloca a su lado.
—Muéstreme a qué altura estaría el vidrio roto si la ventana estuviera en su lugar. Enseguida voy a echar un vistazo al sitio donde lo recogieron, pero de momento, déjeme hacerme una idea.
Becky toca la pared.
—Yo soy baja, claro —dice.
—Más o menos a la altura de mi cabeza —señala Scarpetta, observando el vidrio roto—. Esta rotura es similar a la que vemos en los accidentes de tráfico, cuando la persona no lleva el cinturón de seguridad y golpea el parabrisas con la cabeza. Esta zona no fue perforada. —Señala el agujero en el cristal—. Sencillamente recibió lo más recio del golpe, y apuesto a que hay fragmentos de vidrio en el suelo, dentro del lavadero, quizá también en el alféizar.
—Los he recogido. ¿Cree que alguien golpeó el vidrio con la cabeza? —pregunta Becky—. ¿No le parece que habría sangre?
—No necesariamente.
Lucy fija con cinta adhesiva papel marrón sobre una cara de la ventana, abre la puerta de entrada y les pide a Scarpetta y Becky que salgan mientras echa el aerosol.
—Vi a Lydia Webster en una ocasión. —Becky sigue hablando; están en el porche—. Cuando se ahogó su pequeña y tuve que venir a hacer fotos. No se imagina lo mucho que me afectó, porque yo tengo una hija pequeña. Aún veo a Holly con su bañadorcito morado, sumergida cabeza abajo con el pelo enganchado en el desagüe. Tenemos el permiso de conducir de Lydia, por cierto, y nos han informado de una detención, aunque yo no me haría muchas ilusiones. Ella es más o menos de su misma altura. Podría ser que se hubiera golpeado con el cristal y lo hubiera roto. No sé si Tommy se lo dijo, pero su cartera estaba aquí mismo, en la cocina. No parece que la tocara nadie. No creo que la persona que buscamos tuviera como móvil el robo.
Incluso fuera, Scarpetta alcanza a oler el poliuretano. Contempla los grandes robles recubiertos de musgo español y un depósito de agua que descuella sobre los pinos. Dos personas pasan lentamente en bici y se quedan mirando.
—Ya se puede entrar. —Lucy está en el umbral, quitándose las gafas y la mascarilla.
El vidrio roto está recubierto de una gruesa espuma amarillenta.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora con eso? —pregunta Becky, cuya mirada se demora en Lucy.
—Me gustaría envolverlo para llevárnoslo —dice Scarpetta.
—¿Y qué van a buscar?
—El pegamento. Cualquier partícula microscópica que se haya adherido a él. Su composición elemental o química. Aveces uno no sabe lo que está buscando hasta que lo encuentra.
—Le deseo buena suerte a la hora de meter la ventana bajo el microscopio —bromea Becky.
—Y también necesito los fragmentos de vidrio que han recogido —añade Scarpetta.
—¿Los algodones?
—Todo lo que quiera que analicemos en el laboratorio. ¿Podemos echar un vistazo al lavadero? —pregunta Scarpetta.
Está al lado de la cocina, y dentro, hacia la derecha de la puerta, han fijado papel marrón con cinta adhesiva sobre el hueco que ha quedado al retirar la ventana. Scarpetta se anda con cuidado al acercarse a lo que se considera el punto de entrada del asesino. Hace lo mismo que siempre: se queda fuera y mira hacia el interior, escudriñando hasta el último centímetro. Pregunta si han tomado fotografías del lavadero. Así es, y han buscado huellas de pies, de zapatos, huellas digitales. Contra una pared se ven cuatro lavadoras y secadoras de gama alta, y contra la pared opuesta, una jaula de perro vacía. Hay armarios y una mesa de gran tamaño. En una esquina, un cesto de mimbre está lleno hasta los topes de prendas sucias.
—¿Estaba esta puerta cerrada cuando llegaron? —pregunta Scarpetta, refiriéndose a la puerta de teca tallada que da al exterior.
—No, y la señora Dooley dice que estaba abierta, lo que le permitió acceder. Lo que creo es que el tipo retiró el vidrio e introdujo la mano. Como puede ver —Becky se acerca al espacio recubierto con papel donde antes estaba la ventana—, si se quita el vidrio de aquí, es fácil alcanzar el cerrojo de seguridad cerca del cristal. Naturalmente, si la alarma antirrobo estaba conectada…
—¿Sabemos que no lo estaba?
—No lo estaba cuando entró la señora Dooley.
—Pero no sabemos si lo estaba cuando entró él, ¿no es así?
—He pensado en ello. Parece que, de haber estado conectada, el cortavidrios… —empieza Becky, pero se lo piensa—. Bueno, no creo que cortar el vidrio la activase. Son muy silenciosos.
—Lo que indica que la alarma no estaba conectada cuando se rompió el otro vidrio. Y que nuestro hombre ya estaba dentro de la casa en ese momento. A menos que el vidrio se rompiera con anterioridad, cosa que dudo.
—Yo también —coincide Becky—. Lo más lógico habría sido repararlo para que no entraran bichos ni lluvia. O al menos recoger los trozos, sobre todo teniendo en cuenta que tenía aquí al perro. Me pregunto si tal vez forcejeó con él o intentó alcanzar la puerta para huir. Anteanoche ella hizo saltar la alarma, no sé si lo sabían. Era algo bastante habitual, porque se emborrachaba tanto que se le olvidaba que la alarma estaba conectada y abría la puerta corredera, que la activaba. Luego era incapaz de recordar la contraseña cuando la llamaban los del servicio de vigilancia, así que se avisaba a un coche patrulla.
—¿No hay indicio de que la alarma saltara desde entonces? —pregunta Scarpetta—. ¿Ha tenido oportunidad de pedir un informe a la empresa de seguridad? ¿Cuándo se activó por última vez? ¿Cuándo la desconectaron por última vez?
—La falsa alarma que le he mencionado fue la última vez.
—Cuando acudió la policía, ¿recuerdan haber visto su Cadillac blanco?
Becky responde que no, los agentes no recuerdan el coche, pero cabe que estuviera en el garaje.
—Parece que conectó la alarma más o menos a la hora del anochecer del lunes, y luego la desconectó a las nueve o así, para luego conectarla otra vez. Después la desconectó a las cuatro y catorce minutos de la mañana siguiente, es decir, de ayer.
—¿Y no volvió a conectarla? —pregunta Scarpetta.
—No. Es sólo una opinión personal, pero cuando la gente se dedica a beber y drogarse, no siguen un horario normal. Duermen de vez en cuando durante el día, se levantan a horas extrañas, de manera que igual desconectó la alarma a las cuatro y catorce para sacar al perro, quizá para fumar un pitillo, y el tipo la estaba vigilando, tal vez llevaba vigilándola cierto tiempo. Al acecho, quiero decir. Hasta donde sabemos, bien podría haber cortado ya el vidrio y estar esperándola aquí atrás en la oscuridad. Hay arbustos y bambúes en este lado de la mansión, y no hay ningún vecino cerca, de modo que incluso con los focos encendidos, podría haberse ocultado ahí atrás sin que nadie lo viera. Lo del perro es extraño. ¿Dónde se habrá metido?
—Tengo una persona ocupándose del asunto —dice Scarpetta.
—Igual el animal se nos pone a hablar y resuelve el caso —bromea.
—Tenemos que encontrarlo. Nunca se sabe qué puede resolver un caso.
—Si se escapó, alguien tiene que haberlo encontrado —señala Becky—. No es que se vean bassets por ahí todos los días, y en esta zona la gente se fija en los perros perdidos. Otro asunto distinto es que, si la señora Dooley decía la verdad, ese individuo debió de estar un buen rato con la señora Webster, tal vez la mantuvo viva durante horas. La alarma se desconectó a las cuatro y catorce de ayer, y la señora Dooley encontró la sangre y todo lo demás en torno a la hora de comer, unas ocho horas después, y probablemente el tipo seguía en la casa.
Scarpetta examina las prendas sucias en el cesto de mimbre. Encima de todo hay una camiseta arrugada, y con una mano enguantada la coge y deja que se despliegue. Está húmeda y manchada. Se incorpora y mira en el interior del lavabo. El acero inoxidable está salpicado de gotas, y hay un pequeño charco de agua en torno al desagüe.
—Me pregunto si utilizó esto para limpiar la ventana —comenta Scarpetta—. Todavía parece húmedo, y está sucio, como si alguien lo hubiera utilizado de trapo. Me gustaría sellarlo en una bolsa de papel y enviarlo al laboratorio.
—¿Para buscar qué? —Becky vuelve a plantear la misma pregunta.
—Si lo tuvo en la mano, es posible que obtengamos restos de ADN. Podría ser una prueba. Más vale que decidamos a qué laboratorio enviarlo.
—El de la DPCS está muy bien, pero se lo toman con mucha calma. ¿Puede ayudarnos con su laboratorio?
—Para eso lo tenemos. —Scarpetta mira el teclado numérico de la alarma cerca de la puerta que da al pasillo—. Tal vez desconectó la alarma al entrar. No creo que podamos descartarlo. Una pantalla de cristal líquido en vez de botones: una buena superficie para sacar huellas, y tal vez ADN.
—Eso supondría que el intruso la conocía, si desconectó la alarma. Tiene sentido si se piensa en todo el tiempo que estuvo en la casa.
—Supondría que estaba familiarizado con este lugar. No quiere decir que la conociera —matiza Scarpetta—. ¿Cuál es el código?
—Lo que denominamos el código uno, dos, tres, cuatro y ya puedes ir entrando. Probablemente preestablecido, y ella no se molestó en cambiarlo. Déjeme que me asegure de lo del laboratorio antes de que empecemos a enviarles todo a ustedes. Tengo que preguntárselo a Tommy.
Turkington está en el vestíbulo con Lucy, y Becky le pregunta lo del laboratorio, y él hace un comentario acerca de cuántas cosas van a parar a manos privadas hoy en día. Hay departamentos que incluso contratan polis privados.
—Eso haremos nosotros —dice Lucy, y le entrega a Scarpetta un par de gafas tintadas de amarillo—. Los teníamos en Florida.
Becky se interesa por el maletín abierto en el suelo. Observa los cinco reflectores forenses de alta intensidad en forma de linterna, las baterías de níquel de 9 voltios, las gafas, el cargador multipuerto.
—He suplicado al sheriff que nos deje adquirir uno de esos reflectores portátiles para los escenarios del crimen. Cada uno tiene un ancho de banda diferente, ¿verdad?
—Espectros violeta, azul, verde azulado y verde —explica Lucy—. Y esta luz blanca de banda ancha tan práctica —la coge—, con filtros intercambiables en azul, verde y rojo para realzar el contraste.
—¿Funciona bien?
—Fluidos corporales, huellas digitales, restos de sustancias, fibras y otros vestigios. Sí, funciona de maravilla.
Selecciona una luz violeta con un espectro visible de 400 a 430 nanómetros y Becky, Scarpetta y ella entran en la sala. Todas las persianas están abiertas, y al otro lado se ve la piscina de fondo oscuro donde se ahogó Holly Webster, y más allá las dunas, las matas de avena de mar, la playa. El océano está tranquilo y el sol espejea sobre la marea como un cardumen de pececillos plateados.
—Aquí también hay muchas pisadas —indica Becky mientras miran—. De pies descalzos, de zapatos, todas pequeñas, probablemente de ella. Es curioso, porque no hay indicios de que él limpiara los suelos antes de irse, como debió de limpiar la ventana. De manera que cabría esperar que hubiera huellas de zapatos. El suelo es de piedra brillante, ¿verdad? Nunca había visto baldosas tan azules, parece el océano.
—Ése es probablemente el efecto deseado —dice Scarpetta—. Mármol azul, sodalita, tal vez lapislázuli.
—Joder. Una vez me hice un anillo de lapislázuli. Es increíble que alguien tenga todo un suelo. Disimula la porquería bastante bien —comenta—, pero desde luego hace mucho tiempo que no lo limpian. Hay cantidad de polvo y trastos, la casa entera está así. Si dirigen el haz de luz al sesgo verán a qué me refiero. Sencillamente no entiendo cómo es que parece no haber dejado ni una sola huella de zapato, ni siquiera en el lavadero por donde entró.
—Voy a dar una vuelta —dice Lucy—. ¿Y la planta superior?
—Creo que la señora Webster no utilizaba el piso de arriba. Dudo que él subiera. No han tocado nada. Sólo hay habitaciones de invitados, una especie de galería de arte y una sala de juegos. En mi vida había visto una casa así; debe de ser agradable.
—Para ella no —asegura Scarpetta, que está mirando las hebras de cabello largo y moreno que hay por el suelo, los vasos vacíos y la botella de vodka en la mesa delante del sofá—. No creo que este lugar le ofreciera ni un solo momento de felicidad.
Madelisa no lleva en casa ni una hora cuando suena el timbre.
En otros tiempos, ni siquiera se habría molestado en preguntar quién es.
—¿Quién es? —pregunta antes de abrir la puerta.
—El investigador Pete Marino, de la oficina forense —dice una voz, una voz profunda con un acento que le hace pensar en el Norte, en los yanquis.
Madelisa sospecha lo que ya temía. La señora de Hilton Head está muerta. ¿Por qué, si no, iba a presentarse alguien de la oficina forense? Ojalá Ashley no hubiera decidido irse a hacer recados en cuanto llegaron a casa, dejándola sola después de todo lo que ha pasado. Aguza el oído para detectar al basset, que, gracias a Dios, está en silencio en la habitación de invitados. Abre la puerta y se queda aterrada. Un hombretón vestido como un maleante de ésos que van en moto. Es el monstruo que mató a esa pobre mujer y la ha seguido hasta su casa para matarla a ella también.
—No sé nada —dice, e intenta cerrar la puerta.
El matón encaja el pie para impedir que la cierre y accede al interior.
—Tranquila, señora —le dice, y abre el billetero para enseñarle la placa—. Como decía, soy Pete Marino de la oficina forense.
Ella no sabe qué hacer. Si intenta llamar a la policía, la matará allí mismo. Hoy en día, cualquiera puede procurarse una placa.
—Vamos a sentarnos y charlar un poco —dice él—. Acabo de enterarme de su visita al departamento del sheriff en Hilton Head.
—¿Quién se lo ha dicho? —Se siente un poco mejor—. ¿Se ha puesto en contacto con usted ese investigador? ¿Y por qué lo ha hecho? Le dije todo lo que sé, aunque no me creyó. ¿Quién le ha dicho que vivo aquí? Eso sí que me preocupa. Coopero con las autoridades y ellos facilitan mi dirección.
—Tenemos un problemilla con su versión —dice Pete Marino.
Las gafas de cristales amarillos de Lucy miran a Scarpetta.
Se encuentran en el dormitorio principal y las persianas están bajadas. Encima del edredón de seda marrón se ve la fluorescencia verde neón de varias manchas y lamparones bajo la luz halógena violeta.
—Podría ser fluido seminal —dice Lucy—. U otra cosa. —Explora la cama con el haz como si de un escáner se tratara.
—Saliva, orina, grasas sebáceas, sudor —enumera Scarpetta, y se acerca a una mancha luminiscente de grandes dimensiones—. No huelo a nada. Sostén la luz justo ahí. El problema es que no hay manera de saber cuándo se limpió por última vez el edredón. No creo que la limpieza fuera prioritaria. Típico de la gente deprimida. El edredón se irá al laboratorio. Lo que necesitamos es el cepillo de dientes y el del pelo, y los vasos en la mesita de centro, claro.
—En las escaleras de atrás hay un cenicero lleno de colillas —dice Lucy—. No creo que el ADN de esa mujer vaya a ser problema, ni sus huellas de pies y manos. El problema es él: sabe lo que se hace. Hoy en día, todo el mundo es un experto.
—No —responde Scarpetta—. Lo que pasa es que todo el mundo cree serlo.
Se quita las gafas y las manchas fluorescentes en el edredón desaparecen. Lucy apaga la linterna halógena y también se quita las gafas.
—¿Qué estamos haciendo? —pregunta.
Scarpetta observa una fotografía en que se ha fijado nada más entrar en el dormitorio: la doctora Self sentada en el decorado de una sala de estar, y delante de ella una mujer atractiva de larga melena oscura. Las cámaras de televisión están cerca de ambas, y el público sonríe y aplaude.
—Es de cuando fue al programa de la doctora Self —le dice a Lucy—. Pero la que no esperaba es ésta.
Lydia y Drew Martin acompañadas de un hombre de rostro atezado que Scarpetta supone el entrenador de Drew, Gianni Lupano. Los tres sonríen y tienen los ojos entornados al sol en mitad de la pista del Centro de Tenis de la Copa Círculo Familiar en isla Daniel, a escasos kilómetros del centro de Charleston.
—Bueno, ¿cuál es el denominador común? —dice Lucy—. A ver si lo adivino: el inmenso ego de la doctora Self.
—En este último torneo no. Fíjate en la diferencia entre las fotos. —Señala la fotografía de Lydia y Drew y luego la de Lydia con la doctora Self—. El deterioro es apreciable. Mira qué ojos.
Lucy enciende la luz del dormitorio.
—Cuando se tomó esta foto en el estadio de la Copa Círculo Familiar, Lydia no parecía una persona que abusara del alcohol y los medicamentos —dice—. Y se mesara los cabellos —añade—. No entiendo por qué hace eso la gente: el cabello, el vello púbico. Están por todas partes. ¿La foto de ella en la bañera? Parece que le falta la mitad del pelo: las cejas, las pestañas.
—Tricotilomanía —explica Scarpetta—. Es un trastorno obsesivo compulsivo. Ansiedad, depresión, su vida era un infierno.
—Si el denominador común era la doctora Self, ¿qué pasa con la mujer asesinada en Bari? La turista canadiense. No hay indicio de que haya ido al programa de la doctora Self, ni de que la conociese siquiera.
—Creo que pudo ser entonces cuando lo experimentó por primera vez.
—Cuando experimentó qué —pregunta Lucy.
—Lo que era matar a un civil —responde Scarpetta.
—Eso no explica el vínculo con la doctora Self.
—El envío de fotografías indica que ha creado un paisaje psicológico y un ritual para sus crímenes. Y también se convierte en una suerte de juego, tiene un objetivo. Lo distancia del horror de lo que está haciendo, porque enfrentarse al hecho de que inflige dolor de una manera sádica y asesina tal vez sea más de lo que puede soportar, así que tiene que otorgarle un sentido, tiene que convertirlo en algo ingenioso. —Saca del maletín un taco escasamente científico pero muy práctico de notas autoadhesivas—. Algo muy parecido a la religión. Si haces algo en nombre de Dios, está justificado. Apedrear a alguien hasta matarlo, quemarlo en la hoguera, la Inquisición, las Cruzadas, oprimir a creyentes de otras religiones. Ha otorgado sentido a lo que hace, o al menos eso me parece.
Explora la cama con una brillante luz blanca y se sirve del lado adhesivo de las notas para recoger fibras, cabellos, suciedad y restos de arena.
—Entonces ¿no crees que la doctora Self sea importante a título personal para este tipo? ¿Consideras que no es sino accesoria en su drama? Que se ha aferrado a ella sencillamente porque está a mano, en antena, porque es una persona archiconocida.
Scarpetta introduce las notas autoadhesivas en una bolsa de plástico para pruebas y la sella con cinta amarilla que luego etiqueta y fecha con rotulador. Ambas empiezan a doblar el edredón.
—Creo que es algo muy personal —replica Scarpetta—. Uno no ubica a alguien en la matriz de su juego o drama psicológico si no se trata de algo personal. Lo que no sé es el motivo.
Se oye una fuerte rasgadura cuando Lucy arranca un trozo de papel marrón del rollo.
—Es posible que no haya llegado a conocerla. Ocurre con algunos acechadores. O es posible que sí —conjetura Scarpetta—. Por lo que sabemos, podría haber ido a su programa o haber pasado algún tiempo con ella.
Colocan el edredón doblado sobre el papel.
—Tienes razón. De una manera u otra, es personal —decide Lucy—. Igual mata a la mujer en Barí y prácticamente se lo confiesa al doctor Maroni con la intención de que la doctora Self se entere. Pero ella no se entera. Y entonces ¿qué?
—Se siente más desdeñado.
—Y entonces ¿qué?
—Hay una escalada. ¿Qué ocurre cuando la madre no presta atención a su criatura profundamente perturbada y herida?
—Déjame pensarlo —responde Lucy—. ¿La criatura crece y se convierte en alguien como yo?
Scarpetta corta un trozo de cinta adhesiva amarilla y dice:
—Qué horror. Torturar y matar a personas que fueron como invitados a tu programa. O hacerlo para llamar tu atención.
La pantalla plana de 60 pulgadas le habla a Marino: le dice algo acerca de Madelisa que puede utilizar en su contra.
—¿Es una pantalla de plasma? —le pregunta—. Nunca he visto una tan grande.
La mujer tiene sobrepeso, los párpados caídos, y le convendría ir a un buen dentista —su dentadura recuerda a una estacada—; además, alguien debería pegarle un tiro a su peluquero. Está sentada en un sofá con estampado de flores y no deja de mover las manos.
—Mi marido y sus cacharros —comenta—. No sé qué es, salvo un televisor grande y caro.
—Ver un partido en ese aparato debe de ser el súmmum. Seguro que yo me sentaría ahí delante y no conseguiría hacer nada más. —Que es probablemente lo que hace ella, estar sentada todo el día delante de la tele como una zombi—. ¿Qué le gusta ver?
—Me gustan los programas de crímenes y las series de misterio, porque generalmente los resuelvo, pero después de lo que me ocurrió, no sé si seré capaz de volver a ver nada violento.
—Entonces, probablemente es una entendida en ciencia forense —comenta Marino—, teniendo en cuenta la cantidad de programas de crímenes que ve.
—Formé parte de un jurado hará cosa de un año y sabía más de medicina forense que el juez. Eso no deja en muy buen lugar al juez, pero sé unas cuantas cosillas.
—¿Qué me dice de la recuperación de imágenes?
—He oído hablar de ello.
—Como en fotografías, cintas de vídeo, grabaciones digitales que se han borrado.
—¿Quiere un té con hielo? Puedo preparárselo.
—Ahora no, gracias.
—Me parece que Ashley iba a comprar algo en Jimmy Dengate’s. ¿Ha probado el pollo frito que hacen allí? Llegará en cualquier momento, y tal vez quiera usted acompañarnos.
—Lo que querría es que deje usted de cambiar de tema. Como decía, con la recuperación de imágenes, es prácticamente imposible deshacerse por completo de una imagen digital que esté en un disquete o lápiz de memoria o lo que sea. Puede borrar documentos una y otra vez y aun así podemos recuperarlos. —Eso no es completamente cierto, pero Marino no tiene el menor empacho en mentir.
Madelisa adopta la actitud de un ratoncillo acorralado.
—Ya sabe adónde quiero llegar, ¿no? —dice él, que la tiene donde quería pero no se siente satisfecho, porque ni siquiera él mismo sabe adónde quiere llegar.
Cuando Scarpetta le llamó hace un rato y dijo que Turkington albergaba sospechas acerca de lo que había borrado el señor Dooley porque lo mencionaba una y otra vez durante la entrevista, Marino le contestó que obtendría una respuesta. En estos momentos, lo que desea más que cualquier otra cosa es contentar a Scarpetta, convencerla de que aún hay algo en él que merece la pena. Se había sobresaltado al recibir su llamada.
—¿Por qué me lo pregunta? —dice Madelisa, y se echa a sollozar—. He dicho que sólo sé lo que conté al investigador.
Sigue mirando más allá de Marino, hacia el fondo de su casita amarilla. Empapelado amarillo, moqueta amarilla. Marino nunca había visto tanto amarillo. Es como si un decorador se hubiera meado encima de todas las posesiones de los Dooley.
—Si le hablo de recuperación de imágenes es porque tengo entendido que su marido borró parte de lo que grabó en la playa —dice Marino, a quien no le conmueven sus lágrimas.
—Sólo era yo delante de la casa antes de pedir permiso. Es lo único que borró. No llegué a obtener permiso, claro, ¿cómo iba a obtenerlo? Pero no es que no lo intentara, soy una persona educada.
—Lo cierto es que me importa un carajo usted y su educación. Lo que me importa es lo que nos está ocultando. —Se echa hacia delante en el sillón reclinable—. Sé perfectamente que no está siendo sincera conmigo, maldita sea. ¿Que cómo lo sé? Gracias a la ciencia.
No sabe nada semejante. La recuperación de imágenes borradas de una cámara digital no está garantizada. Si es que puede hacerse, el proceso es complicado y lleva su tiempo.
—No, por favor —le suplica ella—. Lo siento muchísimo, pero no se lo lleve. Lo adoro con toda mi alma.
Marino no sabe a qué se refiere la mujer. Tal vez a su marido, pero no está seguro.
—Si no me lo llevo, ¿entonces qué? —dice—. ¿Cómo lo explico cuando me vaya de aquí y me lo pregunten?
—Finja que no sabe nada. —Llora con más fuerza—. ¿Qué más da? No ha hecho nada. Ay, el pobrecillo. Quién sabe lo que ha sufrido. Estaba temblando y cubierto de sangre. No hizo nada más que asustarse y huir, y si se lo lleva ya sabe lo que ocurrirá, lo sacrificarán. Ay, por favor, deje que me lo quede. ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor!
—¿Cómo? ¿Dice que estaba cubierto de sangre?
En el dormitorio principal, Scarpetta dirige oblicuamente el haz de la linterna hacia un suelo de ónice color ojo de tigre.
—Huellas de pies descalzos —dice desde el vano de la puerta—. Más bien pequeñas. Tal vez de ella otra vez. Y más pelo.
—Si hemos de creer a Madelisa Dooley, ese individuo debería haber caminado por aquí. Es rarísimo —comenta Becky cuando Lucy aparece con una cajita azul y amarilla y una botella de agua esterilizada.
Scarpetta entra en el cuarto de baño, descorre la cortina de la ducha con estampado atigrado y dirige la linterna hacia el interior de la honda bañera de cobre. Nada, pero entonces algo le llama la atención y recoge lo que parece un trozo de cerámica blanca que por alguna razón estaba entre una pastilla de jabón y una bandejita sujeta a un costado de la bañera. Lo examina con cuidado y saca la lente de joyero.
—Es parte de una corona dental —comenta—. No es de porcelana, sino una pieza temporal rota.
—Me pregunto dónde estará el resto —dice Becky, y se agacha en el umbral y escudriña el suelo, volviendo la linterna para enfocarla en todas direcciones—. A menos que no sea reciente.
—Podría haberse colado por el agujero. Deberíamos registrar el desagüe. Podría estar en cualquier parte. —A Scarpetta le parece ver un rastro de sangre reseca en lo que calcula que es casi la mitad de la corona de un incisivo—. ¿Hay alguna forma de saber si Lydia Webster había ido al dentista recientemente?
—Puedo comprobarlo. No hay muchos dentistas en la isla, así que, a menos que haya ido a otra parte, no deberíamos tener problema para averiguarlo.
—Tuvo que ser hace poco, muy poco —señala Scarpetta—. Por mucho que alguien descuide su higiene, no se puede pasar por alto una corona rota, sobre todo si se trata de un incisivo.
—Podría ser de él —sugiere Lucy.
—Eso sería mejor incluso. Necesitamos un sobre pequeño de papel.
—Ya voy yo —se ofrece Lucy.
—No veo nada. Si se la rompió aquí, no veo el resto de la pieza. Supongo que aún podría seguir unida al diente. Una vez se me rompió una corona y una parte quedó unida al pedacito de diente que me quedaba. —Becky mira más allá de Scarpetta, hacia la bañera de cobre—. Hablando del falso positivo más grande sobre la faz de la tierra —añade—, éste va a ser de récord. Una de las pocas veces que tengo que utilizar luminol, y la maldita bañera y el lavabo son de cobre. Bueno, ya podemos olvidarnos.
—Yo ya no utilizo luminol —dice Scarpetta, como si el agente oxidante fuera un amigo poco de fiar.
Hasta hace poco era un artículo esencial en el escenario de un crimen, y nunca había puesto en tela de juicio su utilización para encontrar sangre que ya no fuera visible. Si la sangre se había lavado o incluso cubierto con una capa de pintura, la manera de detectarla era servirse de un aerosol de luminol para ver qué fluorescencias salían a la luz. Los problemas siempre han sido muchos. Igual que un perro que menea el rabo a todos los vecinos, el luminol no sólo reacciona ante la hemoglobina en la sangre, sino que, por desgracia, es sensible a muchas cosas: pintura, barniz, líquido desatascador, lejía, diente de león, cardo, mirto y maíz, entre otras. Y, naturalmente, al cobre.
Lucy coge un pequeño recipiente de Hemastix para un análisis presuntivo en busca de algún resto de lo que podría ser sangre fregada. El análisis presuntivo indica que podría haber sangre, y Scarpetta abre la caja de Bluestar Magnum y saca un frasco de vidrio marrón, un rollo de papel de aluminio y un aerosol.
—Es más fuerte, dura más y no tengo que utilizarlo en la oscuridad cerrada —le explica a Becky—. No contiene perborato de sodio tetrahidratado, de manera que no es tóxico. Se puede usar con el cobre porque la reacción será de una intensidad diferente, de un espectro de color distinto, y tendrá una duración diferente que en el caso de la sangre.
Aún tiene que encontrar sangre en el dormitorio principal. A pesar de las afirmaciones de Madelisa, ni siquiera la luz blanca más intensa ha revelado la mínima mancha. Pero eso ya no es de extrañar. Según todo indica, después de que ella huyese de la casa, el asesino limpió meticulosamente todos sus rastros. Scarpetta escoge la pieza más fina para la boquilla del aerosol y vierte cuatro onzas de agua esterilizada. Luego añade dos comprimidos. Remueve suavemente con una pipeta unos minutos y después abre el frasco marrón y vierte una solución de hidróxido sódico.
Empieza a rociar y surgen por toda la habitación manchas y vetas, siluetas y salpicaduras de un intenso azul cobalto luminiscente. Becky toma fotografías.
Poco después, cuando Scarpetta ha terminado de limpiar y está volviendo a meter los bártulos en el maletín forense, suena su teléfono móvil. Es el especialista en huellas digitales del laboratorio de Lucy.
—No te lo vas a creer —dice.
—No me vengas con un comentario así a menos que lo digas muy en serio. —Scarpetta no bromea.
—La huella en la moneda de oro. —Está tan entusiasmado que se atropella al hablar—. Tenemos una coincidencia: el niño sin identificar que se encontró la semana pasada, el pequeño de Hilton Head.
—¿Estás seguro? No puede ser. No tiene sentido.
—Es posible que no lo tenga, pero no hay la menor duda al respecto.
—No me vengas con eso tampoco, a menos que vaya en serio. Mi primera reacción es pensar que se trata de un error —dice Scarpetta.
—No hay ningún error. He sacado la tarjeta con las diez huellas que tomó Marino en el depósito. Lo he verificado visualmente. Es incuestionable, los detalles de las estrías de la huella parcial en la moneda coinciden con la huella del pulgar derecho del niño sin identificar. No hay error posible.
—¿Una huella en una moneda impregnada de vapor de cola? No veo cómo.
—Créeme, estoy contigo. Todos sabemos que las huellas de niños prepúberes no duran lo suficiente para someterlas a un análisis con vapor. Son mayormente agua, sólo sudor en vez de las grasas, los aminoácidos y todo lo demás que llega con la pubertad. Nunca he sometido a un análisis con vapor las huellas de un niño, y no creo que pueda hacerse. Pero esta huella es de un crío, y ese crío es el que está en tu depósito.
—Igual no es así como ocurrió —dice Scarpetta—. Igual no sometieron la moneda a ese análisis.
—Tuvo que ser así. Hay detalles de estrías en lo que a todas luces parece ser supercola, igual que si hubieran llevado a cabo esa prueba.
—Quizá tenía pegamento en el dedo y tocó la moneda —sugiere ella—, y de ese modo dejó la huella.