16

Aplausos acompañados de música, y la voz de la doctora Self: su página web.

Scarpetta es incapaz de disimular su malestar mientras lee el falso artículo de carácter confesional de Lucy sobre los escáneres cerebrales en McLean y por qué se somete a ellos y cómo lo lleva.

Lee las entradas del blog hasta que ya no puede soportarlo, y Lucy no puede por menos de pensar que el disgusto de su tía no es tan intenso como debería ser en realidad.

—No puedo hacer nada. Lo hecho, hecho está —dice Lucy mientras escanea huellas parciales en un sistema digital de obtención de imágenes—. Ni siquiera yo soy capaz de desenviar cosas, de descolgar cosas, de des-yo-qué-sé. Una manera de enfocar el asunto es que, una vez que ha trascendido, ya no hay razón para temer que me saquen del armario.

—¿Qué te saquen del armario? Vaya manera de describirlo.

—Tal como lo veo, tener un problema de salud es peor que cualquier otra razón que haya tenido para que me saquen del armario. De manera que quizás es mejor que la gente lo sepa de una vez por todas y así quitármelo de encima. La verdad supone un alivio. Es mejor no esconder nada, ¿no crees? Lo curioso de que la gente lo sepa es que eso da pie a recibir regalos inesperados, de que la gente te tienda la mano cuando no tenías ni idea de que les preocuparas. Vuelven a hablarte voces del pasado. Otras voces callan por fin. Hay gente que por fin desaparece de tu vida.

—¿A quién te refieres?

—Digamos que no ha sido una sorpresa.

—Regalos al margen, la doctora Self no tenía ningún derecho a hacerlo —dice Scarpetta.

—Deberías escucharte.

Scarpetta no responde.

—Quieres dilucidar en qué medida puede ser culpa tuya. Ya sabes, si yo no fuera la sobrina de la infame doctora Scarpetta, no habría el menor interés. Tienes una necesidad implacable de cargar con la culpa de todo e intentar solucionarlo —le espeta Lucy.

—Ya no puedo seguir leyendo. —Scarpetta sale del blog.

—Es tu mayor defecto —le recrimina Lucy—. El que más me cuesta aceptar, si quieres que te sea sincera.

—Tenemos que encontrar un abogado especializado en cosas así: libelo en internet, difamación contra una persona en la red, donde no hay apenas regulación; es como una sociedad sin leyes.

—Intenta demostrar que no lo escribí yo. Intenta montar un caso sobre esa base. No te centres en mí porque no quieres centrarte en algo que tiene que ver contigo misma. Te he dejado en paz toda la mañana y ahora ya he tenido suficiente. No lo aguanto más.

Scarpetta empieza a limpiar una encimera y a guardar el material.

—Estoy ahí sentada oyéndote hablar tranquilamente por teléfono con Benton y Maroni. ¿Cómo puedes hacerlo sin darte cuenta de que estás eludiendo el asunto, negándolo?

Scarpetta abre el grifo de un lavabo de acero junto a un dispensador de colirio. Se lava las manos frotándoselas con fuerza, como si acabara de realizar una autopsia en vez de haber estado trabajando en un laboratorio inmaculadamente limpio donde apenas se hace otra cosa que sacar fotografías. Lucy ve las magulladuras en las muñecas de su tía.

Ya puede intentarlo todo lo que quiera, le es imposible ocultarlas.

—¿Vas a seguir protegiendo a ese cabrón el resto de tu vida? —Lucy se refiere a Marino—. Vale, no me contestes. Quizá la mayor diferencia entre él y yo no es tan evidente. No pienso dejar que la doctora Self me aboque a cometer ningún acto fatal conmigo misma.

—¿Fatal? Espero que no. No me hace ninguna gracia que uses esa palabra. —Scarpetta se ocupa en volver a guardar la moneda de oro y la cadena—. ¿De qué estás hablando? ¿Qué quieres decir con «acto fatal»?

Lucy se quita la bata de laboratorio y la cuelga detrás de la puerta cerrada.

—No voy a dar a la doctora Self el placer de incitarme a hacer algo que no tenga vuelta atrás. No soy Marino.

—Tenemos que llevar esto a ADN de inmediato. —Scarpetta corta cinta adhesiva para pruebas y sella los sobres—. Voy a entregarlas en mano de forma que la cadena de custodia permanezca intacta, y quizás en treinta y seis horas… ¿Tal vez menos? Si no surgen complicaciones imprevistas. No quiero que se demore el análisis. Seguro que entiendes por qué, teniendo en cuenta que alguien vino de visita con un arma.

—Recuerdo aquella ocasión en Richmond. Era Navidad y estaba pasando las fiestas contigo, durante las vacaciones en la Universidad de Virginia. Yo había ido con una amiga y Marino le tiró los tejos delante de mis narices.

—¿En qué ocasión? Lo ha hecho más de una vez. —Scarpetta tiene una expresión que Lucy nunca le ha visto.

Su tía cumplimenta los formularios, se ocupa en una cosa tras otra, lo que sea para no tener que mirarla, porque le resulta imposible. Lucy no recuerda ninguna ocasión en que su tía pareciera furiosa y avergonzada. Tal vez furiosa, pero nunca avergonzada, y la mala sensación que tenía Lucy se agrava.

—Porque era incapaz de estar cerca de mujeres a las que quería impresionar desesperadamente, y nosotras, lejos demostrarnos impresionadas, al menos en el sentido que él quería, no mostrábamos el menor interés por él salvo de una manera que nunca ha sido capaz de encajar —explica Lucy—. Queríamos relacionarnos con él como personas normales, ¿y qué hace? Pues intenta sobar a mi amiga justo delante de mí. Estaba borracho, claro.

Se levanta del ordenador y se acerca a la encimera, donde su tía se afana en sacar rotuladores de un cajón y probarlos uno tras otro.

—No se lo aguanté —dice Lucy—. Le planté cara. Yo sólo tenía dieciocho años pero igual le llamé la atención, y tuvo suerte de que no hiciera algo peor. ¿Vas a seguir distrayéndote como si esperaras que todo este asunto fuera a desaparecer?

Lucy le coge las manos y le levanta suavemente las mangas. Tiene las muñecas de un rojo intenso, el tejido profundo parece dañado, como si hubiera llevado grilletes de hierro fuertemente ceñidos.

—Más vale que no entremos en esto —dice Scarpetta—. Ya sé que te preocupa. —Aparta las muñecas y se baja las mangas—. Pero haz el favor de no darme la lata con esto, Lucy.

—¿Qué te hizo?

Scarpetta toma asiento.

—Te conviene contármelo todo —la insta Lucy—. Me trae sin cuidado qué hizo la doctora Self para provocarle, y las dos sabemos que no hace falta gran cosa. Se ha pasado de la raya y no hay vuelta atrás, ni excepciones a la regla. Pienso castigarle.

—Deja que me ocupe yo del asunto, por favor.

—No te estás ocupando, ni te ocuparás. Siempre acabas excusándolo.

—Nada de eso. Pero castigarle no es la solución. ¿De qué serviría?

—¿Qué ocurrió exactamente? —Lucy habla en voz queda y sosegada, pero por dentro se nota entumecida, tal como le ocurre cuando se siente capaz de cualquier cosa—. Pasó en tu casa toda la noche. ¿Qué hizo? Nada que tú consintieras, eso seguro, o no estarías magullada. Tú no querías tener nada con él, así que te forzó, ¿no es eso? Te cogió por las muñecas. ¿Qué hizo? Tienes rozaduras en el cuello. ¿Dónde más? ¿Qué hizo ese hijo de puta? Teniendo en cuenta con qué gentuza se acuesta, no me extrañaría que hubieras pillado alguna enfermedad…

—No llegó hasta ese extremo.

—¿Qué extremo? Qué hizo. —Lucy no lo plantea como pregunta, sino como un hecho que requiere explicación más detallada.

—Estaba borracho. Ahora nos enteramos de que probablemente utiliza un complemento de testosterona que podría ponerlo muy agresivo, dependiendo de la cantidad que se ponga, y ése no sabe lo que significa moderación. Siempre a vueltas con sus excesos. Demasiado. Demasiado. Tienes razón, todo lo que ha bebido esta semana pasada, todo lo que ha fumado. Nunca se le han dado bien los límites, pero ahora ni siquiera los tiene. Bueno, supongo que todo conducía a esto.

—¿Todo conducía a esto? ¿Después de tantos años vuestra relación ha conducido a que te agreda sexualmente?

—Nunca lo había visto así. Era como si no lo conociera, agresivo y furioso, totalmente fuera control. Quizá deberíamos estar más preocupadas por él que por mí.

—No me vengas con eso.

—Intenta entenderlo, por favor.

—Lo entenderé mejor cuando me expliques qué te hizo. —La voz de Lucy es monocorde, tal como suena cuando es capaz de cualquier cosa—. ¿Qué? Cuanto más lo eludes, más ganas tengo de castigarle, y peor será cuando lo haga. Y me conoces lo suficiente como para tomarme en serio, tía Kay.

—Llegó sólo hasta cierto punto y luego paró y se echó a llorar —le explica Scarpetta.

—¿Qué es «sólo hasta cierto punto»?

—No puedo hablar de ello.

—¿De veras? ¿Y si hubieras llamado a la policía? Exigen detalles, ya sabes cómo va eso. Te violan una vez y luego te violan otra vez cuando lo cuentas todo y algún madero empieza a imaginarse cómo ocurrió y lo disfruta en secreto. Hay pervertidos de ésos que van de sala en sala del tribunal en busca de casos de violación. Se sientan al fondo y escuchan todos los detalles.

—¿Por qué te sales por esa tangente? No tiene nada que ver conmigo.

—¿Qué crees que habría pasado si hubieses llamado a la policía y Marino hubiera sido acusado de agresión sexual, como mínimo? Acabarías en los tribunales, y Dios sabe qué circo se montaría. La gente escucharía todos los detalles, se lo imaginaría todo, como si, en cierto sentido, estuvieras desnuda en público, observada como un objeto sexual, degradada. La gran doctora Kay Scarpetta desnuda y maltratada a la vista del mundo entero.

—No llegó a tal extremo.

—¿Ah, no? Ábrete la camisa. ¿Qué escondes? Veo abrasiones en el cuello. —Lucy tiende la mano hacia la camisa de su tía para desabrocharle el botón del cuello.

Scarpetta le aparta las manos.

—No eres enfermera forense, y ya he oído suficiente. No hagas que me enfade contigo.

La ira de Lucy empieza a emerger. La nota en el corazón, en los pies, en las manos.

—Yo me ocupo de esto —dice.

—No quiero que te ocupes de nada. Está claro que ya te has metido en su casa y la has registrado. Ya sé cómo te ocupas de las cosas, y yo sé ocuparme de mí misma. Lo último que necesito es una confrontación entre vosotros dos.

—¿Qué hizo? ¿Qué te hizo exactamente ese borrachuzo hijo de puta?

Scarpetta guarda silencio.

—Lleva a esa tirada de su novia de visita a tu edificio. Benton y yo vemos hasta el último detalle de lo que ocurre, vemos con toda claridad que está empalmado en el depósito de cadáveres. No es de extrañar. Es una erección potenciada por un gel de hormonas para satisfacer a esa puta zorra que no tiene la mitad de años que él. Y luego va y te hace esto.

—Ya vale.

—No pienso dejarlo. ¿Qué hizo? ¿Te arrancó la ropa? ¿Dónde la tienes? Es una prueba. ¿Dónde tienes la ropa?

—Ya vale, Lucy.

—¿Dónde está? La quiero. Quiero la ropa que llevabas puesta. ¿Qué hiciste con ella?

—Lo estás empeorando.

—La tiraste, ¿verdad?

—Déjalo estar.

—Agresión sexual, un delito grave, y veo que no piensas contárselo a Benton, o si no ya lo habrías hecho. Y tampoco ibas a contármelo a mí. Tuvo que decírmelo Rose, al menos confírmame que ella lo sospechaba. ¿Qué te pasa? Creía que eras una mujer de armas tomar, que eras poderosa. Lo he creído toda mi vida. Ahí está, tu defecto. Le permites hacerte eso y no lo delatas. ¿Por qué se lo permitiste?

—Vaya, ¿de eso se trata?

—¿Deque?

—Vamos a hablar de tu defecto.

—No vuelvas esto contra mí.

—Podría haber llamado a la policía, sí. Tenía a mi alcance su arma y podría haberlo matado, y habría estado justificado. Hay muchas cosas que podría haber hecho —dice Scarpetta.

—Entonces ¿por qué no las hiciste?

—Opto por el mal menor. Así se solucionará. Con cualquier otra opción, no se habría arreglado —arguye Scarpetta—. Y tú sabes bien por qué te has puesto así.

—No es cómo me he puesto yo, sino tú.

—Por causa de tu madre, mi patética hermana, que se llevaba a un hombre tras otro a casa. No es que sea dependiente de los hombres, es que tiene adicción a ellos —dice Scarpetta—. ¿Recuerdas lo que me preguntaste una vez? Por qué los hombres eran siempre más importantes que tú.

Lucy aprieta los puños.

—Dijiste que cualquier hombre en la vida de tu madre era más importante que tú. Y tenías razón. ¿Recuerdas la explicación que te di? Que Dorothy es una vasija vacía. No tiene que ver contigo, sino con ella. Siempre te sentiste violada por causa de lo que ocurría en tu casa… —Deja la frase en suspenso y una sombra hace que sus ojos adquieran un azul más profundo—. ¿Ocurrió algo? ¿Alguna otra cosa? ¿Alguna vez se propasó contigo uno de sus novios?

—Probablemente yo quería que me prestaran atención.

—¿Qué ocurrió?

—Olvídalo.

—¿Qué ocurrió, Lucy? —insiste Scarpetta.

—Olvídalo. No estamos hablando de mí. Y no era más que una cría. Tú no eres ninguna cría.

—Igual que si lo hubiera sido. ¿Cómo iba a plantarle cara?

Permanecen en silencio. La tensión mengua. Lucy ya no quiere discutir, pero se siente más resentida con Marino que con cualquier otra persona en toda su vida porque por un instante le ha hecho mostrarse cruel con su tía, que no hizo más que sufrir. Él le infligió una herida que no puede cicatrizar, no del todo, y Lucy no ha hecho sino empeorarlo.

—Eso no estuvo bien —insiste Lucy—. Ojalá hubiera estado yo allí.

—No puedes solucionar siempre las cosas —dice Scarpetta—. Tú y yo tenemos más cosas en común que diferencias.

—El entrenador de Drew Martin ha estado en la funeraria de Henry Hollings —dice Lucy, porque ya no deberían hablar más de Marino—. La dirección está guardada en el GPS de su Porsche. Puedo echar un vistazo si prefieres mantenerte alejada del juez de instrucción.

—No; creo que es hora de que nos conozcamos.

Un despacho decorado con buen gusto, con elegantes antigüedades y cortinas de damasco retiradas para enseñar el paisaje. En las paredes revestidas de caoba hay retratos al óleo de los antepasados de Henry Hollings, una serie de hombres sombríos que contemplan su propio pasado.

Tiene el sillón giratorio encarado hacia la ventana, tras la que hay otro jardín de Charleston perfectamente espléndido. No parece consciente de que Scarpetta está en el umbral.

—Puedo recomendarle algo que quizá le convenga. —Habla por teléfono en un tono balsámico con una marcada cadencia sureña—. Tenemos urnas hechas precisamente con ese fin, una excelente innovación que la mayoría de la gente desconoce. Son biodegradables, se disuelven en el agua, no son en absoluto recargadas ni caras… Sí, si tiene previsto un entierro en el agua… Eso es… esparcir sus cenizas en el mar… Desde luego. Basta con lanzar la urna, y así evita que el viento las disperse por todas partes. Ya entiendo que no le parezca lo mismo. Puede elegir aquello que revista más sentido para usted, naturalmente, y le ayudaré en la medida de mis posibilidades… Sí, sí, es lo que yo le recomiendo… No, mejor que no se dispersen por todas partes. ¿Cómo se lo puedo decir con delicadeza? Mire, si acaban diseminadas por la cubierta de la embarcación, sería lamentable.

Añade varios comentarios en tono compasivo y cuelga. Cuando se vuelve, no parece sorprendido de ver a Scarpetta. La estaba esperando. Ella le llamó antes de ir. Si le pasa por la cabeza que estaba escuchando su conversación, no parece preocuparle ni ofenderle. A ella le desconcierta que parezca sinceramente atento y amable. Las suposiciones ofrecen cierto consuelo, y Scarpetta siempre había supuesto que era un individuo avaro, empalagoso y pagado de sí mismo.

—Doctora Scarpetta. —Sonríe al tiempo que se levanta y rodea la mesa perfectamente ordenada para estrecharle la mano.

—Le agradezco que me reciba, habiéndole avisado con tan poca antelación —dice ella, a la vez que opta por la butaca orejera mientras él se acomoda en el sofá, elección de asiento que resulta significativa. Si quisiera abrumarla o menospreciarla, permanecería entronado tras su enorme escritorio de madera arce.

Henry Hollings es un hombre distinguido, viste un elegante traje oscuro de sastre con los pantalones planchados a raya y una chaqueta negra con forro de seda de un solo botón, y camisa azul pálido. Tiene el cabello del mismo tono plateado que la corbata de seda, el rostro surcado de arrugas pero en absoluto riguroso, con pliegues que indican una mayor tendencia a la sonrisa que al ceño. Su mirada es amable. No deja de inquietar a Scarpetta el que no encaje con la imagen del político astuto que se había hecho, y se recuerda a sí misma que eso es lo malo de los políticos astutos: engañan a la gente justo antes de aprovecharse de ella.

—Seré franca —comienza Scarpetta—. Ha tenido oportunidades más que de sobra para darse por enterado de mi presencia. Hace casi dos años que estoy aquí. Déjeme que lo diga y luego seguimos adelante.

—Salir en su busca habría sido un atrevimiento por mi parte —se justifica él.

—Habría sido un gesto de amabilidad. Yo soy la nueva en la ciudad. Tenemos las mismas prioridades, o deberíamos tenerlas.

—Gracias por su sinceridad, que me da la oportunidad de explicarme. En Charleston tendemos a ser etnocéntricos, se nos da muy bien tomarnos nuestro tiempo, a la espera de ver qué es cada cosa. Sospecho que a estas alturas ya debe haber advertido que por aquí las cosas no suelen suceder con celeridad. Bueno, ni siquiera la gente camina aprisa. —Sonríe—. Así que estaba esperando a que tomara usted la iniciativa, si es que se decidía a ello. No creía que fuera a hacerlo ya. ¿Me permite seguir adelante con mi explicación? Usted es una patóloga forense, de considerable reputación, si me permite decirlo, y la gente como usted acostumbra a tener muy mala opinión de los jueces de instrucción elegidos en las urnas. No somos médicos ni expertos forenses, por lo general. Esperaba que usted se mostrara a la defensiva cuando decidió abrir aquí su consulta.

—En ese caso, yo diría que ambos nos hemos dejado llevar por suposiciones. —Está dispuesta a concederle el beneficio de la duda, o al menos a fingir que lo hace.

—Charleston puede ser un nido de chismes. —A Scarpetta le recuerda una fotografía de Matthew Brady, sentado bien erguido, con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas en el regazo—. Buena parte de ellos mezquinos —añade.

—Seguro que usted y yo podemos llevarnos bien como profesionales. —No está segura de tal cosa.

—¿Tiene relación con su vecina, la señora Grimball?

—La veo mayormente cuando me observa por la ventana.

—Por lo visto, se ha quejado de que había un coche fúnebre en el paseo detrás de su casa, en dos ocasiones.

—Estoy al tanto de una. —No se le ocurre cuál puede ser la otra—. Lucious Meddick. Y una misteriosa confusión con mi dirección privada en internet, que espero ya esté resuelta.

—Se quejó a personas que podrían haberle causado a usted graves problemas. Recibí una llamada al respecto e intercedí. Dije tener la seguridad de que no hace que envíen cadáveres a su domicilio, y que debía de tratarse de error.

—Me pregunto si me lo hubiera comentado de no haberle llamado.

—Si tuviera intención de perjudicarle, ¿por qué iba a protegerla en este caso? —dice Hollings.

—No lo sé.

—A mi modo de ver, hay muertes y tragedias suficientes para todos, pero nadie parece pensar lo mismo —asegura—. No hay una sola funeraria en Carolina del Sur que no quiera encargarse de mis casos, incluida la de Lucious Meddick. Dudo mucho que en ningún momento pensara que su casa cochera era el depósito de cadáveres, por mucho que hubiera leído la dirección errónea en alguna parte.

—¿Qué razones podría tener para perjudicarme? Ni siquiera le conozco.

—Ahí tiene la respuesta. No la ve como una fuente de ingresos porque, y esto es sólo una suposición, usted no está haciendo nada por ayudarlo —dice Hollings.

—No me dedico al marketing.

—Si me lo permite, enviaré un correo a todos y cada uno de los jueces forenses, funerarias y servicios de traslado con los que pueda tener usted relación y me aseguraré de que tengan la dirección adecuada.

—No es necesario, puedo hacerlo yo misma. —Cuanto más amable se muestra, menos confía en él.

—Francamente, es mejor que sea yo quien lo envíe. Eso da a entender que usted y yo trabajamos juntos. ¿No es a eso a lo que ha venido?

—Gianni Lupano —dice Scarpetta.

La expresión de él no se altera.

—El entrenador de tenis de Drew Martin.

—Estoy seguro de que no tiene usted jurisdicción en su caso, ni información alguna más allá de lo que han dicho en las noticias —aventura Hollings.

—Ha venido a su funeraria al menos en una ocasión.

—Si hubiera venido a hacer alguna pregunta sobre ella, con toda seguridad yo estaría al tanto.

—Ha estado aquí por alguna razón —insiste ella.

—¿Puedo preguntarle cómo lo sabe? Tal vez ha oído más chismes de Charleston que yo.

—Como mínimo, ha estado en su aparcamiento, permítame decirlo así.

—Ya veo. —Asiente—. Supongo que la policía o alguien consultó el GPS de su coche y mi dirección estaba en el archivo. Y eso me llevaría a preguntarle si es sospechoso del asesinato.

—Imagino que están interrogando a todos los que tuvieron relación con la chica. O los interrogarán. Y ha mencionado usted «su coche». ¿Cómo sabe que tiene un coche en Charleston?

—Porque resulta que estoy al corriente de que posee un apartamento aquí —dice él.

—La mayoría de la gente, incluida la de su edificio, no sabe que tiene apartamento aquí. Cómo es que usted sí.

—Tenemos un libro de visitas —responde él—. Está en un atril a la salida de la capilla, de manera que quienes asisten a un velatorio u oficio puedan firmarlo. Tal vez asistió a un funeral aquí. Puede consultar el libro si lo desea, o los libros, remóntese tanto tiempo como quiera.

—Me basta con los dos últimos años —dice Scarpetta.

Unas esposas sujetas a una silla de madera en una sala de interrogatorios.

Madelisa Dooley se pregunta si no acabará ella en esa sala, por mentir.

—Mayormente casos de droga, pero nos encontramos de todo —dice el investigador Turkington mientras ella y Ashley le siguen por delante de diversas salas, cada cual más inquietante que la anterior, en el departamento del sheriff del condado de Beaufort—. Allanamientos, robos, homicidios.

Es más grande de lo que Madelisa imaginaba. No sabía que pudiera haber asesinatos en la isla de Hilton Head, pero según Turkington, ocurren suficientes crímenes al sur del río Broad como para tener ocupados a sesenta agentes jurados, incluidos ocho investigadores, las veinticuatro horas del día.

—El año pasado —dice— nos ocupamos de más de seiscientos delitos graves.

Madelisa se pregunta cuántos entrarían en la categoría de allanamiento y perjurio.

—No se imagina lo afectada que estoy —le dice, nerviosa—. Creíamos que éste era un sitio tan seguro que ni siquiera nos molestábamos en cerrar la puerta.

Él los lleva a una sala de reuniones y dice:

—Les asombraría saber cuánta gente cree que, sólo por ser ricos, son inmunes a que les ocurra nada malo.

A Madelisa le halaga que el policía piense que ella y Ashley son ricos. No recuerda nadie que haya pensado nada semejante de ellos, y por un momento se siente feliz, hasta que recuerda dónde están. En cualquier instante, este joven de elegante traje y corbata averiguará la verdad sobre la situación económica de Ashley Dooley y su esposa. Sumará dos y dos en cuanto descubra cuál es su insignificante dirección en el norte de Charleston y el adosado barato que alquilaron allí, tan alejado entre los pinares que ni siquiera se alcanza a otear el océano.

—Siéntense, por favor. —Saca una silla para ella.

—Tiene toda la razón —dice Madelisa—. El dinero no da la felicidad ni hace que la gente se lleve bien. —Como si ella lo supiera.

—Vaya cámara tiene usted —le dice el policía a Ashley—. ¿Cuánto le ha costado? Al menos mil pavos. —Le indica a Ashley que se la entregue.

—¿Tiene que cogerla? —replica él—. ¿No puede echar un vistazo rápido a lo que tengo?

—Lo que aún no me queda claro —los ojos pálidos de Turkington miran fijamente a Madelisa— es qué la llevó a acercarse a esa casa en un principio. Por qué entró en la propiedad a pesar del cartel de «Prohibido el paso».

—Estaba buscando al propietario —responde Ashley, como si le hablara a la cámara encima de la mesa.

—Señor Dooley, haga el favor de no responder por su esposa. Según me ha contado ella, usted no fue testigo, sino que estaba en la playa cuando encontró lo que encontró en la casa.

—No veo por qué se la tiene que quedar. —Ashley se obsesiona con su cámara mientras Madelisa se obsesiona con el basset, solito en el coche.

Ha dejado las ventanillas abiertas una ranura para que le entre aire; gracias a Dios, no hace mucho calor. Ay, por favor, que no ladre. Ya está enamorada de ese chucho. Pobrecillo. Lo que ha tenido que pasar, y recuerda cuando tocó la sangre pringosa en su pelaje. No puede mencionar al perro, por mucho que sirva para explicar que es la única razón por la que se acercó a la casa. Si la policía descubre que tiene a ese pobre perro tan encantador, se lo quitarán y acabará en la perrera, donde al final lo sacrificarán, igual que ocurrió con Frisbee.

—Buscaba al propietario de la casa. Eso ha dicho en varias ocasiones. Aún no tengo claro por qué lo buscaba. —Turkington vuelve a mirarla fijamente con sus ojos pálidos, el bolígrafo apoyado en el bloc mientras sigue tomando nota de sus embustes.

—Es una casa preciosa —dice ella—. Quería que Ashley la filmara, pero no me pareció adecuado hacerlo sin permiso. Así que busqué a alguien junto a la piscina, a cualquiera que pudiera estar en la casa.

—No hay mucha gente por aquí en esta época del año, sobre todo allí donde ustedes estaban. Muchas de esas mansiones son segundas o terceras residencias de gente muy rica. No las alquilan, y estamos en temporada baja.

—Eso es, exactamente —coincide ella.

—Pero supuso que había alguien en casa porque vio algo en la parrilla, ¿no es así?

—Así es, exacto.

—¿Cómo lo vio desde la playa?

—Vi humo.

—Vio humo de la parrilla y tal vez olió lo que se estaba asando. —Lo anota.

—Exactamente.

—¿Qué era?

—¿Qué era qué?

—Lo que se estaba asando.

—Carne. Cerdo, quizás. Es posible que fuera asado de ternera, supongo.

—Y se tomó la libertad de entrar en la casa. —Anota algo más, luego el bolígrafo se queda quieto y levanta la mirada hacia ella—. Sabe, ésta es la parte que aún no alcanzo a entender.

Es la parte que a ella también le ha costado mucho entender, aunque no ha hecho más que darle vueltas. ¿Qué mentira puede contar que tenga visos de verdad?

—Como le he dicho por teléfono —asegura Madelisa—, estaba buscando al propietario y luego empecé a inquietarme. Empecé a imaginar a algún rico que preparaba una barbacoa y de repente sufría un ataque al corazón. ¿Por qué, si no, iba alguien a poner algo en la parrilla y luego desaparecer? Así que seguí gritando: ¿hay alguien en casa? Después me encontré el lavadero abierto.

—Quiere decir que no estaba cerrado con llave.

—Así es.

—La puerta junto a la ventana donde ha dicho que faltaba un vidrio y otro estaba roto —dice el investigador Turkington, y lo anota.

—Y entré, a sabiendas de que probablemente no debía. Pero pensé: ¿y si ese viejo rico está tumbado en el suelo tras haber sufrido un infarto?

—Ahí está el quid de la cuestión: el momento de tomar decisiones difíciles —comenta Ashley, cuya mirada se columpia entre el investigador y la cámara—. ¿No entrar? O no poder perdonarte nunca cuando después lees en el periódico que podrías haber ayudado a alguien.

—¿Filmó usted la casa, señor?

—Filmé unas marsopas mientras esperaba a que mi mujer regresara.

—Le he preguntado si filmó la casa.

—Déjeme pensar. Supongo que un poco. Antes, con Madelisa delante. Pero no pensaba enseñárselo a nadie si ella no obtenía permiso.

—Ya veo. Querían permiso para filmar la casa pero la filmaron de todas maneras sin permiso.

—Y al no obtenerlo, lo borré —asegura Ashley.

—¿De veras? —pregunta Turkington, y fija la mirada en él—. Su esposa sale corriendo de la casa porque alguien ha sido asesinado ¿y a usted se le ocurre borrar parte de lo que ha filmado porque no ha obtenido permiso de la persona asesinada?

—Ya sé que suena raro —admite Madelisa—. Pero lo importante es que no llevaba ninguna mala intención.

—Cuando mi mujer salió de la casa tan afectada, tuve el impulso de llamar a emergencias, pero no llevaba el móvil. Ella tampoco llevaba el suyo.

—¿Y no se les ocurrió utilizar el teléfono de la casa?

—¡No después de lo que había visto! —exclama Madelisa—. ¡Tuve la sensación de que ese hombre seguía allí!

—¿Ese hombre?

—Fue una sensación horrible. Nunca había estado tan asustada. No creerá que después de lo que vi iba a pararme a llamar por teléfono, cuando sentía que alguien me estaba mirando. —Hurga en el bolso en busca de un pañuelo de papel.

—Así que volvimos a toda prisa a nuestro adosado y ella se puso tan histérica que tuve que tranquilizarla —explica Ashley—. Estaba llorando como una cría y nos perdimos la clase de tenis. No hacía más que llorar, hasta bien entrada la noche. Al final le dije: cariño, más vale que duermas un poco y ya hablaremos del asunto por la mañana. A decir verdad, no estaba seguro de creerla. Mi esposa tiene una imaginación desbordante. Lee un montón de novelas de misterio, ve programas de crímenes, ya sabe. Pero como seguía llorando, empezó a preocuparme que hubiera algo de verdad en el asunto. Así que les llamé.

—No hasta después de asistir a otra clase de tenis —le hace ver Turkington—. Seguía afectadísima y, sin embargo, asistieron a la clase de tenis esta mañana, y luego volvieron al adosado, se ducharon, se cambiaron e hicieron las maletas para regresar a Charleston. ¿Y luego, por fin, deciden llamar a la policía? Lo siento. ¿Quiere que me lo trague?

—Si no fuera cierto, ¿por qué íbamos a adelantar dos días el regreso de las vacaciones? Llevábamos todo un año planeándolas —asegura Ashley—. ¿Cree que devuelven el dinero cuando hay una emergencia? Tal vez podría interceder por nosotros ante el agente de la inmobiliaria.

—Si ha llamado a la policía para eso —dice Turkington—, ha perdido el tiempo.

—Mi cámara no les servirá de nada. He borrado el trocito que filmé delante de la casa. No hay nada que ver, sólo a Madelisa hablando con su hermana durante unos diez segundos.

—¿Ahora resulta que su hermana estaba con ustedes?

—Hablándole a la cámara. No sé qué van a ver que les sea de ayuda, porque lo borré.

Madelisa le hizo borrarlo por el perro: él la había filmado acariciando al perro.

—Tal vez si viera lo que filmó —le dice Turkington—, vería el humo saliendo de la barbacoa. Ha dicho que lo vieron desde la playa, ¿no es así? De manera que si filmó la casa, ¿no se vería también el humo?

El comentario coge a Ashley por sorpresa.

—Bueno, me parece que esa parte no la grabé, no tenía la cámara enfocada en esa dirección. ¿No puede ver lo que hay filmado y devolvérmela? Bueno, sobre todo se ve a Madelisa y unas cuantas marsopas y otras cosas que grabé en casa. No veo por qué tienen que quedarse la cámara.

—Tenemos que asegurarnos de que no filmó nada que pueda ofrecernos información sobre lo ocurrido, detalles de los que ustedes no sean conscientes.

—¿Como qué? —insiste Ashley, alarmado.

—Por ejemplo, si es cierto que usted no entró en la casa después de que su esposa le contara lo que había visto. —Turkington se está poniendo muy hostil—. Me parece insólito que no entrara a corroborar la historia de su mujer con sus propios ojos.

—Si lo que decía era cierto, no pensaba entrar allí ni loco —responde Ashley—. ¿Y si había algún asesino escondido?

Madelisa recuerda el sonido del agua al correr, la sangre, la ropa, la fotografía de la tenista muerta. Imagina el desbarajuste en el inmenso salón, todos los frascos de pastillas y el vodka. Y el proyector en marcha con la pantalla en blanco. El detective no la cree. Se va a meter en un buen lío por allanamiento de morada, por robar un perro, por mentir. La policía no puede enterarse de lo del perro, si no quiere perderlo. Ese perro la tiene enamorada. Qué diablos con las mentiras. Sería capaz de abrirse paso mintiendo hasta el mismo infierno por ese chucho.

—Sé que no es asunto mío —dice Madelisa, y necesita todo su valor para preguntarlo—, pero ¿sabe quién vive en esa casa y si le ha ocurrido algo malo?

—Sabemos quién vive allí, una mujer cuyo nombre prefiero no divulgar. Resulta que no está en casa, y su perro y su coche han desaparecido.

—¿No está su coche? —A Madelisa empieza a temblarle el labio inferior.

—Yo diría que se fue a alguna parte y se llevó el perro, ¿no les parece? ¿Y saben qué más creo? Ustedes querían darse un paseíto gratis por la mansión y luego tuvieron miedo de que alguien les hubiera visto entrar, así que se han inventado esta historia increíble para protegerse, una actitud de lo más astuta.

—Si se molestan en echar un vistazo al interior de la casa, averiguarán la verdad. —La voz de Madelisa suena trémula.

—Nos hemos molestado en hacerlo, señora. He enviado unos cuantos agentes a comprobarlo, y no han encontrado nada de lo que se supone que vio usted. No falta ningún vidrio en la ventana junto al lavadero. No hay ningún vidrio roto, ni sangre, ni cuchillos. La parrilla de gas estaba apagada, limpia como una patena, sin rastro de que se haya cocinado nada en ella recientemente. Y el proyector no estaba encendido —añade.

En la sala de preparativos donde Hollings y su equipo se reúnen con las familias, Scarpetta está sentada en un sofá a rayas oro pálido y crema, donde hojea otro libro de visitas.

Sobre la base de todo lo que ha visto hasta el momento, Hollings es un hombre atento y de buen gusto. Los libros de invitados, grandes y gruesos, están encuadernados en elegante cuero negro con páginas pautadas de tono crema, y debido a la magnitud de su negocio, le hacen falta entre tres y cuatro libros al año. Una tediosa búsqueda en los primeros cuatro meses del año anterior no ha arrojado el menor indicio de que Gianni Lupano asistiera a ningún funeral.

Coge otro libro de visitas y empieza a hojearlo, va recorriendo cada página de arriba abajo con el dedo y reconoce apellidos renombrados de Charleston. Ningún indicio de Gianni Lupano entre enero y marzo. Ni rastro de él en abril, y la decepción de Scarpetta es cada vez más intensa. Nada en mayo ni en junio. Su dedo se detiene sobre una generosa firma en forma de lazo que resulta fácil de descifrar. El 12 de julio del año pasado, parece ser que asistió al funeral de una persona llamada Holly Webster. Por lo visto no asistió mucha gente: sólo firmaron el libro once invitados. Scarpetta anota todos los nombres y se levanta del sofá. Luego pasa por delante de la capilla, en cuyo interior hay dos señoras que disponen flores en torno a un lustroso ataúd de bronce. Sube un tramo de escaleras de caoba y regresa al despacho de Henry Hollings, que, una vez más, está hablando por teléfono de espaldas a la puerta.

—Hay quien prefiere doblar la bandera en un triángulo y colocarla detrás de la cabeza de la persona —dice con su voz balsámica y cantarina—. Claro, desde luego. Podemos extenderla sobre el ataúd. ¿Qué le recomiendo yo? —Levanta un papel—. Parece que a usted le agrada el de color avellana con satén achampañado, pero también el de acero estilo Twenty Gauge… Claro que lo sé. Todo el mundo dice lo mismo… Resulta difícil. Tan difícil como puede ser tomar decisiones así. Si quiere que le sea sincero, yo me decantaría por el de acero.

Habla unos minutos más, se vuelve y ve a Scarpetta de nuevo en el umbral.

—En algunos casos resulta muy duro —le dice—. Un veterano de setenta y dos años que había perdido a su esposa recientemente y estaba muy deprimido: se metió una pistola en la boca y punto final. Hemos hecho lo que estaba en nuestra mano, pero no hay procedimientos cosméticos ni de restauración que puedan darle un aspecto presentable, y sé que usted me entiende. Es imposible celebrar el funeral con el ataúd abierto, pero la familia no está dispuesta a aceptar una negativa.

—¿Quién era Holly Webster?

—Una tragedia horrible. —No vacila—. Uno de esos casos que no se olvidan.

—¿Recuerda a Gianni Lupano en su funeral?

—No lo hubiera reconocido por aquel entonces —dice él.

—¿Era amigo de la familia?

Se levanta de la mesa y abre lateralmente la puerta de un armario de cerezo, hojea unos informes y saca uno.

—Lo que tengo aquí son los detalles de los preparativos para el funeral, copias de los impresos y demás, aunque no puedo dejárselos ver por respeto a la intimidad de la familia. Pero puede echar un vistazo a los recortes de prensa. —Se los entrega—. Guardo los de todas las muertes de las que me ocupo. Como bien sabe, los únicos que pueden facilitarle documentos legales son la policía y el médico forense que se ocupó del caso, y el juez de instrucción que remitió aquí el caso para la autopsia, ya que el condado de Beaufort no tiene oficina forense, aunque usted ya está al tanto de todo eso, puesto que ahora le remite sus casos a usted. Cuando murió Holly, aún no contaban con sus servicios. De otra manera, supongo que la triste situación habría ido a parar a usted en vez de a mí.

Scarpetta no detecta el menor indicio de resentimiento: no parece importarle.

—La muerte se produjo en Hilton Head, en el seno de una familia muy pudiente. No hay más que unas pocas menciones, la más detallada la del Island Packet de Hilton Head. Según ese artículo, a media mañana del diez de julio de 2006, Holly Webster estaba jugando en el patio con su cachorro basset. La niña tenía el acceso prohibido a la piscina olímpica a menos que estuviera bajo supervisión, y esa mañana no lo estaba. Según el periódico, sus padres habían salido de la ciudad y se alojaban en casa de unos amigos. No se hace mención alguna del paradero de los padres ni de los nombres de sus amigos. Casi a mediodía, alguien salió a decirle a Holly que era hora de comer. No estaba por ninguna parte, y el cachorro correteaba de aquí para allá junto a la piscina, tocando el agua con la pata. El cadáver de la niña se descubrió en el fondo, la larga melena morena enganchada en el desagüe. Cerca de ella había un hueso de goma que, según la policía, la niña intentaba recuperar para el perro.

Otro recorte, uno muy breve. Antes de que hubieran transcurrido dos meses, la madre, Lydia Webster, aparecía como invitada en el programa de entrevistas de la doctora Self.

—Recuerdo haber oído hablar del caso —dice Scarpetta—. Creo que estaba en Massachusetts cuando ocurrió.

—Una mala noticia, pero sin mucha resonancia. La policía hizo todo lo posible por restarle importancia, porque a las urbanizaciones turísticas no les hace ninguna gracia que se aireen los sucesos negativos, por así decirlo. —Hollings levanta el auricular—. No creo que vaya a decirle nada el médico que llevó a cabo la autopsia, pero vamos a probar. —Hace una pausa—. Soy Henry Hollings… Bien, bien… Hasta el cuello. Lo sé, lo sé… Tienen que conseguirle ayuda, desde luego… No, hace tiempo que no salgo a navegar… Claro… Le debo una salida de pesca. Y usted me debe darles una conferencia a todos esos chavales aspirantes que se creen que las investigaciones forenses son una juerga… El caso de Holly Webster. Tengo aquí a la doctora Scarpetta. Me preguntaba si le importaría hablar con ella un momento.

Hollings le alcanza el auricular. Ella le explica al subjefe de medicina forense de la Facultad de Medicina de Carolina del Sur que la han requerido como asesora en un caso que podría estar relacionado con el ahogamiento de Holly Webster.

—¿Qué caso? —pregunta el subjefe.

—Lo siento, pero no estoy autorizada a revelarlo. Se trata de la investigación de un homicidio.

—Me alegra que sepa cómo funcionan estas cosas. No puedo hablar del caso Webster.

Lo que quiere decir es que no piensa hablar.

—No quiero causarle dificultades —le dice Scarpetta—. Permítame que se lo exponga de esta manera: estoy aquí con el juez de instrucción Hollings porque al parecer el entrenador de tenis de Drew Martin, Gianni Lupano, asistió al funeral de Holly Webster. Estoy intentando averiguar por qué, y no puedo decirle nada más al respecto.

—No me suena. No había oído hablar de él.

—¿Tiene idea de qué relación podía tener Lupano con la familia Webster?

—Ni idea.

—¿Qué puede decirme sobre la muerte de Holly?

—Se ahogó accidentalmente, y no hay nada que indique lo contrario.

—Lo que significa que no hay indicios patognómicos. El diagnóstico se basa en las circunstancias —dice Scarpetta—, sobre todo en cómo fue hallada.

—Así es.

—¿Le importaría decirme el nombre del agente a cargo de la investigación?

—No hay problema. Espere. —Chasquea las teclas de un ordenador—. Déjeme ver. Sí, eso me parecía. Turkington, del departamento del sheriff del condado de Beaufort. Si quiere saber cualquier otra cosa, tiene que ponerse en contacto con él.

Scarpetta vuelve a darle las gracias, cuelga y le dice a Hollings:

—¿Sabía usted que la madre, Lydia Webster, fue al programa de entrevistas de la doctora Self apenas dos meses después de la muerte de su hija?

—No vi el programa, nunca lo veo. Esa mujer se merece que le peguen un tiro —dice.

—¿Tiene idea de cómo fue a parar la señora Webster a ese programa?

—Yo diría que tienen un buen equipo de investigadores que hurgan en las noticias en busca de material e invitados. A mi modo de ver, tuvo que ser muy perjudicial para la señora Webster desde el punto de vista psicológico quedar expuesta ante el mundo entero cuando aún no había tenido oportunidad de hacer frente a lo ocurrido. Tengo entendido que fue la misma clase de situación que en el caso de Drew Martin.

—¿Se refiere a su aparición en el programa de la doctora Self el otoño pasado?

—A mis oídos llega buena parte de lo que ocurre por aquí, tanto si quiero como si no. Cuando viene a la ciudad, siempre se aloja en el Charleston Place. Esta última vez, hace apenas tres semanas, casi no pasó por su habitación, y desde luego no durmió en ella. El servicio entraba y se encontraba la cama hecha, sin otro indicio de que hubiera pasado por allí que sus pertenencias, o al menos parte de las mismas.

—¿Y cómo es que está usted al tanto de eso? —indaga Scarpetta.

—Un buen amigo mío es jefe de seguridad. Cuando vienen parientes y amigos de los fallecidos, les recomiendo el Charleston Place, siempre y cuando se lo puedan permitir.

Scarpetta recuerda lo que dijo Ed, el portero. Cada vez que Drew iba al edificio de apartamentos, le daba veinte dólares de propina. Tal vez era algo más que generosidad; tal vez le estaba recordando que mantuviera la boca cerrada.