15

En el interior del laboratorio de fotografía forense, a primera hora de la mañana siguiente. Miércoles.

Scarpetta prepara lo que puede necesitar: esta vez el método científico es sencillo. De armarios y cajones saca cuencos de cerámica, papel y tazas de poliestireno, servilletas de papel, gasas estériles, sobres, arcilla para modelar, agua destilada, una botella de azul arma (una solución de dióxido de selenio que vuelve las superficies de metal de un azul oscuro/ negro), un frasco de TXR (tetraóxido de rutenio), tubos de supercola y una cazuela de aluminio. Acopla una macrolente al dispositivo de control a distancia de una cámara digital montada sobre un atril para hacer copias, y luego cubre una encimera con papel marrón grueso.

Aunque hay varias mezclas que puede utilizar para que las huellas latentes se aprecien en superficies no porosas, como el metal, el procedimiento estándar es el vapor. No es magia, sólo química. La supercola está compuesta casi por completo de cianocrilato, una resina acrílica que reacciona a los aminoácidos, la glucosa, el sodio, el ácido láctico y otros agentes químicos exudados por los poros de la piel. Cuando los vapores de supercola entran en contacto con una huella latente (inapreciable a simple vista), una reacción química da lugar a un nuevo compuesto, es de esperar que muy duradero y con estribaciones blancas visibles con todo detalle.

Scarpetta sopesa su enfoque. Muestras de ADN, pero no en este laboratorio, y no debería hacerlo primero, no necesita hacerlo primero porque ni el TXR ni la supercola destruyen el ADN. Supercola, decide, y saca el revólver de la bolsa de papel para luego anotar el número de serie. Abre el cilindro vacío y obtura ambos extremos del cañón con bolas de papel. De otra bolsa saca las seis balas del 38 especial, que coloca en vertical dentro de una cámara de vapor, que no es otra cosa que una fuente de calor en el interior de una campana de cristal. En su interior hay un cable tendido de un extremo al otro, del que deja suspendido el revólver por la guarda del gatillo. Coloca un cuenco de agua caliente para que haya humedad, echa supercola a una cazuela de aluminio y cubre la cámara de vapor con una tapa. Luego pone en marcha un extractor de aire.

Otro par de guantes nuevos, y coge la bolsa de plástico que contiene el colgante de la moneda de oro. La cadenita de oro tiene muchas probabilidades de cobijar restos de ADN, y la embolsa por separado antes de etiquetarla. En la moneda puede haber restos de ADN, pero también huellas; la sostiene levemente por el canto y la observa con ayuda de una lupa cuando oye la cerradura biométrica de la puerta del laboratorio. Entra Lucy, y Scarpetta percibe su estado de ánimo.

—Ojalá tuviéramos un programa de reconocimiento de fotografías —comenta Scarpetta, porque sabe cuándo no hacer preguntas acerca del ánimo de Lucy y sus causas.

—Lo tenemos —dice Lucy, que evita su mirada—. Pero necesitas algo para compararlo. Muy pocos organismos policiales tienen bases de datos con fotografías en las que buscar, y aquéllos que las tienen tampoco sirven porque no hay nada integrado. Quienquiera que sea este gilipollas, tendremos que identificarlo de otra manera. Y no me refiero necesariamente al cabrón de la chopper que se supone apareció en el paseo detrás de tu casa.

—Entonces ¿a quién te refieres?

—Pues a quien llevaba el colgante y tenía el arma. Y a que no sabes con seguridad que no fuera Bull.

—Eso no tendría sentido.

—Lo tendría si quisiera hacerse pasar por un héroe, o esconder alguna otra cosa que se traiga entre manos. No sabes quién llevaba el arma ni el colgante porque no viste a quien los perdió.

—A menos que las pruebas indiquen algo diferente —le recuerda Scarpetta—, voy a dar crédito a sus palabras y le voy a estar agradecida por haber corrido el peligro que corrió para protegerme.

—Tú piensa lo que quieras.

Scarpetta la mira a la cara.

—Me parece que ocurre algo.

—Sólo digo que el supuesto altercado entre él y quienquiera que sea el tipo de la chopper tuvo lugar sin testigos, eso es todo.

Scarpetta echa un vistazo al reloj y se acerca a la cámara de vapor.

—Cinco minutos, ya debería estar. —Retira la tapa para detener el proceso—. Tenemos que comprobar el número de serie del revólver.

Lucy se acerca y mira en el interior de la campana de cristal. Se pone guantes, introduce las manos, suelta el cable y recoge el revólver.

—Se aprecian estrías muy leves en el cañón. —Vuelve el arma de aquí para allá y luego la deja en la encimera recubierta de papel, introduce de nuevo las manos en la campana y recoge las balas—. Hay alguna huella parcial. Me parece que se aprecian suficientes detalles. —Las posa también sobre la encimera.

—Voy a fotografiarlas y tal vez puedas escanear las fotos de manera que podamos obtener las características e introducirlas en el Sistema Automatizado de Identificación de Huellas.

Scarpetta telefonea al laboratorio de huellas digitales y explica lo que están haciendo.

—Trabajaré primero con ellos para ahorrar tiempo —dice Lucy, y su tono no es amistoso—. Elimina los canales de color para que el blanco pase a negro y pásalas por el sistema de identificación lo antes posible.

—Ocurre algo. Supongo que ya me lo dirás en el momento oportuno.

Lucy no escucha.

—Entra basura, sale basura —dice con furia.

Es su comentario preferido cuando está en plan cínico. Se escanea una huella para introducirla en el sistema de identificación y el ordenador no sabe si está viendo una roca o un pez. El sistema automatizado no piensa, no sabe nada. Solapa las características de una huella con las características correspondientes de otra huella, lo que supone que si faltan características o están oscurecidas o no las ha codificado correctamente un investigador forense competente, hay muchas probabilidades de que la búsqueda resulte nula. El sistema de identificación no es el problema, sino la gente. Lo mismo puede decirse del ADN. Los resultados sólo están al nivel de las muestras tomadas, la manera en que se han procesado y la persona que se ha encargado de la tarea.

—Ya sabes cuán raro es que las huellas estén siquiera tomadas como Dios manda, ¿no? —Lucy sigue despotricando en tono mordiente—. Hay algún agente paleto en una cárcel que recoge todas esas tarjetas con las diez huellas digitales, anclado todavía en el sistema de tinta y presión que se utiliza desde hace siglos, y luego las vuelcan todas en el sistema de identificación y no son más que mierda, cuando podrían no serlo si utilizáramos un sistema de escaneo óptico biométrico. Pero no hay ninguna cárcel que tenga dinero suficiente. No hay dinero para nada en este jodido país.

Scarpetta coloca la moneda de oro en el sobre de plástico transparente y la observa con una lupa.

—¿Quieres decirme por qué estás de tan mal humor? —Teme la respuesta.

—¿Dónde está el número de serie para que pueda introducir esa arma en la base de datos del Centro Nacional de Información Criminal?

—Ese papel de ahí encima del mostrador. ¿Has hablado con Rose?

Lucy lo coge y se sienta ante un ordenador para empezar a pulsar teclas.

—He llamado para ver qué tal estaba. Ha dicho que la que necesitaba ayuda eras tú.

—Una moneda de un dólar americano —dice Scarpetta, refiriéndose a la moneda aumentada por la lupa, para no tener que decir nada más—. De mil ochocientos setenta y tres. —Y repara en algo que nunca había visto en una prueba sin procesar.

—Me gustaría disparar el arma en el tanque de agua y contrastar los datos de balística con la RNIIB. —La Red Nacional Integrada de Información Balística—. A ver si se ha utilizado el revólver en otro delito. Aunque ya sé que aún no consideras delito lo que ocurrió y no quieres meter en esto a la policía.

—Tal como te he dicho —Scarpetta no quiere mostrarse a la defensiva—, Bull forcejeó con él y le hizo soltar el arma. —Observa la moneda y va ajustando la lente—. No puedo demostrar que el tipo de la chopper hubiera venido a agredirme. No llegó a entrar en la propiedad, sólo lo intentó.

—Eso dice Bull.

—En otras circunstancias, diría que esta moneda ya ha sido sometida al método de la supercola en busca de huellas dactilares. —Con la lupa, Scarpetta examina lo que parecen pálidas estrías blancas en ambas caras.

—¿A qué te refieres con «en otras circunstancias»? No tienes ninguna información, no sabes nada acerca de la moneda, dónde ha estado ni de dónde ha salido, salvo que Bull la encontró detrás de tu casa. Quién la perdió es otra historia.

—Desde luego parecen residuos de polímeros, como la supercola. No lo entiendo —dice Scarpetta, y lleva la moneda protegida por el plástico hasta el atril de copia—. Hay muchas cosas que no entiendo. —Levanta la mirada hacia Lucy—. Supongo que cuando estés lista para hablar conmigo ya lo haras. —Se quita los guantes, se pone otros nuevos y una mascarilla.

—A mí me parece que lo único que hace falta es fotografiarla. No es necesario recurrir al azul arma ni al TXR. —Lucy se refiere a las estrías que se aprecian en la moneda.

—Como mucho, pólvora negra, quizá, pero sospecho que ni siquiera nos hará falta recurrir a eso. —Scarpetta ajusta la cámara montada sobre la columna del atril de copia y manipula los brazos de los cuatro focos—. Voy a fotografiarla. Luego se puede enviar todo a ADN.

Arranca un pedazo de papel marrón para la base del atril de copia, saca la moneda del sobre y la deja con la cara hacia arriba. Corta un vaso de polietileno por la mitad y coloca la mitad en forma de embudo sobre la moneda. Iluminación de carpa casera para minimizar el resplandor, y los detalles de las estrías resultan mucho más visibles. Coge el dispositivo de control a distancia de la cámara y empieza a sacar fotografías.

—Supercola —dice Lucy—. Así que podría ser la prueba de un delito y de alguna manera volvió a entrar en circulación, por así decirlo.

—Eso lo explicaría. No tengo ninguna certeza, pero desde luego lo explicaría.

Un rápido tecleo.

—Moneda de oro de un dólar —dice Lucy—. Americana, de mil ochocientos setenta y tres. A ver qué encuentro al respecto. —Pulsa más teclas—. ¿Por qué tomaría alguien Fiorinal con codeína? ¿Y qué es, exactamente?

—Butalbital con fosfato de codeína, aspirina, cafeína —explica Scarpetta, al tiempo que vuelve la moneda con cuidado para fotografiarla del otro lado—. Un fuerte narcótico con efectos analgésicos, a menudo recetado para los dolores de cabeza intensos provocados por la tensión. —Se cierra el obturador de la cámara—. ¿Por qué?

—¿Y qué me dices del Testroderm?

—Un gel de testosterona que se frota sobre la piel.

—¿Has oído hablar de Stephen Siegel?

Scarpetta piensa un momento, pero no se le ocurre nadie, el nombre le resulta desconocido por completo.

—No, que yo recuerde.

—El Testroderm lo recetó él, y resulta que es un proctólogo de tres al cuarto en Charlotte, de donde es Shandy Snook. Y resulta que su padre era paciente de ese proctólogo, lo que podría indicar que Shandy lo conoce y puede obtener recetas de su puño y letra cuando le viene en gana.

—¿Dónde fue presentada la receta?

—En una farmacia de isla Sullivan, donde resulta que Shandy posee una casa de dos millones de dólares a nombre de una S. L. —Dice Lucy, que vuelve a teclear—. Quizá sería buena idea que le preguntaras a Marino qué coño está pasando. Creo que todos tenemos motivos para estar preocupados.

—Lo que más me preocupa es lo furiosa que estás.

—Me parece que no sabes cómo me pongo cuando estoy cabreada de veras. —Lucy sigue descargando golpes de dedo rápidos, duros y furiosos—. Así que Marino va colocado hasta las cejas. Lo más probable es que se esté untando gel de testosterona como si fuera bronceador y tragando pastillas como loco para superar las resacas. De pronto se ha convertido en un King Kong ebrio y furioso. —Pulsa las teclas con sonoros chasquidos—. Probablemente sufra de priapismo, y podría tener un ataque al corazón. O volverse tan agresivo que pierda el control cuando ya está fuera de control de tanto beber. Es asombroso el efecto que puede tener una persona en otra en apenas una semana.

—Está claro que su novia no es una buena influencia.

—No me refiero a ella. Tuviste que soltarle tu noticia.

—Pues sí, tuve que decírselo, y también a ti y Rose —responde Scarpetta con voz queda.

—Tu moneda de oro vale unos seiscientos dólares —dice Lucy, y cierra un fichero en el ordenador—. Sin contar la cadena.

El doctor Maroni está sentado delante de la chimenea en su apartamento al sur de San Marco, las cúpulas de la basílica grises bajo la lluvia. La gente, sobre todo los de la zona, llevan botas de goma verde, mientras que los turistas calzan unas amarillas baratas. En cuestión de un momento, el agua cubre las calles de Venecia.

—Sencillamente oí lo del cadáver. —Habla por teléfono con Benton.

—¿Cómo? En un primer momento el caso no era importante. ¿Por qué ibas a oír hablar del asunto?

—Me lo contó Otto.

—Te refieres al capitán Poma. —Benton está decidido a distanciarse del capitán, tanto que ni siquiera es capaz de pronunciar su nombre de pila.

—Otto me llamó por otra razón y lo mencionó —dice Maroni.

—¿Por qué estaba él al corriente? Al principio, no se dijo gran cosa en las noticias.

—Estaba al corriente porque es Carabinieri.

—¿Y eso lo convierte en omnisciente? —bromea Benton.

—Estás resentido con él.

—Lo que estoy es perplejo —replica Benton—. Es medico légale de los Carabinieri. Y era la policía nacional, no los Carabinieri, quien tenía jurisdicción en este caso. Y como siempre, eso es porque la nacional llegó antes al escenario del crimen. Cuando era crío, a eso se le llamaba «pedirse prime». En lo que respecta a una actuación policial, a eso se le llama «inaudito».

—¿Qué quieres que te diga? Así funcionan las cosas en Italia. La jurisdicción depende de quién llega al escenario primero, o a quién llaman. Pero no es eso lo que te tiene tan irritable.

—No estoy irritable.

—¿Le estás diciendo a un psiquiatra que no estás irritable? —Maroni enciende la pipa—. No estoy allí para ver en qué estado te encuentras, pero no me hace falta: estás irritable. ¿Dime por qué tiene importancia cómo me enteré acerca de la mujer muerta cerca de Bari?

—Ahora das a entender que no soy objetivo.

—Lo que estoy dando a entender es que te sientes amenazado por Otto. Permite que intente explicarte la secuencia de los hechos con más claridad. El cadáver se encontró en la cuneta de la Autostrada en las afueras de Bari, y no me llamó la atención en un primer momento. Nadie sabía quién era la mujer y se pensó que se trataba de una prostituta. La policía especuló con que el asesinato estaba relacionado con la Sacra Corona Unita, la mafia de Puglia. Otto dijo que se alegraba de que los Carabinieri no estuvieran implicados, porque no le hacía ninguna gracia vérselas con gánsteres. Según dijo, no le atraía resolver crímenes en los que las víctimas eran tan corruptas como sus asesinos. Creo que fue un día después cuando me informó de que había hablado con el patólogo forense en la Sezione di Medicina Legale en Bari. Por lo visto, la víctima era una turista canadiense desaparecida a quien se había visto por última vez en una discoteca en Ostuni. Iba bastante borracha y se fue con un hombre. Una joven que encajaba con la misma descripción fue vista al día siguiente en la Grotta Bianca, en Puglia, la Caverna Blanca.

—Otra vez da la impresión de que el capitán Poma es omnisciente, y al parecer todo el mundo lo informa a él.

—Otra vez pareces resentido con él.

—Hablemos de la Caverna Blanca. Tenemos que dar por sentado que este asesino hace asociaciones simbólicas —propone Benton.

—En los niveles más profundos de la conciencia —señala Maroni—. Recuerdos de infancia soterrados, recuerdos suprimidos de trauma y dolor. Podríamos interpretar la exploración de una caverna como su viaje mitológico hacia los secretos de sus propias neurosis y psicosis, sus temores. Le ocurrió algo terrible, y es probable que sea anterior a lo que él considera el acontecimiento terrible que le ocurrió.

—¿Qué recuerdas de su descripción física? ¿Dio la gente que aseguraba haberlo visto con la víctima en la discoteca, la caverna o cualquier otro lugar, una descripción física?

—Joven, con gorra —dice Maroni—. Eso es todo.

—¿Eso es todo? ¿Raza?

—Tanto en la discoteca como en la caverna estaba muy oscuro.

—En las notas de tu paciente, aquí mismo, las tengo delante, el paciente menciona conocer a una joven canadiense en una disco. Lo dijo el día después de que se encontrara el cadáver. Luego no volviste a tener noticias de él. ¿De qué raza era?

—Caucásico.

—En tus notas indicaba que, y cito textualmente: «había dejado a la chica junto a la carretera en Bari».

—En aquellos momentos, no se sabía que fuera canadiense. Aún estaba por identificar, y se dio por sentado que era prostituta, como he dicho.

—Cuando averiguaste que era una turista canadiense, ¿no lo relacionaste?

—Me preocupó, sí, pero no tenía pruebas.

—Vale, Paulo, protege al paciente. Nadie se preocupó una mierda por proteger a la turista canadiense, cuyo único crimen fue divertirse en la discoteca y conocer a alguien que le gustó y en quien pensó que podía confiar. Sus vacaciones en el sur de Italia acabaron con una autopsia en un cementerio. Tuvo suerte de que no la enterraran en una fosa común.

—Estás muy impaciente y disgustado.

—Igual ahora que tienes las notas delante, Paulo, recuperas la memoria.

—Yo no di permiso para que te hicieran llegar estas notas. No alcanzo a imaginar cómo las has obtenido. —Tiene que decirlo repetidamente, y Benton debe seguirle la corriente.

—Si almacenas notas sobre los pacientes en formato electrónico en el servidor del hospital, conviene desconectar la función «compartir archivos» —le dice Benton—. Porque si alguien averigua en qué disco duro están esos expedientes tan confidenciales, es posible que consiga acceder a ellos.

—Internet resulta de lo más traicionero.

—La turista canadiense fue asesinada hace casi un año. La misma clase de mutilación. Dime cómo es que no pensaste en ese caso, no pensaste en tu paciente, después de lo que le hicieron a Drew Martin. Trozos cortados de la misma zona del cuerpo. Desnuda, abandonada en un lugar donde la descubrieran enseguida y causara conmoción. Y sin dejar rastro.

—No parece que las viole.

—No sabemos lo que hace. Sobre todo si las obliga a permanecer en una bañera llena de agua fría durante Dios sabe cuánto. Me gustaría que Kay se pusiera al teléfono. La he llamado antes de telefonearte. Espero que al menos le haya echado un vistazo a lo que le he enviado. Lo intento de nuevo y ahora te llamo, para hablar a tres bandas.

Maroni espera contemplando fijamente la pantalla del ordenador mientras fuera llueve intensamente y el canal sube de nivel. Abre las contraventanas lo suficiente para ver que hay más de un palmo de agua en las aceras. Se alegra de no tener que salir. Las inundaciones no tienen el carácter de aventura que parece representar para los turistas.

—¿Paulo? —Benton otra vez al aparato—. ¿Kay?

—Aquí estoy.

—Kay tiene los archivos —le dice Benton a Maroni—. ¿Estás mirando las dos fotografías? —le pregunta a Scarpetta—. ¿Y los otros archivos?

—Lo que le hizo en los ojos a Drew Martin —dice ella—. No hay indicios de nada parecido en el caso de la asesinada cerca de Bari. Tengo delante el informe de su autopsia, en italiano, y entiendo lo que puedo. Y me preguntaba cómo es que el informe de la autopsia está incluido en el expediente de este paciente, el Hombre de Arena, supongo.

—Está claro que así es como se refiere a sí mismo —reconoce Maroni—. Según los correos de la doctora Self. Y ya ha visto algunos, ¿no?

—Los estoy viendo ahora.

—¿Por qué estaba el informe de la autopsia en el informe de tu paciente —le recuerda Benton—, el informe del Hombre de Arena?

—Porque estaba muy preocupado, pero no tenía ninguna prueba.

—¿Asfixia? —pregunta Scarpetta—. Sobre la base de las petequias y la ausencia de cualquier otro indicio.

—¿Es posible que se ahogara? —pregunta Maroni, con los informes que le ha enviado Benton, impresos y ya sobre el regazo—. ¿Es posible que Drew también muriera ahogada?

—No, Drew desde luego no. Pero las víctimas estuvieron en la bañera antes de su muerte, o lo que por desgracia suponemos que fue su muerte, en eso sí coincido. Debemos tener en cuenta el ahogamiento si no hay ninguna prueba que lo descarte. Puedo asegurar con toda certeza que Drew no se ahogó, pero eso no significa que la víctima de Bari corriera la misma suerte. Y no podemos saber qué le ocurrió a esta mujer en la bañera de cobre. Ni siquiera podemos asegurar que esté muerta, aunque me temo que sí lo está.

—Parece drogada —comenta Benton.

—Tengo fundadas sospechas de que las tres mujeres en cuestión tienen eso en común —señala Scarpetta—. La víctima de Bari había perdido la voluntad, según indica su nivel de alcohol en sangre, que era el triple del límite legal. El de Drew sólo doblaba el límite.

—Les hace perder la voluntad para controlarlas —dice Benton—. ¿De manera que nada indica que la víctima de Bari muriera ahogada? ¿No hay nada en ese sentido en el informe? ¿Algo sobre diatomeas?

—¿Diatomeas? —se interesa Maroni.

—Algas microscópicas —aclara Scarpetta—. Antes tendría que haberlo comprobado alguien, cosa poco probable si no se sospecha que muriera ahogada.

—¿Por qué tendría que haber muerto ahogada? La encontraron junto a la carretera —le recuerda Maroni.

—En segundo lugar —dice Scarpetta—, las diatomeas son omnipresentes. Están en el agua y también en el aire. El único examen que podría ofrecer información significativa sería el análisis de médula ósea u órganos internos. Y tiene razón, doctor Maroni, ¿por qué tendría que haber muerto ahogada? Por lo que respecta a la víctima de Bari, sospecho que pudo ser una víctima de mera oportunidad. Tal vez el Hombre de Arena, como de ahora en adelante me referiré a él…

—No sabemos cómo se refería a sí mismo entonces —le recuerda Maroni—. Desde luego mi paciente no mencionó su nombre.

—Lo llamaré Hombre de Arena para que resulte más claro —insiste Scarpetta—. Igual había salido de bares, discotecas, lugares turísticos, y ella tuvo la trágica mala fortuna de encontrarse en el lugar y el momento equivocados. Sin embargo, Drew Martin no me parece una víctima al azar.

—Eso tampoco lo sabemos. —Maroni da unas chupadas a la pipa.

—Yo creo que sí —dice ella—. Empezó a enviarle correos sobre Drew Martin a la doctora Self el otoño pasado.

—Suponiendo que sea el asesino.

—Envió a la doctora Self la fotografía de Drew en la bañera que sacó pocas horas después del crimen —insiste Scarpetta—. A mi manera de ver, eso lo convierte en el asesino.

—Cuénteme algo más sobre sus ojos —pide Maroni.

—Según este informe, el asesino no le sacó los ojos a la víctima canadiense. A Drew sí se los sacó, le llenó las cuencas de arena y le cerró los párpados con pegamento. Por fortuna, con los datos que tengo, parece que lo hizo post mórtem.

—No es sadismo, sino simbolismo —señala Benton.

—El Hombre de Arena te esparce arena sobre los ojos y hace que concilies el sueño —dice Scarpetta.

—A esa mitología me refería yo —apunta Maroni—. Freudiana, jungiana, pero pertinente. Si hacemos caso omiso de las profundas implicaciones psicológicas de este caso, corremos grave peligro.

—Yo no hago caso omiso de nada. Ojalá tú no hubieras hecho caso omiso de lo que sabías acerca de tu paciente. Te preocupaba que tuviera algo que ver con el asesinato de la turista y no dijiste nada —le espeta Benton.

Discuten; dejan caer insinuaciones de errores y culpas. La conversación a tres bandas continúa mientras la ciudad de Venecia se inunda. Entonces Scarpetta dice que tiene un trabajo entre manos en el laboratorio y que, si no necesitan nada más de ella, va a colgar. Eso hace, y Maroni reemprende su propia defensa.

—Eso habría sido violar el secreto profesional. No tenía ninguna prueba en absoluto —le dice a Benton—. Ya conoces las reglas. ¿Qué pasaría si acudiéramos a la policía cada vez que un paciente hace alusiones violentas o referencias a actos violentos que no tenemos razón para considerar ciertas? Informaríamos a la policía sobre nuestros pacientes a diario.

—Creo que deberías haber informado sobre tu paciente y creo que deberías haberle pedido a la doctora Self más información sobre él.

—Pues yo creo que ya no eres un agente del FBI que puede detener a la gente, sino un patólogo forense en un hospital psiquiátrico. Formas parte del profesorado de la Facultad de Medicina de Harvard. Te debes al paciente antes que nada.

—Igual ya no soy capaz de eso. Tras dos semanas con la doctora Self, ya no tengo la misma opinión respecto a nada. Incluido tú, Paulo. Protegiste a tu paciente, y ahora hay al menos otras dos mujeres muertas.

—Si lo hizo él.

—Lo hizo.

—Dime qué hizo la doctora Self cuando le presentaste esas imágenes: la de Drew en la bañera, en una habitación que parece italiana y antigua.

—Debía de estar en Roma o cerca de Roma. Tenía que estar allí —explica Benton—. Cabe suponer que fue asesinada en Roma.

—¿Y luego esta segunda imagen? —Abre un segundo archivo que estaba en el correo de la doctora Self, una mujer en una bañera, ésta de cobre. Aparenta treinta y tantos años, de pelo largo y moreno. Tiene los labios hinchados y ensangrentados, el ojo derecho tan hinchado que se le cierra—. ¿Qué dijo la doctora Self cuando le enseñaste la imagen más reciente que le envió el Hombre de Arena?

—Cuando llegó, la doctora estaba en el escáner. Cuando se la enseñé más tarde, era la primera vez que la veía. Su principal preocupación era que habíamos pirateado, esa palabra utilizó, su correo electrónico y violado sus derechos, y habíamos infringido el Procedimientos en Asuntos Confidenciales de Salud porque Lucy era la pirata, según la acusación de la doctora Self, y eso suponía que había gente fuera del hospital que estaba al tanto de su ingreso en McLean. Por cierto, ¿cómo es que culpó a Lucy? Da que pensar.

—Es curioso que la culpara sin vacilar, desde luego.

—¿Has visto lo que colgó en su página web la doctora Self? Se trata de una supuesta confesión de Lucy, hablando sin tapujos de su tumor cerebral. Está por todas partes.

—¿Eso ha hecho Lucy? —Maroni se sorprende. No tenía la menor idea.

—Desde luego que no. Imagino que, de alguna manera, la doctora Self averiguó que Lucy viene a McLean con regularidad para someterse a escáneres, y cediendo a su insaciable apetito de hostigamiento, pergeñó esa confesión en su página.

—¿Qué tal está Lucy?

—¿A ti qué te parece?

—¿Qué más dijo la doctora Self acerca de esta segunda imagen? La mujer en la bañera de cobre. ¿No tenemos idea de quién es?

—De manera que alguien tiene que haberle metido en la cabeza a la doctora Self que Lucy se coló en su correo. Qué extraño.

—La mujer en la bañera de cobre —vuelve a decir Maroni—. ¿Qué dijo la doctora Self cuando te encaraste con ella en las escaleras al anochecer? Debió de ser digno de verse. —Vuelve a encender la pipa.

—Yo no he dicho que estuviera en las escaleras.

Maroni sonríe y va dando chupadas mientras el tabaco en la cazoleta reluce.

—Y bien, cuando se la enseñaste ¿qué dijo?

—Me preguntó si la imagen era real. Dijo que no lo podemos saber sin ver los archivos en el ordenador de la persona que la envió. Pero parece auténtica. No veo indicio de que haya sido retocada: una sombra que falta, un error en la perspectiva, iluminación o tiempo atmosférico incongruentes.

—No, no parece retocada —coincide Maroni, que la observa en su pantalla mientras la lluvia cae más allá de las contraventanas y el agua del canal chapalea contra el estuco—. Por lo que sé de estas cosas.

—La doctora insistió en que podía ser una sucia treta, una broma macabra. Yo le dije que la foto de Drew Martin es real, y que era algo más que una broma macabra. Está muerta. Le expresé mi preocupación con respecto a que la mujer de esta segunda fotografía también esté muerta. Me da la impresión de que alguien está hablando con la doctora Self de manera indiscriminada, y no sólo acerca de este caso. Me pregunto quién puede ser.

—¿Y qué dijo ella?

—Pues que no era culpa suya —responde Benton.

—Y ahora que Lucy nos ha conseguido esta información, es posible que averigüe… —empieza Maroni, pero Benton se le adelanta.

—… de dónde las enviaron. Lucy me lo ha explicado. El tener acceso al correo electrónico de la doctora Self le ha permitido rastrear la dirección IP del Hombre de Arena, lo que prueba en mayor medida aún que a ella le trae sin cuidado, porque podría haber rastreado esa dirección ella misma o haber hecho que alguien la rastreara. Pero no lo hizo. Probablemente ni le pasó por la cabeza. Se corresponde con un dominio de Charleston, del puerto, específicamente.

—Qué interesante.

—Estás de lo más abierto y efusivo, Paulo.

—No sé a qué te refieres. ¿De lo más abierto y efusivo?

—Lucy habló con el informático del puerto, el que se encarga de todos los ordenadores, la red inalámbrica y demás —explica Benton—. Lo más importante, según ella, es que la dirección IP del Hombre de Arena no se corresponde con ningún CDA en el puerto, es decir, un Código de Dirección de Aparato. El ordenador que está utilizando el Hombre de Arena para enviar sus correos, sea cual sea, no parece contarse entre los del puerto, lo que supone que no es probable que sea un empleado de allí. Lucy ha señalado varias posibilidades. Podría ser alguien que entra y sale del puerto, en un crucero o barco mercante, y cuando atraca se introduce en la red del puerto. En ese caso, debe de trabajar en un crucero o un carguero que haya estado en el puerto de Charleston cada vez que ha enviado algún correo a la doctora Self. Todos y cada uno de sus correos, los veintisiete que ha encontrado Lucy en la carpeta de entrada de la doctora Self, se enviaron desde la red inalámbrica del puerto, incluido el que acaba de recibir, el de la mujer en la bañera de cobre.

—Entonces debe de estar en Charleston en este momento —dice Maroni—. Espero que tengáis el puerto vigilado. Podría ser la manera de echarle el guante.

—Hagamos lo que hagamos, debemos conducirnos con cuidado. No podemos implicar a la policía ahora mismo. Ese tipo se asustaría.

—Debe de haber listas de cruceros y cargueros. ¿Coinciden esas fechas con los días en que le envió los correos a la doctora Self?

—Sí y no. Ciertas fechas de un crucero en particular, y estoy hablando de programas de embarque y desembarque, se corresponden con las fechas en los correos que envió, pero otras no. Lo que me lleva a pensar que tiene alguna razón para estar en Charleston, posiblemente vive allí y accede a la red del puerto tal vez aparcando muy cerca para colarse.

—Ahora me estoy perdiendo. Vivo en un mundo muy antiguo. —Vuelve a encender la pipa; una de las razones por las que disfruta fumando en pipa es el placer de encenderla.

—Algo parecido a ir en coche con un escáner y monitorizar los teléfonos móviles de la gente —explica Benton.

—Supongo que de eso tampoco tiene la culpa la doctora Self —dice Maroni en tono apesadumbrado—. Este asesino lleva desde el otoño pasado enviando correos electrónicos desde Charleston, y ella podría haberlo averiguado y alertado a alguien.

—Podría haberte alertado a ti, Paulo, cuando te remitió como paciente al Hombre de Arena.

—¿Y ella está al corriente de esta conexión con Charleston?

—La informé. Confiaba en que de esa manera recordara algo o nos diera alguna otra información que pudiera servirnos de ayuda.

—¿Y cómo reaccionó cuando le dijiste que el Hombre de Arena lleva todo este tiempo enviándole correos desde Charleston?

—Dijo que no era culpa suya. Luego se montó en su limusina para ir al aeropuerto y se marchó en su avión privado.