Karen y la doctora Self en las escaleras de entrada al Pabellón en la penumbra casi cerrada.
Una luz de porche que no alumbra mucho, y la doctora saca un papel del bolsillo del impermeable, lo abre y saca un bolígrafo. En los bosques más allá, el agudo zumbido estático de los insectos, el aullido lejano de los coyotes.
—¿Qué es eso? —le pregunta Karen.
—Siempre que llevo invitados a mis programas firman uno de éstos. Es una simple autorización para que los saque en antena, para hablar de ellos. Nadie puede ayudarte, Karen. Queda claro, ¿no?
—Me siento un poco mejor.
—Te pasa siempre porque te programan, igual que intentaron programarme a mí. Es una conspiración. Por eso me han hecho escuchar a mi madre.
Karen le coge el formulario e intenta leerlo, pero no hay suficiente luz.
—Me gustaría compartir nuestras maravillosas conversaciones y lo mucho que he aprendido de ellas, para que así sirvan de ayuda a mis millones de espectadores en todo el mundo. A menos que prefieras utilizar un alias.
—¡Qué va! Estaré encantada de que hable de mí y utilice mi auténtico nombre. ¡E incluso de estar en su programa, Marilyn! ¿Qué conspiración? ¿Cree que me incluye a mí?
—Tienes que firmar esto. —Le tiende el bolígrafo.
Karen lo hace.
—Espero que me informe de cuándo va a hablar de mí para que pueda verlo. En caso de que lo haga, quiero decir. ¿Cree que lo hará?
—Si sigues aquí.
—¿Cómo?
—No puede ser en mi primer programa. El primero es acerca de Frankenstein y experimentos chocantes. Ser drogada contra mi voluntad, sometida a tormentos y humillaciones en el imán. Lo repetiré: un inmenso imán, mientras escuchaba a mi madre, mientras me obligaban a oír su voz mintiendo acerca de mí, culpándome. Podrían pasar semanas antes de que salgas en mi programa, ¿sabes? Espero que sigas aquí.
—¿Se refiere al hospital? Me voy mañana a primera hora.
—Me refiero a aquí.
—¿Dónde?
—¿Quieres seguir en este mundo, Karen? ¿Alguna vez has llegado a querer estar aquí? Ésa es la auténtica cuestión.
Karen enciende un cigarrillo con manos temblorosas.
—Ya viste mi serie sobre Drew Martin —añade la doctora.
—Qué triste.
—Debería contarle a todo el mundo la verdad acerca de su entrenador. Desde luego intenté contársela a ella.
—¿Qué hizo su entrenador?
—¿Alguna vez has visitado mi página web?
—No; debería haberlo hecho. —Karen se sienta encorvada sobre el frío peldaño de piedra, fumando.
—¿Qué te parecería salir en mi página? ¿Hasta que podamos llevarte al programa?
—¿Salir en la página? ¿Se refiere a contar mi historia en ella?
—Brevemente. Tenemos una sección titulada «En palabras propias». La gente confecciona su blog, cuentan sus historias y se escriben entre sí. Algunos no saben escribir muy bien, claro, por eso tengo un equipo de gente que edita y reescribe, escribe al dictado y entrevista. ¿Recuerdas cuando nos conocimos? ¿Te di mi tarjeta?
—Todavía la tengo.
—Quiero que envíes tu historia a la dirección de correo electrónico en esa tarjeta, y la colgaremos en la página. Puedes ser toda una inspiración, a diferencia de la pobre sobrina del doctor Wesley.
—¿Quién?
—En realidad no es su sobrina. Tiene un tumor cerebral. Ni siquiera con mis herramientas puedo curar a alguien en esas circunstancias.
—Ay, Dios, qué horror. Supongo que un tumor cerebral puede llevar a alguien a la locura, y no hay manera de ayudarle.
—Puedes leer todo al respecto cuando visites mi página. Verás su historia y todas sus entradas en el blog. Te quedarás de una pieza —dice la doctora, un peldaño por encima de ella, con la brisa a favor que se lleva el humo hacia atrás—. Tu historia enviará un mensaje magnífico. ¿Cuántas veces has estado ingresada? Al menos diez. ¿A qué se deben los fracasos?
La doctora Self se imagina preguntándoselo al público mientras las cámaras se acercan para tomar un primer plano de su cara, una de las caras más reconocibles del planeta. Le encanta su nombre. Su nombre forma parte de su increíble destino: Self, sí misma. Siempre se ha negado a renunciar a él. No cambiaría su nombre por ninguno, ni lo compartiría nunca, y todo aquél que no lo quiera está condenado porque el pecado imperdonable no es el sexo, es el fracaso.
—Iré a su programa cuando quiera. Llámeme, por favor. Puedo presentarme aunque me avise con muy poca antelación —insiste Karen—. Siempre y cuando no tenga que hablar de… no puedo decirlo.
Pero ni siquiera entonces, cuando más nítidas eran las fantasías de la doctora Self, cuando su pensamiento se tornó mágico y comenzaron las premoniciones, llegó a soñar lo que ocurriría.
«Soy la doctora Marilyn Self. Bienvenidos a Self o Self. SOS. ¿Necesitan ayuda?». Al principio de cada programa, entre los aplausos desaforados del público en directo mientras millones de personas ven el programa en todo el mundo.
—No me hará contarlo, ¿verdad? Mi familia no me perdonaría nunca. Por eso no puedo dejar de beber. Se lo contaré si no me hace decirlo en la tele ni en su página web. —Karen se ha perdido en sus propias tonterías.
«Gracias, gracias». A veces la doctora Self no puede hacer que la gente deje de aplaudir. «Yo también os adoro».
—Mi Boston terrier, Bandida. La dejé salir una noche muy tarde y olvidé hacerla entrar porque estaba muy borracha. Era en invierno.
Aplausos que suenan como un chaparrón, como un millar de manos batiendo palmas.
—Y a la mañana siguiente me la encontré muerta junto a la puerta trasera, y la madera estaba toda arañada de tanto que se había esforzado por entrar. Mi pobrecilla Bandida, con el pelito tan corto que tenía. Temblando, llorando y ladrando, no me cabe duda. Intentando volver dentro porque hacía un frío helador. —Karen solloza—. Así que destruyo mi cerebro para no tener que pensar. Dicen que tengo un montón de áreas en blanco y aumento de… bueno, y la atrofia. Vas bien, Karen, me digo. Te estás cargando tu propio cerebro. Salta a la vista. Está muy claro que no soy normal. —Se toca la sien—. Lo vi allá arriba, en la caja de luz que el neurólogo tiene en su consulta, tan grande como un paisaje, mi cerebro anómalo. Nunca seré normal. Casi tengo sesenta años y ya no hay vuelta atrás.
—La gente es implacable en lo que respecta a los perros —dice la doctora, perdida en sí misma.
—Yo sé que lo soy. ¿Qué puedo hacer para superarlo? Dígamelo, por favor.
—La gente con enfermedades mentales presenta peculiaridades en la forma del cráneo. Los lunáticos tienen la cabeza muy contraída o deforme —asegura la doctora—. Los maníacos tienen el cerebro blando. Todo eso se vio en un estudio científico llevado a cabo en París en 1824. De un centenar de idiotas e imbéciles examinados, sólo catorce tenían una cabeza normal.
—¿Está diciendo que soy imbécil?
—¿Acaso es muy distinto de lo que te han estado diciendo los médicos aquí? ¿Que tu cabeza es diferente en cierta manera, lo que supone que tú eres diferente en cierta medida?
—¿Soy una imbécil? Maté a mi perra.
—Esas supersticiones y manipulaciones llevan siglos circulando. Miden el cráneo de la gente encerrada en manicomios y diseccionan el cerebro de idiotas e imbéciles.
—¿Soy una imbécil?
—Hoy en día te meten en un tubo mágico, un imán, y te dicen que tienes el cerebro deforme, y te obligan a escuchar a tu madre. —La doctora se interrumpe cuando ve que una figura alta camina decidida hacia ellas en la oscuridad.
—Karen, si no le importa, tengo que hablar con la doctora Self —dice Benton Wesley.
—¿Soy una imbécil? —le pregunta Karen, al tiempo que se levanta del peldaño.
—Usted no es ninguna imbécil —le asegura Benton en tono amable.
Karen se despide de él y antes de alejarse le dice:
—Usted siempre se ha portado bien conmigo. Regresaré a casa y no volveré aquí.
La doctora lo invita a sentarse a su lado en los peldaños, pero él rehúsa. Ella nota su ira, es un triunfo, otro más. Le dice:
—Me siento mucho mejor.
Las sombras que destierran las lámparas transforman a Benton. Ella nunca lo ha visto en la oscuridad, y caer en la cuenta de ello le resulta fascinante.
—Me pregunto qué diría el doctor Maroni ahora mismo. Y qué diría Kay —continúa—. Me recuerda a las vacaciones de primavera en la playa. Una joven se fija en un glorioso hombre también joven, ¿y entonces? Él repara en ella. Se sientan en la arena y caminan por el agua, se salpican uno al otro y hacen todo lo que desean hasta que sale el sol. Les trae sin cuidado estar mojados y pegajosos debido a la sal y al otro. ¿Dónde ha quedado la magia, Benton? Uno envejece cuando nada es suficiente y sabe que nunca Volverá a sentir la magia. Yo sé lo que es la muerte, y usted también. Siéntese a mi lado, Benton. Me alegra que quiera charlar conmigo antes de mi partida.
—He hablado con su madre —le informa él—. Otra vez.
—Debe de caerle muy bien.
—Me ha contado una cosa muy interesante que me ha llevado a retractarme de algo que le dije a usted, doctora Self.
—Las disculpas siempre se agradecen. Viniendo de usted, son una atención inesperada.
—Tenía razón en lo tocante al doctor Maroni. En lo de que usted se acostó con él.
—Yo no dije que me acostara con él. —La doctora sintió un frío interior—. ¿Cuándo podría haber ocurrido algo así? ¿En mi maldita habitación con esa maldita vista? No podría haberme acostado con nadie a menos que fuera contra mi voluntad. Me drogó.
—No estoy hablando de ahora.
—Mientras estaba inconsciente, me abrió el albornoz y me manoseó. Dijo que mi cuerpo le encantaba.
—Porque el doctor Maroni lo recordaba.
—¿Quién ha dicho que me acosté con él? ¿Esa maldita zorra? ¿Qué sabe ella de lo que ocurrió en el momento de mi ingreso? Debe de haberle dicho que soy una paciente. Les pondré un pleito. Ya dije que él no pudo evitarlo, no pudo resistirse, y luego huyó. Dije que el doctor Maroni era consciente de que había hecho algo malo y por tanto huyó a Italia. Yo nunca reconocí haberme acostado con él. Me drogó y se aprovechó de mí, y yo debería haber sabido que lo haría. ¿Por qué no iba a hacerlo?
La excita. La excitaba entonces y sigue excitándola, y ella no tenía ni idea de que sería así. En aquel momento lo reprendió pero no le dijo que parara. «¿Por qué cree necesario examinarme con tanto entusiasmo?», le preguntó, y él le dijo: «Porque es importante que lo averigüe». Y ella respondió: «Sí. Debería averiguar qué no es suyo». Y él, mientras seguía adelante con la exploración, dijo: «Es como un lugar especial que visitaste antaño y llevabas muchos años sin ver. Quieres averiguar qué ha cambiado y qué no ha cambiado, y si se podría revivir». Y ella dijo: «¿Se podría?». Y él respondió: «No». Luego se fue, y eso fue lo peor que hizo, porque ya lo había hecho con anterioridad.
—Le estoy hablando de hace mucho tiempo —señala Benton.
El agua chapalea suavemente a su alrededor.
Will Rambo está rodeado por el agua y la noche mientras rema para alejarse de isla Sullivan, donde ha dejado el Cadillac en un lugar apartado, a un breve paseo de donde ha tomado prestado el bote. Ya lo había cogido antes. Utiliza el motor fueraborda cuando lo necesita. Cuando quiere silencio, rema. El agua chapalea. En la oscuridad.
En la Grotta Bianca, el lugar donde llevó a la primera. La sensación, la familiaridad, conforme se van recomponiendo los fragmentos en una profunda caverna dentro de su mente, entre estalactitas de caliza y musgo allí donde alcanza el sol. La llevó más allá de la Columna de Hércules hasta un mundo subterráneo de pasillos de piedra con prismas de minerales y el sonido constante de agua cayendo.
Aquel día de ensueño estuvieron solos por completo salvo en una ocasión, cuando él dejó pasar a unos escolares alborotados con chaqueta y gorra, y le dijo: «Son tan ruidosos como una bandada de murciélagos». Y ella se echó a reír y dijo que se estaba divirtiendo con él, y le cogió el brazo y se pegó a él, que alcanzó a notar la suavidad de su piel. A través del silencio, con el único sonido del agua al caer. La llevó a través del Túnel de las Serpientes bajo arañas de luz de piedra, por delante de telones translúcidos de piedra hasta el Pasillo del Desierto.
—Si me dejas aquí, sería incapaz de encontrar el camino de salida —le dijo ella.
—¿Por qué iba a dejarte? Soy tu guía. En el desierto es imposible sobrevivir sin guía a menos que sepas orientarte.
Y la tormenta de arena se alzó formando un inmenso muro, y se frotó los ojos para disiparla.
—¿Cómo sabes el camino? Debes de venir a menudo —comentó ella, y entonces él abandonó la tormenta de arena y estaba otra vez en la cueva, y era una chica tan hermosa, pálida y de rasgos bien definidos, como tallada en cuarzo, pero triste porque su amante la había dejado por otra mujer—. ¿Qué te hace ser tan especial como para conocer un sitio así? —le preguntó a Will—. Tres kilómetros hacia el interior de la tierra y un infinito laberinto de piedra húmeda. Qué horror perderse aquí. Me pregunto si alguna vez se ha perdido alguien aquí. De noche, cuando apagan las luces, debe de quedar completamente a oscuras, frío como un sótano.
Will no alcanzaba a ver sus propias manos delante de la cara. Lo único que veía era un rojo intenso mientras la arena los azotaba hasta que tuvo la sensación de que iba a despellejarlo.
«¡Will! ¡Ay, Dios! ¡Ayúdame, Will!». Los gritos de Roger se convirtieron en los gritos de los escolares en el pasillo de al lado, y el bramido de la tormenta se interrumpió.
El agua goteaba y sus pasos sonaban húmedos.
—¿Por qué no dejas de frotarte los ojos? —le preguntó ella.
—Sería capaz de orientarme incluso en la oscuridad. Veo muy bien en la oscuridad, y venía a menudo de niño. Soy tu guía. —Se mostraba muy simpático con ella, muy amable, porque era consciente de que su pérdida era más de lo que podía soportar—. ¿Ves cómo la luz hace que la piedra se vuelva translúcida? Es lisa y fuerte como los tendones y los nervios, y los cristales son del amarillo cerúleo del hueso. Y por ese estrecho pasillo se llega a la Cúpula de Milán, gris, húmeda y fría como el tejido y los vasos sanguíneos de un cuerpo viejísimo.
—Tengo los zapatos y el ruedo de los pantalones manchados de caliza húmeda, como cal. Me has echado a perder la ropa.
Sus quejas lo irritan. Le ha enseñado un estanque natural en cuyo fondo hay dispersas monedas verdes, y se ha preguntado en voz alta si se habrán cumplido los deseos de alguien, y ella ha lanzado una moneda que ha resonado al caer al agua y se ha hundido.
—Ya puedes pedir todos los deseos que quieras —le dice él—. Pero nunca se hacen realidad, y si se cumplen, peor para ti.
—Qué horrible es eso que dices —le recrimina ella—. ¿Cómo puedes decir que un deseo hecho realidad sería malo? No sabes lo que he deseado. ¿Y si mi deseo fuera hacer el amor contigo? ¿Eres mal amante?
Él no respondió a su pregunta, cada vez más enfadado, porque si hacían el amor, ella le vería los pies descalzos. La última vez que hizo el amor fue en Irak, con una cría de doce años que gritaba y le golpeaba con sus puñitos. Luego dejó de hacerlo y cayó dormida, y él nunca ha sentido nada al respecto porque esa niña no tenía vida, no tenía nada que esperar salvo la interminable destrucción de su país e infinitas muertes. El rostro de la pequeña se desvanece de su mente mientras el agua gotea. Sostiene la pistola en la mano mientras Roger grita porque el dolor es insufrible.
En la Cueva de la Cupola, las piedras eran torneadas cual cráneos y el agua goteaba incesantemente, como si hubiera llovido, y había formaciones de escarcha pétrea y carámbanos y espolones que relucían como velas. Le advirtió que no los tocara.
—Si los tocas, se vuelven negros como el hollín.
—Es la historia de mi vida —dijo ella—. Todo lo que toco se convierte en mierda.
—Me estarás agradecida.
—¿Por qué?
En el Pasillo del Regreso, el aire era cálido y húmedo, y el agua corría paredes abajo como si fuera sangre. Sostenía la pistola y estaba a un golpe de dedo del final de todo lo que sabía sobre sí mismo. Si Roger pudiera agradecérselo, lo haría.
Un simple gracias, y hacerlo de nuevo no es necesario. La gente es ingrata y te arrebata todo aquello que tiene sentido. Luego a uno deja de importarle. No puede importarle.
Un faro a franjas rojas y blancas, construido poco después de la guerra, está aislado unos cien metros mar adentro, ya sin luz.
A Will le arden los hombros de tanto remar y le duelen las nalgas sobre el asiento de fibra de vidrio. Es mucho esfuerzo porque la carga que lleva pesa casi tanto como el bote de fondo plano, y ahora que está cerca de su casa no quiere usar el motor fueraborda. Nunca lo hace. Es ruidoso, y no quiere hacer ruido, aunque no haya nadie que pueda oírlo. Allí no vive nadie. No viene nadie si no es de día, y sólo cuando hace buen tiempo. Pero ni siquiera entonces está nadie al tanto de que ese lugar le pertenece. La pasión por un faro y un cubo de arena. ¿Cuántos niños son propietarios de una isla? Un guante y una pelota, y un picnic de acampada. Todo ha desaparecido. Está enterrado. La triste travesía en barco hasta el otro extremo.
Al otro lado del agua se ven las luces de Mount Pleasant, y las luces de la isla James y Charleston. Hacia el suroeste está Folly Beach. Mañana será un día cálido y nuboso, y a media tarde la marea estará baja. El bote pasa rozando conchas de ostra cuando lo arrastra playa arriba.