13

Ya ha oscurecido. Scarpetta dirige la linterna hacia un revólver Colt de acero inoxidable en medio del pequeño paseo detrás de su casa.

No ha llamado a la policía. Si el juez de instrucción está implicado en este último giro siniestro de los acontecimientos, llamar a la policía no haría sino empeorar la situación. Bull tiene una historia de cuidado, y ella no sabe qué pensar. Dice que cuando los cuervos echaron a volar del roble en el jardín, eso quería decir algo, así que a ella le dijo una mentira: que tenía que irse a casa, cuando lo que tenía intención de hacer era escabullirse; así lo ha dicho. Se apostó tras los arbustos entre las dos verjas de la casa y aguardó; aguardó casi cinco horas. Scarpetta no tenía la menor idea.

Ella siguió con sus cosas, terminó lo que estaba haciendo en el jardín y se dio una ducha. Luego trabajó en el despacho de arriba, hizo unas llamadas para ver cómo estaba Rose, cómo estaba Lucy, cómo estaba Benton. Mientras tanto, no sabía que Bull estaba escondido entre las dos verjas detrás de la casa. Él dice que es como pescar: uno no coge nada a menos que haga creer al pez que ya ha dado por terminada la jornada. Cuando el sol estaba más bajo y las sombras eran más alargadas, y Bull llevaba apostado en los ladrillos fríos y oscuros entre las verjas toda la tarde, vio a un hombre en el paseo. El tipo se llegó hasta la puerta de la verja exterior que rodea lacasa de Scarpetta e intentó introducir la mano para abrirla. Al no conseguirlo, empezó a trepar por el hierro forjado, y fue entonces cuando Bull abrió la puerta de golpe y se enfrentó a él. Creyó que era el tipo que iba en la chopper, pero quienquiera que fuese no traía buenas intenciones, y mientras estaban en plena refriega se le cayó el arma.

—Quédese aquí mismo —le dice Scarpetta a Bull en el paseo en penumbra—. Si sale algún vecino o aparece alguien por la razón que sea, que nadie se acerque. Que nadie toque nada. Por suerte, me parece que nadie puede vernos aquí.

La linterna de Bull sondea los ladrillos desiguales mientras ella regresa a su casa. Sube a la primera planta y en unos minutos está de vuelta en el paseo con la cámara y el maletín para el escenario del crimen. Saca fotografías. Se pone unos guantes de látex. Coge el revólver, abre el cilindro y extrae seis proyectiles del calibre 38 que introduce en una bolsa de papel; al arma la mete en otra. Luego sella las dos con cinta adhesiva para pruebas de color amarillo que etiqueta e inicializa con un rotulador.

Bull sigue buscando, el haz de la linterna arriba y abajo conforme camina, se detiene, se acuclilla y luego sigue caminando, todo muy lentamente. Pasan unos minutos más, y dice:

—Aquí hay algo. Más vale que eche un vistazo.

Scarpetta se acerca, mirando dónde pisa, y a unos treinta metros de la verja, sobre el asfalto sembrado de hojarasca, hay una monedita de oro unida a una cadena dorada rota que destella bajo el haz, el oro reluciente como la luna.

—¿Estaba tan lejos de la verja cuando forcejeó con él? —pregunta, un tanto escéptica—. Entonces ¿cómo es que el arma estaba allí? —Señala hacia las siluetas oscuras de las verjas y el muro del jardín.

—No es fácil saber dónde estaba —dice Bull—. Estas cosas pasan muy rápido. No creo que llegara hasta aquí, pero no puedo asegurarlo.

Scarpetta vuelve la mirada hacia su casa.

—De aquí a allí hay un buen trecho —señala—. ¿Está seguro de que no lo persiguió después de que él dejara caer el arma?

—Lo único que puedo decir es que una cadena de oro con una moneda de oro no iba a durar mucho ahí tirada. Así que es posible que lo persiguiera y se le cayera cuando forcejeamos. No creía haberle perseguido, pero cuando están en juego la vida y la muerte, uno no siempre mide bien el tiempo y la distancia.

—No siempre —coincide ella.

Scarpetta se pone unos guantes nuevos y recoge por la cadena el colgante roto. Sin gafas no puede ver qué clase de moneda es, sólo alcanza a distinguir una cabeza coronada por una cara, y por la otra una guirnalda y el número uno.

—Así que probablemente se rompió cuando empecé a forcejear con él —decide Bull, como convenciéndose a sí mismo—. Desde luego espero que no le hagan ponerles al tanto de todo esto. A la policía, me refiero.

—No hay nada de lo que ponerles al tanto —dice ella—. De momento no hay delito, sólo una refriega entre usted y un desconocido, cosa que no tengo intención de mencionar a nadie, salvo a Lucy. Ya veremos qué se puede hacer en el laboratorio mañana.

Bull ya ha tenido problemas y no quiere tenerlos de nuevo.

—Cuando alguien encuentra un arma tirada, se supone que debe llamar a la policía —señala Bull.

—Bueno, pues yo no voy a llamarlos. —Recoge los útiles que ha sacado.

—Usted teme que los polis piensen que yo andaba metido en algo y me enchironen. No se meta en problemas por mi culpa, doctora Kay.

—Nadie va a enchironarle.

El Porsche Carrera 911 negro de Gianni Lupano está permanentemente aparcado en Charleston, aunque él apenas pase por allí.

—¿Dónde está? —le pregunta Lucy a Ed.

—No le he visto.

—Pero sigue en la ciudad.

—Hablé con él ayer. Me llamó y me pidió que enviara a alguien de mantenimiento porque el aire acondicionado no funcionaba bien. Así que mientras estaba ausente, y no sé adónde fue, cambiaron el filtro. Es muy reservado. Sé cuándo viene y va porque una vez a la semana tengo que poner en marcha su coche para que la batería no se descargue. —Ed abre un recipiente de comida para llevar y su despachito huele a patatas fritas—. ¿Le importa? No quiero que se enfríe. ¿Quién le ha dicho lo de su coche?

—Rose no sabía que él tuviera un apartamento en el edificio —dice Lucy desde el umbral, mirando el vestíbulo para ver quién entra—. Cuando lo descubrió, supuso quién era y me dijo que le había visto al volante de un coche deportivo caro que le había parecido un Porsche.

—Ella tiene un Volvo más viejo que mi gato.

—Siempre me han gustado los coches, y Rose sabe mucho de coches —asegura Lucy—. Pregúntele por Porsche, Ferrari, Lamborghini, y ya le contará. Por aquí, la gente no alquila Porsches. Tal vez un Mercedes, pero no un Porsche como el que tiene él. Así que he supuesto que podía guardarlo aquí.

—¿Qué tal le va? —Ed se sienta a la mesa para comerse la hamburguesa del café Sweetwater—. Antes ha pasado un mal rato.

—Bueno —contesta Lucy—. Rose no se encuentra en su mejor momento.

—Yo me he vacunado contra la gripe este año y la cogí dos veces, además de un catarro. Es como masticar golosinas para que no te salgan caries. Es la última vez que lo hago.

—¿Estaba aquí Gianni Lupano cuando Drew fue asesinada en Roma? —pregunta Lucy—. Me dijeron que estaba en Nueva York, pero eso no significa que sea cierto.

—La chica ganó el torneo aquí un domingo, hacia mitad de mes. —Se limpia la boca con una servilleta de papel, coge un vaso grande de refresco y sorbe por la pajilla—. Sé que esa noche Gianni se fue de Charleston, porque me pidió que cuidara de su coche. Dijo que no sabía cuándo regresaría, y luego, de repente, aquí está.

—Pero no le ha visto.

—No le veo casi nunca.

—Habla con él por teléfono.

—Habitualmente sí.

—No lo entiendo —dice Lucy—. Aparte de la participación de Lucy en la Copa Círculo Familiar, ¿qué otra razón podía tener para estar en Charleston? ¿Cada cuánto se celebra el torneo? ¿Una vez al año?

—Le sorprendería la gente que tiene su residencia en la zona. Hasta estrellas de cine.

—¿Tiene GPS en el coche?

—Tiene de todo. Es un coche de aúpa.

—Déjeme las llaves un momento.

—Ah. —Ed vuelve a dejar la hamburguesa con queso en el recipiente—. Eso no puedo hacerlo.

—No se preocupe. No voy a ponerlo en marcha, sólo quiero mirar una cosa, y sé que no dirá ni palabra al respecto.

—No puedo darle las llaves. —Ha dejado de comer—. Si llegara a enterarse…

—Las necesito sólo diez minutos, quince a lo sumo. No se enterará nunca, lo prometo.

—Quizá podría ponerlo en marcha, ya que está, por la batería, ya sabe. No hay ningún mal en ello. —Rasga una bolsita de ketchup para abrirla.

—Eso haré.

Lucy sale por una puerta trasera y se encuentra el Porsche en un rincón apartado del aparcamiento. Lo enciende y abre la guantera para echar un vistazo a los documentos de matriculación. El Carrera es de 2006 y está registrado a nombre de Lupano. Conecta el GPS, revisa el historial de destinos en la memoria y los anota.

La rápida respiración del imán que mantiene su baja temperatura.

Dentro de la sala de resonancia magnética, Benton mira desde el otro lado del cristal los pies de la doctora Self, cubiertos por una sábana. Está sobre una camilla que se desliza hasta el interior del imán de catorce toneladas, con la barbilla sujeta como recordatorio de que no debe mover la cabeza, que tiene apoyada sobre una bobina que recibirá los impulsos de radiofrecuencia necesarios para obtener la imagen de su cerebro. Lleva puestos unos auriculares que amortiguan el sonido a través de los que, poco después, cuando comience el proceso de obtención de imágenes por resonancia funcional, oirá la grabación de la voz de su madre.

—Hasta el momento, vamos bien —le dice Benton a la doctora Susan Lane—. Salvo por los jueguecillos que se trae ésa entre manos. Lamento que haya tenido a todo el mundo esperando. —Al técnico—: ¿Josh? ¿Qué tal tú? ¿Estás despierto?

—No sabes la ilusión que me hace todo esto —dice Josh desde la consola—. Mi niña lleva vomitando todo el día. Pregúntale a mi mujer las ganas que tiene de matarme ahora mismo.

—Nunca he conocido a nadie capaz de traer tanta alegría al mundo. —Benton se refiere a la doctora Self, el ojo de la tormenta. Mira a través del cristal los pies de Self y alcanza a verle las medias—. ¿Lleva pantis?

—Tienes suerte de que lleve algo. Al hacerle pasar, ha insistido en quitárselo todo —explica Lane.

—No me sorprende. —Se anda con cuidado. Aunque la doctora Self no puede oírles a menos que utilicen el interfono, puede verlos—. Está maníaca perdida. Lo ha estado desde que ingresó. Ha sido una estancia de lo más productiva. Pregúntaselo. Tiene la cordura de un juez.

—Le he preguntado si llevaba algo de metal, un sujetador con refuerzo —dice Lane—. Le he explicado que el escáner ejerce una atracción magnética sesenta mil veces mayor que la de la Tierra y no puede haber nada ferroso cerca, y que un sujetador adquiriría un significado completamente distinto si lleva refuerzo metálico y no nos lo decía. Ha asegurado que lo llevaba, que estaba orgullosa de ello, y ha empezado a hablar del… bueno, del lastre de tener pechos grandes. Como es natural, le he dicho que tenía que quitarse el sujetador, y ha contestado que prefería quitárselo todo y ha pedido una bata. Así que lleva una bata, pero la he convencido de que se deje las bragas puestas, y las medias.

—Bien hecho, Susan. Vamos allá.

La doctora Lane pulsa el botón del interfono y dice:

—Lo que vamos a hacer ahora es empezar con unas imágenes de localización: obtención de imágenes estructurales. La primera parte durará unos seis minutos; oirá unos ruidos bastante fuertes y extraños que produce el aparato. ¿Qué tal se encuentra?

—¿Podemos empezar, por favor? —La voz de la doctora Self.

Lane suelta el botón del interfono y le dice a Benton:

—¿Listo para la Escala PANAS de Afecto Positivo y Negativo?

Benton aprieta el botón del interfono y dice:

—Doctora Self, voy a empezar con una serie de preguntas acerca de cómo se siente. Y le haré las mismas preguntas varias veces durante la sesión, ¿de acuerdo?

—Ya sé cómo funciona la PANAS.

Benton y Lane cruzan una mirada, los semblantes impertérritos, sin dejar traslucir nada, mientras Lane dice con sarcasmo:

—De maravilla.

—No le hagáis caso —replica Benton—. Prosigamos.

Josh mira a Benton, listo para empezar. Benton piensa en su conversación con el doctor Maroni y en la acusación implícita de que Josh le habló a Lucy de su paciente VIP, y luego Lucy se lo contó a Scarpetta. Sigue perplejo. ¿Qué intentaba sugerir Maroni? Mientras observa a la doctora Self a través dela cristalera le viene algo a la cabeza: el expediente que no está en Roma, el expediente del Hombre de Arena, tal vez esté aquí, en McLean.

En un monitor aparecen las constantes vitales enviadas a distancia por la pinza en el dedo y el manguito del tensiómetro que lleva puestos la doctora Self.

—Presión sanguínea: ciento doce sobre setenta y ocho —dice Benton, y lo anota—. Pulso: setenta y dos.

—¿Qué saturación de oxígeno indica el pulso? —pregunta la doctora Lane.

Él responde que la saturación arterial de oxihemoglobina —o medición de saturación de oxígeno en la sangre— es de 99. Normal. Pulsa el botón del interfono y empieza con la PANAS.

—Doctora Self, ¿lista para las preguntillas?

—Por fin. —Su voz por el interfono.

—Voy a formularle las preguntas y quiero que puntúe sus sentimientos en una escala de uno a cinco. Uno cuando no siente nada. Dos, siente algo. Tres, moderado. Cuatro, mucho. Y cinco, sentimiento extremo. ¿Le parece correcto?

—Estoy familiarizada con la PANAS. Soy psiquiatra.

—Cualquiera diría que también es neurocientífica —comenta Lane—. Va a hacer trampas en esta parte.

—Me da igual.

Benton aprieta el botón del interfono y aborda las preguntas, las mismas que le reformulara durante la prueba. ¿Se siente molesta, avergonzada, inquieta, hostil, irritable, culpable? ¿O interesada, orgullosa, decidida, activa, fuerte, inspirada, entusiasmada, excitada, alerta? Ella puntúa con 1 todas las preguntas, y asegura que no siente nada.

Benton supervisa las constantes vitales y las anota: normales, no han cambiado.

—¿Josh? —Lane indica que ha llegado el momento.

Comienza el proceso de escaneo estructural. Se oye una suerte de intenso martilleo y las imágenes del cerebro de la doctora Self aparecen en el ordenador de Josh. No revelangran cosa. A menos que haya alguna patología considerable, como un tumor, no empezarán a ver nada hasta dentro de un rato, cuando se analicen miles de imágenes captadas por resonancia magnética.

—Listos para empezar —anuncia la doctora Lane por el interfono—. ¿Se encuentra bien ahí?

—Sí. —Impaciente.

—Los primeros treinta segundos no oirá nada —explica Lane—. Así que permanezca en silencio y relajada. Luego oirá la grabación de la voz de su madre, y quiero que se limite a escuchar. Permanezca completamente inmóvil y escuche.

Las constantes vitales continúan igual.

Un sonido como de sónar que recuerda a un submarino empieza a oírse. Benton mira los pies de la doctora bajo la sábana al otro lado del cristal.

«El tiempo ha sido perfectamente maravilloso, Marilyn. —La voz grabada de Gladys Self—. No me he preocupado siquiera de poner el aire acondicionado, aunque tampoco es que funcione bien: vibra como un insecto. Me basta con tener las ventanas y las puertas abiertas porque la temperatura no está tan mal ahora mismo».

Aunque se trata de la serie neutral, la más inocua, las constantes vitales de la doctora Self han cambiado.

—Pulso setenta y tres, setenta y cuatro —dice Benton, y lo anota.

—Yo diría que esto no le resulta neutral —comenta Lane.

«Estaba pensando en todos esos maravillosos frutales que tenías cuando vivías aquí, Marilyn, los que te obligó a talar la Oficina de Agricultura porque tenían el cáncer de los cítricos. Un jardín bonito es una maravilla. Y te alegrará saber que ese estúpido programa de erradicación ha quedado prácticamente detenido porque no funciona. Qué pena. En la vida todo depende de encontrarse en el momento adecuado, ¿verdad?».

—Pulso setenta y cinco, setenta y seis. Saturación de oxígeno noventa y ocho —dice Benton.

«… Una cosa de lo más curiosa, Marilyn. Hay un submarino que se pasa el día yendo de aquí para allá a eso de kilómetro y medio de la orilla. Lleva una banderita americana que ondea en el como se llame. Esa torre donde está el periscopio. Debe de ser la guerra. De aquí para allá, de aquí para allá, alguna clase de entrenamiento, con la banderita ondeando. Yo les digo a mis amigas: ¿entrenamiento, para qué? ¿Es que nadie les ha dicho que no hacen falta submarinos en Irak?».

Termina la primera serie neutra de preguntas, y durante el periodo de recuperación de treinta segundos vuelven a tomarle la presión sanguínea, que ha subido a 116/82. Entonces se vuelve a oír la voz de su madre. Gladys Self habla sobre dónde le gusta hacer la compra de un tiempo a esta parte en el sur de Florida, y las obras interminables, los rascacielos que brotan por todas partes, dice. Muchos están desocupados porque el mercado inmobiliario se ha ido al carajo. Sobre todo por la guerra de Irak, que ha tenido consecuencias para todos.

La doctora Self reacciona de la misma manera.

—Vaya —dice Lane—. Algo ha captado la atención de su amígdala, desde luego. Fíjate en la saturación de oxígeno.

Ha bajado a 97 por ciento.

La voz de la madre otra vez, comentarios positivos. Luego las críticas.

«… Eras una mentirosa patológica, Marilyn. Desde que aprendiste a hablar, me era imposible sonsacarte la verdad. ¿Y luego? ¿Qué ocurrió? ¿De dónde sacaste esa moral? De nadie de esta familia, eso desde luego. Tú y tus sucios secretillos. Es asqueroso y reprobable. ¿Qué le ocurrió a tu corazón, Marilyn? ¡Si lo supieran tus seguidores! Qué vergüenza, Marilyn…».

La sangre oxigenada de la doctora Self ha descendido a un 96, su respiración es más rápida y superficial, tanto así que resulta audible por el interfono.

«… La gente que descartaste. Y ya sabes a qué y a quién me refiero. Mientes como si dijeras la verdad. Eso es lo queme ha preocupado toda tu vida, y te pasará cuentas cualquier día de éstos…».

—Pulso ciento veintitrés —apunta la doctora Lane.

—Acaba de mover la cabeza —dice Josh.

—¿Puede corregirlo el software de movimiento? —pregunta Lane.

—No lo sé.

«… Y te piensas que el dinero lo resuelve todo. Envías tu óbolo y eso te absuelve de cualquier responsabilidad. Untas a la gente para desentenderte de ella. Bueno, ya veremos. Algún día vas a cosechar lo sembrado. No quiero tu dinero. Me voy de copas a la coctelería con mis amigas y ni siquiera saben que estás emparentada conmigo…».

El pulso está a 134. El oxígeno en sangre ha descendido a 95. Se le notan inquietos los pies. Quedan nueve segundos. La madre habla, activando neuronas en el cerebro de su hija. La sangre fluye hasta esas neuronas, y con el aumento de sangre hay un incremento de sangre desoxigenada que es detectado por el escáner, que capta imágenes funcionales. La doctora Self sufre angustia física y emotiva. No está fingiendo.

—No me gusta lo que está ocurriendo con sus constantes vitales. Ya vale. Hemos terminado —dice Benton a Lane.

—De acuerdo.

Enciende el interfono.

—Doctora Self, vamos a parar.

Lucy coge un estuche de herramientas de un armario cerrado, una memoria USB y una cajita negra mientras habla con Benton por teléfono.

—No preguntes —dice él—. Acabamos de terminar un escáner. O mejor dicho, acabamos de abortarlo. No puedo hablarte del asunto, pero necesito una cosa.

—Vale. —Toma asiento delante del ordenador.

—Tengo que hablar con Josh. Me hace falta que te introduzcas.

—¿Para qué?

—Una paciente está haciendo que le remitan el correo electrónico al servidor del Pabellón.

—¿Y?

—Y en ese mismo servidor hay ficheros electrónicos. Uno de un individuo que fue a la consulta del director clínico del Pabellón. Ya sabes a quién me refiero.

—¿Y?

—Y vio a una persona de gran interés en Roma en noviembre pasado —dice Benton por teléfono—. Lo único que puedo decirte es que este paciente que nos interesa sirvió en Irak, parece ser que se lo remitió la doctora Self.

—¿Y bien? —Lucy se conecta a internet.

—Josh acaba de terminar el escáner, el que no ha llegado a buen puerto. Se lo hemos hecho a una persona que se va esta misma noche, lo que supone que no van a llegarle más correos. El tiempo es esencial.

—¿Sigue ahí? ¿La persona que se va?

—Ahora mismo sí. Josh ya se ha marchado, tiene a su hija enferma. Lleva prisa.

—Si me facilitas tu contraseña, puedo acceder a la red interna —asegura Lucy—. Eso lo hará más sencillo, pero vas a estar colgado durante una hora más o menos.

Lucy llama al móvil de Josh. Está en el coche, saliendo del hospital. Mejor aún. Le dice que Benton no puede entrar en su cuenta de correo, que le ocurre algo al servidor, ella tiene que solventarlo de inmediato, y parece que le va a llevar un buen rato. Lo puede hacer a distancia, pero necesita la clave del administrador del sistema, a menos que Josh quiera regresar y ocuparse del asunto en persona. Él, que no quiere hacer nada semejante, empieza a hablar de su esposa y su niña. De acuerdo, sería estupendo si Lucy pudiera encargarse de todo. Abordan problemas técnicos continuamente, y a él no le pasaría por la cabeza que la intención de Lucy es acceder a la cuenta de correo de una paciente y los archivos privados del doctor Maroni. Y aunque Josh sospechara lo peor, daría por sentado que Lucy se limitaría a introducirse por su cuenta, sin pedir permiso. Está al tanto de sus aptitudes, así es como ella se gana la vida, por el amor de Dios.

Lucy no quiere introducirse ilegalmente en el hospital de Benton, y además le llevaría demasiado tiempo. Una hora después, le devuelve la llamada a Benton:

—No tengo tiempo de mirar —le dice—. Eso te lo dejo a ti. Te lo he enviado todo, y tu correo ya funciona.

Sale del laboratorio y se marcha en su moto Agusta Brutale, abrumada por la ansiedad y el peligro. La doctora Self está en McLean. Lleva allí casi dos semanas. Maldita sea. Benton estaba al tanto.

Va rápido, con el viento cálido azotándole el casco, como si intentara hacerle entrar en razón.

Entiende por qué Benton no podía decir ni palabra, pero no está bien. La doctora Self y Marino se escriben correos y entretanto ella está delante de las narices de Benton en McLean. Y Benton no pone sobre aviso a Marino ni a Scarpetta. Y tampoco a ella, a Lucy, mientras los dos vigilaban a Marino a través de la cámara en el depósito de cadáveres durante la visita guiada a Shandy. Lucy hacía comentarios sobre Marino, sobre sus correos electrónicos a la doctora Self, y Benton se limitaba a escuchar, y ahora Lucy se siente como una imbécil; se siente traicionada. Benton no tiene reparos en pedirle que acceda de manera ilegal a archivos electrónicos confidenciales, pero no es capaz de decirle que la doctora Self es paciente suya y está sentada en su sala privada precisamente en ese Pabellón tan exclusivo, pagando tres mil putos dólares al día para joder a todo el mundo.

Mete la sexta, agazapada, y va adelantando a otros vehículos en el puente Arthur Ravenel Jr., con sus altos picos y cables verticales que le recuerdan al Centro Oncológico Stanford, a la mujer que interpreta temas incongruentes al arpa. Es posible que Marino ya anduviera desquiciado, pero no contaba con el caos que podría provocar la doctora Self. Él es demasiado simplón para entender una bomba de neutrones. En comparación con la doctora Self, no es más que un chavalote estúpido con un tirachinas en el bolsillo del pantalón. Quizás el asunto lo pusiera en marcha él al enviarle un correo a Self, pero ella sabe cómo finiquitar algo. Sabe cómo finiquitarlo a él.

Pasa a toda velocidad por delante de los barcos camaroneros amarrados en Shem Creek, cruza el puente Ben Sawyer hasta isla Sullivan, donde vive Marino en lo que en cierta ocasión aseguró era la casa de sus sueños: una diminuta y destartalada cabaña pesquera encaramada a unos pilares, con tejado metálico rojo. Las ventanas se ven oscuras; no está encendida ni siquiera la luz del porche. Detrás de la cabaña, un larguísimo embarcadero cruza las marismas y va a parar a un estrecho riachuelo que serpentea hasta el canal Intracostero. Al mudarse allí, él compró un bote de remos y disfrutaba dedicándose a explorar las ensenadas y pescar, o a navegar y beber cerveza. Lucy no sabe a ciencia cierta qué le ocurrió. ¿Adónde se ha ido?, se pregunta. ¿Quién ocupa su cuerpo?

La zona del jardín delantero es arenosa y está cubierta de malas hierbas altas y finas. Se abre paso entre un montón de trastos: viejas neveras portátiles, una parrilla oxidada, tarros para cangrejos, redes medio podridas, cubos de basura que huelen como un pantano. Sube unos peldaños de madera combados y llama a una puerta con la pintura descascarillada. La cerradura es endeble, pero no quiere forzarla. Más vale sacar la puerta de las bisagras. Un destornillador, y ya está dentro de la casa soñada de Marino. No tiene alarma, siempre dice que sus armas ya son alarma suficiente.

Tira de la cadenita de una bombilla colgada del techo, y a la luz estridente que proyecta sombras desiguales, mira en torno para ver lo que ha cambiado desde la última vez que estuvo allí. ¿Cuándo fue? ¿Hace seis meses? No ha cambiado nada, como si él hubiera dejado de vivir allí pasado un tiempo. La sala tiene un suelo de madera desnudo, un sofá barato de tela escocesa, dos sillas de respaldo recto, una tele bien grande, un ordenador y la impresora. Contra la pared hay una cocina pequeña, latas de cerveza vacías y una botella de Jack Daniel’s en la encimera. En la nevera descubre cantidad de fiambres, queso y más cerveza.

Lucy se sienta a la mesa de Marino y retira del puerto USB de su ordenador un lápiz de memoria USB de 256 megabytes unido a una cuerdecita. Abre el estuche de herramientas y coge unos alicates puntiagudos, un destornillador fino y un taladro a pilas tan diminuto como el de los joyeros. En la cajita negra hay cuatro micrófonos unidireccionales, cada uno de un tamaño inferior a ocho milímetros, más o menos como una aspirina infantil. Tirando del capuchón de plástico de la memoria USB, retira el lápiz y la cuerdecita e introduce un micrófono, cuya cubierta de malla metálica pasa inadvertida en el agujerito al que iba unida la cuerdecita. El taladro produce un zumbido quedo al abrir un segundo orificio en la base del capuchón, donde inserta el anillo de la cuerdecita para volver a sujetarlo.

Luego mete la mano en uno de los numerosos bolsillos de sus pantalones anchos y saca otra memoria USB —la que ha cogido del laboratorio— que inserta en el puerto. Descarga su propia versión de un programa espía que remitirá hasta el último toque de tecla de Marino a una de las cuentas de correo de Lucy. Revisa el disco duro en busca de documentos. No hay prácticamente nada salvo los correos de la doctora Self que ya copió en su ordenador en la oficina. No le supone mayor sorpresa. No lo imagina allí sentado escribiendo artículos periodísticos profesionales o una novela. Bastante mal se le da el papeleo. Vuelve a introducir la memoria USB de Marino en el puerto y empieza a registrar la habitación rápidamente, abriendo cajones donde encuentra tabaco, un par de Playboy, un Magnum .357 Smith & Wesson, unos cuantos dólares y calderilla, recibos, correo basura.

Nunca ha entendido cómo cabe Marino en el dormitorio, donde el armario es una barra sujeta de pared a pared a los pies de la cama, con la ropa amontonada y colgada de cualquier manera, otras prendas por el suelo, incluidos enormes calzoncillos bóxer y calcetines. Ve unos pantis y un sujetador de encaje rojos, un cinturón de cuero negro tachonado con puntas metálicas y otro de cocodrilo, muy pequeños para ser suyos, una mantequera de plástico llena de condones y anillos para la polla. La cama está deshecha. Dios sabe cuándo lavó las sábanas por última vez.

Una puerta da paso al cuarto de baño tamaño cabina telefónica: retrete, ducha, lavabo. Lucy mira en el botiquín, donde encuentra los artículos de higiene y los medicamentos contra la resaca que cabía esperar. Coge un frasco de Fiorinal con codeína recetado a nombre de Shandy Snooks, casi vacío. En otra estantería hay un tubo de Testroderm, recetado a nombre de un desconocido, e introduce la información en su iPhone. Vuelve a colocar la puerta en sus bisagras y desciende por los peldaños desvencijados. Se ha levantado viento y oye un tenue ruido procedente del embarcadero. Saca con suavidad la Glock, alerta, y dirige la linterna hacia el ruido, pero el haz no alcanza hasta allí y la longitud del embarcadero se disuelve en la oscuridad del anochecer.

Sube los escalones que llevan al embarcadero, viejos y con los tablones arqueados, algunas caídos. El olor a fango cenagoso es intenso. Empieza a lanzar manotazos a los mosquitos y recuerda lo que le dijo un antropólogo. Guarda relación con el grupo sanguíneo: a los bichos como los mosquitos les encanta el grupo O. Es el suyo, pero nunca ha tenido claro cómo puede oler un mosquito su grupo sanguíneo si no está sangrando. Revolotean a su alrededor, la atacan, hasta le pican en el cuero cabelludo.

Sus pasos son silenciosos mientras camina y escucha, hasta que oye un pequeño topetazo. El haz de luz pasa por encima de maderos envejecidos y clavos herrumbrosos y doblados, y una brisa susurra en la hierba de las marismas. Las luces de Charleston se ven lejanas en el aire húmedo que huele a azufre, la luna esquiva tras las densas nubes, y al cabo del embarcadero alcanza a ver el origen del ruido. El bote de pesca de Marino ha desaparecido y unas boyas naranja intenso descargan sordos topetazos contra los pilares.